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lunes, 14 de septiembre de 2020

Mi encuentro con Carlos Castaneda

 Mi encuentro con Carlos Castaneda

Jacobo Grinberg-Zylberbaum


Habíamos tenido la oportunidad de participar en conferencias que daba Carlos Castaneda en dife­rentes lugares de la Ciudad de México (incluyendo nuestra casa) y se había establecido una relación estrecha y personal con él. Días después de nuestro matrimonio Terita le habló por teléfono a Los Ángeles y le externó su deseo de ir a visitarlo con­migo; el Nahual aceptó añadiendo en la lista a Carlos Hidalgo, con quien se comunicó al día si­guiente.
A partir de esa conversación se decidió que iríamos un total de seis gentes de México.
Como regalo le llevé una colección de mis libros, la cual recibió con un regocijo burlón diciendo que yo escribía libros por kilo. Aquella era su forma usual de reaccionar cada vez que alguien, en su grupo, manifestaba signos de ego. Obviamente, yo estaba orgulloso de mis libros, me identificaba con ellos y su enorme cantidad era para mí un signo de mi valía.
Al Nahual le había costado sudor y lágrimas desprenderse de su historia personal y de su ego para ahora reforzar el de otro. Al entregarle mis libros yo suponía implícitamente que él se intere­saría en su contenido y que incluso apoyaría su publicación. Terita, igual de ingenua que yo pero más valiente, le había dicho que mis libros decían lo mismo que los suyos pero utilizando un lenguaje científico. Después nos dimos cuenta que todo aquello era un signo de inmadurez y que el Nahual había reaccionado ante ello con desprecio. De he­cho, muchas veces nos dijo que no le importaba nada nuestra amistad y que jamás fuéramos a pensar que nuestra relación se basaba en el afecto y cariño. El mundo cotidiano repleto de estructuras, convencionalismos e hipocresías era, para el Nahual, despreciable, y no merecía mayor atención. Cierto, la mayoría de la gente vivía allí, dentro de sus cárceles psicológicas y sus convencionalismos e importancias personales, pero no así él ni nadie de su grupo íntimo. Esto último lo repetía constan­temente:
-El mundo cotidiano es manejable con el dedo meñique; la energía debe ser utilizada para lograr la libertad.
El mundo cotidiano incluía todos los deseos de fama, dinero y posición y todas las relaciones de estructura. Todo deseo mundano basado en la vida de necesidades debía su existencia al acuerdo y a la convención y debía ser rechazado totalmente. Tanto Terita como yo creíamos estar fuera de es­tructuras y pertenecer a un estrato de buscadores de la libertad. Sin embargo, las palabras del Nahual nos deprimían y muchas veces llegamos a percibir el mundo y a nosotros mismos en él como algo sombrío y triste, frío y sin esperanza. El Nahual parecía alentar tal visión como preparación para llegar a un estado magnífico de vitalidad y opti­mismo en el cual él parecía vivir incansablemente a todas horas. Lo cierto es que nos tardábamos meses en recuperarnos del terrible impacto que nos causaba cada una de sus visitas y al fin el temor a verlo era mayor que el deseo de encon­tramos con él. Sus palabras confirmaban nuestro estado:
-Un contacto con el Nahual es un evento terrible  del cual cuesta trabajo recuperarse. La fuerza de la personalidad del Nahual es mayúscula e in­definible.
Fuimos presentados con la gente del grupo del Nahual y pasamos con ellos una semana llena de aprendizajes, pruebas y aventuras que relataré más tarde. Al despedirnos, el Nahual nos había dicho que su grupo deseaba recibir cartas de nosotros. Yo me lo tomé muy en serio y ya en México me dediqué a escribir cinco voluminosas misivas que le entregué a un amigo común que visitaría al día siguiente al Nahual en Los Ángeles.
Pasaron varias semanas sin tener noticias del Nahual y su grupo hasta que una tarde Carlos Ortiz le habló por teléfono a Terita anunciándole que al día siguiente el Nahual vendría a México pero sin decirle la hora y el vuelo en el que lo haría.
