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sábado, 13 de octubre de 2012

Guerra de civilizaciones o guerra de inquisiciones

Guerra de civilizaciones o guerra de inquisiciones 09/09/2006 - Autor: Héctor Martín Rotger bin civilizaciones destruyen guerra inquisiciones inquisidores opinion pensamiento 0 Desde el pasado más remoto las religiones tanto enaltecen hasta grados impensables de lo sublime como degradan hasta estadios alarmantes de ceguera y brutalidad. No cabe excluir de esa enumeración a la moderna religión laica de la fe en las posibilidades de la ciencia y la técnica, que hoy nos pone ante la alternativa de fabricar androides semicomputarizados, como propone Stephen Hawking, o clonar individuos y programar biológicamente sociedades más eficientes y competitivas, con selección previa de dirigentes y sometidos. La misma religión que inspiró a Gandhi en su epopeya no violenta, se instauró tres mil años antes en la India bajo la eliminación sangrienta, por parte de los conquistadores arios, de la religión matriarcal que existía en grandes poblaciones del sur de ese país. El hinduísmo es una mezcla del Vedismo conquistador que divide a la sociedad en castas, y la religión Shivaita que, según Alain Danielou (Shiva y Dionisos, Barcelona, Ed. Kairós, 1986), se oponía a la división entre naturaleza y sociedad y había patrocinado una civilización que no permitía la disociación cuerpo-mente como terminó dándose en la deriva de los siglos. La férrea burocracia de las castas impidió la difusión del Budismo, filosofía (ya que no religión) de inmensa tolerancia y compasión. Pero ni aún el budismo pudo evitar feroces tiranías. No faltó quien desvirtuara la noción de desapego de la ilusión sensoria del mundo —base de aquella religión no teísta—, para justificar la eliminación sin culpa del adversario. Después de todo, a fuer de avalar malas intenciones, quitar la vida puede entenderse como acelerar el necesario desapego liberador. Ya incursionando en la raíz hebrea de los monoteísmos de occidente, en el libro de Josué, parte de la Escritura que fundamenta la tradición judeocristiana, Jehová se muestra como un Dios que no tolera enemigos y manda arrasar a sangre y fuego poblaciones enteras, con sus mujeres y sus niños. Para un fundamentalista judío, como el que mató a Isaac Rabin, toda la Biblia restante, con sus imperativos en pro de la sabiduría y el amor al prójimo (como el pasaje del diálogo entre Dios y Caín, después que este matara a Abel) no son suficientes para impedir que, bajo la carga de su resentimiento, justifique y emule a Caín. Los sectarios del Klu Klux Klan se declaraban fervientes cristianos y tenían en los mismos evangelios que anuncian la venida del Dios de amor, la inspiración de su violencia. De todos los escritos vindicados como apostólicos, ellos extraían el párrafo en el que Jesús dice: "No he venido a traer la paz sino la guerra. En adelante estarán divididos el hermano contra el hermano, el hijo contra el padre," etc. (Mateo 10-34/40). Igual que con la actualmente tan mentada "jihad islámica" o "guerra santa" que predicara Mahoma, la frase de Cristo no puede contrariar el sentido y el testimonio de su vida. Ni Cristo se refería a odiar a su prójimo ni Mahoma a matar infieles. Mahoma lleva la guerra (o Jihad) a la autopresunción del propio juicio que induce al hombre a desconocer a Allah aunque exteriormente le ore. Y Jesús habla de la división entre los que se disponen a su revolución interior o los que (aún siendo devotos) rinden culto al César y los halagos y convenciones del mundo. Así como este último no manda contradecir el mandamiento de "honrar al padre y a la madre", el primero no contradice su respeto admirativo por los profetas judíos y cristianos que el Islam reconoce como pioneros de la revelación. El Islam no desautoriza las revelaciones anteriores, sino que otorga a Mahoma la condición de sello de todos los profetas, el