Pelée: el volcán que arrasó toda una ciudad y solo dejó un superviviente
Una de las erupciones volcánicas más devastadoras de la historia moderna es la que sucedió a principios del siglo XX en la isla de Martinica. El culpable, el volcán Pelée, la Montaña de Fuego. Esto fue lo que sucedió.
El 2 de febrero de 1902 los habitantes de la ciudad caribeña de Le Prêcheur, en la isla de Martinica, empezaron a percibir un olor a azufre cada vez más penetrante. A medida que avanzaba el mes, los vapores provenientes del cercano volcán Pelée, la Montaña de Fuego, empezaron a provocar la muerte por asfixia de los pájaros.
El 23 de abril, a las 8 de la mañana, un terremoto sacudió la cercana ciudad de St Pierre y otros pueblos vecinos. Al día siguiente se escuchó un fuerte ruido, como un gran choque, al que le siguió una serie de ruidos más apagados, como si vinieran del interior de la Tierra. La mañana del 25 amaneció nublada y con el cielo totalmente oscurecido, como si se hubiera producido un inesperado eclipse de Sol. Entonces se escuchó un cañonazo y el cielo se encendió. Durante horas cenizas incandescentes llovieron sobre los pueblos de los alrededores del volcán. A las 10 de la noche un terremoto sacudió la isla.
A las once y media de la noche del 2 de mayo la ciudad de St Pierre fue despertada por una serie de sordas detonaciones mientras una enorme columna de cenizas y material incandescente se formó sobre la cima de la montaña. Fragmentos de piedra pómez y cenizas fueron empujadas por el viento hasta una distancia de 32 kilómetros. La población, presa del pánico, buscó consuelo en las iglesias. Bloques de roca volaban por los cielos alcanzando los dos kilómetros de distancia, las gentes de St Pierre respiraban con dificultad en una atmósfera sofocante y la ciudad pronto se cubrió de una fina capa de cenizas. Al día siguiente el gentío acudió a la catedral buscando la absolución.
El 7 de mayo, aprovechando un descenso en la actividad del Pelée, las autoridades difundieron un comunicado para calmar a la población: «La intensidad de la erupción está disminuyendo palpablemente». Un profesor de ciencias naturales del instituto de St Pierre afirmó que «el monte Pelée no representa una amenaza mayor que el Vesubio para Nápoles». Pero los habitantes de la ciudad, a siete kilómetros del volcán, no se dejaron de preocuparse y empezaron a construir barricadas. En este estado de cosas el gobernador decidió visitar St Pierre para tranquilizar a la población.
Esa noche se escucharon nuevas detonaciones mientras una lluvia torrencial se desató sobre la isla. A las cuatro de la madrugada el volcán se calmó. El amanecer saludó a la ciudad con un cielo limpio y las calles lavadas por la lluvia. Era el día de la Ascensión y la campana del Ángelus estaba sonando. Los habitantes de St Pierre, apiñados en la iglesia, rezaban por su salvación. Y a las ocho menos diez el temido final llegó. Una terrible explosión se escuchó en el flanco oeste del volcán y la montaña pareció rajarse de arriba abajo. Una oscura nube ardiente se deslizó a 160 km/h por la ladera del volcán y llegó a St Pierre. Dos minutos después la nube cubrió la ciudad, abrasando y matando todo a su paso. Murieron 28.000 personas.
Cuando los equipos de rescate llegaron a la ciudad encontraron un paisaje desolador. Un fétido olor a carne en descomposición se mezclaba con el acre de los cuerpos quemados. Contra todo pronóstico, hallaron a un único superviviente, Augustus Cyparis. Había sido encarcelado por participar en una riña callejera y había sido vuelto a encarcelar por escaparse antes de cumplir toda condena. El calabozo, casi un refugio contra bombardeos, le había salvado la vida.
La erupción del Peleé fue catastrófica, pero no la peor de los últimos 500 años. Esta tuvo lugar el 5 de abril de 1815: en una isla de Indonesia, explotó el monte Tambora. El cielo se oscureció en un radio de más de 300 kilómetros. El geólogo Charles Lyell escribió: “En Java, la oscuridad ocasionada durante el día por aquellas cenizas fue tan profunda que jamás se había visto nada igual ni en la noche más oscura”.
Dos meses después, en junio, en el otro extremo del mundo, las temperaturas habían caído varios grados centígrados. En Vermont, Estados Unidos, la cosecha se arruinó y era difícil ver; en Connecticut hubo una gran helada; en Manhattan los pájaros cantores caían muertos por estar a la intemperie y en Virginia un rico granjero de nombre Thomas Jefferson perdió tanto trigo que tuvo que solicitar un crédito de 1 000 dólares.
En lo que se conoce como el año sin verano, en 1816 la situación fue crítica en todo el mundo: en Irlanda la helada arruinó la cosecha de patatas, en Francia los campesinos se amotinaron alrededor de los sacos de trigo, en Suiza el maíz, las patatas y el pan eran tan escasos que en las calles de Zurich los mendigos tuvieron que comerse los gatos callejeros para sobrevivir. Y en la región del nordeste de China llamada Shanxi fue tan azotada por el frío y las hambrunas que miles de campesinos tuvieron que emigrar hacia el Sur y el Oeste.
A pesar de lo que pudiéramos creer no fue la ceniza volcánica la responsable del enfriamiento del planeta sino el dióxido de azufre. Mucho más liviano que las cenizas, sube a la alta atmósfera donde, en combinación con el agua, se convierte en ácido sulfúrico. Y son esas gotitas de ácido, más conocido por nuestras abuelas como salfumán, las responsables del enfriamiento. De hecho, la cantidad de luz solar que pueden llegar a reflejar es equivalente a si dejara de llegarnos del Sol un 2% menos de luz. Toda una sombrilla de ácido sulfúrico.
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