Nos entusiasmamos con la perspectiva de verlo de nuevo y esperamos todo el día la notificación de su número de vuelo, pero ésta nunca llegó. En la noche Terita y yo decidimos salir a buscarlo en la Ciudad de México sin tener idea de dónde encon­trarlo. Fuimos a un hotel y después de preguntar, en vano, por su habitación, de pronto supimos que se encontraba en el Zócalo.
 Fuimos hacia allá y en una callejuela a una cuadra del mismo nos topamos con él y todo un grupo de gente acompañándolo.
Aquélla era una verdadera hazaña de poder que Terita y yo habíamos logrado hacer; encontrar al Nahual en la gigantesca Ciudad de México en un sitio preciso y a una hora exacta sin indicaciones externas. Yo, de puro gusto me planté enfrente del Nahual y di un enorme grito de saludo ante el cual él brincó diciendo que después de todo lo que había visto ya no distinguía lo perteneciente a éste u otros mundos y que mi súbita presencia acom­pañada del poderoso grito lo habían sorprendido. Al abrazarlo dijo que encontrarlo de esa manera había sidoun acto de poder.
Alegres y festejando el encuentro, fuimos hacia el Café Tacaba y nos sentamos en una mesa. El Nahual nos platicó acerca de sus experiencias y yo le pregunté si había recibido mis cartas. Me vio con gesto de malicia y dijo:
-Tus cartas se perdieron; nunca las recibimos. Mi reacción al oír eso fue de furia en contra del amigo común al que le encomendé entregárselas y así se lo externé mientras él me perforaba con su mirada. Cuando llegamos a la casa le dije a Terita que la pérdida de las cartas era tan dolorosa que tendría que reproducirlas de memoria y así lo hice durante buena parte de la noche. Al día siguiente Terita tenía una cita con el Nahual por lo que ella era la indicada para entregarle las cartas. Después supe que en el acto de entrega y al saber que yo había reproducido las cartas, el Nahual se había desternillado de risa burlándose de mí por mi obsesiva compulsión para escribir y por mi enorme ego. Meses más tarde mi amigo me dijo que las cartas originales las había entregado en Los Ánge­les tal y como habíamos convenido y que en una sesión memorable habían sido leídas ante el rego­cijo y la burla de todos.
Yo no pude escribir una línea por seis meses a partir de estos acontecimientos y me tardé otros seis para entender y elaborar su significado.
El día que llegamos a Los Ángeles coincidió con dos acontecimientos; el final de la Guerra del Golfo Pérsico y la terminación de una sequía mortal que había sumido a California en un infierno de calor y sequedad. Parados en la sala de recibimientos del aeropuerto estaban esperándonos el Nahual y las integrantes de su grupo más cercano.
Nos saludaron con un cariño claro y directo y después nos invitaron a cenar en un restaurante italiano. Éramos alrededor de doce personas y todos nos sentamos juntos en una mesa larga.
Comentamos acerca del cese de la guerra y de la sequía y el Nahual los consideró signos aus­piciosos de nuestra llegada.
Después nos llevaron a un hotel modesto y viejo en el que nos sorprendió la familiaridad del encargado quien nos recibió como si fuéramos viejos amigos y conocidos.
Después de acomodar nuestras pertenencias en los cuartos, el Nahual invitó a los hombres del grupo a acompañarlo y juntos fuimos a recoger a su hija Nuri; una muchacha delgada extraordinariamente sensitiva y vestida como hombre, la que me sor­prendió por la forma en la que entendió la teoría sintérgica. Me había preguntado acerca de mi ocupación y yo le conté de mi trabajo en la Uni­versidad y de la investigación acerca de las hipótesis de la Teoría Sintérgica. Su comprensión fue directa y total como si mi explicación hubiese calzado perfectamente dentro de su mente. Después el Nahual nos llevó a ver los jardines de la Universidad de California, la casa en la que había vivido cuando se inició su aprendizaje y un enorme centro comercial en el que tomándome del brazo me dijo que se interesaba mucho por la cábala y que sus antepasados habían sido judíos. Yo le dije que la cábala para mí era una enseñanza preciosa. Al final, el tema de conversación se derivó hacia los chamanes de México en general y los graniceros en particular con su capacidad de hacer llover y su interés en detectar señales y signos a partir de eventos de la naturaleza. Le mencioné que Don Lucio era un experto en "leer" el volcán Popoca­tépetl. Me di cuenta que el tema le interesaba profundamente y en un momento estuvo a punto de preguntarme algo al respecto, pero por alguna razón no lo hizo.
