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lunes, 9 de mayo de 2016

Arabia Saudí, el reino del Corán y la espada

Dicen que el desierto es para unos pocos elegidos. Hombres nacidos y criados en él, lejos de las comodidades del mundo moderno. Aquí la ley la impone el sol en lo alto y la inabarcable tierra a nuestros pies. Los lujos no sirven, aunque a cambio la inmensidad le hace a uno totalmente libre.
Domar este territorio hasta hace bien poco parecía una tarea de locos. ¿Quién en su sano juicio lo intentaría? Sin embargo, mucho ha cambiado la Arabia actual. Ahora grandes ciudades brotan sobre la dura arena. Kilométricas carreteras surcadas por coches de lujo han sustituido a las caravanas y las dunas palidecen a la sombra de grandes rascacielos. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cómo una de las regiones más inhóspitas del planeta se ha convertido en una gran potencia económica?
Para encontrar la respuesta a esta pregunta debemos trasladarnos a los inicios del siglo XVIII, concretamente al año 1703. En el seno de una familia de pastores nacía Muhammad ibn Abdul Wahab. El chico pronto mostró que no estaba dispuesto a seguir la vida de sus antepasados, y siendo sólo un adolescente marchó a La Meca para conocer a fondo las enseñanzas del profeta Mahoma. No obstante, seria en Medina donde Abdul Wahab descubriría su verdadera vocación. Fue aquí donde el joven conocería el pensamiento de Taqi ad-Din Ahmad ibn Taimiya, clérigo del siglo XIII famoso por su visión extremadamente estricta del Islam.
Influido de manera decisiva, Abdul Wahab hizo suya esta visión proponiendo una vuelta total a las primeras enseñanzas del profeta. La ley sólo debía basarse en el Corán y el hadiz, dichos y acciones de Mahoma. Cualquier innovación fuera de estos era totalmente rechazada. Además la sociedad tenía que ser íntegramente monoteísta, sólo así el musulmán podía acercarse plenamente a Dios. Para el hereje únicamente quedaba el combate. En palabras del propio Abdul Wahad: “el único camino es el amor, la admiración y la ayuda a aquellos que practican el tawhid, culto a Ala, y la aversión y hostilidad hacia los infieles y politeístas”.
Abdul Wahab, totalmente convencido de sus ideas, inició lo que él consideraba una misión evangelizadora. Los musulmanes habían caído en el oscurantismo y sólo la nueva fe podía enseñarles el auténtico camino. Ya hacia el año 1760 encontramos recogidos los primeros choques entre el predicador y los clérigos locales. Al fin y al cabo los habitantes de la región no estaban acostumbrados a una visión tan intransigente del islam y muchos fueron reacios al rigorismo de Abdul Wahab. Se cuenta que incluso en más de una ocasión estuvo el clérigo a punto de ser asesinado. Y puede que este hubiera acabado siendo su destino si no llega a cruzarse en su camino Muhammad ibn Saud.
Hay que aclarar aquí que el clan de los Saud por aquel entonces sólo controlaba el pequeño oasis de Diriyya, en el corazón de la actual Arabia Saudí. Del encuentro hay mil y una versiones. No obstante, ocurriera lo que ocurriera, al poco de llegar al oasis Abdul Wahab ya era, sin ninguna discusión, el líder religioso de la comunidad. Nada le ocurriría al clérigo mientras permaneciera cerca de los Saud. A cambio Muhammad ibn saud, ansioso por expandir su poder, obtenía una nueva legitimidad para sus conquistas. Ahora estas se convertían en una cuestión religiosa, un asunto de fe.
La alianza pronto dio sus frutos y en cuestión de pocos años el poder de los Saud se había multiplicado de manera espectacular. Grandes zonas de Arabia se encontraban, por primera vez en mucho tiempo, sometidas por una sola dinastía. Los guerreros convertidos en auténticos muyahidines parecían invencibles. Sin embargo, no todo era una encarnizada guerra santa y donde no llegaba la espada. Los Saud aseguraban su posición mediante una inteligente política de pactos y contrapesos. A finales del siglo XVIII plazas tan emblemáticas como La Meca o Riad ya se encontraban totalmente controladas.
Mapa donde se muestra la expansión del clan Saud
Mapa donde se muestra la expansión del clan Saud
No obstante Arabia seguía siendo considerada por muchos una región inhóspita y poco importante. No sería hasta 1802, tras el sangriento asalto de Kerbala, cuando los aún poderosos señores de la Sublime Puerta centrarían su atención en la amenaza saudí-wahabí.
