Ensayo/Semblanza
Ángela Peralta (1845-1883)
Un anciano se le acerca y le dice: “Luego de escucharla, puedo morir en paz”. Esa noche, el anciano muere plácidamente en cama. Había oído cantar a Ángela Peralta, El Ruiseñor Mexicano, y su espíritu se había colmado.
Hoy por hoy, no ha habido otro músico mexicano que despierte con su arte las pasiones y arrebatos que Ángela Peralta provocaba entre las multitudes —aunque los tiempos hayan cambiado.
Ángela Peralta —cuyo verdadero nombre era María de los Ángeles Manuela Tranquilina Cirila Efrena Peralta Castera— nació el 6 de julio de 1845 en la ciudad de México. El origen de la soprano fue humilde en extremo, careció prácticamente de recursos, por lo que tuvo que trabajar desde muy pequeña. Ante la pesadumbre de los padres, la niña obtuvo empleo de sirvienta en la casa de alguna familia de postín.
Su padre, Manuel Peralta, hombre ejemplar que respetó y apoyó la vocación de su hija, no podía satisfacer la manutención de su familia, y su madre, Josefa Castera, mujer sencilla y de espíritu infatigable, advirtió en Ángela dotes excepcionales para la música. Era tan evidente la inclinación de la menor por el canto, que el padre decidió redoblar sus esfuerzos y ponerle un maestro.
Por aquel entonces, el bel canto tenía especial auge en la capital del país. Privaba la música de corte italianizante, y hasta el menos instruido de los habitantes de la ciudad guardaba devoción por sus cantantes favoritos. El padre de Ángela no era precisamente ajeno a este fanatismo, y escoge a Manuel Barragán como profesor de solfeo de la niña pues algo en su corazón le dice que su hija será grande.
Y desde que se presenta en público por vez primera, en tertulia musical de las que organizaba una señora de apellido Galván, Ángela Peralta sorprende por su voz diáfana y el ardor con que acomete la cavatina de Belisario, de Bellini. Tiene entonces ocho años y su memoria registraría los besos de aquellas personas que tocaron su frente, como premonición de las futuras coronas que adornarían su cabeza.
Es el año de 1854, y Ángela Peralta cambia de maestro; de ahora en adelante la figura de Agustín Balderas se convertirá en un ángel guardián de la niña prodigio. Paso a paso, la va adiestrando en el arte de la música, y lo mismo en el estudio de la voz que del piano y la composición. La niña vence los obstáculos más escabrosos con una facilidad innata, y la gente se agolpa en la calle para oírla cantar tras la ventana.
Dos cantantes se disputaban el favor del público mexicano, representadas ambas por sendas compañías y teatros. La Balbina Stefenone, que triunfaba en el Teatro Oriente; y Enriqueta Sontag, que tenía su público en el Teatro Nacional, y que siendo de origen alemán había reclamado para sí la preferencia incondicional del público masculino. Pues los padres de Ángela solían hacer rendir al máximo su presupuesto, y llevar a la niña a la ópera. Ella se deslumbraba de las fastuosas escenografías y la riqueza de los vestuarios, y más aún: memorizaba las arias más difíciles como si fueran canciones de cuna. Salía de escuchar a la Sontag, y camino a su casa la imitaba con gracia y fidelidad; pero no los gestos o la simple tonada, sino las modulaciones, los matices y los registros de la privilegiada voz teutona.
Por intermedio de algún tercero, se le consigue a la niña una audición con la Sontag. Cuando ésta la ve entrar, estalla en carcajadas: si no es más que una niña, y además tan fea. Pero cuando la Peralta empieza a cantar y a sortear las dificultades que le son antepuestas, Enriqueta Sontag la cubre de besos y llora profusamente. Le regala una pieza de música y le dice: “Si tu padre te lleva a Italia, serás una de las más grandes cantantes del mundo”.
Y es que Enriqueta Sontag, como buena alemana, no sólo había advertido la espléndida voz y el hermosísimo e impecable timbre, sino la intuición de la niña para moverse en el laberinto de la música como en su propia casa. Curiosamente, un mes después de haber formulado su vaticinio, Enriqueta Sontag muere enferma de cólera. Y ambas compañías le hacen un homenaje luctuoso en la Profesa, cantando un sentido Réquiem.
Agustín Balderas, el maestro, no pierde la cabeza, y obliga a su alumna a ceñirse a la disciplina. El elogio de la Sontag será humo si abandona el rigor. Agustín Balderas era figura; precisamente fue uno de los jurados que ese año de 1854 premiaron el trabajo de Jaime Nunó y González Bocanegra: la Gran Marcha Marcial, que cambiaría su nombre por el de Himno Nacional.
