¿Qué hacemos con Agustín de Iturbide?
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Una nueva lectura de nuestro pasado se vuelve cada vez más urgente a la luz de aquellas figuras plenas de claroscuros.
Alegoría de la coronación de Agustín I, Por José Ignacio Paz. (Cortesía: Museo Nacional de Historia)
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En la Universidad Católica de América, en Washington, D.C., se resguardan documentos coleccionados por Agustín de Iturbide Green (1863-1925), nieto del primer emperador de México.
La colección contiene documentos de la familia, desde el reinado de Agustín I hasta la muerte de su nieto. Incluye correspondencia, documentos oficiales, medallas y monedas, periódicos y retratos.
Ejecutado el emperador el 19 de julio de 1824, la viuda Ana María Huarte de Iturbide se exilió a Washington junto con sus hijos, llevando consigo todos los documentos familiares, incluido el original del Plan de Iguala.
Agustín de Iturbide Green nació en la Ciudad de México durante la ocupación francesa en 1863, hijo de Ángel de Iturbide y de la estadunidense Alice Green.
En un esfuerzo por ganarse la simpatía de los mexicanos, el emperador Maximiliano obligó a Ángel y Alice Iturbide a ceder a su hijo Agustín, de dos años, como heredero. Tras el colapso del régimen de Maximiliano en 1867, Agustín vivió con sus padres en La Habana y residió con su madre en Estados Unidos hasta 1875, antes de irse a estudiar a Bruselas.
Después de permanecer durante varios años en Europa, regresó a Washington, D.C. para estudiar la maestría en Lingüística en la Universidad de Georgetown en 1884.
Un año antes, en una entrevista que concedió a The New York Times, del 16 de abril de 1883, bajo el título “Príncipe Agustín de Yturbide, las modestas pretensiones del hijo adoptado por Maximiliano”, dijo que no recordaba al emperador pues era muy pequeño cuando vivió a su lado en el castillo. (Yturbide es la forma antigua de escribir el apellido).
Descrito como “joven alto y esbelto, con cabello y ojos oscuros y rasgos bastante agradables”, Agustín III había desembarcado en Nueva York del vapor White Star Germanic y conducido en un taxi hasta el hotel Fifth Avenue, escribió el periodista.
Nieto e hijo adoptivo de dos emperadores, sin ninguna ilusión por la corona, el príncipe se manifestó en favor de la república como sistema de gobierno. Era, pues, un aristócrata republicano.
“Sí, me llaman príncipe, generalmente en el extranjero, donde he estado en los últimos seis meses. Creo que soy el único heredero al trono de México, pero no tengo pretensiones en ese sentido. Estoy muy contento de disfrutar derechos iguales con los buenos ciudadanos de esa creciente república (mexicana). Soy republicano de corazón y creo en las ideas prevalecientes en este continente”, declaró al diario.
© Wikimedia Commons
El joven Iturbide regresó a México en 1887 en el porfiriato para ingresar a la Academia Militar de Chapultepec, ahí, en el mismo palacio donde vivió como primer infante de la corte.
Aunque tenía aspiraciones de seguir la carrera militar, también tenía sus propias ideas. Criticó al régimen de Porfirio Díaz siendo cadete y por ello fue sometido a un consejo de guerra en 1890. Condenado por insubordinación, fue condenado a un año de prisión y exiliado a Estados Unidos.
La familia Iturbide estaba en la ruina económica, había perdido la pensión vitalicia aprobada por el Congreso en 1823 a los descendientes del Libertador, en nombre de la patria agradecida por haber dado a los mexicanos la independencia. Ironía de la historia: a Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de José María Morelos, le tocó entregar en París dicha pensión a Ángel Iturbide por instrucciones de Maximiliano, cuando Almonte era ministro de la Legación del Imperio Mexicano en Francia.
Pero volvamos a Agustín III. Afligido por su madre, quien falleció durante los intentos de salvar la fortuna familiar, Iturbide se mudó a una casa cerca de la Universidad de Georgetown, donde enseñó francés y español. Entonces conoció a Louise Kearney, de origen irlandés, con quien contrajo matrimonio en 1915.
Agustín de Iturbide Green continuó impartiendo clases hasta que murió de tuberculosis en 1925, sin descendencia. La viuda de Iturbide fue quien donó en 1957 la colección de documentos que hoy se conservan en la Universidad Católica de Estados Unidos. Esta es la historia de cómo la colección de la familia Iturbide llegó a Washington.
Entre la admiración y el aborrecimiento
Como la Universidad Católica está cerrada debido a la pandemia del coronavirus, sólo pude consultar algunos materiales que están disponibles en línea, como documentos oficiales y personales de Agustín I.
Revisé el diario militar durante sus años en el ejército realista, el cual ya ha sido publicado. Resulta poco atractivo de leer porque tiene un carácter reiterativo, más descriptivo de las operaciones militares contra los insurgentes que reflexivo sobre la guerra de independencia.
Entre los documentos manuscritos de carácter familiar, llama la atención el afán del padre de Agustín I, José Joaquín de Iturbide, de que se reconozca el origen noble de su apellido, a través de numerosas certificaciones notariales, originario de Pamplona, Navarra, con la presunta intención de que el rey de España le concediera un título nobiliario, lo que al parecer nunca logró.
