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jueves, 22 de agosto de 2013

Astronomía mística en Al-Andalus II

Astronomía mística en Al-Andalus II

El conocimiento de los astros no es un conocimiento que concluya en sí mismo, sino que apunta directamente al Creador

21/08/2013 - Autor: Ángel Alcalá Malavé - Fuente: Webislam
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La ciencia astronómica fue altamente desarrollada por los sabios y filósofos andalusíes
La ciencia astronómica fue altamente desarrollada por los sabios y filósofos andalusíes
Las esferas en el Libro de la escala
La literatura escatológica en al-Ándalus comienza, no por casualidad, con Ibn Habib (m. 853), el primer alquimista andalusí, de quien se han conservado algunos fragmentos de su Libro de la descripción del Paraíso. A partir de él, y de los hádices recopilados por Ibn Waddah (m.900), llegarán otros, como el Kitab al Dajira (que se atribuye a Abú Bakr ibn al Arabi). Mas el lector interesado hallará estudios muy pormenorizados sobre un tema que excede el de este artículo, donde hemos de centrarnos en un aspecto muy novedoso que sin duda removería los esquemas de esa gran parte de sabios andalusíes insuflados por el espíritu de Hermes: la   correspondencia entre las esferas planetarias y los metales a ella asignados, que son diferentes a los legados por la Tradición hermética. En tanto que texto revelado por el propio Profeta -sws-, su autenticidad había de ser indudable no sólo para los musulmanes, sino también para los alquimistas que profesaban el cristianismo o el judaísmo y que no se dejaban arrastrar por los prejuicios de sus respectivos dogmas: porque todos saciaban su sed de conocimiento en una misma Fuente divina.
De modo que el Profeta Muhammad -sws- y el Arcángel Gabriel llegan al primer cielo, la esfera de la luna, y “fijándonos bien vimos que el cielo en su totalidad era de hierro y tenía un grosor como el recorrido que puede caminar un hombre en quinientos años de andadura” (Libro de la escala de Mahoma, ed. Siruela, 1996, p.59). Y en esa misma esfera ve a Jesucristo: “el otro que está sentado en la silla más elevada se llama Isa ibn Maryam, que quiere decir Jesús hijo de María. Este Jesús es el espíritu de Dios, engendrado por la palabra del mismo Dios”.
En el segundo cielo ve “que todo él era de bronce” (op. cit. p.61), y en él ve a José hijo de Jacob. En el tercer cielo “encontramos que todo él era de plata”, y ve a Enoc y a Elías. El cuarto cielo “era de purísimo oro” (op. cit. p.63), y en él ve a Aarón. En el quinto cielo “descubrimos que todo en él era de una única perla, completamente pura y más blanca que la nieve” (…) “y al punto se nos acercó un ángel, totalmente de fuego”. En este esfera ve a Moisés, de quien afirma: “Yo, Mahoma, juro por el nombre de Dios que nunca vi a un hombre que manifestara tanta piedad sobre mi pueblo como la que mostró Moisés, mi hermano” (op. cit. p.64). El sexto cielo “era todo él de una esmeralda tan verde que sobrepasaba en verdor todas las cosas verdes” (op. cit. p.65). Y si en la esfera anterior los ángeles tenían rostros de buitres, en ésta lo tienen   de caballo, aspecto muy interesante, pues refleja las analogías de cada esfera. Abraham es el profeta que en ella ve. Respecto al séptimo cielo, afirma que “…era totalmente de rubí muy brillante y tan rojo que nadie lo podía describir” (p. 67), y allí ve a Adán. Del octavo cielo hemos entresacado más citas, pues proporcionan muy jugosa sabiduría para el estudioso del hermetismo y la simbología. Allí, “era todo él de un solo topacio”, y ve a los ángeles llamados querubines, y a unas cortinas de xamed rojo y otras de xamed verde, así como recintos de “perlas más blancas que ninguna otra cosa; otras tantas estancias eran de rubí y otras tantas de esmeralda” (p. 69), así como de otras piedras preciosas. Y añade: “A continuación de las estancias ya numeradas, encontramos todavía otras setenta de agua, otras tantas de nieve, otras   tantas de granizo, otras tantas de nubes, otras tantas de tinieblas, otras tantas de fuego, otras tantas de claridad, otras tantas de gloria de Dios y, en fin, otras de tantos colores como pueda imaginarse”.
