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miércoles, 26 de julio de 2017

El Profeta y el Espacio

Capítulo VI de El Harén Político

15/12/2000 - Autor: Fátima Mernissi - Fuente: Verde Islam 15
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Durante su misión profética, ya fuera en La Meca (610-622) o en Medina (622-632), Muhámmad otorgó a las mujeres un lugar muy importante en la vida pública. Tenía 40 años (algunas versiones dicen que 43) cuando recibió la primera revelación en el año 610, y fue en brazos de su primera mujer, Jadiya, donde acudió a refugiarse en busca de consuelo y apoyo. Las descripciones de la angustia del Profeta durante las primeras revelaciones son numerosas, y todas nos lo presentan sacando de esa relación conyugal la energía que necesitaba.
No fue a un hombre al que contó sus miedos: “Muhámmad bajó de la montaña. Fue preso de temblores y volvió a casa .... Temblaba todo él a consecuencia del miedo y el terror que le había inspirado Gabriel .... Inclinó la cabeza y dijo: ‘¡Tápame! ¡Tápame!’. Y Jadiya lo tapó con un manto, y se durmió. Jadiya, que había leído los antiguos escritos y conocía la historia de los profetas, había aprendido el nombre de Gabriel1”.
Una de las razones de la angustia del Profeta era que no quería que se le asimilara con los poetas y los iluminados2. Estos se movían por invisibles fuerzas que les dictaban palabras que ellos no controlaban, que fluían de otra parte. Ese lugar desconocido lo aterrorizaba, y Jadiya, que tenía un tío, Waraka b. Nawfal, que se había convertido al cristianismo, insistía para convencerlo de que no estaba loco ni era un poeta, sino que, sencillamente, era el Profeta de una religión nueva. Jadiya será su primera adepta: “ ‘¿A quién llamaré? ¿Quién creerá en mi?’, le preguntó Muhámmad un día, en el transcurso de una de las largas conversaciones que solían tener cada vez que Gabriel se le aparecía. Contenta de ver que ya no dudaba de su nueva misión, Jadiya exclamó: ‘Puedes llamarme a mí, antes que a todos los demás hombres. ¡Pues yo creo en ti!’ El Profeta se puso muy contento, enseñó la fórmula a Jadiya, y Jadiya creyó3”. La fórmula de que se habla es la Shahada: “No hay más Dios que Dios, y Muhámmad es su Profeta”.
Así es como el Islam se inició, en los brazos de una mujer amante. Tras la muerte de Jadiya, el Profeta buscará el amor en compañía de otras mujeres. Se volverá a casar; se convertirá en polígamo y conocerá la suerte de los maridos polígamos: disputas, celos, pero también el placer de ser el centro de atención de mujeres bellas e inteligentes. En vísperas de la hégira, la emigración a Medina, se casará con una mujer de edad similar a la suya, Sawda. El gran amor de su vida fue ‘Aixa, la hija de uno de sus discípulos y amigos, Abu Bakr. Se prometió con ella poco antes de su marcha a Medina. Con ‘Aixa conoció las risas de la mujer-niña, mientras contemplaba el desarrollo de su inteligencia, vivaz y penetrante, y admi-raba su fabulosa memoria para la historia de las genealogías, que le enseñaba su padre, Abu Bakr. No obstante, se casó con otras mujeres, de las que fue tan celosa que llegó a organizar cábalas contra algunas. Contra Maria la Copta, por ejemplo, una belleza de cabellos ondulados que dio un hijo al Profeta, Ibrahim. El Profeta fue el primer marido de ‘Aixa, lo que no fue el caso de otras esposas, Um Salama, por ejemplo, y puede explicar la actitud obstinada de la joven. Algunos matrimonios se debieron a consideraciones de orden militar: reforzar las alianzas con las nuevas tribus convertidas o ahijadas. Pero en otros, la belleza física de las mujeres era el factor determinante: se casó con Jowairiya Bint Al-Hariz, tras la derrota de su tribu durante la expedición contra los Bani Mostaliq, en el año 6 de la hégira. Zaynab Bint Jahsh (durante su noche de bodas fue revelado el hiyab) era prima suya, luego no había ningún interés militar que justificase esa alianza 4, además estaba casada con su hijo adoptivo, Zayd, cuando el Profeta se enamoró de ella.
