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martes, 17 de abril de 2012

Ibn Arabí y el número del azufre rojo

Ibn Arabí y el número del azufre rojoEn esa pugna que mantiene el alquimista a lo largo de toda su vida, en esa yihad permanente entre su espíritu y su materia por lograr la ansiada purificación, Ibn Arabí alcanzó el máximo grado posible
16/04/2012 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Webislam
al-andalus alquimia azufre rojo historia ibn arabi
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El rojo alquímico¿Qué relación guardan las cincuenta y cinco esferas existentes en el Universo, según Aristóteles -entre otros-, con los cincuenta y cinco grados de la jerarquía de seres expuesta en su gnosis por el gran alquimista Yábir Ibn Hayyán? ¿Y entre éstas y el así llamado azufre rojo? La profunda vida mística de aquel gran maestro espiritual que fue Ibn Arabí, su ejemplo y la autenticidad de su alquimia interior nos darán la respuesta. Y, de paso, nos ayudará a comprender mejor la compleja relación que surgió ya desde los inicios del Islam entre la filosofía hermética, los cultos esotéricos preislámicos –como el mazdeísmo persa, por ejemplo-, la filosofía helénica y el sufismo.

Porque aunque parezca paradójico, aún no se ha editado siquiera toda la obra completa del gran místico andalusí, compuesta por más de ochocientas obras halladas en su mayor parte en las más diversas bibliotecas del mundo musulmán, y en consecuencia, tampoco se han podido estudiar todas las perspectivas de su obra profunda y poliédrica. Porque, tal vez, sólo unos pocos entendidos podrán llegar a comprender la complejidad de su obra, y de entre ellos, tan sólo quienes hayan transitado las estaciones espirituales holladas por las sandalias del gran místico murciano, podrían entenderla en toda su dimensión.

Sin embargo, he aquí que dos filósofos de altura nacidos en Al-Ándalus ejemplifican el camino tomado por Oriente y Occidente a partir de los distintos derroteros que tomaron sus vidas y sus pensamientos filosóficos. Pues, en efecto, el cordobés Ibn Rushd (Averroes) despojará de mística a la filosofía del mismo modo que en la Antigua Grecia hiciera Aristóteles, y al trasvasar la obra de éste a Europa, se impondrá una manera de entender la vida, el hombre y el universo donde ya la hikma –la sabiduría mistérica e iniciática que había constituido la más secreta y sabrosa miel emanada del Creador y de ese hombre hecho a su imagen y semejanza- quedará por siempre separada de la filosofía, la falsafa. El murciano Ibn Arabí, por el contrario, a la edad de 36 años iniciará un peregrinaje a Oriente para no regresar ya más a su tierra de origen, y en ese periplo, se embriagará con el perfume de la hikma, y elevará a ésta hasta unas alturas casi insospechadas, en un vuelo mágico y sagrado que recordará al ser humano su auténtica dimensión espiritual. ¿Será causalidad que ambos nacieran en esa tierra que ejemplificaba también en su propia Historia ese abrazo de Oriente con Occidente, abrazo de amor y de odio que perdura hasta la actualidad? He aquí otra paradoja: en las universidades españolas, sus obras apenas sí son mencionadas y estudiadas por los alumnos de filosofía. Las aguas más puras son las más cercanas a la fuente; y las más impuras, aquellas que ya han recorrido y manchado su ser con los cauces de la tierra.
Del mismo modo, hoy en día la propia Filosofía ha olvidado que, en su origen, fue cobijada por el pensamiento alquímico del mismo modo que un recién nacido en los pechos de su madre, como según el mito, hiciera Hermes de los senos de Hera, la celosa esposa de Zeus.

Alquimia interior

No podemos examinar toda su obra a la luz de los entresijos y misterios proporcionados por la filosofía hermética, pues ello requeriría un libro aún por escribir, mas si podemos desentrañar desde ésta, acaso, un breve dato, una punta de iceberg que nos permita siquiera sospechar el alcance que tuvo la autenticidad de la Senda emprendida por Ibn Arabí: las razones por las que fue denominado, siguiendo las directrices del sufismo, con un poderosísimo sobrenombre de clara resonancia alquímica: el azufre rojo.

