Trump, que prometió cambiar Washington, choca con la realidad
Como su predecesores, el presidente comprueba, con la humillación de su reforma sanitaria, que tiene menos poder del que creía
“Transferimos el poder de Washington a vosotros, el pueblo americano”, dijo Donald Trump en su toma de posesión como presidente de Estados Unidos. “El establishment se protegió a sí mismo, pero no a los ciudadanos de este país”, prosiguió en su discurso en las escaleras del Capitolio. A partir de ese día, el pasado 20 de enero, prometió, “todo cambia”.
64 días después, Trump comprobó el viernes cómo cambiar Washington es mucho más complejo de lo que pensaba: su intento de reformar la ley sanitaria de Barack Obama, el anatema que unió ferozmente durante ocho años a los políticos conservadores, no se votó en el Congreso por la brecha abierta en su propio partido, el republicano.
Trump —el magnate inmobiliario que se jactaba de no ser político, que prometió trasladar a la presidencia sus supuestos dotes negociadores y acabar con los “políticos que son todo hablar pero nada de acción”— chocó con la misma realidad que sus predecesores: hacer política en Washington es un juego de desgaste, concesiones y paciencia en la que se imponen los intereses propios y la presión constante de la reelección. Y donde las fidelidades son escasas: puedes ser derrotado por tu propio partido, como el ala republicana más radical en el caso de Trump.
“Hemos aprendido todos mucho, hemos aprendido mucho de lealtad”, dijo Trump tras admitir que la propuesta de reforma carecía de apoyos suficientes en la Cámara de Representantes. “Hemos aprendido mucho del proceso de voto, de algunas reglas arcanas en la Cámara y el Senado”.
George C. Edwards, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Texas A&M y experto en estudios presidenciales, lo llama la “arrogancia de la ignorancia”.
Al inicio de su mandato, todos los presidentes creen eufóricos que, tras haber salido victoriosos de una pelea electoral extenuante, podrán convencer a cualquiera. Pero pronto ven que no es así. “Es la realidad de la política de Washington: los presidentes raramente persuaden a la gente a hacer lo que ellos quieren hacer y raramente mueven a la opinión pública. Trump no es distinto en ese sentido”, dice Edwards por teléfono.
Tras su victoria en 2008, el demócrata Obama, que había sido dos años senador en Washington, prometió terminar con la polarización política en la capital estadounidense. Su sueño era diluir los colores partidistas. Al final de su presidencia, con la polarización más acuciante que nunca, admitió que ese era su mayor fracaso.
En las décadas anteriores, habían hecho promesas similares Richard Nixon, Bill Clinton o George W. Bush. Y todos naufragaron.
La única excepción, dice Edwards, fue George H. W. Bush que logró frenar ligeramente la polarización en auge desde los años sesenta. Un factor clave es que fue el presidente republicano con menos legisladores de su partido en el Congreso y estuvo obligado a negociar constantemente con los demócratas para sacar adelante reformas de calado en asuntos medioambientales, derechos civiles o presupuestarios.
En las últimas primarias del Partido Republicano, Washington era un elemento tóxico. Todos denostaban al establishment político simbolizado en la ciudad y prometían cambiarlo de arriba abajo. Incluso quienes formaban parte de él, como el senador Ted Cruz, que hablaba despectivamente del “cártel de Washington”.
El deseo de reformar Washington no es nuevo. Como ejemplo, Caballero sin espada, la película de 1939 de Frank Capra sobre la historia de un joven e idealista senador que, al llegar a la capital, descubre los intereses oscuros de legisladores y la enorme influencia de los grupos de presión.
Ingenuidad de Trump
Con todos estos antecedentes de fondos, la humillación de Trump en el Capitolio puede parecer menos grave, pero el profesor Edwards subraya que es gran parte fruto de errores del presidente. “Fue extremadamente ingenuo”, dice.
El experto destaca que Trump hizo un sinfín de promesas en campaña, como que la atención sanitaria sería “mucho más barata” y “cuidaría a todo el mundo”, pero no presentó ningún plan que las cristalizara. Cedió al presidente de la Cámara, Paul Ryan, la traducción de esas promesas en una propuesta legislativa que era imposible que las cumpliera.
Trump, señala Edwards, actuó en “modo reactivo” y con prisas: trató de aprobar en menos de tres semanas una reforma de una ley sanitaria que llevó un año de interminable debate en 2009 y 2010. El presidente tampoco trató de vender su propuesta legislativa a la opinión pública, consciente de que era impopular. Un organismo independiente alertó de que la ley dispararía el número de personas sin seguro. “Es un fuerte golpe a su ego [de Trump] y al Partido Republicano”, dice el experto. “No han demostrado que pueden gobernar”.
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