La incierta reconstrucción de Alepo
Cinco meses después de ser recuperados por las tropas gubernamentales, la resurrección de los barrios orientales de la ciudad mártir resulta aún una quimera.
Mohamed Husein trepa con maña por el que una vez fue su hogar, un edificio de tres pisos cuyas tripas de cemento bostezan hoy desparramadas por la calle contigua. "Era una buena zona. En el bajo del edificio regentábamos un obrador de pastelería. Preparábamos galletas de dátiles, pistachos y nueces", evoca el adolescente mientras su padre y hermanos escudriñan los restos del cataclismo. Pequeños enseres personales, retazos de la vida que abandonaron hace cuatro años, van asomando tímidamente entre los escombros. Atrapados bajo el amasijo, despuntan un par de alfombras y los cojines que servían de asiento en la estancia principal de la vivienda familiar.
"Estamos retirando los hierros de la estructura de la casa para aprovecharlos en la reconstrucción", explica Mohamed con rostro y brazos cubiertos por una capa de polvo. A su alrededor y a lo largo de otros tantos kilómetros nada escapa a la destrucción. Esqueletos vacíos y mutilados por el conflicto, plantas de edificios desmoronadas sobre las inferiores o puertas que han sobrevivido a las arremetidas y se abren ahora a un precipicio de chatarra y ladrillos.
Es el paisaje de los barrios orientales de Alepo, la que fuera capital comercial de Siria y una populosa parada de la vieja ruta de la seda, reconvertida en destino turístico. El pasado diciembre los últimos rebeldes abandonaron su geografía, carcomida por una intensa campaña de bombardeos de la aviación rusa. La evacuación entregó el perímetro al Gobierno sirio pero las cicatrices tardarán en sanar.
Reconstruir la infraestructura
En la manzana en la que se alzaba la residencia de Mohamed la reconstrucción resulta una quimera que solo ambiciona su familia. "Un vecino llegó hace poco. Nuestro propósito es volver a levantar la casa y reabrir el negocio", balbucea el chaval. De sufragar la esperanza se encargan sus dos hermanos, que envían remesas de dinero desde Egipto y la ciudad siria de Latakia, un refugio a orillas del mediterráneo que ha escapado al zumbido de seis años de guerra civil.
Su entusiasta regreso a las ruinas del distrito está, no obstante, plagado de contratiempos. Las infraestructuras y servicios que antaño ofrecían barrios enteros de una ciudad próspera se han desvanecido entre las trincheras. "Encontramos el hospital en un estado catastrófico, con todo el material saqueado y las salas destrozadas", relata Abdelkader, un militante del partido Baaz que participa como voluntario en los grupos de protección de Alepo. Su misión es montar guardia a las puertas de un recinto sanitario gubernamental del barrio de Qadi Askar. Un complejo formado por un centro oftalmológico, una clínica pediátrica y un espigado hospital general que -como las barriadas anejas- sucesivos fuegos cruzados han transfigurado en erial.
Abdelkader, acostumbrado a hacer carrera con su taxi por las otrora vibrantes calles del este de Alepo, deambula por la recepción de la clínica esquivando los cables y las placas que cuelgan del techo mientras hace las veces de cicerón. "Los terroristas lo usaron como cuartel general", musita en alusión a la miríada de grupos de diferentes tendencias que ocuparon parte de la villa. Luego, armado con la linterna del móvil, enfila las escaleras hacia los húmedos sótanos de un inmueble cercano. "Lo convirtieron en una cárcel con celdas independientes para las mujeres", afirma. Ni siquiera en este páramo gubernamental se barrunta una recuperación inminente, aplazada 'sine die' mientras se porfía para saciar las necesidades más básicas. "De vez en cuando vienen altos funcionarios del ministerio de Obras Públicas para evaluar la situación. La idea es reconstruirlo", asegura vagamente el centinela.
Cinco meses después de cambiar de manos, los distritos recuperados por Bashar Asad funcionan con la electricidad de los generadores y el agua potable que transportan los camiones cisterna. "Dos veces al mes llega agua potable a través del grifo. A veces ni siquiera eso porque las tuberías están muy dañadas", confirma Abu Gamal, un alepino de 27 años que, pasado el mediodía, aguarda a las puertas de un taller la reparación del generador que alumbra a su prole.
"El 80% de los habitantes no ha vuelto aún"
En el caso del agua, el bloque en el que vive ha buscado apaño en un pozo construido en los bajos del sombrío edificio. "Tiene más de cien años y, al menos, nos sirve para lavar", comenta el joven, empeñado en resistir en una urbe plagada de contrastes, con un zona occidental que permaneció leal al Gobierno y conserva aún parte de la febril actividad previa a la contienda. "Los vecinos que nacieron y vivían en esta zona oriental se han marchado y ahora está llegando nueva gente", indica Abu Gamal. "Mis amigos y parientes están en Rusia, Dinamarca, Suecia o Alemania. A mi me gusta mi ciudad y quiero quedarme", apostilla. Las almas que, en algún momento de este último lustro, se esfumaron de su callejero y abrazaron la diáspora son las sombras de Alepo, las voces ausentes de este reportaje.
"El 80% de los habitantes no ha vuelto aún. Ojalá regresen pronto. No encuentro palabras para describir lo que siento al ver mi barrio así. Esto era antes una zona cinco estrellas, en la que todo estaba al alcance", narra Nadim, un padre de familia de 35 años que completó la mudanza hace dos meses. Su apartamento, ubicado en una de las últimas plantas de un edificio al que se accede desde una callejuela, ha permanecido en pie pero aún luce los achaques: el mobiliario se ha evaporado y ventanas y puertas aparecen desencajadas y rotas. Una escena de desolación que parece una prolongación de lo que habita extramuros de la vivienda.
En las desangeladas arterias que a diario transita Nadim el ruido del conflicto ha cesado pero, en realidad, solo se ha desplazado hacia los alrededores de Alepo. Las escaramuzas continúan en Al Rashidín, en la periferia suroccidental, a tan solo 5 kilómetros de Alepo, y en otras zonas de la provincia.
La relativa calma ha empujado a una esmirriada legión de comerciantes a rehabilitar sus tiendas y reconciliarse con la clientela. "Volvimos hace dos semanas. Han acudido a comprar un par de personas. Solo gente de paso. A los vecinos de siempre no los hemos visto", admite el sesentón Mahmud, propietario de un puesto que ofrece desde las especias que condimentan los suculentos manjares locales hasta un kilo del célebre jabón de Alepo por 1.300 libras sirias (unos 2,5 euros). Su modesto negocio está plantado en una mole ennegrecida por el hollín, rodeado por estructuras reducidas a cascotes o con el esqueleto agujereado. "De momento, nadie ha venido a explicarnos lo que piensan hacer con el barrio", replica.
A unos metros, la farmacéutica Genua -residente en la zona occidental- no ha extraviado la memoria de su vieja botica, a la que logró acceder hace unas semanas tras cuatro años de destierro. "Era un buen distrito, con mucho movimiento y mucha venta. Teníamos abierto hasta las 11 de la noche. Ahora aguantamos hasta las seis y media de la tarde. Luego, solo queda la oscuridad".
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