Tabari, como todos los historiadores, describe ese flechazo histórico: “Zaynab era la mujer más hermosa de su tiempo”, nos dice. “Un día, el Profeta fue a buscar a Zayd a su casa, puso la mano en la puerta y la abrió. Al ver en el centro de la estancia sentada a Zaynab con la cabeza descubierta, le preguntó, desviando el rostro, dónde estaba Zayd, y ella le respondió que había salido”5. Él había tenido la ocasión de ver a Zaynab antes. Pero, según Tabari, fue el hecho de sorprenderla en su intimidad lo que le produjo un gran efecto: “Lo impresionó enor-memente, y, por no querer verla una segunda vez, cerró los ojos y dijo: ‘Loado sea Dios, el grande, loado sea Dios, que dispone de los corazones y de los ojos!’. Y se fue”6. Fue un flechazo. Se casará con ella, cuando ésta se divorcie.
Cuando murió, el Profeta tenía nueve mujeres, pero sólo mantenía relaciones sexuales con las que la atracción física fue lo más fuerte desde el principio. ¿Cosas del azar? Éstas eran también con las que, como ‘Aixa y Um Salama, tenía una comunicación intelectual también muy fuerte. La guerra no lo separaba de sus mujeres, ni en las expediciones relámpago ni durante los asedios larguísimos: a fin de evitar los celos y los rencores, hacía que fuera la suerte la que decidiera quién de ellas lo acompañaba.
Muhámmad era un jefe de Estado que dejaba clara la importancia de lo afectivo y lo sexual. Y, en el campo de batalla, sus mujeres no eran en absoluto unas comparsas, sino que compartían con él sus preocupaciones estratégicas. Escuchaba sus consejos, a veces decisivos en negociaciones espinosas. Durante el tratado de Hodaibiya con los mecanos, en el año 628, que fue criticado por sus discípulos por humillante en el plano militar, el Profeta estaba desamparado, se abrió a la mujer que lo acompañaba: “Tras la conclusión del tratado, el Profeta ordenó a los musulmanes que se raparan la cabeza y renunciaran al estado de penitencia (al-ihram). Ninguno contestó a su llamada, que repitió tres veces. El Profeta, muy afligido, fue a la tienda de su mujer Um Salama, que había llevado consigo. Ésta le preguntó la causa de su pena, y él le contestó: ‘Les he ordenado tres veces que se rapen la cabeza. y nadie me ha obedecido’. Um Salama dijo: ‘No te apenes, apóstol de Dios, pero rápate tú la cabeza y cumple el sacrificio’. El Profeta se levantó, degolló el camello destinado al sacrificio que debía ofrecer él y se rapó la cabeza. Sus compañeros, al verle hacer eso, se lo dijeron los unos a los otros, y todos se raparon la cabeza e inmolaron las víctimas.”7
La primera comunidad musulmana no estaba dirigida por un hombre asexuado y devorado por la búsqueda del poder. Personalmente había dirigido veintiséis expe-diciones, veintisiete según otras versiones, y además había ordenado “llevar a cabo a sus tropas treinta y cinco expediciones en las que no tomó parte personalmente8”. Tales actividades militares y religiosas, sin embargo, no lo llevaron en ningún momento a minusvalorar su vida privada o a relegarla a un segundo plano. Sus conflictos conyugales lo preocupaban tanto que hablaba de ello a sus discípulos más cercanos, especialmente a sus suegros Abu Bakr y ‘Umar. Precisamente esa insistencia en poner en pie de igualdad su vida privada y su vida pública será utilizada en su contra por una Medina que se volvió, en los momentos de crisis de los años 4, 5 y 6, tan hostil y venenosa como antes La Meca.