Obsérvese que Ibn Arabí defendía el ejercicio de una función profética a cada uno de los cielos planetarios, pero sin embargo los profetas asignados a éstos varían. Así, de Saturno a la Luna, en escala descendente, coloca a Abraham, Moisés, Aarón, Enoc, José, Jesús y Adán, respectivamente.
Finalmente, a partir del capítulo LXII del Miray según la versión latina de Bernardino de Siena –pues el original no estaba capitulado-, se muestra “cómo Dios colocó las siete tierras del infierno, anteriormente citadas, tal como ahora están”. Para hacernos una idea de la inmensa importancia que tuvo para los andalusíes –y no sólo ellos, pero a ellos nos circunscribimos- esta arquitectura celeste, veremos su exacto reflejo en la arquitectura terrestre de la Alhambra, como en su día entrevimos ligeramente al analizar la Alquimia en al Árbol del Amor de Ibn al Jatib.
De la octava esfera y los lapidarios
La octava esfera o esfera de las estrellas fijas fue muy estudiada por los sabios desde la Antigüedad, y algunos defendían la teoría de la precesión constante de los equinoccios –es decir, un movimiento constante en sentido opuesto al de los planetas, que algunos cifraban en un grado cada cien años, y Abderrahman al Sufi, por ejemplo, en setenta años- y otros, como Tabit b. Qurra al Harraní o el mismo al-Zarquellu (Azarquiel) sostenían la teoría de la trepidación o acceso y receso, según la cual la octava esfera efectuaba un movimiento retrógrado de ocho grados, que volvía a recuperar al tomar el movimiento directo dicha esfera.
Pero más allá de su significado astronómico, tenía también un significado simbólico en su influencia sobre la Tierra, como no podía ser de otro modo en un mundo que entendía a ésta como un reflejo del Espejo celestial, y al hombre como un microcosmos. Por eso Alfonso X el Sabio, siendo ya infante mostró un enorme interés por traducir el lapidario del misterioso andalusí Abolays, de origen caldeo, en el que se estudiaban las propiedades de 360 piedras regidas por sus respectivos grados zodiacales. En la alquimia vegetal eran empleados para su uso medicinal, para curar los climas del cuerpo regidos precisamente por los signos milenariamente establecidos en el cinturón zodiacal de la octava esfera, como de hecho siguen haciendo en la actualidad los escasos espagiristas –alquimistas vegetales- que han   amamantado de los pechos de nuestra riquísima tradición andalusí. Sus evidencias han obligado a más de un vademécum homeopático a ofrecer en tinturas algunas de estas piedras.
Pero sin salirnos del ámbito del Medievo –aunque su eco ya vemos cómo se prolonga hasta nuestros días- es menester señalar el interés que los sabios europeos comienzan a mostrar por  estos lapidarios ya a partir del siglo XII, donde filósofos de la categoría de Alberto Magno –que nunca dejó de expresar su admiración por los sabios musulmanes- vuelcan su experiencia en sus respectivos tratados. O Arnoldus Saxo, Marbodio de Rennes, o Philippe de Thaon, quien escribe un Bestiario en lengua romance donde explica las propiedades de 360 piedras.
