Cuando el refugio es el infierno
El 53% de los refugiados y desplazados sirios son menores de edad. En el Líbano, sin campos de refugiados, muchos quedan expuestos a redes criminales
01/10/2013 - Autor: Mónica G. Prieto - Fuente: Periodismo Humano
Cuando Mustafa abandonó hace tres meses su domicilio de Damasco, huyendo de las bombas que reducían a polvo y escombros las calles de Saida Zeinab, pensó que la pesadilla estaba a punto de acabar. “No quedaba nada del barrio. Las casas, incluida la mía, estaban destruidas. Mi tío había muerto horas atrás cuando un proyectil impactó en el salón, así que mis padres decidieron marcharse al Líbano. Nada más cruzar la frontera, pensé que el Líbano era mil veces mejor que Siria porque aquí no caen bombas”.
Pero Mustafa, de 13 años, ignoraba que no estaba huyendo del infierno sino que se dirigía hacia él. Al llegar a Beirut, su familia (su padre y su madrastra y dos hermanos) se encaminaron a la sede de Naciones Unidas, donde se registraron para acceder a la ayuda de 300 dólares que ofrece la institución a cada refugiado. Una vez que tuvieron el dinero, “mi madrastra me expulsó de la familia. Me dijo que me buscara la vida. Ellos volvieron a Siria”. Así fue cómo el crío engrosó el número, en constante aumento, de niños sirios refugiados que mendigan en las calles y venden tabaco, refrescos o baratijas para sobrevivir, abandonados o explotados por sus familias, huérfanos de guerra y, en algunos casos, acostumbrados a la mendicidad como forma de vida.
De los seis millones y medios de desplazados y refugiados sirios, Naciones Unidas calcula que más de la mitad son niños. En el Líbano, su situación es especialmente dura dada la inexistencia de campos de refugiados –que obliga a familias a alquilar habitaciones, garajes o locales miserables a precios desorbitados – y la escasez de trabajo para sus progenitores, lo cual lleva a muchos menores a trabajar para poder alimentarse o bien ayudar a los suyos. En Egipto, muchos refugiados han denunciado ser perseguidos y hostigados; en Jordania, las condiciones de vida del saturado campo de Zaatari son extremas y en Irak, las autoridades impiden entrar a muchos refugiados. En todos estos países, los matrimonios concertados de niñas sirias se han disparado: para las familias, es una forma de hacer dinero y garantizar cierta estabilidad económica a sus hijas aunque sepan que es una forma de prostitución infantil.
Los más de 30 meses que ya dura la revolución en Siria ha acabado con los ahorros de muchas familias, dando lugar a todo tipo de abusos y redes criminales. “De estas situaciones sólo se aprovecha la gente sin escrúpulos”, explica Maher Tarabani, director del Hogar de la Esperanza, el refugio para niños sin hogar donde ahora vive Mustafa. “Me acaban de llamar contándome el caso de una chica de 17 años, casada por su familia en segundas nupcias. Su segundo marido la está prostituyendo en el domicilio de una anciana que se queda con el 70 de los ingresos de las chicas. Estamos intentando sacarla de allí”.
El caso de Mustafa resulta muy representativo. El pequeño encontró un trabajo ocasional en un puesto de arguileh (pipas de agua) donde obtenía unas 10.000 libras (5 euros) que empleaba en comer. Por las noches, dormía en el barrio de Ain al Mreisseh, sobre una cornisa de cierta altura. Allí se encontraba cuando un hombre le propuso sexo. Ante la negativa del muchacho, le sugirió que le acompañase a pasear con la promesa de 50 dólares: el chico aceptó el dinero, pero cuando comprendió que le conducía a un edificio abandonado temió ser violado y se zafó del pedófilo para volver a la cornisa. El hombre regresó para empujarle, en revancha. “Cayó golpeándose la cabeza. Cuando ingresó en este centro, no recordaba ni siquiera cuándo había comido por última vez”.
