Trump y Oriente Próximo
El legado de Obama tiene más sombras que claros en la política exterior
estadounidense, pero el presidente electo tendrá que adoptar una línea continuista
e intensificar los vínculos con la mayoría de sus aliados tradicionales
Desde la entrada en el siglo XXI, Oriente Próximo atraviesa una fase de turbulencias marcada por la agudización de los conflictos y la intensificación del sectarismo que sin duda condicionarán el mandato del futuro presidente estadounidense. Durante la campaña electoral, Donald Trump criticó ácidamente la política exterior de Obama y propuso romper los puentes que se habían tendido a Irán y estrechar las relaciones con Israel. También defendió una intensificación de la ofensiva contra el autodenominado Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS en sus siglas inglesas), al que se comprometió a derrotar con ayuda de Rusia. A pesar de sus estridencias mediáticas, no parece ser una agenda rupturista sino más bien continuista con respecto a las tradicionales políticas republicanas hacia la región.
Trump hereda una situación explosiva en Oriente Próximo provocada, entre otras razones, por la errática política exterior de su predecesor. Efectivamente, el legado de Obama tiene muchas más sombras que claros y la zona se encuentra ahora en una situación mucho más delicada que ocho años atrás. El logro más significativo del presidente saliente ha sido el pacto nuclear con Irán, que ahora precisamente parece estar en tela de juicio. Tras la tortuosa primavera árabe, el caos se ha apoderado de la región sin que EE UU haya abandonado su posición de convidado de piedra más que para combatir al ISIS en Irak y Siria, dos países que se han convertido en Estados fallidos ante la desidia de los países occidentales. Más discutible aún ha sido su respaldo a Arabia Saudí en su aventurada ofensiva militar contra los huthis en Yemen, a pesar de las reiteradas críticas al reino por su apoyo a los movimientos islamistas radicales. En lo que respecta a la cuestión palestina, Obama ha condenado las políticas colonizadoras de Netanyahu, pero al mismo tiempo ha multiplicado la ayuda militar a Israel, algo que cuesta comprender.
Aunque intentar aventurar cuáles serán los vectores que guiarán la política exterior de Trump hacia Oriente Próximo no deja de ser un ejercicio de política ficción, lo cierto es que sus declaraciones en los últimos meses nos ofrecen ciertas pistas. Durante la campaña electoral dejó claro que su prioridad sería renegociar el pacto nuclear con Irán, al que calificó como el “peor acuerdo nunca alcanzado”, aunque será difícil revocarlo sin el apoyo del G5+1 integrado por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania. De lograrlo se podría congelar el incipiente proceso de normalización entre el país persa y los países occidentales y, peor aún, desatar una carrera nuclear de imprevisibles consecuencias para la zona. Además, reforzaría a los halcones iraníes contrarios al acuerdo y debilitaría a los sectores reformistas encabezados por el presidente Rohani.
El estrechamiento de las relaciones con Israel también figura entre los objetivos del presidente electo, quien anunció ante el American Israel Public Affairs Committee su voluntad de trasladar la embajada norteamericana de Tel Aviv a Jerusalén, lo que implícitamente significaría un reconocimiento de dicha ciudad como capital de Israel. La designación de David Friedman como nuevo embajador en Israel muestra a las claras su voluntad de llevarla a efecto durante la próxima legislatura. De llevarse a cabo este movimiento podría desatar un nuevo ciclo de violencia y enterrar, de manera definitiva, la solución de los dos Estados, con el consiguiente desgaste para una debilitada Autoridad Palestina que podría implosionar, lo que sin duda redundará en beneficio de Hamás.
El líder republicano es favorable a fortalecer las relaciones con Gobiernos autoritarios
También se vislumbran tiranteces en las relaciones con Arabia Saudí, país al que Trump ha denominado como “el principal exportador de terrorismo en la región”. Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, las relaciones entre ambos se han deteriorado hasta el punto de poner en tela de juicio el Pacto del Quincy de 1945, por el que EE UU ha venido protegiendo a la dinastía reinante ante cualquier amenaza exterior a cambio de que compañías norteamericanas tengan acceso privilegiado a los yacimientos saudíes. La autonomía energética norteamericana y la connivencia de las autoridades saudíes con los grupos yihadistas que campean por Oriente Próximo, que no pretenden otra cosa que replicar el modelo socio-político wahabí en los países del entorno, explican la creciente desconfianza entre Washington y Riad. La llegada de Trump a la Casa Blanca podría darle la puntilla a este cada vez peor avenido matrimonio de conveniencia.
En lo que respecta a Siria e Irak, la prioridad de EE UU sigue siendo la de combatir al ISIS y durante la campaña el candidato republicano anunció su voluntad de “aniquilar a los terroristas”. No obstante, y al igual que su predecesor, Trump carece de un proyecto claro para evitar la balcanización de dichos países, opción cada vez más plausible si las poderosas fuerzas centrífugas se imponen sobre las débiles resistencias centralizadoras. La intervención de Irán y Arabia Saudí en ambos ha intensificado el sectarismo provocando un agravamiento de las tensiones confesionales, coyuntura que las fuerzas kurdas han aprovechado para ampliar su autogobierno y reivindicar un Estado federal. La sintonía entre Trump y Putin podría presagiar una mayor coordinación a la hora de combatir al ISIS a cambio de que el nuevo inquilino de la Casa Blanca se comprometa a preservar el régimen sirio y cortar la ayuda a los grupos rebeldes, que tras la caída de Alepo atraviesan su etapa más crítica desde el inicio de las hostilidades en 2011.
La prioridad de EE UU sigue siendo combatir al ISIS y “aniquilar a los terroristas”
Del mismo modo, Trump se ha mostrado favorable a un robustecimiento de las relaciones con Gobiernos autoritarios como el de Erdogan en Turquía y el de Al Sisi en Egipto, quienes han recibido con júbilo su victoria. Ambos dirigentes han restringido las libertades públicas y perseguido con saña a sus opositores con el pretexto de combatir al terrorismo. En el caso turco, la represión no solo se ha limitado a los gulenistas a los que se acusa de estar detrás de la asonada militar de julio, sino también a los representantes políticos de la minoría kurda y a los sectores izquierdistas que han osado criticar la caza de brujas emprendida por Erdogan. En el caso egipcio, los principales damnificados han sido los Hermanos Musulmanes, cuyos máximos dirigentes han sido encarcelados y condenados a elevadas penas de prisión en juicios sumarios, pero también la sociedad civil y los activistas de la Revolución del 25 de enero.
Todo lo anterior nos lleva a pronosticar que, a pesar de sus pulsiones aislacionistas, al presidente electo no le quedará más remedio que adoptar una política continuista en Oriente Próximo e intensificar los vínculos con la mayoría de sus aliados tradicionales en la región, a quienes podría dar carta blanca para enrocarse en sus posiciones autoritarias y para proseguir sus políticas de hechos consumados.
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