Alfonso X el Sabio no dejó de prestarle interés a la octava esfera –conocida es su afición y  práctica de la alquimia, pues legó en verso los secretos de la piedra filosofal en su Libro del Candado-, y por eso, una vez sentado en el trono real volvió a recopilar un buen número de lapidarios en el así llamado Libro de las Formas et de las Imágenes, compuesto por varios autores diferentes como Pitágoras, Belienus (nombre árabe del gran Apolonio de Tyana), Alí b. Rahel, y otros ciertamente difíciles de identificar, como el mencionado Abolays, Timtim o Yacoth. Posteriormente, en la recopilación del Libro del saber de la astronomía, incluiría en su primera parte cuatro libros sobre la octava esfera, además de alguno del mencionado al-Zarquellu toledano, sobre el que habremos de efectuar un análisis más minucioso sobre los   guiños místicos de su obra, referentes, precisamente, a la escala celeste.
Por lo pronto, ya sabemos a qué escala se refería el gran místico abulense San Juan de la Cruz cuando en su poema Noche oscura escribió:
En una noche oscura,                                                                                                                 con ansias, en amores inflamada,                                                                                          salí sin ser notada,                                                                                                                  ¡oh, dichosa ventura!
Estando ya mi casa sosegada.                                                                                                    A oscuras y segura, por la secreta escala, disfrazada,                                                            a oscuras y encelada,                                                                                                                ¡oh dichosa ventura!                                                                                                                estando ya mi casa sosegada.
Es decir, una vez dominados los sentidos de su cuerpo, su alma asciende por las esferas celestes “ya desasida de toda cosa criada”. Un San Juan de la Cruz que, como es sabido, fue encarcelado por la Inquisición, logrando escapar de la prisión tras quemar buena parte de su obra. Tal vez esto explique también una parte del enigma de las traducciones realizadas en Toledo ya desde el siglo XII por Domenicus Gundisalvus y otros, a la hora de establecer criterios de traducción de las obras de los sabios musulmanes, pues sin duda la Iglesia andaba al acecho para prohibir o simplemente no traducir aquellos manuscritos donde resplandeciera ocultamente la luz del esoterismo. El modo en que tanto los sabios como sus traductores   camuflaron de filosofía esta censura es aun hoy digna de encomio.
La astronomía mística de Ibn al-Zarquellu (Azarquiel)
En los tratados de este gran astrónomo andalusí, universalmente reconocido tanto en las tierras del Islam como en Europa, nos encontramos siempre con un brevísimo prólogo donde manifiesta la intención de su obra respectiva, y es ahí, en breves frases sabiamente intercaladas en su contexto, en donde el sabio toledano legó a la posteridad sus guiños místico-herméticos. Sólo después se dedicaba a elaborar sus teorías astronómicas sobre rectificaciones de tablas con la posición de las estrellas y planetas.
En el primer párrafo de su Tratado sobre el movimiento de las estrellas fijas afirma:    
“Dice el maestro Abu Ishaq –Dios lo perdone-: Como quiera que lo más alto entre las cosas sensibles y lo más extenso y lo más poderoso entre todas las cosas creadas es la potestad superior, o sea, el mundo celeste, puesto que Dios proveyó sus diversas partes con variedad de dimensiones, de velocidad y de modos, de aquí se desprende la necesidad que tenemos de investigar diligentemente los problemas de cada uno de aquellos componentes, ya que son las causas primeras de la existencia o de la corrupción de todo ser, y aun que nos adentremos en la investigación de las clases de movimiento en las que unos aventajan a los otros, en la dependencia que unos manifiestan a causa de su naturaleza o de la influencia que experimentan y, por fin, en la primacía de otros sobre estos últimos” (J. M. Millás Vallicrosa, Estudios sobre   Azarquiel, CSIC, Madrid-Granada 1943-1950, p.274).
