La visión filosófica del mundo
La civilización hispano-árabe
09/10/2003 - Autor: Titus Burckhardt - Fuente: Webislam
Frecuentemente se ha echado en cara a los filósofos árabes -y por tales entendemos a todos los que redactaron sus obras en lengua árabe- el haber mezclado tan inextricablemente la herencia aristotélica que transmitieron al occidente cristiano con elementos platónicos como si se hubieran hecho culpables de una inducción a error. En realidad, la «mezcla» que se les reprocha representa una magnífica obra de reconciliación, una síntesis en el sentido original de la palabra, sin la cual sería casi imposible imaginarse el florecimiento espiritual de la Edad Media cristiana. La fecunda combinación de rigor intelectual y espíritu contemplativo, que en los siglos XII y XIII dio grandeza a las escuelas de París, Chartres, Oxford y Estrasburgo —por sólo citar algunas— se debe, en buena parte, justo a esta «mezcla», es decir, a las obras del árabe al-Kindi, de los persas al-Farabî (Alpharabius) e Ibn Sîna (Avicena) y de sus sucesores españoles como Ibn Gabirol (Avicebron) e Ibn Bayya (Avempace) que todos combinaron el pensamiento rigurosamente metódico del Estagirita, que procede de demostración en demostración, con la visión directa de la esencia de las cosas, propia de Platón.
Sin duda, los transmisores árabes se engañaban a veces acerca del autor de las doctrinas griegas. Sin embargo, lo que preocupaba a los citados filósofos, no era tanto el problema de la autenticidad de los escritos recibidos bajo el nombre de Platón o de Aristóteles, sino a qué puntos de vista corresponden los dichos de uno u otro «maestro», pues estaban convencidos de que los grandes sabios de la Antigüedad no habían edificado simplemente edificios de ideas, sino que se habían basado en una visión directa de la realidad, de modo que no podían contradecirse de otro modo que dos pintores que pintan el mismo objeto desde distintos puntos de observación; si se sabe a qué se refieren los cuadros, queda siempre la posibilidad de conciliar las afirmaciones aparentemente contradictorias. La reconciliación de la filosofía aristotélica con la platónica les resultó posible a los pensadores árabes, porque ellos mismos poseían un eje firme, con el cual se podían poner en relación todos los aspectos esenciales de la realidad. Ese eje fue el dogma de la unidad de Dios, y este dogma tiene, por decirlo así, dos caras distintas: por un lado afirma que sólo Dios está por encima de todos los mundos y, por otra parte, de él resulta que todo lo existente participa necesariamente en el ser de Dios. Existe un sólo ser. Por tanto, la pluralidad nace de la unidad y, sin embargo, no sale nunca de ella. El ser se refleja de muchas maneras, apareciendo de grado en grado más dividido, más limitado, más perecedero, sin embargo permanece siempre uno. Los contornos de esta doctrina, pudieron tomarlos los filósofos árabes ampliamente de la metafísica de Plotino; mas su germen estaba ya en el Corán.
Parte esencial de esta doctrina es la estructura jerárquica del universo: la pluralidad en la unidad y la unidad en la pluralidad -ésta es la ley de toda jerarquía.