Será a través de sus mujeres como los Munafiqin, los Hipócritas, esos medinenses que veían en él una amenaza para sus intereses y para la seguridad de la ciudad, van a agredirlo, a herirlo en sus afectos. En la Medina enlutada por la derrota de Uhud (año 3) y, desangrada por el sitio de Junduk (batalla de la Fosa, año 5), la oposición política tendrá el rostro repelente de los que el Profeta denominará Munafiqin, pues pocas veces lo atacarán directamente, sino que preferirán utilizar la calumnia, el rumor y otros métodos más insidiosos: seguir a las mujeres del Profeta y acosarlas por las calles, por ejemplo. Métodos contra los que el Profeta, desmoralizado por las dificultades militares, estaba sin defensa. Métodos que lo conducirán a dudar de las mujeres y a aceptar el famoso hiyab.
En el año 622, cuando el Profeta llega a Medina, se aloja en un primer momento en casa de una familia ansár, la de un tal Kulzum. Pero organiza sus contactos con los notables de la ciudad en el domicilio de un soltero, Saad b. Jaythama: “Cuando se iba de la casa de Kulzum para reunirse con la gente —explica b. Hisham— lo hacía en casa de Saad, porque Saad era soltero y no tenía familia. Era el huésped en cuya casa se alojaban los muhayirun solteros9”. Desde los primeros contactos, se afirman las diferencias de costumbres, especialmente las que conciernen a las relaciones hombres-mujeres, entre los muhayirun (inmigrantes de La Meca) y los ansár (medinenses), a quienes la separación de sexos les parece un problema menor. Así, ‘Ali b. Abu Talib, que se unió al Profeta tres noches más tarde, se alojó en casa de una mujer “que no tenía marido.”10
Esos pequeños detalles, al cabo de los días, van a tomar unas proporciones inusitadas y convertirse en uno de los motivos de tensión y conflicto más preocupantes entre las dos comunidades. Y hubo más. El Profeta, requerido con insistencia por los ansár, se encontraba ante un problema delicado: ¿Cómo elegir un domicilio sin herir las susceptibilidades y las rivalidades políticas? Todos los ansár querían acoger al Profeta, pero éste sabía que aceptar tal o cual propuesta era abrir la puerta a interpretaciones de preferencia y de alianza privilegiada, lo que quería evitar por encima de todo. Reaccionó de una manera que volveremos a encontrar a menudo después, basada en su preocupación por la rigurosa igualdad: pidió a la gente que no interceptara el paso de su camella. Se quedaría a vivir allí donde ella se detuviera: “Dejadla que vaya adonde quiera .... Dejadla pasar, tiene que cumplir su misión.”11, repetía.
La camella se detuvo delante de una casa con un mirbad, una plaza donde se secaban dátiles. Era la de un ansár que se llamaba Abu Ayyu12. Muhámmad se bajó de su montura, preguntó de quién era el terreno y cuánto costaba, y decidió elegir ese lugar como domicilio y construir allí una mezquita, un lugar de reunión de sus adeptos para rezar y discutir los problemas de la comunidad. (Es interesante destacar que, en la actualidad, el Estado musulmán se opone a que la mezquita vuelva a ser un ruedo político, en el que se debatan los problemas sociales y económicos). Indemnizó a sus propietarios y comenzó las obras, alojándose allí durante todo el período que duró la construcción de la mezquita y sus habitaciones. No se contentaba con vigilar sin más la progresión de las obras: “Para estimular a los musulmanes e incitarlos a participar en la construcción, se puso él a hacerlo.”13. Sin embargo, la pereza debía de poder más que el entusiasmo, puesto que un creyente improvisó un poema en el que apuntaba que era prácticamente imposible “seguir sentado, mientras el Profeta está apencando en la obra.”14
Cuando se terminaron las obras, en la antigua plaza, además de la mezquita había nueve cuartos para uso personal del Profeta. Cinco estaban construidos de yarid (ramas de palmera) cubierto de tierra, y los otros cuatro, de piedra15. Las mujeres del Profeta ocuparán, conforme vayan llegando, los cuartos, que los historiadores llamarán o buyut (piezas), o huyurat (aposentos), siendo manazil (estancias) el término para designar el conjunto. “Los manazil de las mujeres del Profeta —explica b. Saad— se encontraban a la izquierda de la mezquita, si te pones de pie para rezar frente al imam, en el almimbar.”16
Merece una mención especial el apartamento de ‘Aixa, que el Profeta acondicionó para tener acceso directo a la mezquita: “El Profeta construyó el aposento de ‘Aixa y abrió una puerta en la pared de la mezquita que daba al aposento de ‘Aixa. Cuando iba a rezar, usaba esa puerta.”17. Estaba tan cerca la mezquita de la alcoba de ‘Aixa que, a veces, por las necesidades del ritual de purificación, el Profeta le pedía que le lavara los cabellos, sin necesidad de abandonar la mezquita. “Al Profeta le bastaba —continúa Saad— inclinarse para sacar la cabeza de la mezquita al umbral de ‘Aixa, que le lavaba de ese modo la cabeza, cuando estaba menstruando”18 , B. Saad citaba ese detalle para aclarar el problema ya abordado de la mancilla.