Ya de inicio, Azarquiel da muestras de conocer perfectamente el problema filosófico que plantea el conocimiento del universo, y lo que de dicho problema y sus soluciones se derivan, porque “son las causas primeras de la existencia o de la corrupción de todo ser”. Hasta aquí no existe mención alguna a la escala celeste. Sin embargo, un par de folios después afirma lo siguiente al hablar de las teorías expuestas sobre el problema de la octava esfera:
“Entre dichos autores los hay que sostienen que el movimiento de avance es de 8º y lo mismo el de retroceso, y que los polos del círculo de los signos zodiacales suben y bajan alternativamente 8º. Esta es la opinión de Hermes y sus secuaces. El lenguaje de este autor, dada la anterioridad de su tiempo, se parece al de los autores primitivos, a causa de que en su obra aparecen expresiones de un modo sentencioso y enigmático; por ejemplo, llama al círculo u órbita con el nombre de ciudad, y a algunos lugares del mismo los llama puertas” (op. cit. p. 277), y a continuación prosigue con sus explicaciones astronómicas. Pero ya nos ha dejado una señal, pues habla de puertas existentes en los círculos, es decir, en las esferas. Puertas por las   que se asciende y desciende.
Sin embargo, en su mención a Hermes no elige palabras muy favorables, antes bien, trata de denostarlo aludiendo a su antigüedad o a su lenguaje sentencioso y enigmático. ¿Por qué? ¿Qué necesidad tenía? ¿De qué se protegía? Ello apunta a la necesidad de reflexionar, merced a la impagable Kitab Tabaqat al-umam (Libro de las categorías de las naciones) de Said al-Andalusí sobre el clima que se respiraba en la corte del rey al-Mamun de Toledo, donde el propio Said ejercía de cadí. Y por más que éste alabase el clima de tolerancia propicio a la sabiduría en al-Ándalus tras la guerra civil y la desmembración del califato en reinos de taifas –a donde fueron a ofrecer sus servicios los sabios andalusíes propiciando la propagación de la alquimia por todo al-Ándalus-, aún debía permanecer en la memoria la sombra de la funesta obra de Almanzor, quien convirtió el espíritu de tolerancia y amor a la sabiduría de los califas Omeyas en una oscura dictadura militar, como evidencian no sólo su apelación constante a la fuerza militar, sino el hecho de quemar de la biblioteca del propio califa Al-Hakem II las obras de sabiduría sospechosas de poseer “ciencias de los antiguos”.
El propio Said nos da referencias sobre el clima de miedo existente en esas décadas funestas, así como los muchos libros de este tipo que fueron vendidos a muy bajo precio por las otras ciudades y villas de al-Ándalus. Y a ello añadamos que el propio Said al-Andalusí, aunque eminente científico y astrónomo, no era hijo de Hermes, aunque sin saberlo, sí menciona a algunos de ellos entre los participantes de la corte, como el propio al-Zarquellu o el misterioso Alí b. Jalaf, autor de un Tratado de la Lámina universal que sería superada por la azafea de Azarquiel, cuyo Tratado de los siete planetas superaría a su vez también el sistema de láminas propuesto por otro hijo de Hermes: Ibn al Samh. Pero de este aspecto del problema ya se han ocupado con gran profusión de detalles los estudiosos de la astronomía.
¿Basta esta referencia de Azarquiel para demostrar su guiño místico a la escala? Tal vez no. Tal vez por ello, dejó escrito en el prólogo de su Lámina de los siete planetas la siguiente evidencia:
“Dice Ibrahim: A Dios dotado de fuerza generosa y de auxilio eficaz, que otorgó al hombre el don del discernimiento y de la sagacidad y le concedió la inteligencia y la sabiduría, en prueba de su providencia para con él y de su deseo de ennoblecerlo, sea la alabanza por la distinción que nos ha otorgado y por la luz intelectual que nos ha concedido, a fin de que con tal alabanza merezcamos su complacencia y acrecentemos sus mercedes” (op. cit. p. 464). Acrecentar sus mercedes, es decir, transformar sus defectos en virtudes, a imitación de cada uno de los Nombres de Dios, para ir cosiendo a su alma un hábito a modo de plumas de un pájaro, para volar por las esferas. A ello se refiere un párrafo después, cuando al mencionar los regalos que le eran entregados al rey al-Mutamid de Sevilla, consideró “que no debía obsequiar a su ilustre majestad sino con aquello que se ajustase a su preciado gusto y a sus altas exigencias y que a la   vez solicitase su atención hacia los secretos de la ciencia y correspondiese al anhelo que siente por las cosas que la sutileza del intelecto descubre; pero me he encontrado que las cosas todas de la tierra, en lo que toca a lograr su complacencia, desmerecen mucho de aquello que yo y él quisiéramos; así es que heme elevado hasta el ámbito de las esferas y he abarcado con mi espíritu todo cuanto allí se halla representado, y he fabricado un notable instrumento con el cual   se llega a la ecuación de los siete planetas (…) Asimismo, con él se comprenden los secretos de la ciencia astronómica de los cuales no puede prescindir el que trate de rectificar los astros, y se le hace patente su forma, y todo ello de la manera más sencilla, fácil y llana” (op. cit. p. 465).
