Aunque el EI controla menos territorios y perdió apoyo financiero, el yihadismo continúa siendo un fenómeno terrorista transnacional
El duro golpe asestado al Estado Islámico o Daesh por el ejército iraquí y los peshmergas kurdos en Mosul, al norte de Irak, echa por tierra su ambicioso proyecto de establecer un gran califato.
Daesh controló en su período de máximo esplendor 90.800 km2. Como resultado de la intensa campaña de bombardeos aéreos de la coalición internacional que lo combate, perdió hasta la fecha el 60% de esos territorios y se estima que en la actualidad solo controla 36.200 km2.
Además de perder terreno se agudizaron sus problemas financieros. Si en el segundo trimestre de 2015 Daesh contaba con ingresos mensuales del orden de los US$ 81 millones, en el mismo período del 2017 esta cantidad cayó a US$ 16 millones, es decir se redujo en 80%.
Según datos del Centro Internacional para el Estudio del Radicalismo en Londres, los ingresos por la venta de petróleo, su fuente más estable de ganancias, disminuyó en 88%.
Al haber perdido población y territorio bajo su control también vio decrecer los impuestos, multas y dinero por extorsión o saqueo de antigüedades.
Aunque la victoria de Mosul contra Daesh es motivo de celebración, ello no significa que el grupo desarticule su estrategia global. Quizá Daesh deba renunciar al califato físico pero no tiene por qué sacrificar uno virtual en el que continuar diseminando la ideología salafista en su versión violenta.
El yihadismo es un fenómeno transnacional en el que grupos y personas fieles del islam justifican acciones violentas destinadas a desestabilizar gobiernos. Causan terror y muerte entre ciudadanos indefensos en aras de combatir en nombre de Alá, con el fin de establecer un Estado ideal.
El yihadismo hunde sus raíces en múltiples y desafortunados desencuentros entre un Occidente, a menudo condescendiente, y un Oriente musulmán que no termina de asumir su cuota parte de responsabilidad por su situación desastrosa en parámetros como el económico o social.
Para millones de jóvenes árabes, sean musulmanes o cristianos, así como kurdos, no es justificación válida que sus gobiernos sigan escudándose en el colonialismo europeo para defender el clientelismo, el nepotismo y una corrupción endémica.
Tras las independencias alcanzadas a partir de la década de 1950, los militares se atornillaron al poder y exigen desde entonces lealtad absoluta.
La ideología salafista, que sostiene a la plétora de organizaciones radicales en el seno del islam, emana de los primeros teólogos reformistas de inicios del siglo XX que pregonaban la necesidad de volver a los fundamentos de la fe musulmana para no apartarse de las enseñanzas divinas del profeta Mahoma y la constitución de Medina del año 623 de la era cristiana.
El discurso islamista sufrió cambios y evolucionó con el transcurso de las décadas y los acontecimientos en Medio Oriente donde la relación entre religión, geopolítica y gobernanza siempre es explosiva.
En aras de simplificar este galimatías se puede concluir que el yihadismo tiene un doble objetivo: luchar contra los enemigos cercanos encarnados en los gobiernos de los países árabo-musulmanes –considerados impíos por los terroristas y serviles a poderes e intereses extranjeros– y, segundo, combatir al enemigo lejano cuyo máximo exponente es Estados Unidos y sus aliados en la región, Israel, y desde hace algunos años, el reino de Arabia Saudita.
Así existe una legión de organizaciones como Yamaat Islamiya de Egipto, Al Qaeda y sus filiales en la península arábiga o el Magreb (norte de África), Lashkar e Taiba de Pakistán o el más conocido Boko Haram en Nigeria, sin olvidar al movimiento Talibán en Afganistán o Al Shabaab en el cuerno de África, que se pliegan a este paradigma y golpean a los gobiernos con la esperanza de doblegarlos y obtener concesiones.
Para ello revisten su parafernalia mediática de una jerga pseudorreligiosa, apelando a la fibra sensible de los musulmanes, obligados a defender su fe.
Sin embargo, para que se pueda hablar de un yihad o combate santo deben darse condiciones que dudosamente puedan cumplirse en la actualidad.
El llamado al yihad global lo debe realizar un gobernante cuya legitimidad sea reconocida ampliamente por toda la Umma o comunidad de fieles musulmanes que suman hoy 1.600 millones.
Las profundas divisiones sectarias entre suníes y chiíes y el enfrentamiento solapado entre dos potencias que compiten por el liderazgo de la comunidad musulmana más allá de su región, como Irán y Arabia Saudita, no permite designar a un solo califa o sucesor del profeta.
