Islam sin Dios
Reseña del último libro de Abdelmumin Aya
16/08/2013 - Autor: Juan Antonio Martínez de la Fe - Fuente: Tendencias 21
filosofia islam kalam teologia
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Portada del libro de Abdelmumin Aya.
Ciertamente, nos encontramos ante un libro que no debe pasar desapercibido. Como no deben serlo los otros de Abdelmumin Aya que tratan sobre el mismo tema, el Islam. Porque este autor cuenta con un sólido curriculum, no solo académico, que también, sino, asimismo, y quizás más importante, vivencial.
Para quien no haya tenido la oportunidad de adentrarse en los planteamientos del islamismo, probablemente, le resulte algo complicado poder encuadrar la presente obra dentro de los esquemas vitales islámicos. Pero su lectura puede significar un primer aldabonazo en su interior para aventurarse en una búsqueda enriquecedora.
Habría que matizar un extremo; aunque, en líneas generales, Aya se refiera a cristianismo, sus postulados van más referidos al catolicismo y, más concretamente, al catolicismo oficial, para diferenciarlo de las diversas corrientes que surcan la Iglesia Católica, cuyas actitudes, reflexiones e, incluso, filosofía, tienden a converger frecuentemente con los planteamientos que el autor atribuye al Islam. Es claro que, en las pocas páginas que conforman el libro, resulta harto difícil poder abordar todos los matices que el asunto requeriría y que no pocas veces despiertan la perplejidad del lector, promoviendo en él dudas que no quedan resueltas, sin que ello sea óbice para promover una reflexión sobre los propios planteamientos.
El prólogo es sumamente interesante. En un lenguaje claro y directo, Adelmumim Aya nos introduce en las raíces del problema de entendimiento entre dos religiones que, en su opinión, nada tienen que ver entre sí. Un problema que nace cuando, para poder entendernos, hemos de utilizar un lenguaje común, en el que los conceptos básicos del Islam han de traducirse a los conceptos básicos del cristianismo, cuando los respectivos significados no coinciden; es más: los términos árabes que se han de emplear provienen del lenguaje misionero cristiano, que ya hoy día está más que superado y que no es capaz de resultar asumible por los propios cristianos actuales.
Aquí, el autor se muestra agradecido a los ateos, héroes que han pagado, incluso con su vida, el atreverse a desafiar los dogmatismos irracionales de la religión oficial. Y es con ellos con quienes se siente, de alguna manera, identificado. “El ateo dice: ‘No hay Dios, solo existe la realidad’; y el musulmán dice: ‘Solo existe la realidad, y lo llamo Allâh’. Al fin y al cabo, más allá del malentendido cultural que la filología misional cristiana ha tratado de mantener desde siempre, ambos afirman lo mismo”. Y más adelante: “Allâh es para nosotros la realidad misma tal como se nos va mostrando; no una entelequia mental sostenida por dogmas incomprensibles”.
¿Cuál es el objetivo perseguido por el autor con esta obra? “Durante todo este libro, quedarán de manifiesto las razones por las que nos reconocemos musulmanes, pero ninguna que contradiga esencialmente la crítica atea de las religiones que acertó a dinamitar la mentalidad mercantilista de lo sagrado”, es decir, adquirir la salvación del alma a cambio del cumplimiento de normas y de aceptación irracional de dogmas.
Finalmente, ¿a quién va dirigida la obra? “Islam sin Dios no es un Islâm para ateos, es un Islâm para musulmanes que conviven con gentes que en su mayoría no siguen ninguna vía espiritual, es decir, un libro para que los musulmanes que provienen de países de mayoría islámica, y los musulmanes de segunda y tercera generación nacidos ya aquí, y los musulmanes conversos comprueben que se puede ser absolutamente fiel al mensaje de Muhammad con un lenguaje nuevo e inteligible para nuestros conciudadanos. No para convertirlos, sino simplemente para que, junto con un mayor entendimiento y respeto mutuo, la convivencia sea más fácil”.
Argumentos a favor
De esta manera, comienza el autor a exponer sus argumentos a favor de sus postulados. Así, en el capítulo uno, titula: Lo primero que no encontramos en árabe es una palabra para decir “religión”. En efecto, dîn sería el término que se aduciría para el concepto “religión”. Pero su equivalencia no es exacta. Dîn, para el profeta y sus compañeros significaba un orden de valores; no es religión, ni la religión verdadera, ni el Islam; ni tan siquiera un orden religioso de valores. Un dîn es una ley, un sistema de justicia por el que se rige un pueblo; y el dîn en que se enmarca el Islam es el cumplimiento de una deuda con el mundo y consigo mismo. De ahí que acepte todo lo que han dicho todos los profetas, incluidos los anteriores a Muhammad. Porque el Islam “es armonizarse con el principio divino que rige el mundo, no con ninguna de las instituciones religiosas inventadas por los seres humanos: es recuperar la inclinación del ser humano hacia lo sagrado y es hacerlo con sentido de universalidad e integralidad. Cada musulmán es heredero de todas las tradiciones, de todas las sabidurías y es musulmán con todo su ser: esto es su dîn, es decir, su manera de afrontar la realidad”. El Islam solo rechaza un mundo sin valores.
La santidad de Dios como neurosis es el título del segundo capítulo, en el que se aborda la traducción de santidad como quds. El autor hace un análisis etimológico del término, para llevarnos a la conclusión de que “el quds no es un modelo de pureza al que debes llegar, sino lo que te revela tu propia impotencia de alcanzar a Allâh, mientras –paradójicamente- ni por un instante deja de impulsarte como motor de esa pretensión de encuentro. El quds es el límite al que tiende la existencia no lográndolo jamás”. Poco más se puede añadir; mejor, con palabras del propio autor: “En resumen, el término quds podría traducirse en castellano como ‘el Misterio insondable de Allâh’, porque lo quds no es ‘lo santo’ si significamos por ‘santo’ lo Perfecto, lo Intachable, lo Puro. Es más bien lo desconcertante, lo que produce tu perplejidad, lo escurridizo”.
