Andrés Manuel López Obrador no quiere tener contrapesos en el ejercicio del poder.
Sus más recientes embates en contra de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por percibir (según su propio dicho) un salario de 600 mil pesos, información que fue categóricamente desmentida por el propio Poder Judicial Federal, la iniciativa del Partido del Trabajo de “elegir a los ministros por voto universal” y las declaraciones amenazantes de que “no han entendido la nueva realidad nacional”, son parte de una estrategia que pretende eliminar la última línea de contención que le impide restituir el hiperpresidencialismo priísta (con cabal salud cuando AMLO decidió afiliarse al partidazo) y cuyo yugo, nos costó a los mexicanos, más de 70 años quitarnos de encima.
Pero no solo es el Poder Judicial.
Los organismos constitucionales autónomos también están en el centro del odio presidencial. Respecto del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), López Obrador ha afirmado en voz alta su “inutilidad” y “oneroso” mantenimiento, insinuando que nada pasaría en el país si fuera eliminado.
Bajo esa hipócrita visión de “austeridad” que no tiene empacho en pugnar por la desaparición de las instituciones construidas en la democracia como la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), el Instituto Nacional Electoral (INE) y el INAI para ahorrar unos pesos; al mismo tiempo, se toman decisiones insensatas como la cancelación del nuevo aeropuerto o la eliminación por decreto de las comisiones bancarias que terminan provocando daños económicos exponencialmente más altos y más perjudiciales para la economía de los mexicanos.
Es la demagogia en el poder.
El cuadro se complementa con el amague a las universidades públicas de controlar el presupuesto que se les asigna con criterios de políticas y becas que serían establecidas por el gobierno federal, minando severamente su autonomía y aplicando un criterio político por encima de las necesidades académicas e institucionales de nuestras universidades.
Es decir, a lo que apuesta López Obrador, es a recuperar el control político que el gobierno tuvo durante décadas de las instituciones educativas de nivel superior (el de la educación básica ya lo tiene asegurado a través de su iniciativa de abrogación de la reforma educativa y su impúdico pacto con Elba Esther Gordillo). El pensamiento crítico y liberal que se forma en escuelas y universidades es veneno puro para los líderes populistas, por eso quiere cortar de tajo con la simiente crítica del país.
Si el Poder Legislativo es una sastrería que confecciona los trajes a la medida que manda hacer con urgencia el emperador; si los gobernadores están en su mayoría postrados por gusto o por miedo; y si los partidos políticos de oposición siguen inmersos en la parálisis de la derrota; solo nos queda el Poder Judicial y los organismos constitucionales autónomos para contener al líder carismático que encarna la dictadura de las mayorías.
Si permitimos que AMLO someta la última contención que limita su autoritarismo, ya no habrá nada que le impida hacer lo que le dé la gana, aún si la Constitución o la Ley le ordenan expresamente lo contrario, como, por ejemplo, presentarse como candidato en 2021, o quedarse en el poder después de 2024.
Como candidato se presentaba como la encarnación del pueblo. Ahora como presidente, hay una nueva frase que define el neoabsolutismo de López Obrador: “El Estado soy yo”.