Salah y la duda
Según el guión que le escribieron, Salah Abdeslam
tenía que haberse inmolado con la esperanza de alcanzar el paraíso. Un
camino que muchos otros siguieron antes que él, y con el que se cerraba
el círculo de su entrega a la causa de la fe. Disponía de su
cinturón-bomba, una forma instantánea y devastadora de quitarse de la
circulación que probó su hermano Brahim con éxito
parcial: logró autosuprimirse, pero no llevarse por delante a las
víctimas que se le suponía capaz de causar entre los infieles. Sin
embargo, he aquí que Salah, en lugar de pulsar el detonador, decidió en el último momento
despojarse del cinto explosivo, abandonarlo y tratar de seguir
viviendo, pese a las dificultades de toda índole que en ese empeño ha de
plantearle el estar acusado de ser el cerebro de un grave ataque
terrorista en territorio francés. Una acción que los franceses no van a
olvidar y que sus connacionales belgas no podrán impedir que le reporte
feas consecuencias penales, a manos de los ofendidos.
La
vida de Salah ha sido, desde hace ya unos cuantos años, cualquier cosa
menos ejemplar. Hijo de un trabajador inmigrante, nacido con el
pasaporte de la Unión Europea, y disponiendo de un
empleo decente en la empresa para la que trabajó su progenitor, tenía
fama de ligón y de vago y prefirió dedicarse al trapicheo de droga, que
le permitía obtener ganancia sin necesidad de madrugar o dar el callo
como se le exigía en aquel empleo del que acabaron echándole.
Descubiertos sus manejos por la policía, a Salah le cayó una condena de
esas no muy abultadas, pero que sirven para conocer el ambiente
penitenciario, y en su caso sirvió para que los radicales islamistas allí encerrados lo captaran para su causa.
De este modo, y bajo los favorables auspicios del gobierno belga, el
porrero mujeriego que entró en prisión salió convertido en muyahidín,
dispuesto a unirse a los grandes explotadores de la marca yihad, quienes
a la vista está, no dejaron pasar la oportunidad que representaba un
musulmán con pasaporte europeo, resentido contra su gobierno y contra
los demás de la Unión Europea, por el conjunto de políticas que, so capa
de una pretendida integración, en la práctica consolidan y perpetúan la
postergación social de Salah y de los suyos. Por no hablar de las
acciones de guerra que contra sus hermanos musulmanes de Oriente Medio
lleva desarrollando Europa, casi día por día, a lo largo de lo que va
transcurrido de siglo.
Tan convencido estaba, que se unió a la marca última y más contundente del islamismo radical: el Estado Islámico, conocido indistintamente como ISIS, Daesh o EI. De los excelentes instructores que lo guiaron en su radicalización, procedentes de los bien formados cuadros del antiguo ejército de Saddam Hussein, aprendió cómo hacer daño de veras al enemigo, ya fuera con explosivos adosados al cuerpo o con armas de guerra, como el siempre socorrido y letal AK-47, con el que sus compañeros causaron en París una desproporcionada mortandad.
Quizá fue ahí cuando comenzó a agrietarse su fe: cuando se vio en medio de aquella carnicería, y hubo de preguntarse si realmente le aguardaba alguna recompensa después de ganarse el odio de tanta gente. Duda que se hizo insoportable cuando le tocó volarse a sí mismo, y entonces se desvaneció el muyahidín y volvió el crío que creció en Europa y acabó siendo un bon vivant alérgico al trabajo. Tanto, que prefería traficar con esa droga que terminaría llevándole a dar con sus huesos en la cárcel.
Así que nada de matarse: permanece con vida y trata de salvar los muebles, sean estos los que sean. Y así, escondido en su antiguo barrio belga hasta que la policía lo atrapa, Salah prueba que no todo está perdido; que después de todo y de sus excesos, es europeo: no ha perdido la costumbre de dudar.
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Tan convencido estaba, que se unió a la marca última y más contundente del islamismo radical: el Estado Islámico, conocido indistintamente como ISIS, Daesh o EI. De los excelentes instructores que lo guiaron en su radicalización, procedentes de los bien formados cuadros del antiguo ejército de Saddam Hussein, aprendió cómo hacer daño de veras al enemigo, ya fuera con explosivos adosados al cuerpo o con armas de guerra, como el siempre socorrido y letal AK-47, con el que sus compañeros causaron en París una desproporcionada mortandad.
Quizá fue ahí cuando comenzó a agrietarse su fe: cuando se vio en medio de aquella carnicería, y hubo de preguntarse si realmente le aguardaba alguna recompensa después de ganarse el odio de tanta gente. Duda que se hizo insoportable cuando le tocó volarse a sí mismo, y entonces se desvaneció el muyahidín y volvió el crío que creció en Europa y acabó siendo un bon vivant alérgico al trabajo. Tanto, que prefería traficar con esa droga que terminaría llevándole a dar con sus huesos en la cárcel.
Así que nada de matarse: permanece con vida y trata de salvar los muebles, sean estos los que sean. Y así, escondido en su antiguo barrio belga hasta que la policía lo atrapa, Salah prueba que no todo está perdido; que después de todo y de sus excesos, es europeo: no ha perdido la costumbre de dudar.
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