Al regresar al hotel me encontré con una Terita furiosa reclamando el por qué las mujeres habían sido eliminadas del encuentro. Le expliqué que la decisión no había sido mía y más calmada nos fuimos a dormir.
La noche estuvo llena de presencias extrañas dentro de nuestro cuarto y (después nos enteramos) también de nuestros compañeros. Era como si ojos y oídos sutiles estuviesen observándonos incluyendo el contenido de nuestros sueños. Supimos que era el Nahual y su gente quienes así nos vigilaban.
Al día siguiente volvimos a separarnos en un grupo de hombres y de mujeres acompañando a nosotros el Nahual. Fuimos a comer y el resto de semana subí varios kilos de tanto hacerlo.
El Nahual decía que el desgaste energético que hacíamos era tan grande que debíamos compensarlo comiendo mucho.
En la tarde asistimos a una escena en la que Florinda Donner, una de las personas más cercanas al Nahual, le reclamó por la separación que éste  hacía entre géneros. El Nahual explicó que éramos muchos y que su forma de interactuar con las mujeres era muy diferente al de los hombres, pero que a partir de ese momento ya no nos separaría. Nos dijo que en el pasado él concebía a la mujer como inferior, pero que eso ya no existía en su mente:
-La mujer es un ser con conocimiento directo a diferencia del hombre tan apegado al lenguaje-, nos dijo con convicción y después continuó:
-La mujer es un ser de acción y posee un órgano extra, la vagina, lo que le permite hazañas de percepción que el hombre ni se imagina -nos dijo después de una comida.
Nos invitaron a casa de Margarita, una amiga del Nahual que parecía pertenecer a su grupo íntimo pero de una forma distinta a la del resto de las mujeres; Margarita era terrenal y cuidaba al Nahual con una ternura y delicadeza mundanas. Su casa de tipo clásico californiano parecía un lugar fuera del tiempo o detenido en el pasado. Nos sentamos alrededor de una mesa redonda, enorme, y después de una comida también enorme pasamos a una sala y el Nahual se sentó en una silla de respaldo elevado con Carol, la mujer del Nahual, a su lado.
Terita y yo le dijimos que acabábamos de casarnos en Totolapan, cuando escucharon el nombre del lugar nos dijeron, asombrados, que ellos también se habían casado allí cumpliendo una orden de Don Juan.
--Lo hicimos -afirmó el Nahual con seguridad­-- como una estrategia ante este mundo.
Para el Nahual y su grupo, existían dos mundos claramente separados, el de ellos y el del resto. O se pertenecía a su mundo o al otro. Su mundo era cerrado y no admitía visitantes: nosotros, el grupo de México éramos una excepción, las puertas de su mundo se habían abierto para que penetráramos en él. Este evento era algo totalmente nuevo y solamente el Espíritu decidiría si nos quedaríamos adentro o si las puertas se volverían a cerrar deján­donos fuera.
-El pájaro de la libertad -nos dijo el Nahual con suma seriedad-, está volando sobre sus cabe­zas. Dependerá de ustedes si lo dejan pasar o si se van con él. Si lo dejan pasar, jamás aparecerá de nuevo y habrán perdido una oportunidad que nunca se repetirá.
La explicación de nuestro estado privilegiado era que existía una deuda con México y nosotros, mexicanos, habíamos sido depositarios del pago.
El Nahual y su mujer habían tenido una hija y ésta era la muchacha delgada que habíamos conocido el primer día.
 El grupo más cercano al Nahual estaba formado íntegramente por mujeres. Algunas que yo conocí eran Carol, la mujer del Nahual, Nuri, su hija, Florinda Donner y Ana. Todas tenían en común un algo que las diferenciaba del resto de las mujeres que yo había conocido antes, exceptuando algunas muje­res de Tepoztlán, un anhelo por la libertad y una fuerza con un vacío de sentimientos mundanos. Ana era la más notoria por estas cualidades. Florinda era fuerte y directa y la que más se parecía al Nahual. Carol  parecía de otro mundo, distante y etéreo.