que consuma las revelaciones que van de Abraham a Jesús. Para ilustrar lo anterior baste citar esta frase del Corán acerca de Jesús: "El Mesías Jesús, Hijo de María y apóstol de Dios. Él es su Verbo depositado por Dios en María. El es el Espíritu que emana de El. Le hemos dado el Evangelio en el que hay Guía y Luz" (El Corán: Azora IV -169-). La ignorancia emblemática de los fundamentalismos no es privativa de ninguna religión. Toda parcialización interesada de un texto puede servir de excusa para quien aspire a vengar agravios y oprobios, para quien se victimice y enarbole en su nombre la espada de la justicia divina. Y en eso, Bush no es menos peligroso que Bin Laden. Si no, baste con registrar sus dichos post torres gemelas —"Dios no es neutral", "justicia infinita", "cruzada", etc. A su vez, Bin Laden es tan musulmán como Torquemada era cristiano. A la hora de trazar semejanzas, por encima de las diferencias de época y cultura, Gandhi y Francisco de Asís abrazan el mismo credo, siendo uno hinduísta y el otro cristiano. A su vez, Bush y Bin Laden, en las antípodas de aquellos, muestran cuán temeraria puede ser la reducción, a edición de bolsillo, de ideas en cuyo nombre se arrojan misiles o ántrax. Lo que hoy leemos en los considerados textos sagrados por cada una de las religiones, durante muchísimo tiempo fueron folklore oral, señal identitaria de etnias o comunidades para las que el mundo estaba circunscripto a un radio minúsculo. Poner en escrito lo pasado durante siglos de boca en boca, lo mamado por generaciones, lo acrisolado en la memoria colectiva, devino en trasplantes geográficos e idiomáticos que, en cada caso, tuvieron diferente fortuna. Uno de los trasplantes afortunados del Islam se dio, como vimos, en la Córdoba Ibérica de los siglo XII-XIII, quizá una de las etapas de mayor esplendor del genio humano, a la vista de la convivencia en que prosperaron islámicos, judíos y cristianos en perfecta tolerancia y dejando brotar, lo mismo que el agua de los magníficos surtidores de la Alhambra, un modelo científico en nada parecido al nuestro, en el que la medicina, la astronomía, la música y la matemática se integraban en la concordia de sabios místicos a los que no se discriminaba por su fe. Nombres como los islámicos Averroes, Avicena, Ibn Biruni, Ibn Arabí o el judío Maimónides, no pueden pasar burdamente al olvido. Ellos fueron los tempranos precursores de un Dante, un Pico della Mirándola, un Marcilio Ficino, un Nicolás de Cusa y tantos otros que anunciaron lo que se conoció como Renacimiento. A partir de allí fue que la ciencia se fue bifurcando del enamoramiento por la obra cósmica al mero rendimiento utilitario, y el lado mistérico de las religiones murió a manos de la letra dogmática, dividiendo totalmente la razón y la fe, lo que autorizó a Marx a decir aquello de que la religión es el opio de los pueblos. Hoy día, a despecho de los que reducen Islam a oscurantismo, hay una veta invalorable de filósofos simbolistas como los franceses Henry Corbin y Gilbert Durand, sin olvidar a Juan Eduardo Cirlot y los clásicos José Guraieb y Miguel Asín Palacios entre muchos otros, cuya obra trae a la luz claves insospechadas de la sabiduría y el lirismo que impregnó a los mejores exponentes de aquella cultura. Como se decía al comienzo, es difícil imaginar lo que sucederá, ya que atravesamos una etapa de ceguera global en la que rige la orden de programar, controlar, homogeneizar toda potencialidad e impulso humanos en cualquiera de los bandos en pugna. De un lado, la religión de Bin Laden y los talibanes (que no es el Islam), demonizadores de toda espontaneidad, supresores moralistas de las solicitudes sagradas de las glándulas y la sangre. Del otro lado, la razón aséptica y descomprometida de la tecnociencia de occidente, que no es la ciencia de los antiguos sabios. Ambas profanan por igual toda noción de hombre, vida y naturaleza reduciéndola