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miércoles, 20 de febrero de 2013

La infancia en el espacio revelado

La infancia en el espacio revelado


La necesidad profética ante los modos sutiles de matar a nuestros hijos


20/02/2013 - Autor: Abdel-latif Bilal Ibn Samar



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Una infancia viva no lleva sobrecargas

Lo revelado tiene la capacidad de desplegarse, incluso de forma cuántica, como diríamos hoy día, pues es luz y guía. Por ello, a veces la imagen de un «mensaje» no se ajusta del todo si lo entendemos desde una comunicación humana, directa y funcional, con un emisor y un receptor en un espacio y un tiempo. Frente a esto, lo revelado es también ahora, sin tiempo, donde el no lugar se complementa con un sí lugar, el de la revelación. En cierto sentido, permanece en suspensión, como las partículas, pero a diferencia de estas, requiere que el receptor también flote, deambule por la revelación. Nos pide recobrar el nomadismo, aunque sea frugal, pues «el islam combina mal con la solidificación urbana y burguesa», como señala Burckhardt.

Esto no significa que la revelación sea difusa, inconsistente o inalcanzable. Podemos utilizarla y aplicarla, aunque con el mismo cuidado que mecemos a un recién nacido, con cariño, amor y sorpresa, en un recibir recíproco sensorial. En la sociedad donde Muhámmad (saws) empezó a recitar, abrumado y temblando, «aquello» desconcertante, muchos fueron los que se enamoraron. Otros aumentaron su odio. Entre ambos extremos, había gente que reía, escéptica, temerosa. Se les pedía que dejaran de enterrar vivas a sus niñas recién nacidas... ¿Cómo van a acoger una revelación recién pronunciada, mecerla, amarla y cuidarla como a un recién nacido, aquellos capaces de enterrar a una criatura por el sólo hecho de no ser un niño? ¡Hay tanta necesidad de un profeta!

Todavía resuenan, si escuchamos atentos, los gritos del esclavo africano del rabioso Umayyah, que éste torturaba impasible para que renunciara a ese "loco y farsante" Muhámmad y dejara de fluir en su mensaje. Bilal, que así se llama la víctima, emitía unos gritos sordos de dolor, que eran también de autoafirmación, mientras su pecho era presionado por una gran roca: «¡Uno, Uno!», insistía ensangrentado Bilal. Su voz se convirtió, con el tiempo, en la del primer almuédano de esa comunidad liberada y autogestionada. Tras la muerte del Profeta (saws), tardó en regresar a Medina, pero finalmente volvió para recitar el azán y la comunidad lloró.

Quienes estaban dispuestos a morir, quienes conocieron torturas, represión, exilio y exclusión, lograron gestar una comunidad que actuó como espesante para aquella intermitente revelación líquida. Los numerosos documentos y narraciones de esa época han facilitado que sus experiencias no se perdieran: siguen recordándose y reviviéndose en cada hogar-mundo musulmán. Del mismo modo, la revelación diseminada a través de millones de partículas en suspensión, y que todavía conservan las propiedades beneficiosas, continúan circulando y penetrando en las comunidades.

Si miramos a nuestro alrededor, nadie parece ya enterrar vivas a las recién nacidas. Ni mucho menos. Pero las sutilezas aparecen y cobran otros lenguajes. Mientras mi mujer lleva en su vientre a nuestra hija, son muchas, demasiadas, las ocasiones donde me dicen: «¡Qué valientes!». La mayoría de estas exclamaciones las hacen mujeres de treinta a cuarenta años cuya maternidad ha sido desplazada, aplazada o directamente anulada. Incluso en el mostrador de la oficina del paro, donde estoy tramitando la finalización del mísero subsidio (una ayuda en peligro de extinción en este reino-recorte), la empleada se sorprende: «¡Un segundo hijo! ¿Y estáis contentos? ¿No os da miedo?» «Mire -le respondo-, como mínimo esto lo decidimos nosotros, nos pertenece, no podemos actuar siempre como si tuviéramos la losa de nuestros amos encima de los pechos, presionándonos.»

En este contexto, matamos a los niños antes incluso de concebirlos. ¿Cómo puede alguien ser valiente por el mero hecho de comportarse de la forma más arcaica, simple y natural posible, esto es, engendrando? Hasta que no he sido testigo, tantas veces, de este comentario, creía que todos estábamos de acuerdo en que un valiente es aquel que rompe con las inercias y sus miedos, deja atrás ídolos que ni perjudican ni benefician, no se deja sobornar por turbias y especulativas oportunidades, se aleja del constante susurro egoico y se compromete con la Vida. ¿Acaso hemos llegado a tal extremo que el simple hecho de tener un hijo ya comporta alcanzar todas estas características de valentía?

La imagen de una revelación en suspensión recoge también ambos significados: un mensaje flotante, presente y disponible, pero también un mensaje suspendido, falto de receptores. ¿Acaso lo revelado no es también una exhortación a la acogida radical, del desplazado al huérfano? Por eso la revelación está a la espera, paciente, suspendida por falta de acogida, pero suspendida también en el ambiente, próxima y lista para desenvolverse en el corazón de cada cual.