Nuri era inteligente y certera como una hoja acerada, sin embargo había algo en ella que todavía no estaba definido, algo por madurar. Todas eran delgadas y hombrunas.
Durante esa semana el Nahual también nos presentó a los miembros de su grupo periférico, estudiantes, hombres y mujeres que asistían a sus clases de Tensegridad; ejercicios físicos que el Nahual mismo desarrollaba e impartía en un salón enorme cerca del centro de Los Ángeles. El grupo periférico se distinguía del íntimo en no haber sido alumnos directos de Don Juan y no poseer las características que he descrito antes para el grupo íntimo.
Eran gentes de distintas edades y nacionalidades con el incentivo común de querer conocer más acerca de las enseñanzas de los brujos.
EL Nahual conocía mucha gente y gustaba contarnos anécdotas acerca de los notables que le habían sido presentados: presidentes, ministros, actores y actrices y grandes maestros espirituales. De todos se expresaba de forma similar; burlona y cruel.
 Nos decía que no tenían energía suficiente, que eran unos pendejos con un ego exagerado y al final siempre recordaba a Don Juan como el único ser verdaderamente libre que había conocido.
Varias afirmaciones del Nahual me parecieron incongruentes; decía que el hecho de presentarnos a su grupo íntimo serviría para convencernos de que su estilo de vida y sus libros eran reales.
Puesto que yo nunca había dudado de ello, la afirmación me pareció extraña. También hablaba de otros miembros del grupo que nos presentaría a su debido tiempo, en particular una mujer que solamente aparecería si lográbamos dar el "salto" hacia la libertad total:
-Aparecerá -nos decía en un tono misterioso, ­en el momento preciso.
Hacía referencia continua al hecho excepcional de estar juntos y a su significado. Nos decía que en parte las puertas se habían abierto para nosotros como un homenaje a México y un pago por todo lo que Don Juan, un mexicano, había hecho por él. Después se quejaba de la ausencia de Don Juan:
-Pinche viejo que se fue dejándome solo.
Lo decía con tristeza, y un sentimiento similar expresaba hacia Florinda la Grande, quien había desaparecido enfrente de todos una tarde memo­rable. Florinda Donner había tratado de impedírselo y el Anual, al atajarla con un brazo, recibió un impacto energético tan atroz que tuvieron que inter­narlo en un hospital para salvarlo de una peritonitis fulminante. Florinda la Grande había sido su maestra y guía después de la desaparición de Don Juan y cuando ella también se fue, el mismo día del terremoto de la Ciudad de México de 1985, el grupo cayó en una desesperanza sin fondo. Deci­dieron entonces rentar una avioneta en Costa Rica y lanzarla de picada sobre un volcán con el objeto de desaparecer de este mundo, cosa que obviamente no hicieron.
De Florinda la Grande, el Nahual contaba anécdotas increíbles.
Decía que era una experta en cambiar la  posición de su punto de encaje a posiciones inverosímiles, tales como las de una mosca. Al hacerlo, se convertía en ese insecto, lo que le gustaba, puesto que las moscas viven eternamente dedicadas a hacer el amor sintiendo orgasmos sin fin:
-Pero existe un precio gigantesco para estos cambios -nos decía con seriedad- y es que ya no se regresa igual que como uno se fue.
Florinda la Grande lo había obligado, como un antídoto ante su súbita notoriedad, a servir como cocinero en un restaurante de paso. Durante un año, el Nahual se dedicó a cocinar hamburguesas acompañado de una mujer que era fanática lectora de los libros que había escrito. Esa mujer deseaba conocer a Carlos Castaneda a como diera lugar sin saber que lo tenía a su lado. En una ocasión un gran Cadillac se estacionó frente al restaurante con un hombre dentro que escribía algo en un cuaderno de notas. La mujer estaba segura que se trataba de su ídolo y así se lo hizo saber al cocinero quien la acompañó muriéndose de risa por dentro.
En otra ocasión, un amigo lo invitó a una reunión secreta en la que Carlos Castaneda firmaría autó­grafos. Al fondo de un corredor y en un pequeño cuarto, el impostor le había firmado uno de sus libros.