El crío, con cicatrices que no logran endurecer su rostro infantil, relata su historia desde el refugio que el Hogar de la Esperanza tiene en la localidad de Kahalleh, al este de Beirut. Aquí, casi 70 niños de la calle son atendidos por un personal que adolece de medios y de financiación pero no de fuerzas. Todos los críos que pueblan el edificio lo hacen por orden de un juez, dado que la ONG sólo recoge a menores remitidos por los tribunales acusados de mendigar, de cometer pequeños delitos o bien porque los niños han sido abandonados u hospitalizados, como en el caso del propio Mustafa. Uno de los responsables, Noah George, le acompañó aquellos días y recuerda cómo el chaval, aún herido y humillado, bromeaba. “Todo esto, porque mi familia me vendió por 300 dólares. Y yo al menos valgo 500”.
Entre los muros del Hogar de la Esperanza, las risas infantiles esconden una tragedia por cada uno de los 67 moradores. Al pequeño Khaldoum, de tres años, la policía le rescató un año atrás junto a su hermano en la mesa de operaciones donde planeaban extraerles órganos para venderlo a una mafia. “Su familia les estaba criando para vender sus órganos”, expresa Tarabani con indignación.
Los responsables del centro calculan que dos tercios de los críos han sufrido abusos sexuales. “No sólo en las calles, algunos también en sus casas”, explica George. Maher recuerda el historial de Abdallah, un niño sirio de 10 años que también reside en el centro. “Su padre le vendía a pedófilos. Les cobraba delante de la familia, le pedía al resto que se marchase de casa e invitaba a los hombres a meterse con el crío en el baño, donde le violaban por turnos. El se quedaba escuchando”. Ocurrió hace un año, y tras tres días de violaciones fomentadas por su progenitor Abdallah huyó: terminó siendo recogido por la policía y enviado al Hogar de la Esperanza.
La llegada masiva de refugiados al pequeño Líbano, con menos de cuatro millones de habitantes, está literalmente reventando el país del Cedro. “Si antes teníamos a 30 niños viviendo aquí de forma permanente, ahora tenemos 70”, explica Tarabani, quien no acepta más casos porque sus instalaciones están desbordadas. Se calcula que 1,2 millones de refugiados han encontrado refugio en el Líbano, donde las autoridades no han abierto ni un sólo campo de refugiados, y que el 53% de ellos son menores de edad expuestos, como en otros países del entorno, a “peligros contra su seguridad física, violencia y explotación, incluida la sexual, y el hecho de que la mayoría de los niños trabajan y no van al colegio”, según Roberta Russo, portavoz del organismo de Naciones Unidas para los Refugiados en Beirut.
Una buena parte de ellos –el 80% de los habitates del refugio de Kahalleh, por ejemplo- están en situación ilegal, dado que han atravesado sin papeles la frontera huyendo de la guerra o porque nunca renovaron su documentación o sus permisos de residencia, lo que dificulta gravemente la escolarización de la comunidad refugiada. “Estos niños legalmente no existen, y eso es una fuente de problemas”, puntualiza Tarabani.
Otro grave problema es la desescolarización forzada: como admiten las autoridades, es literalmente imposible solventar el problema. UNICEF calcula que, a finales de este año, el número de refugiados en edad escolar oscilará entre 400.000 y 550.000. Los estudiantes libaneses registrados en colegios públicos no pasan de 290.000. No hay plazas para acomodarles en dichas escuelas, sobre todo una vez que esos centros ya han absorbido a más de 40.000 niños sirios sólo en el pasado año. Las expectativas son que las cifras aumenten, dado que la batalla por Damasco está obligando a muchas familias que hasta ahora permanecían en la capital siria a moverse al Líbano ante la ausencia de refugio en Siria. Y el Gobierno libanés, congelado por diferencias políticas desde hace un año, es incapaz de gestionar la crisis. Al Hogar de la Esperanza, financiado al 50% por el Ejecutivo de Beirut, le debe unos 35.000 dólares. “Si sigue aumentando el número de críos y el Gobierno no paga lo que nos debe, tendremos que dejar de aceptarlos”, reflexiona Tarabani cabizbajo.