Yabir Ibn Hayyán al Sufí escribe su magna y monumental obra entre la segunda mitad del siglo VIII (II H.) y primeros decenios del IX (III H.). Aún no habían transcurrido muchos años desde que el príncipe omeya Khalid Ibn Yazid levantara la antorcha de Prometeo en Damasco para dar a entender a todos los buscadores del Saber que la nueva religión revelada al Profeta Muhammad (sws), aún balbuciente pero en plena etapa de expansión asombrosa, amparaba esa filosofía hermética denostada por los dogmatismos cerriles del poder político y religioso del recién fenecido Imperio Romano de Occidente.

Desde un principio, como es sabido, Yabir Ibn Hayyán se adscribe al shiismo, en un lugar de la tierra donde aún permanecía viva la llama del mazdeísmo persa. ¿Hasta qué punto retornó a ella el fuego de Hermes, toda vez que ya había partido de sus valles ese sabio Ostanes maestro del gran filósofo y alquimista Demócrito? En ese cruce de caminos y sabidurías remotas que encerraban en sus alforjas verdades maceradas con la miel de la eternidad, aparece el gran Corpus Yabiriano: otra obra inmensa, no del todo traducida, que tampoco aún ha sido estudiada en todo su alcance y profundidad. Una obra escrita para alquimistas, indudablemente, pues sólo ellos podían entender sus claves y simbolismos. Eso sí, toda su filosofía de hondo gnosticismo, podía ser comprendida por cualquier mente abierta y sedienta de saber. Y dentro de un extenso tratado denominado Los Quinientos Libros, hallamos un breve Kitab al mulk, esto es, un Libro de la Realeza donde Yabir Ibn Hayyán explica: “Sabe, oh hermano, que el agua, cuando se mezcla con la Tintura y el Aceite de manera completa, se rubifica, se fija y se convierte en algo parecido a un grano de coral. Cuando alcance este estado y se haya convertido en una materia débilmente fusible, rápidamente cerificada, penetrando en todos los metales, si fuera así, ése es el Imam”. La palabra imán puede albergar en árabe varios significados distintos más allá de la denominación de una persona en particular, pues también puede hacer referencia a un arquetipo, como de hecho lo confirma posteriormente en su Libro de los cincuenta: será aquí donde especifique y dé nombre explícito a todas y cada una de esas cincuenta y cinco esferas existentes en el universo y…dentro del hombre.

Rubedo

La humanidad se estructura en su obra en tres escalones fundamentales: una gran masa ciega e ignorante que sólo sabe escuchar al demagogo, al agitador de púlpitos; un segundo escalón de seres que anhelan y buscan salir de este mundo de la generación y la corrupción, y finalmente, en la cúspide de esa pirámide, sitúa a los maestros inspirados que ayudan en su salvación a estos últimos. Pues la alquimia, ese saber sagrado transmitido por la cadena profética, no debía caer nunca en manos profanas.

A esa primera clasificación le sucede otra en la que nombra y tipifica claramente esas cincuenta y cinco esferas, que principian en el Imán, el Profeta, y el Velo, y concluyen en el Devoto, la Vida, el Prohibidor y el Detentor de la Autoridad (no ha de sorprender que, en tanto que shií, anteponga la figura del Imán a la del Profeta). Y profundiza en esta escala de grados diversos: “La gente ha afirmado que estas cincuenta y cinco `personas´ eran conocedoras de la ciencia del Imán (…), ellos son Imames. Pero la gente de reflexión tiene una opinión precisa y decisiva: el Imán es por definición poseedor de una ciencia completa que aplica; los otros asjas, por el contrario, no la ponen en práctica ni imponen su decisión”. Mas estos seres no constituye un grupo de personas aisladas, sino que forman parte de la unidad del Pleroma: “Estas cincuenta y cinco personas son una en cuanto su esencia (dat), pero múltiples y diferentes en cuanto a su individuación (asjas), según sus grados. Cada una de ellas sabe cuál es la otra, no por su rango (maqam), sino por su esencia. La esencia es, en realidad, única, pues es una esencia de conocimiento profundo, mientras que la gradación de enseñanzas divinas se diferencia según las entidades y los grados. El grado del Pórtico (al-bab) es, efectivamente, el mismo grado que el del Iman…”.