La conciencia de que la realidad comprende innumerables grados de existencia era común a todas. las culturas de la Antigüedad y de la Edad Media, igual da que la expresasen en forma mitológica o filosófica. El que toda la realidad se componga sólo del mundo material perceptible para nuestros cinco sentidos es una opinión muy reciente y en el fondo contradictoria a todo conocimiento de sí mismo. Pues el hombre comprueba, sin el menor esfuerzo, que el alma está hecha, como quien dice, de otra «materia» que su cuerpo, que dispone, a pesar de estar ligada al mundo corporal, de unas posibilidades que no son propias de los cuerpos en sí, así, la percepción, el pensamiento y el movimiento propio. El alma dotada de estas facultades no es, sin embargo, el único estado incorpóreo del ser humano, pues el alma con su constante cambio, es en sí misma objeto del conocimiento, y esto supone que haya algo comparable a un ojo interior, que ve al alma sin estar, él mismo, sujeto a cambio; este algo es el espíritu. Querer captar a éste con el pensamiento es tan utópico como intentar ver la propia visión; el espíritu está por encima del pensamiento, sin embargo otorga al pensamiento toda la seguridad que pueda obtener: todas las pruebas lógicas no serían nada sin las verdades que son «intuidas» directamente por el espíritu. Los filósofos medievales hablan del «intelecto agente» (en latín: intellectus agens, al- aql al-fuá/, en árabe), ya que el espíritu consiste, como quien dice, en el acto puro de conocer en sí, no se convierte nunca en objeto paciente de la percepción.
El hombre experimenta vitalmente que el alma es su interior y su espíritu lo más íntimo de lo interior, ya que el mundo corpóreo se encuentra «fuera» de él y es traído adentro por los órganos sensoriales y las facultades anímicas correspondientes, siendo transformado allí en algo «interior»; el sentido común (sensus comunis) resume las impresiones procedentes del exterior, la imaginación les da forma de imágenes, la razón las ordena y las coloca delante del espíritu, al cual corresponde la última decisión sobre si son verdaderas o erróneas: uno puede representarse los distintos estados o estratos del ser humano en círculos concéntricos; el más externo correspondería al estado corporal, el centro común al espíritu.
Este esquema, que era familiar a los filósofos medievales y al cual volveremos a referimos varias veces, tiene la ventaja de ilustrar las realidades sin grandes rodeos del razonamiento, pero hay que decir desde el principio que es unilateral y, en cierto sentido, trastocado, por lo que se refiere al hecho de que justa mente aquel elemento que representa la verdad superpersonal y universal, es decir, el espíritu, aparece como un punto encerrado dentro del círculo. Esto se debe a que todo el esquema, con su distinción entre «afuera» y «adentro» corresponde a un punto de vista egocéntrico o «subjetivo»: para la experiencia subjetiva el mundo de los sentidos, como objeto de la percepción, es lo general, mientras que el espíritu, que estaría frente a él en la misma relación que un foco de luz frente a un espacio iluminado, tiene que aparecer como punto inconcebible.
Contemplando, no obstante, los distintos grados de la realidad que se manifiestan en el hombre (no en su papel subjetivo sino en su verdadera esencia) queda claro que lo superior tiene que encerrar lo inferior, lo consciente lo conocido, lo que tiene validez general lo subjetivo, lo libre lo menos libre. Según esto, el esquema empleado puede ser invertido: entonces el espíritu corresponde al círculo externo, ya que con su facultad cognoscitiva —ya no en un sentido espacial— encierra todo lo demás, igual que el alma, gracias a la conciencia y sus facultades racionales, contiene al cuerpo. También en este sentido el esquema de los círculos concéntricos es usado por los filósofos medievales, y en él no sólo ven la estructura esencial del hombre sino también la de todo el universo, ya que los distintos grados de la realidad existen antes que los seres individuales que participan en ellos. Si el mundo corpóreo no estuviera contenido, de principio y conforme a su ser, en el mundo psíquico, no existiría la percepción; las impresiones que recibimos del mundo exterior, no serían más que casualidad incoherente y si tanto el mundo corpóreo como el psíquico no estuvieran contenidos en el espíritu, no existiría un conocimiento generalmente válido más allá del individuo.
Por consiguiente podemos hablar no sólo de un universo material sino también de otro psíquico y de otro espiritual y de que uno contiene al otro, comprendiendo siempre el simbolismo local, contenido en este modo de expresión, exclusivamente como parábola.
