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miércoles, 23 de noviembre de 2016

Ibn Arabí y los caminos del amor

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CARLOS MONTESINOS
“El amante es Dios, puesto que, en esta morada del amor, ningún átomo se mueve sin el permiso de Dios”.
“¡Cuán agradable les has hecho la vida y cuán duraderos son los beneficios que tú les procuras! Tú les has abierto las puertas de los cielos, has hecho marchar en procesión a sus corazones en el Reino Celestial!”.
“Solo con que los siervos (de Dios) dejen penetrar una discontinuidad en el universo, el camino de Dios desaparecería en único beneficio de los demonios que se introducen instantáneamente a través de las brechas abiertas en las filas…”.
“Destrúyase el universo, el ser verdadero permanecerá ahí, fiel a sí mismo”.
Todos los místicos de todas las épocas han enseñado que hay tantos caminos como caminantes. Pero como en la leyenda del Grial, solo a unos pocos les es dado vivir esta aventura espiritual que encadena las vivencias de un modo tan misterioso, “eléctrico” y definitivo.
En textos tibetanos –los libros del Dzyan–, se habla de estas sendas como las Sendas de la Felicidad, siete en número. Para cada alma, la estrella o dios interior tiende un rayo de luz que se proyecta sobre la tierra en la que dicha alma está de pie: esta es la senda. Pero, así como la luna traza infinitas estelas de plata sobre el mar, tantas como ojos que miran, para cada buscador la senda es una: desciende como un rayo de luz y se proyecta en el karma de cada uno, dándole un sentido, una teleología, estructurándolo en forma de escalera interior, pues “un solo ser no puede amar más que un solo y único principio”. Capitanes intrépidos encuentran esta senda interior a través de la voluntad, el dominio de sí, la conquista exterior e interior. Filósofos e ideólogos a través de aquello que inspira, da luz y consistencia a sus creaciones mentales. Almas devocionales, en aquello que da pureza a sus sentimientos y temple a su lealtad.
El filósofo que es motivo de nuestro breve estudio, encontró y recorrió la senda que lleva al dios del amor, alma de las religiones. Como un mar de sabiduría y amor, se presenta este inagotable depósito que nutre las almas de todos los amantes. Porque, como muy bien explica Ibn Arabí, es amor el que ama y el que es amado. Esta senda mística, caminada por los “pocos sabios que en el mundo han sido”, no es fácil, pero es la que permite sumirse en la Morada del Amor, el corazón que renueva la esperanza en las almas de los creyentes. ¿Quién, sin caminar por esta senda tan estrecha como el filo de una navaja, podría decir esto con Ibn Arabí?:
“Mi corazón se ha hecho capaz de adoptar todas las formas.
Es pasto de gacelas y convento de monjes cristianos:
templo de ídolos, Kaaba de los peregrinos,
tablas de la ley judía y el libro del Corán.
Yo vivo en la religión del amor; dondequiera que se vuelvan sus cabalgaduras, ahí está mi religión y mi fe”.
La obra escrita de este sabio murciano es colosal. Solo el Futuhat, su obra maestra y última, llena más de cuatro mil páginas. Cientos de libros le preceden. Casi todas sus obras están escritas, dice Ibn Arabí, por designio divino, y no son aproximaciones, sino tratados definitivos sobre el tema que abordan. El título completo del Futuhat es “Libro de las conquistas espirituales de la Meca relativo al conocimiento del Rey y del Reino”.
Es en esta obra donde aparece su Tratado del amor, una conquista de los secretos del amor y de las sendas que llevan a Dios, el amante y amado verdaderos. Toda la vida aparece como un juego de espejismos donde están grabados los nombres de Dios que trazan la senda hacia Él. La vida es una ilusión más o menos luminosa según refleje más o menos el esplendor de Dios. Se trata del antiguo concepto oriental de la Divinidad desconocida, y la Naturaleza, Maya, como un velo que la envuelve.
“El sediento tiene la impresión de que el espejismo es el agua, ante la necesidad que tiene de apagar su sed, sin la cual no se preocuparía por el agua, que se convierte en el objeto de su necesidad y de su salvaguarda. Porque el agua es el móvil de su búsqueda y de su amor a causa del secreto de la vida que en él está contenido. Pero cuando llega allí donde creía saborear el agua, no encuentra nada excepto a Dios mismo en lugar del agua. El designio del sediento era el agua sensible, mientras que el de Dios tenía como objeto conducirlo a Él por este medio ilusorio sin que se diera cuenta”.
Es para las almas amantes Amor quien traza la senda. Los seres existen porque son amados; si no, sumergeríanse en la nada. Amor es la luz que despierta a la vida. Por esto los griegos lo eligieron en su primera tríada de dioses: en la Teogonía de Hesíodo, del seno del Caos, como una flecha de fuego surge Eros, el impulso primero. Aquello que mueve al amante –no el deseo, que es freno del verdadero amor– es una imagen del primer movimiento, de la primera actividad.