Kerbala era y es considerada una de las ciudades santas del islam chií. En ella se encuentra la tumba de Husayn ibn ali, nieto de Mahoma, que falleció en la ciudad en el año 680. Ali, muerto en combate, es desde entonces considerado un mártir por los chiíes, los cuales conmemoran cada año su figura en la fiesta de la Ashura. Una vez entendida la gran importancia del lugar es más fácil comprender la repercusión que tuvo el asalto wahabí del mismo.
Mucho se ha escrito desde entonces sobre el suceso, aunque muy pocos son los que niegan la brutalidad del asalto. Kerbala fue totalmente saqueada, incluidos los santos lugares, y se estima que más de 5.000 personas fueron asesinadas en un solo día. La nueva fe demostraba así que no habría compasión para aquellos a los que consideraba herejes. Incluso hoy en día es fácil encontrar referencias a la toma de Kerbala en la retórica chií. Muchos expertos consideran aquel aciago día como uno de los principales motivos de enfrentamiento entre chiíes y suníes.
Pero volvamos al siglo XIX. Los saudíes-wahabíes, como hemos visto, se habían adentrado más allá de su tradicional zona de influencia. Un imperio como el otomano no podía permitir semejantes acciones y puso en marcha su lenta pero eficaz maquinaria bélica. No olvidemos que la Sublime Puerta, al cobijar bajo su dominio a muy distintas confesiones religiosas, se había mostrado siempre muy tolerante. Una visión tan rigorista del islam chocaba frontalmente con la política del imperio.
La guerra a los Saud se basó en dos pilares básicos. Por un lado los imanes de los grandes centros religiosos del islam, como El Cairo o Damasco, iniciaron una contundente ofensiva propagandística contra las enseñanzas de Abdul Wahab. Los saudíes, lejos de ser considerados los protectores de la verdadera fe, debían aparecer como unos barbaros herejes. Por otro lado desde la provincia del actual Egipto se empezó a organizar una expedición de castigo, aunque no sería hasta la primavera de 1811 cuando esta estuvo por fin lista para partir.
Los combates fueron duros, y en un primer momento los Saud lograron controlar al avance egipcio. Las tropas saudíes estaban mejor adaptadas al terreno y supieron sacar ventaja de la situación. Sin embargo tras el primer año de campaña los invasores empezaron a obtener importantes victorias. En 1812 las ciudades de La Meca y Medina volvían a estar bajo el control de la Sublime Puerta. Finalmente la suculenta recompensa prometida a los soldados egipcios pudo más que la fe y el martirio de los wahabíes.
Durante los siguientes años los otomanos se mantuvieron firmes en su empeño de mantener bajo control la península arábiga y en 1818 los generales invasores ya se posicionaban a los alrededores de Riad. El 11 de septiembre Abdula ibn al Saud, derrotado y aislado, entregaba la ciudad.
Muchos pensaron que tras la toma de Riad por fin se había logrado acabar con la amenaza saudí-wahabí. Y bien es cierto que fueron muy pocos los miembros de la casa Al Saud que sobrevivieron a las represalias impuestas desde Estambul. No obstante, con el paso de los años, los retenes egipcios abandonaron paulatinamente la región. Para 1840 la presión colonial ejercida por Francia y Gran Bretaña ya había conseguido que todo el ejército egipcio fuera retirado de la península arábiga. Desde El Cairo y Estambul pensaron, no sin razón, que los retenes podían ser más útiles en otros lugares. El país de los beduinos volvía a la casilla de salida, sometido de nuevo a las luchas entre distintos clanes por el control de los oasis.
Será en este contexto donde surgirá la figura de Faisal bin Turki al Saud, nieto de Abdula, el último de los Saud que había ocupado el trono de Riad. Bajo su liderazgo el clan volvería a ocupar un importante papel en la península arábiga, aunque lejos del poder que había tenido anteriormente. También será el propio Faisal quien recompondrá la tradicional alianza entre los clérigos wahabitas, que aún persistían en la región, y la casa Saud. Sin embargo este periodo de estabilidad fue breve y a la muerte de Faisal un cruento conflicto por la sucesión asoló a la familia real saudí. Durante casi veinte años pelearon los sucesores del emir, hasta que al final no hubo nada por lo que pelear. A inicios del siglo XX el resurgir del reino wahabí-saudí volvía a llegar a su fin.

