CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Al menos desde hace una década, Miguel Ángel Mancera ha sido más que testigo directo de la expansión del narcotráfico en la Ciudad de México.
Cuando en 2006, su entonces protector Marcelo Ebrard lo designó titular de la Procuraduría de Justicia local, ya sabía cuál era la dinámica de la delincuencia organizada y cómo estaba convirtiendo a la capital del país en uno de sus principales centros de distribución y consumo.
Si alguien sabe quiénes, cómo y dónde operan los cárteles en la capital del país es Miguel Ángel Macera; no sólo por ser ahora la principal autoridad local, sino porque ha estado en los espacios de poder político y de gobierno tocados de distinta manera por esa actividad delictiva.
Antes de llegar al gobierno de la Ciudad de México, había pasado por la Secretaría de Seguridad Pública como asesor del propio Ebrard, de quien también fue director de Investigaciones y Procedimientos en la que es la policía más numerosa del país.
En el 2000, pasó como asesor de la Comisión de Procuración y Administración de Justicia en la Asamblea Legislativa en momentos en que el gobierno perredista ya tenía identificados los principales puntos de venta de droga en la ciudad.
Cuando llegó a la Procuraduría de Justicia, se encontró con información trabajada por la policía de investigación ministerial desde el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas sobre la mutación del territorio capitalino en zona de ocultamiento y operaciones financieras de los líderes del narcotráfico en uno de los más importantes mercados de la droga del país.
A pesar de toda la información acumulada y de las evidencias inocultables de esa conversión, el jefe de gobierno pretende seguir ocultando que la Ciudad de México es una zona más de la disputa de los cárteles de la droga en el país.
Desde que era procurador, Mancera ha negado esa presencia en la capital. Durante una década no se ha salido de ese discurso. Dice que no hay cárteles, sino células.
Es el mismo discurso estadunidense: que dice no tener cárteles, sino sólo distribuidores en el que es el mercado más grande para las drogas.
Los ejecutados, las extorsiones a través del llamado derecho de piso, y ahora el operativo mortal de la Marina y el llamado narcobloqueo en Tláhuac, demuestran que la Ciudad de México dejó de ser el lugar de ocultamiento de los jefes del narcotráfico y centro de transacciones y operaciones de lavado para convertirse en un territorio más en la disputa nacional por el control de rutas y drogas.
Como en otras zonas del país, el consentimiento de autoridades de esa actividad empieza también ya a ser evidente; lo mismo que un cada vez mayor control social.
Ni Mancera ni alguna autoridad federal van a reconocer que la capital del poder político, económico y financiero del país está perdiendo terreno frente a los narcotraficantes, pero el operativo de la Marina en Tláhuac acabó con su discurso de que aquí no pasa nada.
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