De hecho, la disposición del espacio era tal que la mezquita, los aposentos del Profeta y los de sus parientes cercanos y discípulos formaban un conjunto continuo. Cuando llegaba un nuevo inmigrante, trataba de encontrar un alojamiento en las cercanías de la mezquita, que se había convertido ya no sólo en un polo religioso y político, sino también en un punto de referencia espacial que armoniza las aspiraciones “residenciales” de la comunidad, tanto del inmigrante como del ansár. Fátima, hija del Profeta y esposa de ‘Ali, que llegó algo más tarde, sólo encontró un alojamiento alejado de la mezquita. El Profeta deseaba que estuviera más cerca. Era su hija preferida porque, entre otras razones, aseguraba su descendencia, pues estaba casada con ‘Ali, su primo, un hashemí como él, al que había dado dos hijos: Hasan y Husein. Todos los jerifes, es decir, aquellos que dicen descender del Profeta, remontan su genealogía desde nuestros días hasta Hasan y Husein. Es el caso, por ejemplo, del rey de Jordania.
Para los shiíes, Fátima es incontestablemente la primera dama del Islam y su modelo de feminidad más edificante. Pero, en vida del Profeta, su cariño por él era tan excesivo que mantenía unas relaciones tensísimas con ‘Aixa, a quien consideraba una rival. Como ésta no tenía hijos, el Profeta trataba a Hasan y Husein como si fueran suyos. De ahí, la insistencia de Fátima de vivir lo más cerca posible de su padre. Pero, aunque Muhámmad deseara tanto como ella que encontrara alojamiento cerca de él, dudaba en dirigirse a Noam b. Harita, un propietario que “tenía casas cerca de la mezquita y en torno a ella.”19 Fátima insistía y urgía al Profeta: “Nos ha cedido tal cantidad de alojamientos —le dijo éste— que me da apuro volver a pedirle otro más.”20 Al final, llegó el asunto a oídos del propietario, y él mismo se ofreció voluntario para intercambiar el alojamiento.21
¿Con qué objeto todos estos detalles? Para sugerir el contexto socio-espacial en el que vivió el primer Islam. La relación de un jefe político con su entorno cambia totalmente si éste vive en un palacio situado lejos de la gente, en una montaña o en un valle de difícil acceso, o si, por el contrario, elige su domicilio entre sus “gobernados”, vive en sus mismas condiciones y está ligado a ellos por relaciones de vecindad e intercambios constantes. Esa promiscuidad entre gobernante y gobernados debería ayudarnos a comprender lo extremadamente sensible que era el Profeta al rumor, al qué dirán y a la dinámica de la ciudad. Estaba inmerso, dada la densidad de los contactos en el espacio que había dispuesto para sí, en las preocupaciones cotidianas de la gente, pero al mismo tiempo podía captar las tensiones y sentir intensamente las presiones y las resistencias.