Aplicada con ahínco al estudio, pasarían seis años hasta el debut de Ángela Peralta como cantante profesional. En 1860, los discípulos de Agustín Balderas deciden poner la ópera que mejor tenían ensayada: El Trovador, de Verdi. Se fija la presentación para el 18 de julio de 1860. La soprano tenía 15 años e interpretaría el papel de Leonor. Y en forma natural y espontánea se fue corriendo la voz entre los seguidores de la ópera, del portento que era la Peralta. Hubo que prohibir la entrada a los ensayos, pues la gente se arremolinaba y hacía perder la concentración de músicos y cantantes. Todo mundo quería escuchar a la nueva primadona. Los asientos se habían vendido en su totalidad con días de anticipación, y luego del evento el público no sólo satisfizo su pronóstico sino que salió doblemente complacido: por fin una cantante mexicana estaba a la altura —o más allá— de las mejores europeas.
Este debut sería el impulso y la confirmación que la artista necesitaba para marchar a Europa. Don Manuel Peralta, deseoso de que su hija progresara y se templara internacionalmente, trabajó como nunca se imaginó que podría hacerlo, y siete meses después de aquel Trovador inolvidable, parte con su hija y el maestro Balderas a Europa.
De paso hacia Italia, en donde perfeccionaría sus estudios, la Peralta canta en España, pero en exclusiva para los amigos de su maestro Balderas y algunos periodistas del medio. Causa tal conmoción, que los diarios la anuncian como la más grande promesa del bel canto; y a partir de ese momento se le acuña el afortunado epíteto de El Ruiseñor Mexicano.
Cinco años permanece en Europa bajo la tutela del prestigiado maestro Francesco Lamperti. La Peralta avanza a pasos agigantados, y en ese lustro reafirma definitivamente sus conocimientos al presentarse en Milán —donde residía—, Turín, Bolonia, Reggio, Lisboa, Bérgamo, Lugo, Forli y Alejandría (Egipto).
Por lo pronto, el 13 de mayo de 1862 canta en el Gran Teatro Scala de Milán, interpretando la Lucía de Lammermoor. Hay expectación por verla, pues tanto elogio ha terminado por hacer desconfiar al público italiano, desconfiado por naturaleza. Poco se solía ovacionar en la Scala, y según testigos se le da un aplauso verdaderamente inusitado. Canta Lucía 23 veces consecutivas, con lleno absoluto, y se dirige a Turín donde interpreta Sonámbulos, de Bellini, en el Teatro del Rey. Gusta tanto, que la obligan a salir 32 veces en agradecimiento a la ovación, que parecía no terminar nunca.
En Alejandría de Egipto le conceden el honor de inaugurar el Teatro Zizinia. Y le ofrecen contratos sucesivos en Reggio, Pisa y nuevamente Turín. Más tarde se presenta en Bérgamo, y es tal el entusiasmo que provoca que el público desengancha los caballos de su carruaje, y en lugar de bestias tiran hombres de él. Se le regala una corona de oro y el mismísimo hijo de Donizetti se presenta en su camerino cuando acaba de interpretar Lucía, le besa la mano y le dice: “Hoy más que nunca siento la muerte de mi padre, pues no oyó a la mejor intérprete de su divina ópera; permítame usted que en su nombre bese la mano de la gran artista”.
De Bérgamo partirá para Cremona y después Lisboa. En la capital de Portugal le es obsequiado un collar de 12 brillantes, puros, limpios y de idéntico tamaño. Esta joya sería muy codiciada en México, y el propio general invasor francés Bezaine, en 1866 afirmaba que pagaría gustoso 10 mil pesos oro por ella.
Se presenta en Bolonia y la crítica se desborda en elogios. El Ruiseñor Mexicano posee cualidades de gran maestra: su voz le permitía desplazarse en cualquier tesitura, y así lo mismo cantaba como soprano que contralto, y las melodías fluían sin disonancias ni tropiezos, límpidas, tersas, y sin esfuerzo alguno.
Antes de regresar a México pasa por París. Canta un recital de arias, muy al estilo de la época. París, entonces capital mundial del arte, le da una bienvenida exultante. Se escribió de ella: “La voz de la Peralta es de una pureza extraordinaria y de una notable entonación. El método no deja nada que desear. Las vocalizaciones, los trinos, las cadencias, son ejecutadas con valentía y precisión excepcionales”.
E1 20 de noviembre de 1865, Ángela Peralta hace su entrada a los perímetros de la ciudad de México. Desde su casa —ubicada en el centro— hasta Iztapalapa, sus fanáticos forman una valla. Ese día se agota el transporte, pues nadie quiere quedarse sin ver a la primadona. Y cuando doña Sofía Castera se apea de su carruaje para correr al encuentro de su hija Ángela, abrazarse y besarse efusivamente, los varones se descubren. La comitiva continuó su marcha y hubo de hacer cuatro interrupciones, ya que en el trayecto se improvisan entarimados donde la Peralta canta arias y canciones mexicanas y de su propia inspiración. Enfrente de su casa no basta con una tarima sino se le organiza un suntuoso homenaje. Los alumnos de San Carlos le colocan una corona mientras la Banda de la Policía entona el Himno Nacional, que el público canta entusiasmado. Se gritan vivas, que pasan de alabanza a la Peralta a la exaltación patriótica, en virtud de que Juárez, al frente de los liberales, se encontraba en el exilio, y Maximiliano usurpaba el poder.