El tercer capítulo se titula El empalago de tanto amor a Dios. Con la metodología que aplica el autor, procede a buscar la palabra que, en árabe, podría significar el amor a Dios. Y la encuentra, principalmente, en hubb, de la que concluye que nada tiene que ver con el significante que se le pretende dar, especialmente por los sufíes. Para él es claro que la idea de tener una relación afectiva con Allâh no proviene del Profeta, sino que se extendió por territorios de mayoría islámica a partir del contacto con cristianos paulinos. “Antes del siglo VIII, los musulmanes jamás hablaron –ni en público ni en privado- de aspirar a mantener ningún tipo de relación afectiva con Allâh”. Aya analiza la etimología de hubb y detalla su aparición en las aleyas, concluyendo que el Corán no es una invitación al amor a Allâh, sino una voz de alarma al ser humano para que tome conciencia y vuelva a la cordura. Hubb, en el Corán, tiene el sentido de respetar y obedecer, no de amor; y, además, no tiene un carácter individual, sino que siempre está referido a un pueblo, por lo que el Islam no trata de unir al creyente con Allâh, sino de hacer que forme parte de un grupo humano. En este libro que comentamos, no desea el autor analizar con detalle los contactos concretos que hacen que llegue la propuesta de mística amatoria al Islam; pero sí llama la atención sobre el hecho de que, en el diálogo interreligioso con los musulmanes, se busque más como interlocutores a especialistas que no han dedicado su investigación al Profeta o al Corán, sino a otros aspectos que, a su juicio, adolecen de tal necesaria profundización.
Dicho esto, no es extraño que el cuarto capítulo explique que Los musulmanes no somos amigos de Dios. Se trata de un capítulo corto, dedicado al término wilâya que se ha pretendido traducir como amistad, en este caso con Dios, como sucede en el cristianismo. Nada más lejos de la realidad: “la wilâya es preislámica y su origen no es en absoluto religioso; la wilâya supone ante todo un pacto de asistencia mutua”. Es Allâh quien protege, cosa que él no precisa de nosotros. Lo que implica, de alguna manera, que no se da familiaridad entre el creyente y Dios, sino que aquel se acerca a Él con temor respetuoso. Otra conclusión a destacar es que, según esta interpretación, los musulmanes pueden sostener amistad con cristianos o judíos y con todo aquel que no tome el dîn del Islam a broma.
El alma. Es el concepto que Aya nos plantea en el quinto capítulo: La idea de alma es incomprensible en clave semita. Él lo tiene claro: “El alma, etérea y eterna, que en principio es la psijé platónica y luego el alma cristiana, no tiene paralelismo alguno en árabe”. Aporta dos palabras que son las que suelen usarse para traducir el concepto alma, pero no se corresponden con él. La primera es nafs, cuya traducción mejor es la noción de “sí mismo”, la “persona misma”; pero no es eterna, sino que fenece con el ser humano. La segunda es rûh, cuya versión responde al concepto de viento, aliento, olor, respiración. Rûh es el principio vital, eterno, pero no individualizado; es la fuerza impersonal y universal de vida, cuya función es animar a los seres vivos, a todos los seres vivos, no solo al ser humano, a quien, ciertamente, no pertenece, pues es de Allâh. Por tanto, el hombre es solo un cuerpo vitalizado por el rûh de Allâh y que, en función de sus necesidades materiales, va forjando su nafs. Como se puede apreciar, nada que ver con el concepto habitualmente aceptado de alma.
Le toca el turno, en el sexto capítulo, a Los musulmanes no necesitamos fe para aceptar la existencia del Jardín o del Fuego, al cielo y al infierno. Ambos conceptos no son coincidentes. Cielo e infierno son términos que solo sirven para el cristianismo. El Jardín del que habla el Islam se distingue por el placer sensual y sexual, mientras que el cielo cristiano habla más bien de realización beatífica. Por otro lado, el infierno es eterno, mientras que, en el Islam, los sufrimientos del Fuego son únicamente una depuración, de la que se termina saliendo. En su línea metodológica, Aya analiza la etimología de las diferentes palabras que pueden traducir nuestro cielo y nuestro infierno; del Jardín islámico nos dice que, pese a su apariencia de estar destinado al goce del hombre, también lo es para la mujer y que la mejor descripción que se pueda dar de él es la incapacidad de describirlo. En cuanto al Fuego dice que su función no es la tortura gratuita, sino hacer posible la resurrección, tras la que todos retornamos a Allâh. ¿Son eternos el Jardín y el Fuego? No es aplicable el término de eternidad: “el yo gozará o sufrirá mientras sea; es decir, se diluirá en una sensación de dolor o placer tan intensa que acabará con él” (…) y así estarán todo el tiempo, en el sentido de mientras el tiempo exista para ellos”. Eterno solo es Allâh. ¿Y es obligatorio para un musulmán creer en el Jardín y el Fuego? “No es asunto de fe que se le propone al musulmán para que lo sume a algún credo, sino una advertencia de parte de toda una cadena profética que hunde sus raíces en el Antiguo Egipto de cómo sucede el desmontaje del yo tras la muerte”.
¿Y los ángeles? Pues Los ángeles del cristianismo resultan patéticos desde la tradición semita, según reza el título de capítulo séptimo. Un título que puede resultar más provocador que su contenido. Los malâ’ika musulmanes se parecen a los ángeles de la tradición cristiana en que ambos son mensajeros, por lo que se representan alados.