al foco de su miopía. Como colectividad humana, quizás nunca fuimos alucinados por un espejismo de tan vasta expansión. Con algún barniz crítico como mucho, el discurso hegemónico de nuestra megacivilización utilitaria nos ha vaciado y enjaulado la mirada. No es peligroso Bush, ya que al fin y al cabo no es más que un talibán sin barba y turbante. Lo que mueve a pánico, mucho más que la guerra bacteriológica, es la universalización, a escala de ciudadanos globales, de lo que Bush entiende y categoriza como bien y como mal. Si además de Bush, la ignorancia obcecada y palmaria se redujese a Tony Blair, serían sólo dos. Pero sabemos que esos dos son los voceros autorizados de una pandemia de difícil advertencia; la que neutraliza y encapsula la percepción del mundo en la cobertura de los dobles discursos. Supuestamente, estamos encolumnados con las banderas de la libertad, la justicia, el sentido humanitario que lleva a los norteamericanos a arrojar alimentos sobre las hordas de refugiados afganos, expulsados igualmente por los talibanes y las bombas de sus benefactores. Nos justifican los grandes valores que edificaron a occidente, entre ellos el amor del cristianismo y la pasión por la verdad científica. El error fatal es haber creído que esos son valores como los de la bolsa, de los que uno puede declararse poseedor por herencia o por méritos acreditados. En la trampa de ese error fatal nos volvemos predicadores de buenas intenciones, ciegos a la advertencia de que su alcance es inversamente proporcional a lo que de ellas nos atribuimos. Nuestra poca humildad en levantar el estandarte de occidente nos ha hecho barrer con los atributos adjudicados a ese estandarte. La democracia, las libertades individuales y los derechos humanos hace tiempo que han claudicado a manos del clientelismo político, el lobbismo, el manipuleo mediático de la opinión, el control tecnológico, la incautación coercitiva de iniciativas y opciones. Cada tanto, los aduladores de la ecuación progreso = felicidad alzan cuadros comparativos que demuestran el mejor nivel de vida de los pobres respecto de otros tiempos, aún en las duras condiciones de desigualdad imperantes. Sin embargo, ese discurso no es consistente en cuanto se indaga el agravamiento del conjunto de condiciones que requiere la preservación de un mínimo de dignidad. Cada vez menos independientes de contar con recursos y medios propios (cada vez más extraños a una verdadera cultura), vivimos en la cultura de presionar para obtener, sometidos mientras tanto al espejismo omnipresente de estímulos cuya sed de satisfacción depreda el darse cuenta, la intensidad y lucidez de respuesta, la noción de pertenencia a algo menos estrecho que este bazar de baratijas donde la vida es tan cotizable como un objeto. La guerra que acaba de empezar —tal vez la más atroz que registre la historia—, expone la ceguera de dos inquisiciones. Ambas se constituyen en las principales enemigas de los valores y principios que dicen representar. Es una guerra entre dos enfoques (sería un despropósito llamarlas miradas), absolutamente minúsculos y enturbiados, de la especie que nos ha tocado en suerte encarnar. Está en la elección que cada uno haga respecto de su posibilidad, por reducida que esta sea, el merecimiento que habrá dado a su oportunidad de haber existido. Cuando la implosión de estas dos cegueras deje ver algo más que las cenizas del largo suicidio, aparecerán sin duda los huevos de una rara variedad de ave fénix que nunca dejó de cantar, porque ninguna jaula es capaz de quitarle la libertad. Dicen que el que la escucha, escucha el idioma que Dios sigue hablando debajo de las ruidosas traducciones que se disputan la legitimidad y autoridad de su voz. Dicen también que su canto es esquivo para los que quieren convencer. Sólo se vuelve audible cuando no se tiene otra sed que la de escuchar.

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