También nos contó acerca de un congreso de antropología en el cual su obra fue agriamente criticada. En el centro del auditorio había un señor con una máscara indígena que lo cubría. Todos los ponentes supusieron que se trataba de Castaneda y al criticarlo lo señalaban con el dedo con un ademán acusatorio. En realidad no se trataba del Nahual.
La semana estuvo repleta de estas historias que el Nahual contaba sin parar durante horas enteras. Todas ellas tenían como tema central las costum­bres estúpidas del mundo, nos habló de su aprendizaje al lado de su maestro y de una serie de eventos fantásticos relacionados consigo mismo, con Carol y con Nuri.
Puesto que estas historias las publicó en su último libro, "El Arte de Ensoñar", no las repetiré aquí. El Nahual dudaba de publicarlo, pero Florinda Donner lo convenció de hacerlo. La razón de la duda eran los eventos extraordinarios relatados en el libro y la duda de si serían comprendidos. Lo que sí me gustaría relatar es lo que concierne al grupo de indígenas que Don Juan le legó y Las Gordas.
Una mañana Florinda nos llamó por teléfono informándonos que el Nahual había tenido la nece­sidad de viajar en busca de los indios de su grupo los cuales se encontraban molestos y celosos por nuestra presencia. Cuando el Nahual regresó de ese viaje nos dijo que Nuri había sido secuestrada y que él había tenido que viajar cientos de kiló­metros para rescatarla. Los indios se habían dado cuenta de nuestra presencia y de todas las ense­ñanzas que recibimos y deseaban vengarse. Nuri fue rescatada después de una lucha feroz, pero los indios le habían cortado su cabello como adver­tencia. Cuando la vimos en casa de Margarita su pelo era diminuto y con un peinado distinto al de la víspera: Nos advirtieron tener cuidado en la calle pues nos vigilaban y en cualquier momento podríamos sufrir una agresión. El Nahual se refería a los indios de su grupo como un bonche de im­béciles que no habían aprendido nada y sólo constituían un peso muerto que a él le tocaba sos­tener:
-Comparado con ustedes -nos decía- son unos inútiles que nada entienden y de los que debo alejarme a como de lugar.
Aquellas afirmaciones nos hacían sentir muy bien y fortalecían nuestro ego. Solamente Carlos Hidalgo se daba cuenta que era una estrategia utilizada por el Nahua1. Lo cierto es que después de reforzar nuestra importancia personal nos atacaba haciéndonos sentir unos imbéciles. Esos vaivenes entre reforzar nuestro ego y después despedazarlo se repitieron durante toda la semana.
También nos habló de Las Gordas; dos mujeres del grupo íntimo las cuales se habían opuesto al liderazgo del Nahual. Éste había tenido que emplear toda su energía para someterlas, pero en lugar de lograrlo había desencadenado en ellas, una crisis de locura cuyo desenlace había sido la muerte. La historia era macabra y a mí me produjo una sensación muy desagradable.
Una tarde fuimos invitados a la casa de uno de los miembros del grupo periférico. No asistió el Nanual, pero nos acompañaron las mujeres de su grupo íntimo. La casa estaba localizada en los suburbios y su fachada estaba adornada con una enorme bandera norteamericana que ondulaba con el viento. En Los Ángeles abundaban esas mani­festaciones de nacionalismo motivadas por la Guerra del Golfo Pérsico. Verla en la casa de uno de los allegados al Nahual me produjo una sensa­ción de confusión. El dueño de la casa, un hombre fornido con ademanes femeninos, nos recibió con grandes muestras de afecto y presumió de sus colecciones de monedas, reliquias tibetanas y la comida que había preparado en nuestro honor. Me sentí como en México cuando una de mis tías hacía una de sus comidas burguesas y no soportándolo salí a la calle y me senté en la banqueta esperando que esa reunión absurda terminara. En la mañana el Nahual indagó acerca de nuestras impresiones de la víspera y yo le dije que habían sido insufribles, pero que el resto del grupo no estaba de acuerdo conmigo. Me dio la razón felicitándome por mi  percepción.
Poco a poco iba comprendiendo que todo lo que sucedía con el Nahual estaba premeditado y que era el resultado de un patrón, el cual estaba ideado para probarnos. El Nahual observaba nuestras reacciones notando la aparición de nuestros egos, estructuras aprendidas y bloqueos. Además, era un experto en la medición de nuestros niveles ener­géticos y aberraciones.