Pero, ahí acaban las similitudes. Los malâ’ika se caracterizan por su fuerza y, a veces, su violencia, pues, de lo contrario, no podrían proteger, que es su principal misión. También, a diferencia de los ángeles, son los que custodian el Fuego. Eso sí, reconoce el autor que este asunto de los ángeles está sometido a diferentes acepciones según soplen los vientos vaticanos, mientras que todavía son más inmutables entre los cristianos evangélicos.
Y, en este tema, Satán es un siervo de Allâh, según reza el capítulo octavo. La primera diferencia entre el Iblîs musulmán y Satanás es que aquel no es un ángel caído; era una criatura que no quiso obedecer a Allâh cuando le ordenó que se postrara ante Adán, pues lo consideraba un ser inferior ya que estaba hecho de barro, mientras que él procedía del fuego. Otra diferencia es que Iblîs no es enemigo de Allâh, sino del ser humano; y, finalmente, que no es el Señor del Fuego, de lo que podríamos llamar infierno, sino uno de sus moradores cuando vaya allí.
El profeta Muhammad nunca usó el milagro como argumento de fe. Este es el título del noveno capítulo. Según el autor, el Profeta no hace milagros, al menos como argumento de autenticidad del mensaje; pero el Corán valida todos y cada uno de los milagros de los profetas anteriores. El Islam va a ser extraordinariamente cuerdo respecto a lo cotidiano, sin cerrarse a la posibilidad de que pueda ocurrir lo asombroso; y el carácter del Profeta se perfilará como el de alguien respetuoso con los milagros de los profetas que le precedieron y sincero, al afirmar que él no había hecho ninguno. Eso sí: “La postura del Islam es que todo es extraordinario. La solución del Corán a la existencia o no de los milagros es el mundo como maravilla, todo él un prodigio sin excepción”. Por lo tanto, la espiritualidad del musulmán no se basa en los milagros, sino en lo que a diario le sucede, en la vida vivida como voluntad de Allâh.
La bendición de Dios, otro cuento cristiano. Llamativo título del capítulo décimo, cuyo contenido carece de la agresividad que augura. En su metodología expositiva, Aya nos explica y aclara su visión del término baraka, haciéndonos ver las diferencias con bendición. En efecto: por bendición entiende una buena palabra que recibimos de Dios o de nuestros padres o de un hombre santo para facilitarnos la vida. Por el contrario, baraka “es testimonio de una presencia sutil de la Capacidad de Allâh transmitiendo prosperidad y fecundidad, espiritual y física. Baraka es la magia de algunos lugares, de algunas personas, de algunos objetos; una magia benéfica que aprovecha al que la recibe”. Y el autor ve en la recurrencia a tumbas de hombres santos, para encontrar y recibir la baraka que desprenden, un precedente de las romerías cívico-religiosas tan populares en nuestra cultura.
El capítulo once se dedica a El galimatías teológico de la gracia de Dios. Aya reconoce que la traducción más aceptada para lo que los cristianos entienden por gracia de Dios es el término ni’ma, aunque hay otras palabras que también podrían utilizarse; pero, evidentemente, los conceptos que gracia de Dios y ni’ma representan no coinciden exactamente; tienen dificultad para una traducción al árabe. De entrada, el autor aporta una larga cita, extraída del catecismo de la Iglesia católica, a fin de explicar la gracia de Dios, para luego detenerse en la etimología y aplicaciones de la expresión ni’ma. La gracia de Dios, dice el autor, tiene varios subtipos (gracia de estado, gracia actual, gracia sacramental, gracia especial, …) todos ellos contribuyendo para santificar al hombre y acercarlo a Dios; mientras que el na’im de Allâh sería el placer de Dios, “siempre con la reserva de que Allâh sea Dios”. Para el término árabe nos ofrece diferentes acepciones: todo aquello por lo que cualquiera de nosotros no ha sufrido abandono o dolor; todo aquello que ha sido dispuesto por Allâh para que el Islam sea como es; y, en algunos casos, puede llegar a recordarnos los efectos de la gracia santificante; en resumen, la ni’ma es el placer de Allâh en nosotros.
Llamativo es el título del capítulo doce: Los musulmanes no hacemos oración. Lo cual es cierto si se compara con la oración de los cristianos. “Si rezar es hablar con Dios, la salât es una práctica muy distinta, porque los musulmanes no hablan con Dios. Quien hace la salât se limita a repetir palabras coránicas y expresiones aprendidas tal cual”. Se trata, en definitiva, de una disciplina de sometimiento a lo sagrado que exige esa repetición de palabras y de una serie de posturas corporales. Lo que no carece de sentido, ya que, si como piensan los musulmanes, no tienen alma no pueden adorar a Dios ni relacionarse con Él más que con el cuerpo.
En la misma línea se plantea el capítulo trece, Los musulmanes no alabamos a Dios. Un corto capítulo para analizar dos términos, hamd y subbhân, que suelen ser la traducción a nuestra idea de alabanza, exaltación, loa o glorificación de Dios, aunque, según Aya, no se trata de estrictos sinónimos. Porque “hacer hamd no es solo ni simplemente alabar a Allâh, sino que es el modo en que nuestra existencia transparenta esa realidad sagrada que la ha hecho posible y la sostiene”. Además, hamd no precisa de palabras para ser expresado, ni siquiera de sentido, sino que se hace manifiesto en la autenticidad de nuestro mero estar en la vida. Lo mismo ocurre con el término subbhân, cuya raíz semántica responde a “manifestar la propia potencialidad para no estancarse, para no hundirse”.