Entre sus discípulos, que eran al mismo tiempo vecinos suyos, no sólo había buenos musulmanes, sino unos habitantes cuya fe era puramente verbal, y que la historia, como ya hemos dicho, nos ha legado con el nom-bre de Munafiqin, Hipócritas. Los setenta notables que llegaron a un acuerdo con el Profeta y que lo invitaron a instalarse en Medina se suponía que representaban a toda la población. Pero ésta se estimaba en unos diez mil habitantes, si no más22, y, como sabemos que se trataba más que nada de unas negociaciones de protección tribal, la representación tenía más que ver con el clientelismo que con el juego democrático. Lo que explica la existencia de Munafiqin, individuos que aparentemente no se sentían tan vinculados por el juramento de fidelidad al Profeta como sus jefes.
Medina era una antigua aglomeración situada a 300 kilómetros al noroeste de La Meca. Los habitantes eran sedentarios y se dedicaban a la agricultura y a la explotación de árboles frutales. En realidad, no se trataba tanto de una ciudad como de un “conglomerado de aldeas, granjas y ciudadelas dispersas a lo largo de un fértil oasis, que se extendía por unos treinta kilómetros de terreno rocoso incultivable.”23
Entre quienes no habían invitado al Profeta ni dado su acuerdo a esa decisión estaba la comunidad judía de Medina: “Medina estaba ocupada por dos tribus: los Aws y los Jazrach. Estos últimos eran los más numerosos. Los pueblos del territorio de Medina, como Jaibar, Koraizah, Wadi-l-Qora y Yan-bu, estaban habitados por judíos o árabes descendientes de los Beni Israel, llegados desde Siria y Jerusalem .... Los aws y los jazrach querían hacerse con esos pueblos, pero no lo consiguieron, pues los judíos contaban con alcázares grandes y sólidos.”24 Así pues, Medina era un lugar donde las comunidades tenían intereses divergentes y donde los conflictos mayores entre judíos y no judíos se veían apuntalados por los conflictos interclanes en el seno de las tribus y, por supuesto, en el seno de un mismo clan, entre las diferentes familias y según los intereses de cada cual.
Podemos adelantar que el término Munafiqin designa a los habitantes de Medina que, al no ser judíos, debían fidelidad a los jefes de las tribus Jazrach y Aws, pero que, sin embargo, no aprobaban la instalación de un jefe extranjero en la ciudad, y a aquéllos cuyas convicciones cambian a la vez que las circunstancias, es decir, de los intereses políticos y económicos. Munafiqin se aplica a los oportunistas de todos los pelajes, a los oponentes políticos de Mahoma y a los que criticaban su vida privada. No puede comprenderse la influencia que tuvieron esos Munafiqin en la dinámica de la ciudad, si no se tiene en cuenta el peso de la opinión pública y del rumor, debido tanto a la densidad de alojamientos de la comunidad inmigrada como a las intensas relaciones que los miembros de esa comunidad mantenían entre sí. B. Saad cuenta que Noam b. Hariz, que tenía terrenos cerca de la mezquita, se los cedía “al Profeta cada vez que un pariente suyo llegaba a Medina”, tanto es así que al final “todas las casas de b. Hariz pasaron a manos del Profeta o de sus mujeres”25. Los matrimonios entre las familias de inmigrantes, algo muy corriente, reforzaban la intensidad de relaciones y también la filtración de rumores y su manipulación.
Cuanto más intensa es la vida de una comunidad, menor es la iniciativa individual: quienes han vivido en medinas de ciudades antiguas y pequeños aduares lo saben bien. Pero esa intensidad con la que sueñan los habitantes del extrarradio de las grandes metrópolis europeas tiene sus desventajas: el peso del control social, un peso que recae sobre el individuo y le impide ser diferente e innovar, cambiar las cosas a su alrededor. Y es el peso de ese control social, debido a la vitalidad de los intercambios en aquella primera comunidad musulmana, lo que fun-cionará como fuerza de una inaudita resistencia al cambio.