En este contexto conviene mencionar al filósofo judío Salomón b. Gabirol, que vivía en la primera mitad del siglo XI Y aparece como uno de los primeros sucesores de Avicena en España. En su libro «La fuente de la vida» presenta a un discípulo preguntando al maestro por qué los sabios hablan de las sustancias espirituales como de círculos o esferas, si tales formas sólo son propias de las cosas materiales. El maestro contesta que se trata aquí de un símbolo para la relación entre causa y efecto o entre lo conociente y lo conocido; a continuación propone al discípulo los siguientes ejemplos, para cuya comprensión conviene saber todavía que los filósofos medievales sitúan la naturaleza como fuerza motriz entre el cuerpo y el alma:
Observa la fuerza de la naturaleza y encontrarás que encierra al cuerpo, porque tiene influencia sobre él, mientras el cuerpo la sufre, de modo que está envuelto por la naturaleza. Observa también el alma vegetativa; encontrarás que influye en la naturaleza y la domina y que la naturaleza está envuelta por esta alma y sufre sus efectos. Observa luego igualmente el alma racional y el espíritu, tanto la primera como el segundo comprenden todas las sustancias inferiores a ellos, al reconocer, penetrar y dominarlas. Esto puede afirmarse particularmente del espíritu, que es más sutil y más perfecto que todas las demás.
Partiendo de estas sustancias propias del hombre individual, llegarás a la conclusión de que las sustancias universales se contienen unas a otras de la misma manera, en el sentido de que el alma contiene al cuerpo y el espíritu al alma; ya que la sustancia inferior se encuentra siempre envuelta por la superior, que la soporta y conoce. El alma universal soporta todo el mundo material (es decir: lleva el ser de éste en su propio ser); se representa cuanto hay en ella en forma de imágenes y lo contempla, al igual que nuestras almas particulares, que soportan sus cuerpos respectivos, se representan a los mismos y ven todo lo que hay en ellos. Más comprensivo todavía es el espíritu universal a causa de su perfección y de su facultad de desenvolverse (en todo) y por la nobleza de su sustancia. Por ello comprenderás también cómo el excelso y santo autor primero (del mundo) conoce todas las cosas y cómo éstas están contenidas en su saber...
Según este modo simbólico de expresarse, el espacio infinito que rodea al círculo exterior de nuestro esquema corresponde a la sabiduría divina. El propio círculo exterior es el espíritu universal y los círculos inscritos en él representan el alma universal y todo el mundo material. Entre el alma universal que contiene las almas individuales como el mar contiene las olas, y la totalidad del mundo material se intercala frecuentemente —siguiendo la doctrina de Plotino— la naturaleza universal. Ella es para el estado puramente material lo que la fuerza motriz para la masa inerte.
La totalidad de la existencia material se encuentra en cierto sentido caracterizada por la bóveda celeste que todo lo envuelve. Pero en el interior de la misma se repite la jerarquía de los grados de existencia en la forma de los cielos planetarios, tal como se ofrecen al observador desde la tierra. En este sentido dice Ibn Gabirol:
Así como la existencia material refleja en su sustancia y en su forma la existencia espiritual, así el carácter comprensivo de las substancias espirituales tiene su correspondencia en la comprensividad de lo material, ya que lo inferior es siempre imagen de lo superior... Por ello se puede afirmar de la sustancia espiritual que envuelve a la material, ya que ésta, conforme a su existencia, es contenida por ella, comparable a como todos los cuerpos están contenidos en el cuerpo único del cielo. La retroversión de la sustancia espiritual sobre sí misma, en la eternidad y en la duración pura, es reflejada por el movimiento giratorio celeste cerrado en sí.
Aquí recordará el lector la descripción que Dante hace de las esferas celestes, y esto no sin buena razón, ya que se trata en ambos casos de la misma visión del mundo, que se remonta, pasando por Avicena, a Platón y mucho más atrás: Las órbitas de los astros que —vistas de un modo geocéntrico— parecen moverse en círculos cada vez mayores, se ofrecen como la imagen natural de los grados de la existencia. Los cielos astronómicos en sí no son estos grados pero se corresponden con ellos, porque la existencia corpórea refleja, como dice Ibn Gabirol, la existencia psíquica y la espiritual. Lo mismo quiere decir Dante con estas palabras:
Los círculos corpóreos son más amplios o más estrechos, con arreglo a la virtud que se difunde en todas sus partes... Por tanto aquel círculo más grande, que lleva consigo todo el alto universo, corresponde al círculo (espiritual), que más ama y conoce...