El dzikr no es una letanía de beatos. Titula así Abdelmumin Aya este decimocuarto capítulo de su obra. Un capítulo que pasa ligeramente por la posible traducción cristiana de dzikr como letanía, para dedicarse, fundamentalmente, a refutar la versión sufí del término, centrada en la verbalización de los nombres de Allâh; y no pasa por alto situar el misbbah como un antecedente inspirador del rosario cristiano. Arguye el autor que “el único dzikr que se reconoce en el Corán es el Corán”. Y continúa más adelante: “Los que ‘recuerdan’ son los musulmanes que se aferran al Corán, que lo memorizan y lo estudian, no quienes realizan sesiones hipnóticas en grupo buscando efectos catárticos en su éxtasis”. Porque, en definitiva, el correcto entendimiento del término dzikr no afecta únicamente a lo espiritual, sino que tiene consecuencias a la hora de organizar la sociedad. Eso sí: no niega la utilidad de algunas recitaciones acostumbradas entre los musulmanes, pero reclamando su integración en la vía concreta del Profeta.
El penúltimo capítulo, decimoquinto de la obra, se dedica a El poder de la invocación y de la maldición. El término que aborda aquí el autor es du’â, que, normalmente se traduce como petición a Allâh, versión que no es del todo desacertada, pero que se queda corta y aporta, como ejemplo, otra acepción de la palabra: maldecir. Du’â es una convocatoria, una llamada, un deseo; una expresión de la voluntad con parecido a un conjuro mágico, más que lo que se entiende por un rezo a Dios. El du’â hace depender su eficacia de la fuerza y oportunidad de quien lo emite. Lo que tiene claras consecuencias para la cosmovisión islámica: la existencia es el deseo de Allâh: “Es Allâh el que hace du’â en nosotros. Él convoca, llama a las cosas desde su lugar en la no existencia para que sean, gracias a la fuerza de nuestro corazón”. El autor da unas pistas muy acertadas para una reflexión seria y profunda de este planteamiento.
Y llegamos así al decimosexto y último capítulo: La palabra “Dios” no nos sirve. Lo que se plantea aquí el autor es si Allâh y Dios son conceptos sinónimos. Por lo pronto, nos hace fijar la atención en que, ya solo en la pronunciación de ambos términos, se pueden observar diferencias. Admite que se puede dar cierto paralelismo entre la idea protestante de Dios y Allâh, pero no con el Dios del catolicismo en cuanto no se ciñe a la idea veterotestamentaria del concepto; y, sin tener en cuenta, claro, las diferentes corrientes que actualmente se dan dentro de la ortodoxia católica sobre la idea de la divinidad; admite coincidencias entre el Yaveh de la Torá y el Tanaj, así como con el Alaha de Jesús (en arameo) que es el Allâh de Muhammad. Eso sÍ: advierte la familiaridad con la que los cristianos tratan a Dios que para musulmanes como él pueden resultar hasta una falta de respeto. También nos propone diferentes maneras en la argumentación de la existencia de Dios entre cristianos y musulmanes, pues aquellos buscan una argumentación filosófica, mientras que los musulmanes rechazan la argumentación racional: “Allâh es para los musulmanes aquello a lo que apunta la vida. Es la Creación y la Destrucción continua, por la que todo existe”. Es muy interesante el intento de Aya en las páginas que siguen para explicarnos en qué consiste Allâh para un musulmán; unas explicaciones que ofrecen muchas vías para la reflexión y comprensión del Islam.
Recomendaciones finales
La obra se cierra con un Epílogo, que contiene unas recomendaciones finales. Unas recomendaciones dirigidas a quienes quieran profundizar en su conocimiento del Islam. De entrada, rechaza aquellas obras islamófobas, pero también lo hace sobre una amplia bibliografía sobre el particular debida a escritores cristianos, algunos de la talla de Caspar, Tamayo o Hans Küng. Además, incluye en su lista negra a muchas publicaciones originadas en países musulmanes de diferentes tendencias. Concluye: “En general, como criterio inicial, conviene librarse de la bibliografía existente e ir al Corán, no en sus traducciones (hechas por arabistas o por musulmanes con un lenguaje cristianizado), sino a través de los pocos libros que tratan de explicárnoslo en su literalidad, y acostumbrarse a leer sobre la vida y costumbres del profeta Muhammad a partir de los miles de hadices –dichos proféticos- que la umma considera auténticos”.
Se trata, en definitiva, de una obra de lectura altamente recomendable. Ciertamente, no pasará desapercibida tanto entre cristianos como entre musulmanes, que, dentro de sus múltiples y variadas tendencias encontrarán en ella conceptos muy claramente expuestos y sólidamente argumentados; lo que no implica, lógicamente, que sean compartidos; es más: con toda probabilidad, generará polémica, incluso, entre el mundo islámico. El autor, comentaba que su texto iba dirigido a musulmanes que viven en occidente; es un planteamiento que se queda corto, pues, sin duda, también despertará el interés de cuantos estudian el fenómeno religioso, desde cualquier ángulo.
A fin de facilitar la lectura, el apretado aparato crítico figura en las páginas finales.
Índice
Prólogo
1. Lo primero que no encontramos en árabe es una palabra para decir “religión”
2. La santidad de Dios como neurosis
3. El empalago de tanto Amor a dios
4. Los musulmanes no somos amigos de Dios
5. La idea de “alma” es incomprensible en clave semita
6. Los musulmanes no necesitamos fe para aceptar la existencia del Jardín o del Fuego
7. Los ángeles del Cristianismo resultan patéticos desde la tradición semita
8. Satán es un siervo de Allâh
9. El profeta Muhammad nunca usó el milagro como argumento de fe
10. La Bendición de Dios, otro cuento cristiano
11. El galimatías teológico de la Gracia de Dios
12. Los musulmanes no hacemos oración
13. Los musulmanes no alabamos a Dios
14. El dzikr no es una letanía de beatos
15. El poder de la invocación y de la maldición
16. La palabra “Dios” no nos sirve
Epílogo. Recomendaciones finales
Ficha Técnica
Título: Islam sin Dios
Autor: Abdelmumin Aya
Edita: Editorial Kairós, S.A. Barcelona, 2013
Colección: Sabiduría Perenne
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 174
ISBN: 978-84-9988-235-2
Precio: 14 euros
Reseña del último libro de Abdelmumin Aya
16/08/2013 - Autor: Juan Antonio Martínez de la Fe - Fuente: Tendencias 21
filosofia islam kalam teologia
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Portada del libro de Abdelmumin Aya.