Para poder juzgar mejor esa proximidad espacial en los primeros tiempos del Islam, es preciso leer a b. Saad, por él sabemos que, con el triunfo del Islam, se abrió paso la idea de agrandar la mezquita, y parecía lógico integrar en ella las estancias de las mujeres: “Vi las estancias de las mujeres del Profeta cuando ‘Umar b. Abdel Aziz era príncipe de Medina bajo el califato de Al-Walid b. Abd Al-Málik (705-715). Aquél había decidido demolerIas para ampliar la mezquita”. El autor añade que los medinenses lloraron cuando se tomó esa decisión porque querían que “la gente no gastara tanto dinero en la construcción y que vieran con sus propios ojos dónde vivía el Profeta, el hombre que tenía las llaves del universo en su mano.”26
Aquellas estancias eran muy modestas y debían incomodar, por su vetustez, a los califas, que ya desde hacía varias décadas vivían en palacios. Los de la dinastía ‘abbasí han dado lugar a la expresión tan significativa en la actualidad de “Palacio de las Mil y Una Noches”. Qué diferencia entre esos fastos y la humilde morada de Muhámmad, cuenta un joven testigo: “Todavía era un adolescente y, cuando entraba en la morada del Profeta, podía tocar sin dificultad el techo con la mano.”27
La sencillez de las casas, su promiscuidad y la proximidad a la mezquita conferirán a la comunidad islámica esa dimensión democrática, esa ausencia de distancia entre el jefe y “su pueblo” que nos hace soñar. Gracias a la facilidad de intercambios en el seno de los muhayirun y la presencia de la mezquita, la integración de los ansár y todos los demás conversos se producirá con rapi-dez. Para acelerar la asimilación entre medinenses y mecanos, Muhámmad recurre a rituales que creen lazos de fraternidad (muajat): a cada ansár se le designa un “her-mano” inmigrado, del que, de alguna manera, se responsabiliza “para ayudarlo a vencer el sentimiento de desarraigo.”28
Pero allá donde existe amor, admiración y entusiasmo, hay también control, resistencia y freno. Esa intimidad del espacio entre la mezquita y la casa y el amor casi tribal que prodigan al Profeta las familias inmigradas le van a proporcionar la fuerza y el entusiasmo que necesitaba, pero, a menudo, va a constituir también un freno y una resistencia para sus proyectos, sobre todo los más revolucionarios. Cualquier cambio, incluso mínimo, en las estructuras libidinales constituye, hoy lo sabemos muy bien, una amenaza para el ser profundo y pone en marcha resistencias y violencias.
Ahora bien, simplemente la manera de vivir del Profeta era, para los que lo rodeaban, una amenaza, pues no creía en absoluto en la división espacio privado/espacio público, y la supremacía masculina sólo puede existir y consolidarse si la división entre lo público y lo privado se mantiene como algo casi sagrado.
Para captar ese Islam cotidiano, el Islam como práctica que englobaba el espacio y teatralizaba a través de él sus deseos de horizontes infinitos, en que la arquitectura era fluida, elegiremos el momento crítico de la enfermedad y la muerte de Muhámmad. El Profeta empezó a sentirse mal al final de Sáfar, el segundo mes del año 633. Se vio forzado a guardar cama el primer día del ter-cer mes y murió el decimotercero29. En el transcurso de su enfermedad le preocupaba el porvenir del Islam así como el ritual de la oración, que lo simbolizaba: al principio, dirigía la oración desde la habitación de ‘Aixa, donde permanecía en cama, ya que daba directamente a la mezquita. Cuando se sintió muy débil, pidió a Abu Bakr que dirigiera la oración en su lugar. “Un día en que el Profeta se encontró mejor, asistió a la oración de la mañana. Abu Bakr, de pie frente a la gente, la dirigía. Cuando el Profeta entró en la mezquita, apoyado en ‘Ali ..., se produjo un movimiento en la asamblea. Abu Bakr, sin interrumpir la oración, se echó para atrás. Pero el Profeta lo mantuvo en su sitio en el mihrab, poniéndole la mano en el hombro, y se colocó a su derecha. Y, como no podía mantenerse en pie, se sentó y rezó de esa manera. Luego, el Profeta volvió a su casa y se acostó”30. El día de su muerte, apareció en el umbral de la habitación de ‘Aixa: “Una mañana, la gente estaba rezando, cuando el Profeta descorrió el sitr (cortina), abrió la puerta y se quedó de pie en el umbral. Los musulmanes estaban tan contentos de verlo y tan excitados por su presencia que la oración estuvo a punto de caer en el desorden. Les hizo un gesto para que continuaran y sonrió en vista de su disciplina en la oración.”31
Durante la enfermedad, ansár y muhayirun entraban a verlo en la estancia de ‘Aixa, había un continuo ir y venir de hombres y mujeres, familiares próximos o lejanos del Profeta32. La acústica entre los dos espacios era tal que Muhámmad podía seguir de oído todo lo que pasaba en la mezquita, como pone de manifiesto el siguiente episodio: cuando se dio cuenta de que ya no tenía energía para dirigir el ritual de la oración, ordenó que llamaran a Abu Bakr para que lo hiciera. ‘Aixa decidió no obedecerle, ya que juzgaba que no era una elección adecuada.