Mantener una estrategia terrorista global exige cuantiosos recursos económicos. La extorsión, secuestro de rehenes, asaltos a bancos y venta clandestina de antigüedades han sido fuentes tradicionales de financiación de los grupos terroristas en general, no solo de Daesh, que se convirtió en la organización terrorista más rica del mundo, con unas reservas que totalizaban en 2015 los US$ 1.000 millones.
Daesh impone su particular visión de la ley islámica o sharia y recibe donaciones de particulares y asociaciones de beneficencia y caridad islámica de varios países del golfo Pérsico, interesados en imponer la doctrina wahabí en Siria (gobernada por los alauíes, una minoría chií).
Al entramado financiero hay que agregar el complejo sistema de transferencias informales conocido como Hawala, por el que un comerciante o benefactor particular en Barcelona puede girar dinero a un primo en Pakistán a través de portadores y claves difíciles de rastrear.
Por otra parte, Daesh fue más osado que Al Qaeda y supo construir un marketing exitoso valiéndose de las nuevas tecnologías para atraer a musulmanes que residen en países donde las tensiones políticas con antiguos poderes como Rusia no han sido resueltas: este es el caso de Chechenia, Kazajastán o los uigures de Xinjiang en China.
Además, capitalizó la crisis de identidad de miles de jóvenes musulmanes, de origen y conversos, que habitan en sociedades occidentales en las que acumulan frustraciones y enojos que los hacen vulnerabes a discursos totalitarios y simplistas que señalan a gobiernos, como el francés o el belga, al imperialismo estadounidense o al sionismo mundial.
Hay que comprender los procesos por los que estos jóvenes nacidos y educados en escuelas de Francia o el Reino Unido deciden alistarse en filas de Daesh para concretar su sueño de dotarse de una nueva identidad, una segunda oportunidad para vivir en un país en el que impere la sharia y se cumplan las enseñanzas del profeta Mahoma, sin desviarse del rigor del siglo VII de nuestra era.
A pesar del duro revés sufrido por Daesh en Mosul, todavía quedan 3.500 milicianos en Raqa, Siria, hasta donde llegaron entre 1.000 y 1.500 combatientes huyendo de Irak.
El debilitamiento actual de Daesh lo llevó a unir fuerzas con otros grupos integristas de extracción suní en Siria como el Frente Fatá al Sham, ahora integrado en la coalición de Hay'at Tahrir al-Sham (organización para la liberación del Levante), otrora integrante de Al Qaeda.
Otro actor relevante en el combate al terrorismo de Daesh es Turquía, país que mantuvo una actitud ambigua en 2014 y primer semestre del 2015 con respecto a la actividad de este grupo terrorista hasta que sintió el zarpazo del Estado Islámico con el atentado al aeropuerto de Estambul en julio 2015.
Desde entonces, Turquía endureció el control en sus fronteras, lo que ocasionó una reducción importante en el número de milicianos que cruzan desde suelo turco a Siria.
Daesh podría ahora intensificar los atentados en territorio europeo a través de los yihadistas retornados.
Las agencias de seguridad no siempre comparten la información de la que disponen y se encuentran desbordadas, razón por la que será difícil que puedan implementar un seguimiento minucioso a sus nacionales que regresan de Siria o Irak.
En conclusión, más allá de cuándo se anuncie el fin de Daesh, la amenaza del integrismo islámico promete seguir latente a través de la multiplicidad de grupos y células, amén de lobos solitarios, que pululan desde Filipinas hasta Marruecos pasando por un continente africano plagado de conflictos étnicos, bélicos y geoeconómicos que garantizan la actividad terrorista transnacional por años.
*Coordinadora del Programa de Política Internacional, responsable de la Cátedra Permanente de Islam, Universidad Católica del Uruguay @SusanaMangana
Hoy, la amenaza del yihadismo global que acecha a Europa occidental, tras los letales atentados de París en 2015 y Bélgica en 2016, emana de dos fuentes: la primera es la matriz de Al Qaeda y sus filiales en Afganistán, Pakistán y la península arábiga, el Magreb e Irak.
A pesar de su presencia global, se produjo una descentralización importante y muchas de estas células operan independientemente. La segunda proviene del autoproclamado Estado Islámico operativo en Siria, Libia y focos resilientes en Irak.
La fuerza de este grupo radica en el poder de atracción de individuos que atacan en solitario y sin seguir órdenes, inspirados en su doctrina ultrasalafista.
La desterritorialización del islam obliga a Europa y otras sociedades occidentales a legislar para tipificar delitos relacionados con la radicalización de jóvenes musulmanes de segunda y tercera generación, castigando la incitación al odio o discursos opuestos a valores democráticos.