Se fija el 28 de noviembre para que El Ruiseñor Mexicano se presente en el Teatro Imperial. Agustín Balderas dirige la orquesta y se escoge Sonámbulos como ópera inicial. Bastó que la Peralta pisara el escenario para que el público la ovacionara por largo tiempo, y que terminara su actuación para que se le arrojaran no nada más decenas de rosas sino poemas escritos durante la representación; poemas cuyo destino, si bien les iba, era ser leídos por los ojos de la soprano. En efecto, de ahí y hasta su casa, la cantante caminó sobre esos dos elementos que parecen surgidos de las mismas raíces: flores y poemas; ciertamente, los —en su mayoría— sonetos eran inspirados por la voz de la primadona y no por su físico, que era menos que medianamente agraciado.
Se propone entonces la primera función de beneficio para Ángela Peralta. Ha dado con igual éxito actuaciones por dos meses, y el 20 de enero de 1866 se designa como el día en que el público pagará un donativo voluntario. Desde Maximiliano, que envió a la Peralta un aderezo de brillantes y que aceptarlo le costó a la diva una fuerte crítica del liberal Ignacio M.
Altamirano, hasta el último de sus fanáticos, el Teatro Imperial no se dio abasto y se recaudaron 19 mil 900 pesos, una fortuna en aquellos años.
Altamirano, hasta el último de sus fanáticos, el Teatro Imperial no se dio abasto y se recaudaron 19 mil 900 pesos, una fortuna en aquellos años.
Pensando en el público del interior de la República, se planea una gira por diversos estados. Ángela Peralta —que nunca se olvidaría de su origen humilde— canta para todos los públicos, tanto en teatros donde el boleto cuesta lo suyo, cuanto al aire libre, en plena calle. Y es suficiente con que la gente común la reconozca para que ella le obsequie con canciones. Igual organiza conciertos para niños huérfanos y menesterosos, y la Peralta en persona vende boletos de puerta en puerta convenciendo a los pudientes de que paguen más por perseguirse un fin noble.
Se casa entonces con su primo hermano Eugenio Castera, matrimonio que significaría el principio de su ruina. Emprende una nueva gira por la República y en Zacatecas es halagada con una hermosa águila de oro puro asentada en una base de plata, cuyo peso es tan exagerado que tienen que cargarla cuatro hombres. Pasa por Guadalajara y los ciudadanos se unen a los albañiles para terminar el Teatro Alarcón —que después sería Teatro Degollado— y que lo inaugure la soprano.
Realiza una gira más a Europa, que estará subrayada por dos acontecimientos: cosechar el prestigio y el cariño que ha sembrado entre los públicos más exigentes del Viejo Mundo, y advertir en su esposo extraños comportamientos, que van desde agresiones hasta pérdidas de la memoria.
Antes de cantar en Europa lo hace en La Habana y en Nueva York, y los aplausos de público y crítica la alcanzan en Módena, Florencia y Madrid. Tanto éxito no la envanece, y cuando retorna a su país funda su propia compañía. Pero no sólo es empresaria, sino enfermera de su esposo, que ha extraviado la razón. Se asocia con el célebre cantante Tamberlick, quien la respalda en su Compañía y con el que se presenta en exitosas temporadas. A su lado estrena la ópera Guatimozín, del compositor mexicano Aniceto Ortega. Es la noche del 13 de septiembre de 1871. Estrena en México, además: La fuerza del destino, de Verdi; Los puritanos, de Bellini, y La estrella del Norte, de Meyerbeer, entre otras.
Se enamora de su administrador, Julián Montiel Duarte, y la maledicencia corre de boca en boca. Ha tocado a la sociedad mexicana de la época en su único punto débil: la moral vulgar y ramplona. Se la condena al silencio y su público la abandona. Hace esfuerzos titánicos por complacer a los fanáticos pero la actitud es unánime. El 28 de marzo de 1880 canta Aída, y es tal el encono y la injuria, que el público la sisea, gritándole vulgaridades y procacidades. Ángela Peralta jura entonces no volver a trabajar en la ciudad de México. Viaja por el interior de la República y su situación no se remedia. Al parecer, el público mexicano no sabe separar arte de intimidad. Se traslada de un extremo a otro; está por declararse en quiebra cuando llega al puerto de Mazatlán. Toda la compañía se prepara arduamente para actuar ante el público mazatleco; pero en esos días en un barco que arriba al puerto trasladan el cadáver de un gringo, muerto en altamar. Lo sepultan y la fiebre amarilla cunde. El 24 de agosto Ángela Peralta dirige el ensayo de la ópera, pero la función definitiva no puede llevarse a cabo porque uno tras otro se van muriendo los integrantes de la compañía. Así, e1 30 de agosto de 1883, Ángela Peralta muere. En menos de una semana, la fiebre amarilla ha dado cuenta de 76 de los 80 miembros que viajaban con la primadona. Por cierto, uno de los sobrevivientes fue Juventino Rosas. En artículo mortis, la Peralta se casó con Julián Montiel Duarte. En 1917, sus restos fueron trasladados a la Rotonda de los Hombres Ilustres.
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