(Paraíso XXVIll, 64-72)
Para su exactitud como símbolo no importa si la imagen geocéntrica del mundo, tal como la conocieron Dante y los filósofos árabes, tiene validez científica o no; es suficiente con que corresponda a una experiencia humana común. Sin duda, el supuesto de que la tierra está inmóvil mientras los astros circulan alrededor de ella en órbitas más o menos amplias, descansa sobre un error óptico; sólo que este error está en cierto modo fundado en la naturaleza del hombre; únicamente demuestra que las facultades de percepción sensorial son relativas; ninguna ciencia natural, por progresiva que sea, logra saltar por encima de esta relatividad, siempre queda adherido a ella algo de un error óptico. Sin embargo, el sentido más profundo de la imagen geocéntrica del mundo reside justamente en su simbolismo directamente dado. Si el espíritu divino contiene este mundo, no en el sentido espacial pero sí según el ser, no es ningún error comparararlo con el cielo no estrelIado que lo comprende todo, en el que incluso el espacio infinito llega a su fin; si esta imagen es verdadera entonces es exacto también ver la imagen de los estados inmateriales de existencia o conciencia en el orden jerárquico de los astros, que parecen circular en órbitas cada vez más amplias. No es casualidad el que sean también los astros los que dan luz y miden los tiempos.
Encierra un sentido muy profundo el hecho de que el esquema de los círculos concéntricos como símbolo del universo puede ser «leído» de dos maneras diametralmente opuestas y sin embargo complementarias entre sí: una vez de modo que el círculo más amplio, mejor dicho, lo que lo envuelve, es considerado como realidad más elevada, y otra vez de modo que el centro común de todos los círculos corresponde al origen divino. En cierto modo ambas «versiones» o interpretaciones se equilibran, pues, en efecto, el ser absoluto es tanto lo que contiene todo, como también el centro inconcebible de todo ser; en un sentido espacial esto no puede ser afirmado sin incurrir en una contradicción.
Si concebimos el esquema en forma «teocéntrica», comparando el centro con el origen divino «no entendido» obtenemos una imagen por medio de la cual podemos ilustrar del modo más simple la diferencia entre el pensamiento aristotélico y platónico: sería aristotélico imaginarse los distintos círculos —o lo que significan— aisladamente; aislado de todo lo demás estaría también el centro. Sería platónico contemplar las similitudes que establecen la unión entre los distintos grados de realidad. De una manera gráfica expresaríamos esto haciendo partir del centro rayos o radios que cortan todos los círculos; todos los puntos situados sobre el mismo radio de no importa qué círculo entran en relación entre sí, son como huellas de la misma esencia sobre distintos niveles de existencia.
De ahí se puede deducir que el pensamiento aristotélico se ocupa principalmente de las relaciones lógicas sobre determinado nivel de existencia mientras el pensamiento platónico percibe el carácter simbólico de una cosa, mediante el cual está puesta en una relación vertical con las realidades de órdenes superiores. Ambos enfoques se pueden conciliar perfectamente, si somos conscientes de su diferencia; justamente en eso consiste la síntesis aristotélico-platónica de un Avicena o de un Avempace.
Podemos imaginar los círculos concéntricos más o menos numerosos. La distinción de los mundos de los espíritus, de las almas y de los cuerpos, que toma por modelo la estructura interna del hombre, es sólo la más sencilla; sólo el mundo psíquico encierra un sinnúmero de grados diferentes de ser o conciencia, Y del mismo modo el mundo del espíritu se puede subdividir en muchos grados, aunque estos no hayan de entenderse literalmente, pues dentro del espíritu no existen diferencias calculables.