Ciertamente, nos encontramos ante un libro que no debe pasar desapercibido. Como no deben serlo los otros de Abdelmumin Aya que tratan sobre el mismo tema, el Islam. Porque este autor cuenta con un sólido curriculum, no solo académico, que también, sino, asimismo, y quizás más importante, vivencial.
Para quien no haya tenido la oportunidad de adentrarse en los planteamientos del islamismo, probablemente, le resulte algo complicado poder encuadrar la presente obra dentro de los esquemas vitales islámicos. Pero su lectura puede significar un primer aldabonazo en su interior para aventurarse en una búsqueda enriquecedora.
Habría que matizar un extremo; aunque, en líneas generales, Aya se refiera a cristianismo, sus postulados van más referidos al catolicismo y, más concretamente, al catolicismo oficial, para diferenciarlo de las diversas corrientes que surcan la Iglesia Católica, cuyas actitudes, reflexiones e, incluso, filosofía, tienden a converger frecuentemente con los planteamientos que el autor atribuye al Islam. Es claro que, en las pocas páginas que conforman el libro, resulta harto difícil poder abordar todos los matices que el asunto requeriría y que no pocas veces despiertan la perplejidad del lector, promoviendo en él dudas que no quedan resueltas, sin que ello sea óbice para promover una reflexión sobre los propios planteamientos.
El prólogo es sumamente interesante. En un lenguaje claro y directo, Adelmumim Aya nos introduce en las raíces del problema de entendimiento entre dos religiones que, en su opinión, nada tienen que ver entre sí. Un problema que nace cuando, para poder entendernos, hemos de utilizar un lenguaje común, en el que los conceptos básicos del Islam han de traducirse a los conceptos básicos del cristianismo, cuando los respectivos significados no coinciden; es más: los términos árabes que se han de emplear provienen del lenguaje misionero cristiano, que ya hoy día está más que superado y que no es capaz de resultar asumible por los propios cristianos actuales.
Aquí, el autor se muestra agradecido a los ateos, héroes que han pagado, incluso con su vida, el atreverse a desafiar los dogmatismos irracionales de la religión oficial. Y es con ellos con quienes se siente, de alguna manera, identificado. “El ateo dice: ‘No hay Dios, solo existe la realidad’; y el musulmán dice: ‘Solo existe la realidad, y lo llamo Allâh’. Al fin y al cabo, más allá del malentendido cultural que la filología misional cristiana ha tratado de mantener desde siempre, ambos afirman lo mismo”. Y más adelante: “Allâh es para nosotros la realidad misma tal como se nos va mostrando; no una entelequia mental sostenida por dogmas incomprensibles”.
¿Cuál es el objetivo perseguido por el autor con esta obra? “Durante todo este libro, quedarán de manifiesto las razones por las que nos reconocemos musulmanes, pero ninguna que contradiga esencialmente la crítica atea de las religiones que acertó a dinamitar la mentalidad mercantilista de lo sagrado”, es decir, adquirir la salvación del alma a cambio del cumplimiento de normas y de aceptación irracional de dogmas.
Finalmente, ¿a quién va dirigida la obra? “Islam sin Dios no es un Islâm para ateos, es un Islâm para musulmanes que conviven con gentes que en su mayoría no siguen ninguna vía espiritual, es decir, un libro para que los musulmanes que provienen de países de mayoría islámica, y los musulmanes de segunda y tercera generación nacidos ya aquí, y los musulmanes conversos comprueben que se puede ser absolutamente fiel al mensaje de Muhammad con un lenguaje nuevo e inteligible para nuestros conciudadanos. No para convertirlos, sino simplemente para que, junto con un mayor entendimiento y respeto mutuo, la convivencia sea más fácil”.
Argumentos a favor
De esta manera, comienza el autor a exponer sus argumentos a favor de sus postulados. Así, en el capítulo uno, titula: Lo primero que no encontramos en árabe es una palabra para decir “religión”. En efecto, dîn sería el término que se aduciría para el concepto “religión”. Pero su equivalencia no es exacta. Dîn, para el profeta y sus compañeros significaba un orden de valores; no es religión, ni la religión verdadera, ni el Islam; ni tan siquiera un orden religioso de valores. Un dîn es una ley, un sistema de justicia por el que se rige un pueblo; y el dîn en que se enmarca el Islam es el cumplimiento de una deuda con el mundo y consigo mismo. De ahí que acepte todo lo que han dicho todos los profetas, incluidos los anteriores a Muhammad. Porque el Islam “es armonizarse con el principio divino que rige el mundo, no con ninguna de las instituciones religiosas inventadas por los seres humanos: es recuperar la inclinación del ser humano hacia lo sagrado y es hacerlo con sentido de universalidad e integralidad. Cada musulmán es heredero de todas las tradiciones, de todas las sabidurías y es musulmán con todo su ser: esto es su dîn, es decir, su manera de afrontar la realidad”. El Islam solo rechaza un mundo sin valores.
La santidad de Dios como neurosis es el título del segundo capítulo, en el que se aborda la traducción de santidad como quds. El autor hace un análisis etimológico del término, para llevarnos a la conclusión de que “el quds no es un modelo de pureza al que debes llegar, sino lo que te revela tu propia impotencia de alcanzar a Allâh, mientras –paradójicamente- ni por un instante deja de impulsarte como motor de esa pretensión de encuentro. El quds es el límite al que tiende la existencia no lográndolo jamás”. Poco más se puede añadir; mejor, con palabras del propio autor: “En resumen, el término quds podría traducirse en castellano como ‘el Misterio insondable de Allâh’, porque lo quds no es ‘lo santo’ si significamos por ‘santo’ lo Perfecto, lo Intachable, lo Puro. Es más bien lo desconcertante, lo que produce tu perplejidad, lo escurridizo”.
