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martes, 23 de septiembre de 2014

Fetichismo espectacular

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Fetichismo espectacular

Podemos decir que la nuestra es una sociedad fetichista

23/09/2014 - Autor: Abdul Haqq Salaberria - Fuente: La Tribuna del País Vasco
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Denzel Washington en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián
El origen de la palabra “fetiche” es revelador. De la palabra castellana “hecho” se formó la palabra “hechizo” a finales del siglo XV para referirse a un “artificio supersticioso del que se valen los hechiceros” como definía el diccionario español-latino de Antonio de Nebrija (1495). Pero la palabra “hechicero” ya apareció antes, en un libro de cuentos anónimo titulado Calila y Dimna traducido del árabe por iniciativa de Alfonso X. “Hechicero” y “hechizo” pasaron al portugués como feiticeiro y fetiço. Del portugués la tomaron prestada tanto el francés fetiche, como el inglés fetish. Y regresó a nuestra lengua como “fetiche”. Realmente la palabra misma tiene su hechizo.
Carl Marx ya nos advertía del “fetichismo de la mercancía” por el cual un producto manufacturado oculta las relaciones de trabajo bajo las cuales fue producido.
En realidad oculta mucho más. Puede ocultar el impacto ecológico de su producción y uso, el maltrato animal preciso para su existencia, la explotación infantil, la perversa relación con la especulación financiera, etc. Pero sobre todo, desde el punto de vista de los valores, oculta toda una serie de simbología mágica que una sociedad materialista y consumista atribuye a los objetos y que los publicistas se encargan muy bien de cultivar.
Sigmund Freud retomó la palabra “fetiche” para referirse a ciertos fenómenos observados en la práctica clínica, en los que el interés sexual de algunos pacientes se desplazaba hacia objetos vinculados directa o indirectamente al objeto de deseo sexual, tales como ropa, mechones de cabello, etc.
Las distintas religiones han sufrido el fenómeno del fetichismo. Algunas más que otras. En este caso se trata de atribuir poderes milagrosos a objetos, reliquias, escapularios e imágenes, rozando o entrando de lleno en la idolatría pura y dura.
El fetichismo sexual es quizás hoy una delicatessen especializada si tenemos en cuenta lo extendido de la práctica fetichista en muchos ámbitos de la sociedad: religión, cultura, economía... Podemos decir que la nuestra es una sociedad fetichista, supersticiosa e idólatra, absolutamente pagana.
No es mi intención hacer aquí un auto de fe inquisitorial sino reflexionar sobre los mecanismos que mueven la máquina social que observamos y que a veces nos parece tan absurda. Todo tiene sus causas y sus efectos.
Dirigiéndome a la playa con mis hijos me topé con una multitud agolpada en torno a la alfombra roja del Festival Internacional de Cine de San Sebastián. Allí adolescentes de todas las edades esperaban a sus ídolos para que les firmaran un fetiche o para sacarse una selfi con ellos. Pero no era sólo la primera línea de fanáticos lo que me llamaba la atención. Un verdadero avispero revoloteaba por la ciudad. Los propios medios de comunicación hacen estos días un esfuerzo considerable para llenar especiales, suplementos y secciones específicas con un despliegue de infraestructuras poco habitual y una creatividad notable. Pero entonces sonó la campana de alerta de aquellos que ven al emperador desnudo: “Aita; ¿Por qué toda esta gente está aquí?”.
En realidad las estrellas de cine son fetiches, como lo son las estrellas del deporte, los políticos, la realidad virtual, el material pornográfico y muchos objetos de consumo, especialmente los más caros. Vivimos una vida llena de hechizos y fetiches que sustituyen la realidad y que la velan de forma eficaz para poder soportar lo que de otro modo no podríamos.
Un actor no es un héroe. Cualquiera que haya experimentado cómo se hace una película comprenderá que, de haber un héroe, ese es el especialista que se la juega saltando por los aires o el productor que consigue pagar el tinglado.
Un héroe es un bombero, un médico, un misionero, un policía o un soldado que arriesga su vida por proteger la vida de los demás. Pero no hay fanáticos en los aeropuertos para recibir a los que llegan contagiados por el ébola tras una vida de sacrificio y de servicio. En todo caso algunas personas sinceramente agradecidas habrán acudido a despedirlos del campo de batalla.
Un actor finge ser un héroe, y nosotros nos metemos en su papel y experimentamos un subidón de adrenalina, o nos emocionamos gracias a él. La mayor parte de los famosos son antihéroes en sus vidas privadas, atrapados en una identidad múltiple y esquizofrénica que les lleva al paraíso artificial, a la egolatría, al exceso y a una obsesión por su físico y por las apariencias que es consecuencia directa de su modo de vida. Esa idolatría hacia el actor, hacia la estrella mediática, es fetichista.
Estamos hechizados, no hay duda, por el poder de la tecnología. Sus embajadores son estos ídolos que son pura fachada de cartón piedra. Los verdaderos héroes permanecen en el anonimato. Pero no es algo nuevo. Siempre ha sido así. Los romanos adoraban a los gladiadores, que fingían ser héroes, mientras los que entregaban su vida para proteger el Imperio estaban a miles de kilómetros del Coliseum tratando de frenar a los bárbaros.
Seguimos siendo idólatras quizás porque nos interesa. No tenemos las agallas necesarias para enfrentarnos a la verdad. No queremos tener que afrontar sus consecuencias. De ese modo preferimos el engaño del fetiche. La ventaja del sexo virtual es que no precisa ningún compromiso, ningún riesgo. La inmejorable oferta de la realidad virtual es que te permite imaginar ser quien quieras sin tener que pagar con tu vida por ello. Sin embargo, hay otro precio inconfesable que sí pagamos: nuestra libertad.

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