Continuamente nos hablaba de la necesidad de dejar atrás el ego y nos instruía en técnicas para borrar nuestra historia personal. La principal de éstas era la recapitulación consistente en reintegrar eventos e imágenes del pasado recuperando, de ellas, todas las cargas energéticas asociadas hasta lograr una observación ecuánime de las mismas.
También opinaba que el Universo era un lugar donde lo que imperaba era la violencia y la depre­dación de unos seres sobre otros. Yo me oponía a esa visión defendiendo al mundo como un sitio regulado por el amor. El Nahual se burlaba de mí diciendo que lo importante era la energía personal y el poder. Afirmaba que el sexo era la mejor forma de perder energía y que debía ser evitado a cual­quier precio.
Uno de los del grupo protestó porque afirmaba que él y su novia alcanzaban niveles espléndidos de conciencia durante sus relaciones sexuales. El Nahual lo pensó un momento y le dijo que en ese caso no había objeción. Pero no lo dijo porque creyera, sino por seguirle la corriente. Para ese entonces y después de varios días de oírlo, yo empezaba a distinguir cuándo el Nahual hablaba en serio y cuándo nos daba por nuestro lado como diciendo que era inútil tratar de cambiarnos. El experto en esas detecciones era, sin embargo, Carlos Hidalgo. Cuando en las noches nos re­uníamos a comentar los sucesos del día, él nos aleccionaba acerca de las tácticas y estrategias del Nahual. Nos decía que casi nunca hablaba en serio y que la mayoría de sus acciones eran simples subterfugios para activar nuestras defensas yoicas y nuestros apegos.
En ese sentido, su principal táctica era la invitación a quedarnos con él y su grupo aban­donándolo todo: trabajo, posesiones, casa y familia. Nos contaba el caso de una señora que le había jurado hacer todo lo que él mandara a condición de permanecer en su grupo. El Nahual le pidió que se cortara el cabello sabiendo que era su posesión más preciada. La señora, histérica, le rogó pedirle cualquier otra cosa menos eso. Después de esas historias se nos quedaba viendo y yo sentía que éramos como esa señora: deseosos de ser libres pero apegados a nuestras cárceles y sin poderlas dejar.
Por fin llegó el día del retorno a México. El Nahual nos llevó al aeropuerto diciéndonos que no sabía si nos volvería a ver puesto que, al igual que Don Juan, él y su grupo tendrían que desaparecer en el otro mundo y el momento para hacerla ya estaba muy cercano.
Necesitaba de una masa crítica para lograrlo y deseaba nuestra energía. A Terita la había invitado a quedarse con Florinda, y a mí que necesitaba de mi cerebro para ayudarlo a comprender eventos inexplicables. Antes de bajar del coche, en el aeropuerto, me dijo que no me fuera pero no le hice caso y con un sentimiento de pérdida abor­damos el avión que nos llevaría de regreso a la Ciudad de México.
A los pocos días llegó el aviso de que el Nahual venía a México, cuando ocurrió la hazaña, relatada antes, de encontrarlo cerca del Zócalo capitalino.
En el Café Tacuba quedamos de acuerdo de vernos al día siguiente para realizar una "excursión a las grutas de Cacahuamilpa en las que el Nahual nos daría una iniciación al chamanismo.
Menos yo, todos salieron muy de mañana hacia las grutas mientras me dirigí a Tepoztlán porque deseaba pasar por mi hija para que conociera al Nahual. No la encontré y cuando llegué a Ca­cahuamilpa, me encontré a todo el grupo sentado; alrededor de una mesa después de comer y  preparándose para penetrar a las grutas. Pedí un refrigerio yeso hizo que la entrada se pospusiera por una hora. El Nahual, ante el forzado retraso, manifestó una conducta extraña; paseaba de un lado al otro impaciente y nervioso y en cierto momento totalmente desesperado por tener que esperar. Me acerqué a él y le dije que me parecía que su forma de actuar estaba determinada por la cultura, norteamericana en la cual vivía y en la cual todo era previsible.
-Aquí en México, me atreví a decirle, las cosas no siempre salen como uno las planea.
