El estigma de los niños del Estado Islámico
La generación que creció modelada por la ideología del califato afronta una incierta rehabilitación entre amenazas de discriminación y exclusión
Emad fue un niño soldado en las filas del autodenominado Estado Islámico. Aún arrastra el runrún endiablado de la guerra que Irak dio por concluida hace algunas semanas tras más de tres años de escaramuzas y decenas de miles de civiles muertos. "Mi vida fue terrible. Recibí entrenamiento militar y me repetían a diario que abrazara el islam. Que solo así viviría en paz", relata este adolescente de 13 años que trata de olvidar la pesadilla en un campo de desplazados del norte de Irak.
Durante su periplo por las tierras del hoy desvanecido califato, Emad conoció las cárceles del IS (Estado Islámico, por sus siglas en inglés) y recorrió algunas de las ciudades que sirvieron de bastiones a la organización. Estuvo confinado en el penal de Badush, donde los yihadistas liquidaron a sangre fría a 670 prisioneros chiíes en 2014; pasó fugazmente por la ciudad de Tal Afar; y cruzó la frontera hasta alcanzar Raqqa, su cuartel general en suelo sirio.
"Ha comenzado a recuperarse lentamente pero hay veces que, de repente, se pone nervioso y se vuelve extremadamente violento. Entonces no acepta a nadie. Ha llegado incluso a amenazarnos de muerte", desliza su abuelo, el pariente que se ha hecho cargo del menor. Su familia -como otras cientos capturadas en agosto de 2014 en los alrededores del monte Sinyar, hogar la minoría yazidí- permanece rota. "No sabemos nada del paradero de mis hermanas y mi padre. Tal vez sigan aún en Siria en las últimas zonas controladas por el Daesh [acrónimo en árabe del Estado Islámico]", murmura Emad sin demasiadas esperanzas.
El muchacho que logró escapar y sobrevivir así al futuro que le habían diseñado sus verdugos habla poco. Rehuye las preguntas. No quiere remover el pasado. "Durante el primer año formó parte de un grupo de 50 niños de entre 10 y 12 años a los que trasladaron una y otra vez. Durante el segundo empezó a recibir adiestramiento para el combate. Le obligaron a familiarizarse con las bombas y los cinturones explosivos y le intentaron lavar el cerebro con sus ideas terroristas", detalla su abuelo, convertido en su confidente.
Adoctrinamiento a menores
Emad, en cualquier caso, no es una excepción. Desde su rápida expansión por Siria e Irak, las huestes del califato lanzaron una vasta campaña de adoctrinamiento forzoso entre la población infantil. Un fenómeno sin cifras precisas que, una vez perdido su control territorial y reconciliados con las tácticas insurgentes, amenaza con alumbrar una generación de cachorros educados en la yihad. "Cuando llegan, ni siquiera hablan. Están completamente mudos. Es una tarea a largo plazo", reconoce Sanaz Tayeb, una monitora que proporciona asistencia psicológica en un campo de desplazados de Dohuk, en el norte del Kurdistán iraquí. En sus aulas prefabricadas, plantadas en mitad de un mar de tiendas de campaña, los niños rescatados de las fauces del IS restañan las heridas a base de lecciones de música y pintura. "Me gusta la vida aquí", replica Namer, un joven de 14 años que aún recuerda las palizas del militante saudí al que servía.
"Nunca se nos fue el miedo a que nos mataran. Nos obligaban a recibir clases de religión y decían que acabarían con nosotros si no nos convertíamos", evoca. "Eran gente muy sucia. Había iraquíes, sirios, saudíes y afganos". En los talleres donde la rehabilitación se zurce a base de tañidos de violín o sonidos de timbal, Namer comparte sus primeras notas con Wafaa, una adolescente de 17 años que batalla por sepultar la memoria de sus tres años como esclava sexual. "Recordar me hace daño", confiesa con mirada esquiva. "Nunca pensé en sobrevivir a aquellos monstruos. Ahora lo que me tortura es saber que todavía hay familiares que padecen esa tortura", comenta quien hasta su liberación en febrero vivió a caballo de Mosul y Raqqa, los principales feudos a ambos lados de una frontera que el IS llegó a diluir.