Tras hablar de aquello que permanece oculto pero que descubre la sutiliza del intelecto -porque se dirige a espíritus sutiles- confiesa que él mismo ha ascendido al ámbito de las esferas. Además, al-Zarquellu no oculta su admiración por el astrónomo y gnóstico de origen sabeo Tabit b. Qurrá al Harraní, cuya nisba evidencia que su lugar de nacimiento fue esa extraña ciudad de Harran, donde aún se conservaba el culto a Hermes –el “profeta de los filósofos”, como le denominó Ibn Arabí- antes de ser islamizada por el califa abbasí al-Mamún a comienzos del siglo IX. Curiosamente, el Liber de motu de octava sphere lo hallamos en manuscritos latinos bajo su nombre, aunque otros estudiosos le han asignado su autoría a Azarquiel. No es éste el lugar de debate de esta cuestión, sí el de apuntar que junto a este libro, aparecen en los mismos manuscritos latinos otras tres significativas obras de Tabit b. Qurra, que   con toda seguridad leería al-Zarquellu:  De hiis que indigent exposicione antequam legatur Almagestum; De imaginatione sphere et circulorum eius diversorum, y De quantitatibus stellarum et planetarum et proporcione terre (Traducimos el segundo libro mencionado: Sobre la esfera de la imaginación y de sus círculos diversos). Estos manuscritos se hallan en la fondo latino de la Biblioteca Nacional de París con los números 7.333 y 7.298. Curiosamente, en el manuscrito de la Biblioteca Marciana de Venecia (clase XIV, nº 165) se dan las cantidades y dimensiones relativas a los planetas citando a al-Farganí y a Geber. Millás Vallicrosa especula sobre la posibilidad de que este Geber sea al-Battaní o su padre, pero me atrevo a sugerir que se refiere a Yabir ibn Hayyán, el mejor y mayor alquimista de su tiempo y de los siglos posteriores, hasta el punto de que la alquimia sería llamada después de su muerte la “Ciencia de Yabir”. El propio Said al Andalusí lo menciona en su Tabaqat al-umam como autor de un incomparable tratado de astrolabio.
Por otra parte, Azarquiel es el autor de un Almanaque de Ammonio que provoca interesantes reflexiones, pues en él, no sólo ofrece las tablas para calcular los años de los meses según el calendario árabe, sino también el de los calendarios rumíes, persas y…coptos. No sería su única mención al calendario de los antiguos egipcios, mas lo importante de él es que afirma basarse en los Canones super tabulas Humeniz philosophi summi egipciorum. ¿A qué autor se alude bajo el nombre de Humeniz, de qué manera llegó a las manos de Azarquiel? Millás Vallicrosa, mencionando los estudios de Steinschneider, apunta a la posibilidad –cierta a nuestro entender- de que se trate de Ammonio, hijo de Hermias, el último director de la Escuela de Alejandría y maestro de Damascio, Simplicio y Filopón. Otro guiño hermético que sostiene nuestra tesis: la astronomía en al-Ándalus no podía concebirse fuera de la mística, entendida ésta como un conocimiento de sí mismo merced a una alquimia interior que eleva al hombre a las alturas celestes.
Ángel Alcalá Malavé es colaborador de Webislam

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