Las autoridades libanesas se consuelan pensando que “el 35% de los estudiantes sirios no van al colegio”, como declaró recientemente el ministro de Asuntos Sociales, Wael Abu Faour. Se trata del porcentaje que, se estima, está trabajando en las calles. En Nabaa, uno de los barrios más humildes de Beirut, la joven Dina, trabajadora social, trata de enseñar algunas palabras de inglés a 39 niños sirios de entre 7 y 14 años. Llevaban dos años y medio sin frecuentar un colegio hasta que la ONG Dar al Amal, financiada por War Child Holanda, logró que una escuela de Burj Hammoud les permitiera usar sus instalaciones para asistir con educación a los refugiados.
“En este barrio siempre ha habido trabajo para las ONG con refugiados iraquíes, sudaneses, egipcios… Pero esta vez estamos desbordados. Encontramos casos de tres y cuatro familias sirias viviendo en una misma casa porque no hay sitio para vivir ni les resulta posible alquilar una vivienda a los precios actuales. Y cada familia tiene siete y ocho miembros”, explica Germaine Ephrem, responsable del Centro de Prevención Especializada de Dar al Amal. “Los sirios sufren, y los libaneses también sufren en cierta manera. En algunos colegios empieza a haber más niños sirios que libaneses, así que el temario libanés está siendo sustituido por el sirio, para que puedan seguir los cursos. El problema es que el nivel educativo sirio es inferior académicamente, y por ejemplo no se imparten idiomas”. En el Líbano, los colegios públicos son bilingües y los privados suelen ser trilingües. La educación es motivo de orgullo del país del Cedro y ahora se perfila como una potencial víctima de la guerra en el país vecino. “Incluso el árabe que se aprende en los colegios sirios es diferente. Está creciendo el sentimiento de que los sirios nos han invadido”.
El centro de día de Dar al Amal –que también se traduce como casa de la esperanza- atiende a 125 niños a diario, de los cuales 77 son sirios. “No es sólo que confronten la violencia de la guerra: una vez que están en la calle, son vulnerables a todo tipo de explotación y, muy en concreto, a la prostitución porque envían el mensaje de que, con ellos, todo está permitido”, detalla Ephrem. “Hay pedófilos que controlan las zonas donde se mueven los refugiados. Es común verlos mendigar cerca de agentes de Policía, pero éstos no están capacitados para detenerles. La ley no se aplica, las instituciones no funcionan y los niños pagan el precio”.
Lo más común es la explotación laboral, como demuestra una rápida encuesta entre los críos que se agolpan tras los pupitres del aula de Dina. Ante la pregunta de cuántos de ellos trabajan en la calle, una decena eleva su mano. “Yo gano 5000 libras al día troquelando papeles con mi padre”, dice Mohamed, de siete años, natural de Raqqa. “Yo trabajo todos los días con mi padre en la construcción”, dice Umrad, también de siete años. Ahmed sólo tiene uno más: prepara café en la calle y lo sirve en pequeños vasos plásticos a cambio de unas libras. “Yo trabajo de viernes a viernes, haciendo y transportando bloques de hielo, para ganar unas 20.000 libras (equivalente a 10 euros) semanales”, clama Sleiman, de siete años.
Manar, una guapa cría de 10 años, dice que detesta el Líbano. “Los hombres me sigue por la calle y me dicen cosas”. Maliqan, una vivaz chica kurda siria de 14 años que huyó con su familia de su Afrin natal cuando un bombardeo destruyó su casa, admite que sólo trabaja en su casa por motivos similares. “No me siento segura aquí. No soy feliz en el Líbano porque nos tratan como a basura”.
“Son niños duros, no suelen hablar de la violencia que han visto. Pero cuando hay fuegos artificiales, es común que se echen a llorar”, explica Germaine en Nabaa. Los empleados de las ONG consultadas coinciden en que se trata de chicos de trato difícil: son comunes las agresiones y los desafíos y también una entrega absoluta a las personas que les ofrecen ayuda. “Es increíble la capacidad que tienen para interiorizar vivencias traumáticas”, continúa George desde Kahalleh. “No suelen hablar de lo ocurrido, y con el tiempo, se refieren a ello como si le hubiera pasado a otra persona. Seguramente lo terminen creyendo para protegerse a sí mismos. No permiten que eso les afecte a su vida”.
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Más información sobre la autora, Mónica G. Prieto.
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