Aerolitos humanos
No es muy probable que un ser humano resulte alcanzado por alguno de los muchos aerolitos que cada día se precipitan sobre el planeta, y que en su mayoría se desintegran por entero al atravesar la atmósfera. No es tan improbable, por el contrario, sufrir el impacto de uno de los aerolitos humanos que habitan entre nosotros y que se desplazan con una trayectoria errática que a partir de cierto momento se convierte en rumbo casi cierto de colisión. Siempre los hubo, pero últimamente parecen más abundantes y, lo que es más perturbador, parece que abundan cada vez más las coyunturas y recovecos que los generan.
Uno de ellos se manifestó en Manchester al término de un concierto al que habían acudido miles de niños y adolescentes para escuchar a una cantante, ídolo del público juvenil. No lo hizo de cualquier manera: eligió el momento en que la seguridad estaba más relajada, al final de una actuación que se había desarrollado sin el menor incidente. En el vestíbulo del local, donde se mezclaban quienes con su entrada habían accedido al recinto y quienes sin ella acudían a buscarlos, aprovechó para colarse entre el gentío y situarse en una zona de especial aglomeración, donde activó el detonador que desataba la fuerza destructiva del explosivo que llevaba adosado a su cuerpo.
El resultado, 22 vidas truncadas, incluida la suya propia, que no verá ya su vigésima tercera primavera, y un centenar de heridos. Los motivos, o lo que borrosamente podemos entrever de ellos: su ascendencia familiar vinculada a un grupo islamista libio opuesto a Gadafi, su exilio británico sin llegar nunca a una excesiva integración en el país de acogida y, en los últimos tiempos, una radicalización subsiguiente a su peregrinación a La Meca, y alentada, según algunos testimonios, por las imágenes de niños musulmanes muertos en el curso de alguna de las ofensivas de la coalición internacional contra los bastiones del Estado Islámico, donde se interpone a los civiles como escudo humano para después utilizar sus cadáveres como propaganda. No lleva demasiado trabajo, en suma, hacer de un ser humano una bola de fuego y convertirlo en motor de una catástrofe.
Otro aerolito humano impactó días después contra el cráneo de un octogenario en Torrejón de Ardoz, Madrid. El detonante, la recriminación del anciano, que blandiendo el bastón que necesitaba para andar le afeó a un joven de poco menos de diecinueve años la velocidad excesiva con que circulaba en su vehículo por una zona urbana. El resultado: la inmediata salida del conductor y un puñetazo en la cabeza en el que toda la fuerza del chaval, de cerca de cien kilos de peso, se convirtió en una pedrada a la que el anciano no tuvo opción de sobrevivir.
Por supuesto, hizo falta algo más que la regañina del difunto para desencadenar el desastre; hizo falta, por ejemplo, que nadie le hubiera enseñado a la criatura homicida a controlar sus impulsos y su fuerza física, a tener alguna consideración hacia los más débiles y comprender que nada tiene de reivindicación de uno mismo aplastarlos, a poder transigir desde la razón con la irritación provocada por sus propios excesos. En suma, nadie se tomó el tiempo o la molestia de procurar que alcanzara una noción mínima de lo que significa convivir con los demás.
Hay una visión fatalista que nos condena a vivir expuestos a la colisión con estos aerolitos humanos, en términos de probabilidad creciente. Una visión que se asienta en la imposibilidad de hacer con los musulmanes otra cosa que combatirlos con Tomahawk, o en la inexorable tendencia a ser unos antisociales que padecen quienes nacen en entornos de pobreza, ignorancia o exclusión. Una visión en la que muchos se complacen, pero que sólo nos deja una salida: resignarnos a sufrir a estos aerolitos humanos, el objeto más peligroso que viaja por el cosmos.
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