Igualmente podemos imaginamos más o menos numerosos los radios que, partiendo del centro, cortan los círculos. Si se les concibe como rayos de una sola fuente de luz, ésta no sería otra cosa que el espíritu universal o intelecto primero (intellectus primus, al-aql al-awwal) que, emitido por su origen divino, ilumina todos los grados de la existencia y se refleja en cada uno de un modo más o menos refractado. Pero esto es un rasgo fundamental del pensamiento platónico, tal como lo entendían y desarrollaron los filósofos islámicos. El espíritu que produce todo conocimiento, que ilumina toda conciencia y que se manifiesta en toda inteligencia de un modo más o menos perfecto, es esencialmente uno; múltiples y diferentes son las almas individuales pero no el espíritu, por más que se refleje de forma múltiple. Los filósofos islámicos, incluso los que están más cerca de Aristóteles, como Ibn Rushd (Averroes) del que hablaremos más adelante, mantienen todos esta doctrina de la unidad esencial del espíritu.
El filósofo Ibn al-Sid de Badajoz (1052-1127) escribe sobre el alma universal:
El grado de existencia de esta alma está inscrito en el horizonte del intelecto agente (universal), que la envuelve por todas partes, al igual que ella envuelve la totalidad de las esferas celestes (es decir, la totalidad del mundo físico). Por ello se le puede -según enseñan los filósofos- limitar por dos círculos, aunque también esto haya de entenderse sólo en el sentido figurativo, ya que las sustancias espirituales no dependen del espacio. Un círculo externo toca la esfera del intelecto que todo lo envuelve, y un círculo interior rodea el centro de la tierra. Entre estos dos círculos se extiende, figurativamente, una recta que establece la unión entre ellos y que es llamada por los filósofos «escala de ascensión», pues gracias a ella la inspiración divina llega a las almas individuales puras; por ella bajan los ángeles y suben los espíritus puros hacia el mundo superior...
La imagen de la escala, por la cual bajan los ángeles y suben los espíritus, es un indicio de que los filósofos musulmanes y sus afines judíos no consideraban la filosofía como una ciencia puramente racional, la meta de la Hikma a que aspiraba el filósofo (hakîm), era la unión con el intelecto agente (al-aql al-fa"âl) que está por encima de la existencia perecedera. Los filósofos Ibn Bayya (Avempace), que nació en Zaragoza a finales del siglo XI y murió en 1138 en Fez, e Ibn Tufayl, que vivió en el siglo XII y era natural de Cádiz, han intentado describir esta ascensión espiritual del sabio.
En este punto queremos remontamos a un filósofo español más primitivo, a Muvammad b. Masarra; mejor dicho: no era un filósofo sino un maestro del gnosticismo islámico, del conocimiento interior. Vivió entre 883 y 931. Ya en su adolescencia estaba rodeado por un círculo de discípulos. Por sus enseñanzas despertaba las sospechas de los teólogos, a las que se sustrajo haciendo un viaje a oriente. En tiempos de Abd al-Rahman I, primer califa español, volvió y pasó el resto de su vida en una ermita en la Serranía de Córdoba, impartiendo enseñanza a un grupo reducido de discípulos.
Ibn Masarra hizo suya la metafísica de Plotino, que era para él la clave de ciertos significados esotéricos del Corán. Al mismo tiempo y a través de la herencia plotínica, se remontó a Empédocles, haciendo de la doctrina de aquél acerca de, la materia original, el punto de partida para una explicación comprensiva de la existencia. Esta ha sido adoptada por muchos filósofos hispano-árabes.