Me miró asombrado y me contestó que esa no era la razón de su estado, sino el hecho de que las señales no correspondían. En ese momento una señora india vendiendo artesanías se nos acercó y el Nahual prácticamente le gritó que nos dejara en paz.
Por fin pudimos entrar a la gruta y el Nahual anunció que debíamos separarnos del resto de la gente, de los turistas y visitantes casuales que nos rodeaban.
-Nuestra misión aquí es trascendente -nos dijo con solemnidad- les enseñaré la estatua del guerrero de la misma forma en la que Don Juan lo hizo conmigo.
Empezamos a caminar y mi cuerpo a protestar por el ambiente sofocante y el aire enrarecido que no me bastaba para respirar.
Además, mi mente comenzó a quejarse; me decía que aquello era una ceremonia pagana en la que no debía participar. Sentí que me ahogaba, que el Nahual era un farsante por su impaciencia y que me estaba obligando a adorar una piedra trai­cionando con ello todo mi judaísmo. Por fin, no soportándolo más me regresé a la salida y me fui a mi casa. Esperé la mitad de la noche el arribo del grupo que había decidido que nos reuniríamos allí y mientras lo hacía, observé a una golondrina que se acercaba a un nido ocupado por otras golondrinas las que la rechazaban una y otra vez hasta que ésta se alejaba. Exactamente así me sentía; me había separado del grupo y ahora deseaba unirme a él pero era rechazado. El grupo no apareció en toda la noche confirmando mi sentimiento de ser como la golondrina rechazada y me fui a dormir.
Al día siguiente fui a buscar al Nahual en su hotel y me lo encontré desayunando en compañía de varias de sus gentes. Me miró con una indi­ferencia y un desprecio obvios que me hicieron sentir terriblemente mal. Me disculpé de haberme ido de las grutas contando la anécdota con las golondrinas pero sintiéndome un perfecto extraño. En ese momento traté de recordar cuándo había aceptado a Carlos Castaneda como Nanual, pero no pude.
También dije que mi retraso había sido motivado por el deseo de presentarle al Nahual a mi hija. El Nahual me miró con un reflejo raro en los ojos y se rió a carcajadas:
-¡Me quiere presentar a su hija! -exclamó entre risas.
Eso sí me sacudió por completo. Para mí, el deseo de presentarle a mi hija estaba motivado por la idea inocente de apoyar su crecimiento al conocer a una persona como el Nahual. Su burla y su ex­presión escondían, en cambio, algo totalmente ajeno a la inocencia. En ese momento algo se rom­pió en mi interior y empecé a ver al Nahual con otros ojos.
Sin embargo, no me fui de allí, nos habían invitado a ir a Tula y en medio del ajetreo de la salida me olvidé de mi malestar.
Como siempre, el Nahual empezó a hablar y no paró un segundo en todo el trayecto. Al subirse al coche me había prohibido poner música. Nos dijo que él ya no poseía un yo, que todo lo que quedaba de él eran historias de nahuales que salían de su boca como por sí mismas. Nos contó que Don Juan lo había obligado a separarse de todos sus amigos y que durante meses permaneció encerrado en un cuarto de hotel sin ver a nadie y volviéndose loco, hasta que algo se reacomodó en su interior y dejó de serle necesaria la compañía. Cuando llegamos a Tula, nos llevó a la plaza central y a la iglesia en la cual había tenido un encuentro con el Desafiante de la Muerte.
-Pensaba que había sido en Oaxaca -dijo alguien del grupo.
-Fue aquí, contestó el Nahual, y aquí también desaparecí durante nueve días en el otro mundo.
Penetramos a la iglesia en la cual el Nahual se había entrevistado con el Desafiante y a mí me pareció el lugar más triste del mundo. Después dimos vueltas por la plaza y el Nahual nos señaló la banca favorita de Don Juan y recordó haber visto la muerte de una persona desde ella.
-Con Don Juan todo acontecimiento era una enseñanza -nos dijo con seriedad-. Antes de haberlo conocido, ver a alguien morir era un evento cotidiano, pero con Don Juan vi la muerte acercarse y todo el evento adquirió un cariz mágico y fan­tástico.
Después nos dijo que el Desafiante de la Muerte se había fusionado con la mujer Nahual y que Carol contenía a ambos en uno. Todos volteamos a ver a Carol y ella asintió con la cabeza.