El tercer capítulo se titula El empalago de tanto amor a Dios. Con la metodología que aplica el autor, procede a buscar la palabra que, en árabe, podría significar el amor a Dios. Y la encuentra, principalmente, en hubb, de la que concluye que nada tiene que ver con el significante que se le pretende dar, especialmente por los sufíes. Para él es claro que la idea de tener una relación afectiva con Allâh no proviene del Profeta, sino que se extendió por territorios de mayoría islámica a partir del contacto con cristianos paulinos. “Antes del siglo VIII, los musulmanes jamás hablaron –ni en público ni en privado- de aspirar a mantener ningún tipo de relación afectiva con Allâh”. Aya analiza la etimología de hubb y detalla su aparición en las aleyas, concluyendo que el Corán no es una invitación al amor a Allâh, sino una voz de alarma al ser humano para que tome conciencia y vuelva a la cordura. Hubb, en el Corán, tiene el sentido de respetar y obedecer, no de amor; y, además, no tiene un carácter individual, sino que siempre está referido a un pueblo, por lo que el Islam no trata de unir al creyente con Allâh, sino de hacer que forme parte de un grupo humano. En este libro que comentamos, no desea el autor analizar con detalle los contactos concretos que hacen que llegue la propuesta de mística amatoria al Islam; pero sí llama la atención sobre el hecho de que, en el diálogo interreligioso con los musulmanes, se busque más como interlocutores a especialistas que no han dedicado su investigación al Profeta o al Corán, sino a otros aspectos que, a su juicio, adolecen de tal necesaria profundización.
Dicho esto, no es extraño que el cuarto capítulo explique que Los musulmanes no somos amigos de Dios. Se trata de un capítulo corto, dedicado al término wilâya que se ha pretendido traducir como amistad, en este caso con Dios, como sucede en el cristianismo. Nada más lejos de la realidad: “la wilâya es preislámica y su origen no es en absoluto religioso; la wilâya supone ante todo un pacto de asistencia mutua”. Es Allâh quien protege, cosa que él no precisa de nosotros. Lo que implica, de alguna manera, que no se da familiaridad entre el creyente y Dios, sino que aquel se acerca a Él con temor respetuoso. Otra conclusión a destacar es que, según esta interpretación, los musulmanes pueden sostener amistad con cristianos o judíos y con todo aquel que no tome el dîn del Islam a broma.
El alma. Es el concepto que Aya nos plantea en el quinto capítulo: La idea de alma es incomprensible en clave semita. Él lo tiene claro: “El alma, etérea y eterna, que en principio es la psijé platónica y luego el alma cristiana, no tiene paralelismo alguno en árabe”. Aporta dos palabras que son las que suelen usarse para traducir el concepto alma, pero no se corresponden con él. La primera es nafs, cuya traducción mejor es la noción de “sí mismo”, la “persona misma”; pero no es eterna, sino que fenece con el ser humano. La segunda es rûh, cuya versión responde al concepto de viento, aliento, olor, respiración. Rûh es el principio vital, eterno, pero no individualizado; es la fuerza impersonal y universal de vida, cuya función es animar a los seres vivos, a todos los seres vivos, no solo al ser humano, a quien, ciertamente, no pertenece, pues es de Allâh. Por tanto, el hombre es solo un cuerpo vitalizado por el rûh de Allâh y que, en función de sus necesidades materiales, va forjando su nafs. Como se puede apreciar, nada que ver con el concepto habitualmente aceptado de alma.
Le toca el turno, en el sexto capítulo, a Los musulmanes no necesitamos fe para aceptar la existencia del Jardín o del Fuego, al cielo y al infierno. Ambos conceptos no son coincidentes. Cielo e infierno son términos que solo sirven para el cristianismo. El Jardín del que habla el Islam se distingue por el placer sensual y sexual, mientras que el cielo cristiano habla más bien de realización beatífica. Por otro lado, el infierno es eterno, mientras que, en el Islam, los sufrimientos del Fuego son únicamente una depuración, de la que se termina saliendo. En su línea metodológica, Aya analiza la etimología de las diferentes palabras que pueden traducir nuestro cielo y nuestro infierno; del Jardín islámico nos dice que, pese a su apariencia de estar destinado al goce del hombre, también lo es para la mujer y que la mejor descripción que se pueda dar de él es la incapacidad de describirlo. En cuanto al Fuego dice que su función no es la tortura gratuita, sino hacer posible la resurrección, tras la que todos retornamos a Allâh. ¿Son eternos el Jardín y el Fuego? No es aplicable el término de eternidad: “el yo gozará o sufrirá mientras sea; es decir, se diluirá en una sensación de dolor o placer tan intensa que acabará con él” (…) y así estarán todo el tiempo, en el sentido de mientras el tiempo exista para ellos”. Eterno solo es Allâh. ¿Y es obligatorio para un musulmán creer en el Jardín y el Fuego? “No es asunto de fe que se le propone al musulmán para que lo sume a algún credo, sino una advertencia de parte de toda una cadena profética que hunde sus raíces en el Antiguo Egipto de cómo sucede el desmontaje del yo tras la muerte”.
¿Y los ángeles? Pues Los ángeles del cristianismo resultan patéticos desde la tradición semita, según reza el título de capítulo séptimo. Un título que puede resultar más provocador que su contenido. Los malâ’ika musulmanes se parecen a los ángeles de la tradición cristiana en que ambos son mensajeros, por lo que se representan alados.
Pero, ahí acaban las similitudes. Los malâ’ika se caracterizan por su fuerza y, a veces, su violencia, pues, de lo contrario, no podrían proteger, que es su principal misión. También, a diferencia de los ángeles, son los que custodian el Fuego. Eso sí, reconoce el autor que este asunto de los ángeles está sometido a diferentes acepciones según soplen los vientos vaticanos, mientras que todavía son más inmutables entre los cristianos evangélicos.