Cuando Ibn Arabí enumera los nombres o estados por los que se reconoce al amante, vuelve sobre la misma imagen. Si en los himnos órficos Eros es una antorcha errante, también para Ibn Arabí “el estado del amante es ser móvil como el pájaro”. Como tea encendida, ilumina y crea, y prendida la llama sigue adelante. “No hay día en que el amante no alce su vuelo en sí de una obra a otra con vivacidad”. Al principio, el amante cree que los nombres –dice Ibn Arabí, leámoslo como arquetipos– de las criaturas son como los nidos donde ellos viven; pero luego, se da cuenta de que no; de que, en realidad, los nombres son nombres de Dios. Es decir, que aquello que uno ama son facetas y brillos en el Gran Diamante, que es Dios. Y el amante se convierte en un ave que, en vuelo rápido, se aparta del nido, después de dar vueltas en torno al nombre que consideraba como propio.
Ibn Arabí describe el estado del amante como el que está siempre en marcha hacia Dios mediante sus nombres. Dios se manifestará al amante tanto en los nombres de las criaturas como en los nombres divinos perfectos.
El fuego que brilla en los ojos del amante es Dios. Y la serena profundidad, como mar en calma que llama y seduce, en los ojos del amado, es también Dios. Y amor el bogar de este fuego.
En la Edad Media, en que la tónica de la mística fue la enajenación divina – fuera en el cristianismo o en el islam–, “El estado del amante es desaparecer bajo el efecto de una afirmación del amado: (…) es Dios mismo el que afirma”. En la Antigüedad clásica griega y romana prima la amistad de las almas, y el arrebato es de los ojos que se miran en los ojos, alma a alma, luz a luz. Mani, el fundador de la religión del arte, tampoco especularía sobre “Aquello de lo que nada se puede hablar”, lo Desconocido. El amor, pura mística, guía en el sendero y aparece –así lo llama él– como Gemelo Luminoso. Pero, ya sea en el rapto que enajena de Ibn Arabí, en el amor gentil de paganos o en el amor cortés medieval, los enunciados son siempre los mismos. Estudiando cualquiera de ellos podemos comprender los otros, pues ¿no son las mismas las leyes de Amor?.
Quizás sea más viril cabalgar por las llanuras sin fin de la Mancha, con Dulcinea como una imagen luminosa y perpetua al lado, y combatir en su nombre contra genios y endriagos que atravesar el desierto pronunciando el nombre de Dios, y dar sabiduría y luz a cuantos se acerquen, obedeciendo, sumisos, la orden del cielo. Pero allá de las apariencias, el estandarte de Amor ondea con fuerza en ambos.
Fijémonos en el Quijote, en su divina locura, y aparecerán ante nuestra mirada todos los atributos o nombres del amante que está ya cerca de Dios, tal y como los describe Ibn Arabí. Y aunque nuestro héroe español afirmase que su complexión era la de Marte, los clásicos afirmaban que donde está Marte está Venus como aureola de luz; y donde está Venus está Marte como encendido amor .Marte presupone a Venus. Venus presupone a Marte. El Quijote es el ojo rojo de Marte, juramentado para la destrucción del mal y las formas diabólicas que emponzoñan el aire; y Dulcinea, el rocío de belleza y bondad que sobre él desciende.
Donde Ibn Arabí afirma que “El espíritu es luz y la materia tinieblas” y que el estado del amante es ser muerto, Cervantes afirma en su héroe: “Yo voy caminando por un mundo de hierro para convertirlo en un mundo de oro”. Es lo mismo, en un lenguaje filosófico o en un lenguaje marcial.
Ibn Arabí habla de la divina locura del amante, que no puede evaluar ya la justa medida de las cosas de este bajo mundo. No puede hallar su justo valor y se sale del marco de la obligación legal. Y Cervantes habla del héroe que desafía a la Santa Hermandad para liberar a unos encadenados de Sierra Morena; porque según la ley de los cielos no era tanto el error para tanta sanción.
Como ya dijimos, en Ibn Arabí, el estado del amante es el de estar siempre en marcha hacia Dios a través de sus nombres. Y en el Quijote, es heroicidad hacer retroceder horizontes, batalla a batalla, proeza a proeza. Quizás hasta que en el ocaso del Sol –ensangrentado, sin duda, en la Mancha, en España– ilumine Véspero con su dulce y tierna caricia: sonrisa de Venus.