A pesar de que se trataba de su propio padre y de que tal gesto suponía, de alguna manera, su designación como sucesor político, ‘Aixa llamó a otro discípulo, ‘Umar. Más adelante explicará que temía el momento en que Abu Bakr fuera llamado a suceder al Profeta. Habría preferido que él se mantuviera al margen, pues sabía que surgirían conflictos. Cuando el Profeta, que seguía en cama, escuchó resonar en la mezquita la voz de ‘Umar, exclamó, sorprendido y contrariado: “Pero bueno, ¿Dónde está Abu Bakr?”33
‘Aixa le explicó que había mandado llamar a ‘Umar en lugar de a su padre, pues éste tenía una voz débil y era tan sensible que lloraba cuando recitaba el Corán. ‘Umar, le explicó, tenía una voz que transportaba34. Fue en esta ocasión cuando el Profeta, enfadado por no haber sido obedecido, hizo esa reflexión dirigida a ‘Aixa, según la cual en toda mujer duerme una traidora, como la amiga de José (sawahibu Yúsuf )35. Reflexión anodina y, en último extremo, teñida de ternura, que va a asumir, tras siglos de acumulación misógina, el rigor de un anatema contra el género femenino. Mi profesor de literatura no paraba de repetirla en el instituto cada vez que una de nosotras deformaba un poema o confundía las fechas.
Para concluir, puede decirse que la arquitectura profética era un espacio donde la distancia entre la vida privada y la vida pública era inexistente y donde los umbrales físicos no constituían un obstáculo. Era una arquitectura en la que el hogar desembocaba, al mismo nivel, en la mezquita e iba a desempeñar por ello un papel decisivo en la vida de las mujeres y en su relación con lo político.
Esta ósmosis espacial entre hogar y mezquita tendrá dos consecuencias que el Islam oficial moderno no ha creído necesario recordar o no las ha considerado. La primera es que esa ecuación entre privado y público va a favorecer la formulación de reivindicaciones políticas por parte de las mujeres especialmente su oposición a los privilegios masculinos relativos a la herencia y al derecho de llevar armas. La segunda, que se desprende de la primera, es que el hiyab, que se nos presenta como emanación de la voluntad profética, fue impuesto por ‘Umar b. Al-Jattab, portavoz de la resistencia masculina a las reivindicaciones de las mujeres. Muhámmad no cedió a él sino en pleno desastre militar, en el momento en que las crisis económicas y políticas desgarraban Medina por todas partes y la entregaban, débil e incierta, a las feroces luchas de ahzab, término que los occidentales traducen por “facción”, y que, en árabe, significa partido político.
NOTAS:
1. Tabari, Muhámmad, Sceau des Prophètes, trad. Zotenberg, Sindbad, 1980, p. 67 y Tarij al-umam wa al-muluk, Dar al-Fikr, edición de 1979, vol. II, p. 209 y ss.; Bnu Hisham, As-Sira An-nawabiya (La biografía del Profeta), Dar Ihya At-Turat Al-’Arabi, Beirut, sin fecha, vol. I, p. 249 y ss.