Y, en este tema, Satán es un siervo de Allâh, según reza el capítulo octavo. La primera diferencia entre el Iblîs musulmán y Satanás es que aquel no es un ángel caído; era una criatura que no quiso obedecer a Allâh cuando le ordenó que se postrara ante Adán, pues lo consideraba un ser inferior ya que estaba hecho de barro, mientras que él procedía del fuego. Otra diferencia es que Iblîs no es enemigo de Allâh, sino del ser humano; y, finalmente, que no es el Señor del Fuego, de lo que podríamos llamar infierno, sino uno de sus moradores cuando vaya allí.
El profeta Muhammad nunca usó el milagro como argumento de fe. Este es el título del noveno capítulo. Según el autor, el Profeta no hace milagros, al menos como argumento de autenticidad del mensaje; pero el Corán valida todos y cada uno de los milagros de los profetas anteriores. El Islam va a ser extraordinariamente cuerdo respecto a lo cotidiano, sin cerrarse a la posibilidad de que pueda ocurrir lo asombroso; y el carácter del Profeta se perfilará como el de alguien respetuoso con los milagros de los profetas que le precedieron y sincero, al afirmar que él no había hecho ninguno. Eso sí: “La postura del Islam es que todo es extraordinario. La solución del Corán a la existencia o no de los milagros es el mundo como maravilla, todo él un prodigio sin excepción”. Por lo tanto, la espiritualidad del musulmán no se basa en los milagros, sino en lo que a diario le sucede, en la vida vivida como voluntad de Allâh.
La bendición de Dios, otro cuento cristiano. Llamativo título del capítulo décimo, cuyo contenido carece de la agresividad que augura. En su metodología expositiva, Aya nos explica y aclara su visión del término baraka, haciéndonos ver las diferencias con bendición. En efecto: por bendición entiende una buena palabra que recibimos de Dios o de nuestros padres o de un hombre santo para facilitarnos la vida. Por el contrario, baraka “es testimonio de una presencia sutil de la Capacidad de Allâh transmitiendo prosperidad y fecundidad, espiritual y física. Baraka es la magia de algunos lugares, de algunas personas, de algunos objetos; una magia benéfica que aprovecha al que la recibe”. Y el autor ve en la recurrencia a tumbas de hombres santos, para encontrar y recibir la baraka que desprenden, un precedente de las romerías cívico-religiosas tan populares en nuestra cultura.
El capítulo once se dedica a El galimatías teológico de la gracia de Dios. Aya reconoce que la traducción más aceptada para lo que los cristianos entienden por gracia de Dios es el término ni’ma, aunque hay otras palabras que también podrían utilizarse; pero, evidentemente, los conceptos que gracia de Dios y ni’ma representan no coinciden exactamente; tienen dificultad para una traducción al árabe. De entrada, el autor aporta una larga cita, extraída del catecismo de la Iglesia católica, a fin de explicar la gracia de Dios, para luego detenerse en la etimología y aplicaciones de la expresión ni’ma. La gracia de Dios, dice el autor, tiene varios subtipos (gracia de estado, gracia actual, gracia sacramental, gracia especial, …) todos ellos contribuyendo para santificar al hombre y acercarlo a Dios; mientras que el na’im de Allâh sería el placer de Dios, “siempre con la reserva de que Allâh sea Dios”. Para el término árabe nos ofrece diferentes acepciones: todo aquello por lo que cualquiera de nosotros no ha sufrido abandono o dolor; todo aquello que ha sido dispuesto por Allâh para que el Islam sea como es; y, en algunos casos, puede llegar a recordarnos los efectos de la gracia santificante; en resumen, la ni’ma es el placer de Allâh en nosotros.
Llamativo es el título del capítulo doce: Los musulmanes no hacemos oración. Lo cual es cierto si se compara con la oración de los cristianos. “Si rezar es hablar con Dios, la salât es una práctica muy distinta, porque los musulmanes no hablan con Dios. Quien hace la salât se limita a repetir palabras coránicas y expresiones aprendidas tal cual”. Se trata, en definitiva, de una disciplina de sometimiento a lo sagrado que exige esa repetición de palabras y de una serie de posturas corporales. Lo que no carece de sentido, ya que, si como piensan los musulmanes, no tienen alma no pueden adorar a Dios ni relacionarse con Él más que con el cuerpo.
En la misma línea se plantea el capítulo trece, Los musulmanes no alabamos a Dios. Un corto capítulo para analizar dos términos, hamd y subbhân, que suelen ser la traducción a nuestra idea de alabanza, exaltación, loa o glorificación de Dios, aunque, según Aya, no se trata de estrictos sinónimos. Porque “hacer hamd no es solo ni simplemente alabar a Allâh, sino que es el modo en que nuestra existencia transparenta esa realidad sagrada que la ha hecho posible y la sostiene”. Además, hamd no precisa de palabras para ser expresado, ni siquiera de sentido, sino que se hace manifiesto en la autenticidad de nuestro mero estar en la vida. Lo mismo ocurre con el término subbhân, cuya raíz semántica responde a “manifestar la propia potencialidad para no estancarse, para no hundirse”.
El dzikr no es una letanía de beatos. Titula así Abdelmumin Aya este decimocuarto capítulo de su obra. Un capítulo que pasa ligeramente por la posible traducción cristiana de dzikr como letanía, para dedicarse, fundamentalmente, a refutar la versión sufí del término, centrada en la verbalización de los nombres de Allâh; y no pasa por alto situar el misbbah como un antecedente inspirador del rosario cristiano. Arguye el autor que “el único dzikr que se reconoce en el Corán es el Corán”. Y continúa más adelante: “Los que ‘recuerdan’ son los musulmanes que se aferran al Corán, que lo memorizan y lo estudian, no quienes realizan sesiones hipnóticas en grupo buscando efectos catárticos en su éxtasis”. Porque, en definitiva, el correcto entendimiento del término dzikr no afecta únicamente a lo espiritual, sino que tiene consecuencias a la hora de organizar la sociedad. Eso sí: no niega la utilidad de algunas recitaciones acostumbradas entre los musulmanes, pero reclamando su integración en la vía concreta del Profeta.