Hacia un estado moderno

Una de las primeras fotografías de Abdul Aziz ibn Saud.
Una de las primeras fotografías de Abdul Aziz ibn Saud.
Lejos de estar predestinado por Dios o gozar de un aura especial se dice que quien quiera gobernar Arabia debe ser todo un tahúr, un encantador de serpientes capaz de mover a los más peligrosos enemigos a su son. Pocos poseen tan particular cualidad. No obstante es evidente que Abdul Aziz ibn Saud la tenía. El joven, que se había formado en Kuwait, entendía a la perfección la tierra de sus antepasados y estaba firmemente dispuesto a reclamarla.
A principios del siglo XX la decadencia del imperio otomano era indiscutible y nuevas potencias se acercaban a la región. Ibn Saud supo utilizar esta inestabilidad a su favor, recuperando Riad con el apoyo de Estambul para luego apoyar los intereses británicos. El estallido de la I Guerra Mundial selló definitivamente esta alianza. Londres se comprometía a apoyar militar y financieramente a los saudíes, a cambio estos se abstendrían de negociar con cualquier otra potencia y no atacarían intereses británicos. El colapso final del imperio otomano en 1922 demostró que Ibn Saud había acertado. Aunque, como bien sabía el gobernante, los deseos de su majestad podían ser cambiantes y siempre había que estar alerta.
El siguiente gran reto del nuevo poder saudí fue conseguir una autentica cohesión interna de todo su territorio. Como en anteriores ocasiones el avance del clan saud se había visto acompañado de un nutrido grupo de clérigos wahabíes. Estos daban legitimidad al estado y aseguraban la fidelidad de diversas tribus al emir. Sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, la casta wahabí también estaba poniendo en apuros a la autoridad de Riad. Ibn Saud, consciente de su debilidad frente a las potencias europeas, estaba decidido a hacer de Arabia un estado moderno. La región necesitaba una transformación radical, pero muchos clérigos wahabíes se oponían a los cambios importados del exterior. Finalmente la situación alcanzo tal grado de tensión que los Saud tuvieron que hacer frente a una sublevación interna, aunque la intervención de fuerzas británicas, bien equipadas y preparadas, anuló cualquier posibilidad de triunfo rebelde.
El poder de Ibn Saud estaba por tanto a mediados de los años veinte casi totalmente consolidado. Sin embargo los saudíes seguían teniendo algunos problemas. Por un lado el estado moderno soñado desde Riad adolecía de innumerables problemas financieros. Arabia era una tierra pobre y hasta el momento se pensaba que poseía escasos recursos naturales. Fue quizá esta delicada situación lo que llevo a Ibn Saud a autorizar las prospecciones de diferentes empresas occidentales en su territorio.
Al mismo tiempo, y llevados en parte por la nueva política, en la corte de Riad se decidió dar un paso más en la consolidación del poder Saud. En 1932 Abdul Aziz ibn Saud se autoproclamaba rey de Arabia y custodio de los santos lugares. Había nacido un nuevo país: Arabia Saudí.
Fotografía del mítico pozo Dammam 7, el primero en ser explotado en territorio saudí.
Fotografía del mítico pozo Dammam 7, el primero en ser explotado en territorio saudí.
Las distintas potencias no tuvieron en principio demasiados problemas para reconocer el nuevo estado, ya que muchos pensaban que este carecía de toda importancia. No obstante todo cambió en 1938. Los ingenieros de la multinacional Standard Oil no habían cejado en su empeño de encontrar petróleo en Arabia, y tras varios intentos fallidos el 4 de marzo de 1938 por fin se lograba extraer el preciado oro negro. En cuestión de días miles de barriles de crudo fluían de las profundidades del desierto. El pozo de Dammam 7 superaba todas las expectativas.
El increíble hallazgo ponía a Arabia Saudí en el mapa y pronto un nuevo actor se interesó por el joven estado. En plena Segunda Guerra Mundial resultaba fundamental asegurar fuentes estables de abastecimiento energético y Estados Unidos tomó clara ventaja en la región. No obstante, ¿por qué retirarse una vez terminada la contienda? Washington podía asegurar a Riad la tecnología necesaria para desarrollar su incipiente industria petrolera. Ambos gobiernos veían con muy buenos ojos continuar la colaboración.