Pero don José Joaquín nunca se habría imaginado que años después se convertiría, no en duque o marqués, sino en príncipe del Imperio Mexicano por la gracia de su hijo, el emperador.
La figura de Iturbide ha sido proyectada en los extremos de la admiración y el aborrecimiento, con pocos o ningún matiz. El historiador Juan de Dios Arias, en México a través de los siglos, tomo cuarto, México independiente, 1821-1855, trata de presentar una visión equilibrada de Iturbide, pero sin dejar de señalar sus errores.
© The Iturbide-Kearney Family, The Catholic Univesity of America.
“Todo había concluido para España; México quedaba dueño absoluto de sus destinos. Proclamado emperador, Iturbide vio colmado sus deseos y ampliamente satisfechas sus ambiciones; desde aquel instante la suerte del imperio y la que le era personal dependían de su talento, de los nobles instintos que en su pecho engendrase la gratitud hacia el pueblo que tanto le enaltecía, poniendo en sus manos la felicidad de la patria: era necesario al campeón de Iguala encaminarse al trono con paso franco, con el corazón limpio de rencores y con la mente henchida de ideas humanitarias y generadoras. Sigámosle en su marcha”, la cual al final no fue favorable para Arias.
El ditirambo está representado en el siguiente Poema a Iturbide de Amado del Valle en Cantos del Centenario a los Libertadores de México, publicado el 12 de marzo de 1910:
Caudillo, padre y mártir, tu memoriaCon justicia, a tal grado se agiganta
Que no hay pincel ni lira ni garganta,
Dignos de celebrar tu rara gloria.
Y la feroz crítica proviene de Vicente Rocafuerte en el Bosquejo ligerísimo de la revolución de Mégico: desde el grito de Iguala hasta la proclamación imperial de Iturbide, de 1822:
“Su padre lo puso a estudiar en el colegio de Valladolid, a donde no pudo concluir su curso de filosofía por vicioso y desaplicado; sólo manifestó aptitud y viveza para toda especie de disipación y maligna travesura; una de las que hizo en el colegio, fue tirar por el pie en una escalera, en cuya estremidad (sic) superior estaba colocado un mozo, ocasionándole poco menos que la muerte con el golpe que recibió en la caída”.
Y más adelante, Rocafuerte agregó:
“Cuando levantó Hidalgo el glorioso estandarte de la independencia, era Iturbide alférez del regimiento de milicias de Valladolid. Se declaró acérrimo enemigo de la causa de la América, calculó que en las filas españolas sería más fácil adquirir empleos, obtener mandos y satisfacer su pueril ambición, que seguir el noble grito de libertad, ayudando a Hidalgo y a los verdaderos patriotas a sacudir el ominoso yugo de la tiranía española”.
En esta misma línea de la narrativa maniquea, el presidente Luis Echeverría Álvarez no sólo arrojó a la basura de la historia a Iturbide, sino que lo ahogó en las aguas de la presa llamada precisamente Vicente Guerrero, al ordenar su construcción en el área donde se encontraba el pueblo de Padilla, Tamaulipas, donde fue ejecutado y sepultado. Los restos mortales del emperador fueron exhumados y depositados en la Catedral de México, donde ahora reposan.
En una columna que publiqué en MILENIO, intitulada “Agustín de Iturbide, el conciliador”, del 23 de julio de 2020, escribí que en la historia oficial, la confrontación de malos contra buenos es eterna: conquistadores contra mexicas, realistas contra insurgentes, conservadores contra liberales… y así seguimos en pleno siglo XXI, en detrimento de la reconciliación nacional.
Se descalifica a Agustín de Iturbide y se exalta a Vicente Guerrero, cuando ninguno hubiera logrado, por sí mismo, la independencia de México, que es sin duda la mayor aportación de ambos personajes.
La reivindicación de Iturbide no significa una defensa de la monarquía como sistema de gobierno, que nuestro país experimentó en dos efímeras ocasiones con consecuencias funestas, ni un ataque a la república, que no ha resuelto las aspiraciones de igualdad y bienestar.
El problema somos los hombres. Las lacras de nuestra bicentenaria vida independiente no se deben a la monarquía o a la república, provienen de políticos ambiciosos, incompetentes y corruptos que en nombre de una ideología justifican sus crímenes y yerros, tolerados por un buen número de ciudadanos apáticos, ignorantes o fanáticos.
© Museo Regional de Guadalajara
Todo empezó con el levantamiento del republicano Antonio López de Santa Anna en contra de la monarquía de Iturbide para acabar siendo un traidor, como el presidente que perdió la mitad del territorio nacional, la mayor tragedia de nuestro país.
Hoy, el estado de derecho, la educación y la justicia son fundamentales para garantizar el buen gobierno, respaldado por el buen ciudadano.
La división y el odio en nombre de ideologías someten al país en la parálisis y el rencor.
Tal como lo escribí, el abrazo de Acatempan, ese gesto de concordia entre bandos opuestos, y el Plan de Iguala, una plataforma común, permitieron a nuestra nación instaurar la soberanía, pero a pesar de cierto progreso, no acabó de consolidarse por malos gobernantes.
La unión y la conciliación de los mexicanos, entre insurgentes y españoles, criollos y mestizos, en las que lamentablemente fueron excluidos los indígenas, fue sin embargo la fundamental aportación de Iturbide al nacimiento de México, tarea pendiente de nuestra generación, dos siglos después.
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