El penúltimo capítulo, decimoquinto de la obra, se dedica a El poder de la invocación y de la maldición. El término que aborda aquí el autor es du’â, que, normalmente se traduce como petición a Allâh, versión que no es del todo desacertada, pero que se queda corta y aporta, como ejemplo, otra acepción de la palabra: maldecir. Du’â es una convocatoria, una llamada, un deseo; una expresión de la voluntad con parecido a un conjuro mágico, más que lo que se entiende por un rezo a Dios. El du’â hace depender su eficacia de la fuerza y oportunidad de quien lo emite. Lo que tiene claras consecuencias para la cosmovisión islámica: la existencia es el deseo de Allâh: “Es Allâh el que hace du’â en nosotros. Él convoca, llama a las cosas desde su lugar en la no existencia para que sean, gracias a la fuerza de nuestro corazón”. El autor da unas pistas muy acertadas para una reflexión seria y profunda de este planteamiento.
Y llegamos así al decimosexto y último capítulo: La palabra “Dios” no nos sirve. Lo que se plantea aquí el autor es si Allâh y Dios son conceptos sinónimos. Por lo pronto, nos hace fijar la atención en que, ya solo en la pronunciación de ambos términos, se pueden observar diferencias. Admite que se puede dar cierto paralelismo entre la idea protestante de Dios y Allâh, pero no con el Dios del catolicismo en cuanto no se ciñe a la idea veterotestamentaria del concepto; y, sin tener en cuenta, claro, las diferentes corrientes que actualmente se dan dentro de la ortodoxia católica sobre la idea de la divinidad; admite coincidencias entre el Yaveh de la Torá y el Tanaj, así como con el Alaha de Jesús (en arameo) que es el Allâh de Muhammad. Eso sÍ: advierte la familiaridad con la que los cristianos tratan a Dios que para musulmanes como él pueden resultar hasta una falta de respeto. También nos propone diferentes maneras en la argumentación de la existencia de Dios entre cristianos y musulmanes, pues aquellos buscan una argumentación filosófica, mientras que los musulmanes rechazan la argumentación racional: “Allâh es para los musulmanes aquello a lo que apunta la vida. Es la Creación y la Destrucción continua, por la que todo existe”. Es muy interesante el intento de Aya en las páginas que siguen para explicarnos en qué consiste Allâh para un musulmán; unas explicaciones que ofrecen muchas vías para la reflexión y comprensión del Islam.
Recomendaciones finales
La obra se cierra con un Epílogo, que contiene unas recomendaciones finales. Unas recomendaciones dirigidas a quienes quieran profundizar en su conocimiento del Islam. De entrada, rechaza aquellas obras islamófobas, pero también lo hace sobre una amplia bibliografía sobre el particular debida a escritores cristianos, algunos de la talla de Caspar, Tamayo o Hans Küng. Además, incluye en su lista negra a muchas publicaciones originadas en países musulmanes de diferentes tendencias. Concluye: “En general, como criterio inicial, conviene librarse de la bibliografía existente e ir al Corán, no en sus traducciones (hechas por arabistas o por musulmanes con un lenguaje cristianizado), sino a través de los pocos libros que tratan de explicárnoslo en su literalidad, y acostumbrarse a leer sobre la vida y costumbres del profeta Muhammad a partir de los miles de hadices –dichos proféticos- que la umma considera auténticos”.
Se trata, en definitiva, de una obra de lectura altamente recomendable. Ciertamente, no pasará desapercibida tanto entre cristianos como entre musulmanes, que, dentro de sus múltiples y variadas tendencias encontrarán en ella conceptos muy claramente expuestos y sólidamente argumentados; lo que no implica, lógicamente, que sean compartidos; es más: con toda probabilidad, generará polémica, incluso, entre el mundo islámico. El autor, comentaba que su texto iba dirigido a musulmanes que viven en occidente; es un planteamiento que se queda corto, pues, sin duda, también despertará el interés de cuantos estudian el fenómeno religioso, desde cualquier ángulo.
A fin de facilitar la lectura, el apretado aparato crítico figura en las páginas finales.
Índice
Prólogo
1. Lo primero que no encontramos en árabe es una palabra para decir “religión”
2. La santidad de Dios como neurosis
3. El empalago de tanto Amor a dios
4. Los musulmanes no somos amigos de Dios
5. La idea de “alma” es incomprensible en clave semita
6. Los musulmanes no necesitamos fe para aceptar la existencia del Jardín o del Fuego
7. Los ángeles del Cristianismo resultan patéticos desde la tradición semita
8. Satán es un siervo de Allâh
9. El profeta Muhammad nunca usó el milagro como argumento de fe
10. La Bendición de Dios, otro cuento cristiano
11. El galimatías teológico de la Gracia de Dios
12. Los musulmanes no hacemos oración
13. Los musulmanes no alabamos a Dios
14. El dzikr no es una letanía de beatos
15. El poder de la invocación y de la maldición
16. La palabra “Dios” no nos sirve
Epílogo. Recomendaciones finales
Ficha Técnica
Título: Islam sin Dios
Autor: Abdelmumin Aya
Edita: Editorial Kairós, S.A. Barcelona, 2013
Colección: Sabiduría Perenne
Encuadernación: Tapa blanda con solapas
Número de páginas: 174
ISBN: 978-84-9988-235-2
Precio: 14 euros
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