Con esta mujer -dijo el Nahual- he viajado a donde nadie puede viajar.
Volteamos de nuevo a ver a Carol y ella volvió a asentir con la cabeza.
Durante el tiempo que el Nahual estuvo en México, además de Tula fuimos a Teotihuacan. Recuerdo que al llegar y ver la pirámide del Sol, sentí un escalofrío y una presión en el vientre. Comenté mis sensaciones interpretándolas como asociadas con una detección de la energía del lugar. El Nahual volteó a verme y riéndose dijo:
-Pamplinas, es un pedo que tienes atorado.
Caminamos por la calzada de los muertos y el Nahual se burló de tal nombre. Nos dijo que los españoles habían encontrado restos humanos allí y por ello le dieron ese nombre, pero en realidad lo que ocurría allí era fantástico.
Cientos de acechadores se colocaban en cada recodo de la avenida y juntos visualizaban la pirámide de la Luna. Cuando lo hacían a la per­fección y en total sincronía, desaparecían de este mundo. Si alguien fallaba entonces quedaba muti­lado y sus restos regados en el suelo.
Después de decir aquello, el Nahual se colocó en una esquina y miró hacia la pirámide como tratando de reproducir el sentimiento de aque­llos hombres capaces de viajar juntos a otros mundos.
No he vuelto a ver al Nahual y a veces me pregunto si el Ave de la Libertad pasó encima de mí y yo la dejé pasar o si todo lo que viví fue una pieza más del enrejado de mi vida, pieza necesaria  y valiosa exactamente tal y como la viví. En oca­siones me recrimino a mí mismo por no haber dejado todo y no haberme entregado totalmente al Ñahual y a su camino. Sobre todo cuando me siento atrapado en mi trabajo o en este mundo pienso que perdí la oportunidad de mi vida y que algo que deseé durante años se volvió realidad pero no fui capaz de asirlo. Pero después recuerdo la risa de burla del Nahual al mencionarle mi deseo de que cono­ciera él a mi hija, a mi Estusha amada y algo me dice que lo que sucedió fue lo que debía haber acon­tecido, ni más ni menos.
El Nahual nos pidió no divulgar las experiencias ocurridas durante nuestros encuentros. Durante tres años así lo he hecho, pero ahora siento que todo formaba parte de una estrategia en la que lo valioso era el impacto sobre nuestras conciencias y la capacidad de transformarlas. Yo le estoy muy agradecido al Nahual por todo lo que me mostró de mí mismo; mis dependencias y apegos, mi ego y mi obstinación, pero no puedo aceptar guardar secretos.
Como una muestra de su enseñanza y del valor que le dio a la libertad como sumo bien y meta por lograr, me he tomado la libertad de describir algunas cosas que recuerdo de aquéllos días extraordinarios en los que fui testigo directo de las manifestaciones de una de las personalidades más valiosas de nuestro tiempo.
Ojalá que esto le sirva a quien lo lea.
Una última palabra: el Nahual dejó de comuni­carse con la mayoría de nosotros, exceptuando a una de las mujeres de nuestro grupo. Le hablaba día y noche instigándola a abandonarlo todo y unirse a su grupo. El problema es que ese abandono implicaba dejar sin protección a uno de sus hijos el cual dependía emocionalmente y materialmente. de su ma9re. La sometió a tal grado de presión que en una ocasión ella tuvo que pedirle no volver a establecer contacto. Cuando nos contó lo que le estaba aconteciendo y la terrible presión a la que la sometió el Nahual. yo me sorprendí profun­damente y sigo sin entender el evento.

El N'ahual nos advirtió, varias veces, que su estrategia no era la misma que la de Don Juan y que nunca llegáramos a pensar en nexos de cariño o dependencias emocionales con respecto a su persona. Esto fue difícil de digerir y aceptar pero a final,de cuentas resultó cierto. El Nahual des apareció y nunca lo hemos vuelto a ver. No resultó un maestro con continuidad y Espíritu de perma­nencia y protección hacia sus discípulos. Esto nos enseñó a no depender de figuras de poder cn nuestro camino y ciertamente constituyó un em­pujón hacía la independencia y la libertad. Le agradezco este gesto. difícil pero necesario.

 

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