En todo lo creado hay algo paciente y receptor que se halla frente al acto creador. Esta cosa paciente se puede comparar simbólicamente a una materia, de la cual está «hecho» el mundo. Con otras palabras y para evitar el error de pensar que Dios ha creado el mundo de algo existente fuera de El; la realidad es que el acto puro y la recepción pura, inseparables dentro de la esencia divina, se enfrentan en la existencia finita. Justamente esto caracteriza lo finito o creado: que acto y recepción, acción y pasividad se diferencian como dos polos extremos entre los cuales se desarrollan las criaturas. En esto, el acto puro está siempre al lado de la unidad, como una luz que parte de una fuente, mientras que el polo receptor comparable a un espejo que refleja la luz, o como un medio que la refracta, es la raíz de toda pluralidad. Por ello se le llama también materia original (hyle en griege y hayûla en árabe), siguiendo la distinción griega antigua entre «forma» y «materia» que a su vez ha sido formulada según el ejemplo artístico, donde una forma existente en la mente es impresa en una materia moldeable. Todo ello no debe inducirnos a figuramos la materia original como algo material; ya Aristóteles dijo que la materia original en sí, antes de tomar una forma, no es ni visible ni imaginable. Y con esto Aristóteles sólo se refiere a la materia original de este mundo; tanto más se puede afirmar esto de la materia original en el sentido que le da Ibn Masarra. La materia original del universo no es ninguna cosa, es el fondo receptor de la existencia por antonomasia.
La jerarquía de los grados de existencia resulta de la distinción entre los polos activo y receptivo, por cuanto ambos polos se determinan mutuamente: de las nupcias del polo puramente activo con el puramente receptivo nace como primer grado una realidad relativamente activa, frente a la cual se halla como segundo grado otra realidad relativamente receptiva -figurativamente podríamos hablar de una «forma materializada» y de una «materia informada»; las nupcias de los polos se repiten de forma gradual hasta llegar a la materia sólo muy relativamente receptiva que es la base del mundo físico y que fue llamada por los filósofos latinos materia signata quantitate. Con todo ello, los dos polos primeros, el acto puro y la materia original, permanecen siempre iguales a ellos mismos: la materia original es, hablando en términos mitológicos, la madre siempre virgen del universo.
Para explicar el origen del mundo a partir de la materia original, Ibn Masarra utiliza la parábola de los polvitos solares que se remonta a Alî, yerno y heredero espiritual del Profeta. Sin la irradiación del sol que cae sobre ellas, las partículas de polvo suspendidas en el aire no serían visibles y sin las partículas de polvo los propios rayos del sol no se distinguirían en el aire; las partículas de polvo corresponden a la materia original que en sí, sin el reflejo de la luz divina, carece de entidad. Gracias a esta parábola, la doctrina de la materia original recibe un sentido que va mucho más allá del horizonte de la filosofía, en cuanto ésta se halla ligada al pensamiento deductivo. En último término, la parábola de las partículas de polvo iluminadas por el sol quiere decir que, comparado con lo absoluto, el mundo carece de entidad, no posee realidad propia, sólo es un reflejo del único absoluto. Tal concepto de la realidad recuerda la metafísica de los indios, la doctrina de alma, la más alta identidad, y de maya como causa del engaño cósmico, debido al cual lo absoluto que en sí es indivisible, aparece múltiple. Sin embargo, no se trata en el caso de Ibn Masarra de una adopción de la metafísica india; su visión espiritual nace de un examen profundo del artículo de fe islámico, según el cual «no hay divinidad fuera de Dios»: el mundo no posee realidad independiente; si no, sería una divinidad al Iado de Dios; contemplado en sí aisladamente, es lo que es, pero frente a lo absoluto no es nada. — Aquí se ha traspasado el límite del pensamiento deductivo, cosa que no quiere decir que la verdad en cuestión no pueda ser comprendida intelectualmente.