Al escucharla, aunque sea en sus destellos, sentimos un alivio compartido con aquella primera comunidad: no sólo no hace falta enterrar vivas a nuestras criaturas, tampoco debemos temer por su sustento, así pues, no las matemos por miedo a la escasez material. Sin embargo, el temor económico que impide concebir arraiga también en nuestro cotidiano escenario. A veces muta, en la sutileza, pues los hijos enferman por ese mismo miedo inculcado, desde el mismo útero donde reciben la angustia de la madre hasta en las etapas posteriores, donde el deseo se muestra inalcanzable: anorexia, bulimia, depresiones y desajustes autodestructivos. Por otro lado, enterrar viva a una criatura porque no cumple nuestras expectativas como padres es la forma más rudimentaria de todas aquellas personas empujadas por una misma afinidad: la de no admitir a un hijo tal y como es. Expectativas y presiones impuestas con las que cargan los niños y las niñas hasta llegar al estrés, la depresión, la hiperactividad y todo tipo de bloqueos emocionales.

Muhámmad (saws), aturdido pero confiado, exhorta a respetar las necesidades emocionales de todo ser vivo, incluso las más básicas, como el apego físico y la ternura con los pequeños. Abu Qatada, integrante de esa primera comunidad, nos ha dejado un testimonio tierno que va más allá de la anécdota: «Mientras esperábamos al Profeta para el salat de la tarde (que Bilal ya había anunciado), se presentó ante todos con su nieta Umama en brazos. Se colocó delante y nosotros detrás, en filas, pero la niña no se había movido de lugar. El Profeta recitó el takbir y nosotros lo imitamos. Cuando llegó el momento de prosternarnos, dejó la niña en el suelo para poder inclinarse. Una vez erguido de nuevo, se la volvió a colocar encima. Cada vez que repitió la inclinación y prosternación, hizo lo mismo.»

Como geólogos, buscamos entre las piedras. Todas tienen su valor, indudable, sus particularidades y su sitio. Pero hay algunas piedras inesperadas, radiantes, cuya energía vibracional nos afecta y sana. Entre los seres humanos ocurre igual. Como individuos en la comunidad y como comunidad en el individuo, necesitamos empaparnos de esta emanación cristalina. Los Profetas alcanzan el rango más elevado, pues no venden humo, ni siquiera piden nada a cambio. Aunque el tiempo y el lugar nos parezcan alejados, lo revelado viaja y a ese movimiento-exilio nómada podemos sumarnos desde nuestras intensidades y ritmos dispares. No basta con enzarzarnos en el debate sobre las evidencias divinas, pues como comunidad humana necesitamos espejos donde apoyarnos, modelos que surgen entre nosotros mismos, con sus errores y dudas, que experimentan contracciones y aperturas como cualquier organismo vivo.

Sentarnos junto a Muhámmad (saws), aunque sea durante un breve segundo, nos abre a un conjunto afín inmensamente plural y poblado llamado ummah en árabe, «comunidad». Es bien sabido que suele emplearse como referencia a la comunidad musulmana, pero el término ni siquiera se limita a los seres humanos. El resto de animales, escuchamos en el Corán, también forman comunidades. En otros contextos del árabe cotidiano también se utiliza ummah como nación, en una versión culturalizada donde la comunidad ya no está formada por seres, sino por leyes que delimitan una frontera irreal pero presente, incluso infranqueable y fuente de grave tensión territorial-vecinal. Aquí la frontera no funciona como límite, sino como limitación contranatural.

Así pues, el propio término ummah nos muestra la diversidad de la creación, no sólo en su capacidad de aglutinar seres vivos, sino también de agruparlos, dividirlos e incluso enfrentarlos. Nos habla también de construcciones mentales, como la nación, al mismo tiempo que de la tierra donde uno nace y de la semilla que en uno crece, llamada en términos islámicos imán, pues toda semilla interior que se expande nos lleva a la conciencia de Al-láh y, en consecuencia, a buscar esa agrupación comunitaria con otras personas que experimentan, en mayor o menor grado, esta germinación donde se va solidificando la recitación profética, oral y perfumada.

La ummah puede devenir sectaria, inerte, abrupta, puede autoinmolarse o expandirse a través de la imposición y la amenaza. Paralelamente, puede ser abierta y enriquecedora, plural en la acogida, espacio de hospitalidad o de hostilidad. Una ummah, en definitiva, es un territorio físico y etéreo al mismo tiempo, y gracias a esta versatilidad del lenguaje volvemos a atestiguar que sólo Al-láh permanece. Es decir, que nuestro lenguaje nos sirve para cambiar y ser cambiados, y que servimos al lenguaje para amoldarnos y reconocer una unidad que nos concede el placer y la prueba de pertenecer. Pertenencia, identidad, reconocimiento a una comunidad. Amor a un Profeta y su comunidad de aprendizaje que incluye al resto de profetas y a todos aquellos que se acercan a ellos.

Y también: forjar, restablecer, fomentar, conservar o amoldar comunidades de aprendizaje, de amor, de apoyo mutuo, lentas, autogestionadas, integradoras, mezcladas e intergeneracionales, donde la infancia encuentre el marco respetuoso para poder desenvolver el propio ritmo y empaparse, despacio, de revelación.

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(Fragmento de un libro en proceso titulado, por ahora, 'Afinidades' de Abdel-latif Bilal ibn Samar sobre espiritualidad, infancia, ecología y consumo.)

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