Donde Ibn Arabí dice que el amante debe permanecer en vigilia continua (cómo descansar si se está lejos de aquello que amamos: “El sueño lejos de ti me está negado, ¿cómo se puede dormir separado del amado?”), el Quijote afirma que no le es lícito dormir, y cuando todo duerme, él vela; los enamorados no duermen, sueñan con los ojos abiertos. Es la tristeza la del amante en Ibn Arabí, tristeza continua y serena, de aquel cuyo lema es, según Ibn Arabí: “¡No han valorado a Dios en su justo valor!”. Y esta tristeza da también nombre a nuestro caballero: “Caballero de la Triste Figura”.
Y es del Quijote el estado del amante que Ibn Arabí describe como “sobrepasar toda medida en el comportamiento”; porque no se preocupa el enamorado en meditar sobre la gestión del mundo y porque tiene la imaginación desbordada. Son también del Quijote los suspiros de amor y aprobar sólo lo que agrada al amado. Porque, según enseña Ibn Arabí, entre amante y amado sólo se encuentra el velo de aquello que nace y que muere y es amor quien debe rasgarlo.
Y la conciencia de que la realidad del amado es de una importancia que infinitamente excede a la propia: cómo sumergirse si no en las lejanías del amado. También la obediencia, pues, como dice Ibn Arabí, “Si amas verdaderamente, obedecerás; pues el amante se adapta a aquel que ama”.
Una obediencia total, pero viva, no como la de una piedra, pues las piedras no caminan, y lo que se quiere es unirse al amado. ¿Qué es más?, ¿hacerse más y más grande, adquiriendo gloria y renombre y, conquistando un mundo, ofrecerlo a la amada? Esta es la mística del Quijote. ¿O cada vez más pequeño, hasta ser un átomo, no más, que danza feliz en el seno de Amor?. Esta es la llave de la verdadera humildad.
Humilde es el que se hace pequeño para dar cabida a los otros en la corriente de la vida, el que nada guarda, sino que todo lo da. Y es esta la que elije Ibn Arabí cuando explica que “una de las posibilidades más extraordinarias que se manifiesta en la existencia universal es la capacidad de contenido del corazón”. Y cuando menciona el “deterioro” como uno de los estados de los amantes, es la imagen del que se va deteriorando en salud y vitalidad; y que tanto se relaciona con los seres divinos y su luz, que vive en el amor “como el punto imaginario que sólo tiene existencia en lo ilusorio”. Ibn Arabí lo relaciona con una visión profética en que vio cómo el Ángel de la Muerte se volvía más y más pequeño en su corazón hasta desaparecer en la corriente de la vida, como burbuja que muere.
Claro, el problema es el hombre. Entendiendo qué es el hombre, entenderíamos también cuál es su senda, su senda de amor. Para Ibn Arabí, el hombre es el eje del mundo, su síntesis, y el mundo es la belleza de Dios. “El mundo creado por Dios es perfecta economía y según los principios de la perfección”.
La forma del hombre es la forma de Dios; lo que distingue a ángeles y hombres es que los hombres pueden crear, llamar a la actividad a los seres a través del nombre y del número. “Dios favoreció al hombre perfecto con la ciencia de los nombres. En virtud de esta dignidad y de este grado es más excelente que el ángel. ¡Esta es la elección que Dios ha confiado al hombre (…) Dios dio estos nombres a Adán de un tesoro depositado bajo el trono, y los ángeles no lo supieron (…) Dios confirió a Adán todos los nombres sin excepción, de forma que este lo glorificó con cada nombre divino que le correspondía”.
Cruciales son los caminos del amor para Ibn Arabí: los que pasan a través de los nombres de la Naturaleza para llegar a los nombres de Dios. Cada elemento de la Naturaleza es un símbolo de un nombre de Dios. El enamorado percibe en su amada el misterio del mar, o el psíquico y denso fulgor de la luna en su belleza, la estrella. Sus gestos los ve como la brisa que mueve las hojas del árbol, y su sonrisa es el amanecer. Y canta su risa como un arpa que mueven los dedos del viento. Se asemeja su voz al rumor del riachuelo en la manaña.
¿Y qué ama aquí el amante? Ama la naturaleza cuyas imágenes él puede nombrar, y ve más claras y puras aún en su amada. ¡Y los ama en ella, que es un alma hermana!, ¡otro misterio, y más grande aún!. Y pronto aprenderá que estos símbolos naturales invocan los nombres de Dios, y aprenderá a amar en su amada, en sus hermanos, o en el espejo de la naturaleza la paz, la bondad, la medida, el poder, la serenidad… todos los nombres de Dios, que son nombres del ser de la amada. Y como “un solo ser no puede amar en verdad más que un solo y único principio”, todas estas veredas que conducen al dios del amor, se convierten en un solo camino. El de la estela que el amante deja a su paso, como se funde su esperanza con la luz que proyecta su estrella, su nombre de Dios. Puede llamar con todos los nombres a Dios, todos viven en él y, sin embargo, sólo en uno de ellos puede entrar en su seno. Tal es el destino del hombre, las sendas le aguardan.

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