"Algunas de las niñas fueron vendidas hasta diez veces durante el tiempo de su cautiverio", indica Sanaz. "Estamos tratando de olvidar pero es imposible. Sabemos que lo que sufrimos siempre nos acompañará", apunta Majada, una chica de 14 años que desde su llegada al campo se ha hecho inseparable de Wafaa. "Es que hemos vivido lo mismo. Nos hicieron las mismas cosas malas", arguye eludiendo cualquier detalle del tormento.
La semilla del IS
Las infancias que los acólitos de Abu Bakr al Bagdadi quebraron abruptamente en sucesivas ofensivas son una prioridad para las miríadas de organizaciones no gubernamentales que trabajan sobre el terreno. Las semillas que el IS dejó diseminadas en una generación entera también alcanza a la descendencia de la legión de nacionales y extranjeros que se enroló en sus cuarteles. "Hay tantos hijos de terroristas locales como de extranjeros. Algunos huérfanos viven con sus familias en campamentos especiales y otros en varias casas habilitadas por el Gobierno", indica a EL MUNDO Sukaina Mohamed, responsable de la oficina de mujeres y niños de la provincia de Nínive, cuya capital es la atribulada Mosul. A su cargo están los orfanatos donde la prole de los yihadistas caídos en combate encara una incierta rehabilitación, marcada por el estigma.
"La mayoría no puede regresar a sus pueblos de origen porque los vecinos los rechazan. Muchos comprenden que los niños no tienen nada que ver pero la agitación y la ira que provoca el recuerdo del Daesh alimentan la discriminación", confirma Mohamed, reacia a proporcionar la cifras de un desafío que se cuenta por miles de menores de edad. "Van a crecer señalados. Otros niños les insultan diciéndoles que son hijos de terroristas", lamenta la funcionaria. Traumatizados y sin asistencia psicológica, hay quienes han optado por esconder su biografía en los campos de desplazados.
El porvenir de quienes llevan tallada la sospecha de haber sido aleccionados en el ideario yihadista se antoja aún más sombrío. Según Human Rights Watch, los menores de edad han sido sistemáticamente encarcelados junto a adultos y -aunque su edad les salva de la pena capital- afrontan un tortuoso proceso judicial ante unas autoridades que no han puesto en marcha programas de rehabilitación y desradicalización. "La detención debería ser solo el último recurso y habría que considerar otras alternativas centradas en su reintegración en la sociedad", sugiere una organización que recuerda la triste evidencia de que no solo el IS ha reclutado entre los pupitres. También han recurrido a los niños soldado milicias chiíes y suníes que han batallado contra el califato.
Además de los orfanatos habilitados para acoger a los cachorros de la organización, los menores se encuentran desperdigados en cuatro campamentos de aislamiento regentados por las fuerzas de seguridad y dedicados a los parientes de militantes del grupo. "Dos se hallan en el norte de Irak; otro al norte de Bagdad y un cuarto, abierto recientemente, en el oeste de la provincia de Al Anbar", precisa Hashem al Hashimi, asesor de seguridad del Gobierno iraquí. "Es un tema muy delicado. Incluso en el caso de los menores con padres involucrados en el IS, el pueblo guarda mucho rencor", balbucea Mustafa al Jatib, un activista de Mosul empeñado en resucitar de sus cenizas a la otrora segunda urbe de Irak.
Un legado complejo que rebasa fronteras
La ecuación que atormenta a las autoridades iraquíes también se extiende por los otros dominios del otrora califato como Siria o Libia y en los países de origen. En la patria de Muamar Gadafi aún hay familias del IS, incluidos menores, atrapados en su geografía. El Gobierno sudanés ha repatriado a los hijos de sus connacionales que emigraron a la ciudad libia de Sirte, un feudo yihadista que cayó en diciembre de 2016.
Rusia también ha comenzado a recuperar a los descendientes de los combatientes chechenos que alimentaron las filas del IS en Irak con el eco aún de sus dramáticos y milagrosos rescates, tras semanas de bombardeos y fuego cruzado. "Recibimos a una niña chechena que tenía quemaduras por todo el cuerpo. Desde el principio pensamos que era la hermana de un chico de cinco años que también teníamos acogido", señala Sheruán Alduberdani, un trabajador humanitario de Mosul.
Algunos menores, sin embargo, ni siquiera pueden contarlo. "En el distrito viejo de Mosul hallamos a un niño de dos años que sufría una severa hambruna. Su padre era militante del Daesh y había muerto y su madre había huido. Pero no llegamos a tiempo y en el camino al campamento se nos murió", rememora Al Jatib.
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