Ya pudimos ver, al hacer referencia a Dante, cómo la doctrina de los grados de existencia y su representación figurativa fueron adoptadas por el pensamiento cristiano. Como eslabón espiritual intermedio aparece el escrito latino de un autor cristiano desconocido, cuyo único ejemplar conservado se encuentra hoy en París, pero, según todos los indicios, fue compuesto en España y copiado en Boloña hacia fines del siglo XII. Describe la ascensión del alma a través de las esferas celestes, dando al mismo tiempo un panorama esquemático del universo, donde todos los elementos de la cosmología árabe e hispano-árabe aparecen en su justo lugar.
A primera vista, la obra parece describir el viaje del alma al más allá después de la muerte; pero en realidad se trata, al igual que en la Divina Comedia de Dante, de la ascensión del espíritu contemplativo a través de todos los estados del ser y de la conciencia hasta el origen divino. Dos dibujos que ilustran el manuscrito esclarecen este sentido: nos muestran figuras humanas de distintas edades que suben por la escala de las esferas celestes.
Lo que ha confundido a los investigadores modernos del manuscrito es la circunstancia de que la jerarquía de los cielos astronómicos, que, —como en los cosmólogos árabes— son diez, son interpretados de tres modos distintos, aparentemente contradictorios: primero como grados de la perfección humana o de la virtud contemplativa, la segunda vez como grados del puro conocimiento de Dios y la tercera vez —con sentido negativo y por un orden invertido— como precipitación gradual del alma en estados de esclavitud y desgarramiento. Esta triple interpretación se explica del modo siguiente: Según Avicena, corresponde a cada uno de los cielos astronómicos tanto un grado del alma universal como un modo de conocer del intelecto universal; al mismo tiempo los cielos astronómicos son expresión de fuerzas naturales que dominan este mundo terrenal y que tienen para el alma que les es entregada necesariamente un carácter fatal y tiránico.
En el esquema que ilustra el manuscrito, los estados del mundo físico, psíquico y espiritual se representan todos de un modo continuo y como arrojados sobre un mismo nivel en forma de círculos concéntricos. El círculo exterior de esta jerarquía lleva el título: «el primer efecto, el primer ser creado, el origen de todas las criaturas, en el cual están contenidas las criaturas.»
Esto no es otra cosa que el espíritu universal (rûh al-kull) o la primera facultad cognoscitiva (intelectus primus, al-aql al-awwal) de los cosmólogos musulmanes. Desde el punto de vista cristiano, que no queda destacado aquí, se trata del reflejo inmediato del logos en la creación. Más allá, al exterior de este círculo, se hallan dos círculos más, el interior de los cuales con la denominación de «materia origina!» (materia in potentia) lo que corresponde al polo paciente del universo, y el exterior con la denominación de «forma origina!» (forma in potentia), que se refiere al polo activo o «formativo» del universo. Esto recuerda particularmente la doctrina de Ibn Gabirol y también el hecho de que por encima de todos los círculos se encuentra la leyenda: «voluntad de Dios» como señalando la última razón de la existencia.
No obstante, el carácter cristiano del escrito está al margen de toda duda. En el texto se manifiesta a cada paso, particularmente por explicarse los grados del conocimiento contemplativo con palabras del apóstol San Pablo. Por encima del sistema geométrico de los grados de existencia se halla la imagen de Cristo entronizado, cuyos pies son tocados por los círculos más altos y las figuras humanas que suben hasta ellos. La posición sui generis que ocupa la obra, su papel como eslabón que une el mundo árabe-islámico con el latino-cristiano, encuentra su expresión directa en la siguiente frase que pone punto final a la descripción de los grados del ascenso o descenso espiritual del alma:
Las aquí citadas diez bienaventuranzas y diez tormentos generales eran, como yo tengo por verídico y creo fervorosamente —si es cierto lo que se transmite—, conocidos por los justos y muy sabios legisladores que se esforzaron por la salvación de los demás hombres y sobre los cuales descendió la luz de Dios, de modo que tenían sobre su lengua el conocimiento y las palabras de Dios, me refiero a Moisés, Mahoma y Cristo, siendo el tercero más poderoso que los otros dos y más potente en su discurso...»
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