El 14 de febrero de 1945 Ibn Saud y Franklin D. Roosevelt firmaban a bordo del buque USS Quincy uno de los acuerdos más longevos de la geopolítica internacional. Petróleo a cambio de apoyo político y militar. En lo sucesivo y hasta la actualidad ambas cancillerías mantuvieron este pacto por encima de tensiones y disputas regionales.
Arabia Saudí, ya en la retórica de la Guerra Fría, se convertía en un estado amigo. Sin embargo, ¿podían los clérigos wahabíes tolerar de puertas para dentro tan buenas relaciones con los herejes? No debemos olvidar aquí que el desarrollo industrial del país requirió de incesante mano de obra extranjera cualificada. Estos llegaban con sus costumbres y creencias, muchas veces totalmente opuestas a las de la sociedad saudí. Para dar solución al problema se optó por crear sistemas sociales segregados. La población local permanecería aislada de las malas influencias procedentes del exterior. La idea en un principio pareció dar buenos resultados, pero terminó generando gigantescas bolsas de pobreza y exclusión. Al fin y al cabo alrededor de los grandes pozos petrolíferos surgieron auténticas ciudades. Estas eran habitadas por prestigiosos ingenieros, pero también por miles de trabajadores pobres que huían de los pequeños oasis. Para estos, separados de la población occidental, no había más ley que la interpretación más estricta de la Sharia. En la actualidad, alejados del glamour y la riqueza de los centros urbanos, aún es fácil encontrar estos grandes suburbios. Una de las caras ocultas del desarrollo saudí.
En los siguientes años en el país se fue conformando toda una sociedad a dos velocidades, aunque Ibn Saud ya no sería testigo del proceso. El rey, ya anciano, fallecía el 9 de noviembre de 1953 tras sufrir un ataque al corazón. Arabia Saudí se encaminaba hacia la modernidad soñada por el difunto monarca. No obstante, el reino seguía teniendo graves problemas incluso en las más altas esferas de gobierno. En primer lugar las luchas de poder dentro del clan Saud siguieron siendo una constante. Buena prueba de ello es el destino de Saud ibn Abdelaziz, sucesor de Ibn Saud, que gobernó el país por once años. Para muchos saudíes este es casi un desconocido y es que tras ser obligado a abdicar en 1964 su nombre desapareció de toda institución oficial.
Las últimas tres generaciones de los Saud
Las últimas tres generaciones de los Saud
Tras él otros lograron hacerse con el trono de Riad, aunque ninguno se alejó del más puro absolutismo como forma de gobierno. El petróleo, utilizado como arma geopolítica y económica, y la ayuda de Estados Unidos fueron suficientes para mantener el sistema. Por otro lado el rigorismo wahabí sigue marcando el día a día del reino. Este se enseña desde muy temprano en las escuelas, donde los más pequeños aún aprenden el Corán de memoria. El pacto entre los Saud y la casta religiosa goza de buena salud, aunque en los últimos años el mundo empieza a ser consciente de los peligros que encierra dicha doctrina. Es, sin lugar a dudas, un juego peligroso, ya que la religión es uno de los vínculos esenciales del país y quizá el único que conecta a las clases más populares. No olvidemos que estas siguen siendo numerosas, y es que se calcula que más de un 30% de la población vive en la más absoluta pobreza.
En el ámbito internacional Arabia Saudí capeó sin mayores problemas el fin de la Guerra Fría. El gran amigo americano había resultado vencedor. No obstante, las “primaveras árabes” han vuelto a reordenar el mapa regional. Los tradicionales líderes, véase el caso egipcio, han caído y el reino de los Saud, tratando de expandir su influencia, se ha topado de lleno con las aspiraciones de Teherán. El “Gran juego” por el control de Oriente Medio vuelve a estar abierto.
Por último dos grandes problemas laten en el reino. Las arcas públicas siguen dependiendo de la renta petrolera. Sin embargo, nada asegura que las fuentes energéticas cambien en el medio plazo y Arabia Saudí debe prepararse. A fin de cuentas la edad de piedra no acabó por falta de piedras. Por otro lado el país sigue sin resolver la cuestión de género y la mitad de su población sigue sin tener reconocidos los derechos más fundamentales. Un mundo de hombres, que aunque se muestra poderoso, puede que sólo sea un gigante con pies de barro.
Reservas probadas de petróleo según la OPEP
Reservas probadas de petróleo según la OPEP

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