2. Tabari, Tarij..., op. cit., vol. II, p. 207.
3. Tabari, Muhámmad..., op. cit., p. 68.
4. M. Watt sostiene lo contrario en su libro, Mahomet, Payot, col. Histoire, nº 14, p. 139. Su argumento me parece poco convincente, pues todas las fuentes musulmanas hablan del ‘flechazo’ del Profeta por Zaynab.
5. Tabari, Muhámmad..., op. cit., p. 222.
6. Ídem.
7. Tabari, Tarij..., op. cit., vol. fu, p. 80; y Muhámmad.., op. cit., p. 248.
8. Tabari, Muhámmad.., op. cit., p. 325; Mas’udi, Las praderas de oro, op. cit., vol. III, p. 527.
9. Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p.141.
10. B. Hayyar, Fat al-bari, op. cit., vol. VII, p. 141.
11. Tabari, Muhámmad..., op. cit., p. 286.
12. Hisham, Sira, op. cit., vol. IV, p. 47; Tabari, Tarij, op. cit., vol. III, p.121. También en B. ‘Asakir, Tarij Dimasq (Historia de Damasco), obra consagrada a las mujeres, presentada por Sakina Shihabi, Damasco, 1981, p. 437.
13. B. Hayyar, Fat al-bari, op. cit., ídem.
14. Tabari, Tafsir, op. cit., vol. XXII, p. 10.
15. B.Saad, At-Tabaqat, op. cit., vol. III, p. 167; Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p.143, nota del equipo que hizo el Tahqiq (presentación crítica de un texto antiguo).
16. B. Saad, At-Tabaqat, op. cit., ídem, p. 166; el almimbar es la obra de carpintería que ocupa el centro de la mezquita, en él se coloca el imam para tener la máxima visibilidad cuando dirige la oración.
17. Ídem.
18. Ídem.
19. Ídem.
20. Ídem.
21. Ídem.
22. Tabari, Muhámmad..., op cit., p. 6.
23. Montgomery Watt, Muhámmad at Mecca, op. cit., p. 141.
24. Tabari, Muhámmad.., op. cit., p. 103.
25. B. Saad, at-Tabaqat, op. cit., vol. III, p. 166.
26. Ídem p. 167.
27. Hisham, Sira, op. cit., vol. II, p. 143 (nota ya mencionada).
28. Ídem p. 150, nota 4.
29. Si todo el mundo está de acuerdo sobre el día y el mes de la muerte del Profeta, no hay unanimidad sobre el año, unos dicen que fue el 10 de la hégira (632), otros, que el 11 (633): b. Hisham, Sira, vol. IV, p. 291; Tabari, Tarij, vol. II, p. 188 y ss. Pero b. Mas’ud (Las praderas de oro, vol. II, p. 287 de la versión árabe, Dar al-Ma’rifa, Beirut, 1983) pasa revista a las diversas versiones de la edad y de la fecha de la muerte del Profeta, criticándolas (vol. II, p. 297 de la versión árabe, y vol. III, p. 575 de la traducción francesa de Meynard et Courtelle). Para la correspondencia de fechas entre el calendario musulmán y cristiano, tomo como referencia la Enciclopedia del Islam o a Montgomery Watt.
30. Tabari, Muhámmad..., op. cit., p. 341. La versión de Tabari, en el texto árabe, varía un poco: en ella se precisa que el Profeta salió de la alcoba y se dirigió al almimbar “arrastrando los pies” (Tarij, op. cit., p. 196). Véase también Hisham, Sira, op. cit., vol. IV, p. 302.
31. Hisham, Sira, ídem.
32. Ídem, p. 297.
33. Ídem, p. 302.
34.. Ídem.
35. “Innakunna Sawahibu Yúsuf”, en Tarij, op. cit., vol. III, p. 195; Hisham, Sira, op. cit., vol. IV, p. 303.
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