En esa pugna que mantiene el alquimista a lo largo de toda su vida, en esa yihad permanente entre su espíritu y su materia por lograr la ansiada purificación, Ibn Arabí alcanzó el máximo grado posible. En la alquimia mineral, la Obra no concluye en el albedo. Da comienzo con la nigredo, prosigue en el albedo, y tras la así llamada cola de pavo real, concluye en la rubedo. Ése es el momento en el que se llega a la Piedra filosofal, al Elixir que puede curar todas las enfermedades porque ha entrado en contacto con el Espíritu Supremo (Ruh Azam), o con la Pura Esencia Muhammadiana (Haqiqat Mohammadiya), o con esa Primera inteligencia nacida del Hálito del Compadecimiento (Nafas Rahmani) que reina en el “Loto del Límite”. Equivalente al Nous de los neoplatónicos o al Espíritu Santo. Y su color, es el rojo rubí. He ahí el misterio del principio y del fin enlazados en un ouróboros que refleja cómo lo más primitivo del hombre es su instinto primario, que en alquimia se define por su regencia marcial, y en correspondencia con la ley de analogía que la vertebra, con el color rojo. Y tras un proceso de fuego purificador que ha calcinado todas y cada una de las escorias sobrantes a ese espíritu puro que habita en el hombre, finalmente llega a su estación final, a ese Hombre Perfecto (anthropos teleios) del que también habla la filosofía hermética. Hasta ese grado llegó Ibn Arabí.

Y es desde esta perspectiva hermética, desde su máxima suprema de cómo es Arriba es Abajo, como es Abajo es Arriba, como entendemos éste su poema:

“Tú eres el servidor sin dejar de ser el Señor
De aquel de quien eres servidor.
Y tú eres el Señor, sin dejar de ser el servidor,
De aquel de quien, en lenguaje religioso, eres servidor.
Quien te conoce, me conoce,
Pero si yo no soy conocido, tampoco tú eres conocido”.

No es casualidad que en su hermoso libro Los engarces de la sabiduría hablara de “…aquella cuyos labios son de color rojo obscuro, una Sabiduría sublime entre las Contempladas…”. También otro místico sufí excepcional, Mawlana Rumí, dejó escrito en su Mathnawi: “Llegó el Elegido, el que instaura la simpatía. ¡Háblame, oh Homayra, háblame! Oh, Homayra, pon el hierro en el fuego, a fin de que por este tu hierro, la montaña (llevada a la incandescencia por el amor), se transforme en puro rubí”.

Y en esa llama de amor viva arden todos los místicos que van al encuentro del Único Señor, como el propio San Juan de la Cruz, que veladamente diseminó su poesía de términos claramente sufíes a la par que describía esa Noche Oscura del Alma que, desde el nigredo, ascendía por el Monte Calvario hasta iluminarse en la incandescencia del Amor divino. ¿Hasta qué punto fue influido el poeta castellano por el gran Ibn Arabí u otros muchos poetas sufíes que hicieron de Al-Ándalus una llama que aún arde en el firmamento de la Historia?

Ya Asín Palacios demostró la influencia de Abul Abbas de Ronda en el devoto místico y poeta abulense, pero no cerremos la influencia a otras posibles, que no hacen sino incidir en la universalidad del lenguaje alquímico a la hora de reflejar la misma experiencia espiritual de elevación del alma hacia el Creado.

Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam

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