Es imperativo que Europa logre un tratamiento jurídico acorde con la democracia y el estado de derecho vigente en todos los países miembros sin minimizar el reto y la amenaza que supone el enorme poder de reclutamiento y radicalización que Daesh logra por internet, pero también gracias a redes salafistas presentes donde la inmigración árabe y musulmana es de larga data.
Esto no es suficiente para ganar la batalla contra el extremismo religioso. Hay un campo de batalla virtual en el que incrementar el cerco a los radicales.
Desde el inicio de la ofensiva para expulsar al EI de Irak, el ejército descubrió decenas de fosas comunes con centenas de cuerpos de personas ejecutadas por esa organización.
Daesh controló en su período de máximo esplendor 90.800 km2. Como resultado de la intensa campaña de bombardeos aéreos de la coalición internacional que lo combate, perdió hasta la fecha el 60% de esos territorios y se estima que en la actualidad solo controla 36.200 km2.
Además de perder terreno se agudizaron sus problemas financieros. Si en el segundo trimestre de 2015 Daesh contaba con ingresos mensuales del orden de los US$ 81 millones, en el mismo período del 2017 esta cantidad cayó a US$ 16 millones, es decir se redujo en 80%.
Según datos del Centro Internacional para el Estudio del Radicalismo en Londres, los ingresos por la venta de petróleo, su fuente más estable de ganancias, disminuyó en 88%.
Al haber perdido población y territorio bajo su control también vio decrecer los impuestos, multas y dinero por extorsión o saqueo de antigüedades.
Aunque la victoria de Mosul contra Daesh es motivo de celebración, ello no significa que el grupo desarticule su estrategia global. Quizá Daesh deba renunciar al califato físico pero no tiene por qué sacrificar uno virtual en el que continuar diseminando la ideología salafista en su versión violenta.
El yihadismo es un fenómeno transnacional en el que grupos y personas fieles del islam justifican acciones violentas destinadas a desestabilizar gobiernos. Causan terror y muerte entre ciudadanos indefensos en aras de combatir en nombre de Alá, con el fin de establecer un Estado ideal.
El yihadismo hunde sus raíces en múltiples y desafortunados desencuentros entre un Occidente, a menudo condescendiente, y un Oriente musulmán que no termina de asumir su cuota parte de responsabilidad por su situación desastrosa en parámetros como el económico o social.
Para millones de jóvenes árabes, sean musulmanes o cristianos, así como kurdos, no es justificación válida que sus gobiernos sigan escudándose en el colonialismo europeo para defender el clientelismo, el nepotismo y una corrupción endémica.
Tras las independencias alcanzadas a partir de la década de 1950, los militares se atornillaron al poder y exigen desde entonces lealtad absoluta.
La ideología salafista, que sostiene a la plétora de organizaciones radicales en el seno del islam, emana de los primeros teólogos reformistas de inicios del siglo XX que pregonaban la necesidad de volver a los fundamentos de la fe musulmana para no apartarse de las enseñanzas divinas del profeta Mahoma y la constitución de Medina del año 623 de la era cristiana.
El discurso islamista sufrió cambios y evolucionó con el transcurso de las décadas y los acontecimientos en Medio Oriente donde la relación entre religión, geopolítica y gobernanza siempre es explosiva.
En aras de simplificar este galimatías se puede concluir que el yihadismo tiene un doble objetivo: luchar contra los enemigos cercanos encarnados en los gobiernos de los países árabo-musulmanes –considerados impíos por los terroristas y serviles a poderes e intereses extranjeros– y, segundo, combatir al enemigo lejano cuyo máximo exponente es Estados Unidos y sus aliados en la región, Israel, y desde hace algunos años, el reino de Arabia Saudita.
Así existe una legión de organizaciones como Yamaat Islamiya de Egipto, Al Qaeda y sus filiales en la península arábiga o el Magreb (norte de África), Lashkar e Taiba de Pakistán o el más conocido Boko Haram en Nigeria, sin olvidar al movimiento Talibán en Afganistán o Al Shabaab en el cuerno de África, que se pliegan a este paradigma y golpean a los gobiernos con la esperanza de doblegarlos y obtener concesiones.
Para ello revisten su parafernalia mediática de una jerga pseudorreligiosa, apelando a la fibra sensible de los musulmanes, obligados a defender su fe.
Sin embargo, para que se pueda hablar de un yihad o combate santo deben darse condiciones que dudosamente puedan cumplirse en la actualidad.
El llamado al yihad global lo debe realizar un gobernante cuya legitimidad sea reconocida ampliamente por toda la Umma o comunidad de fieles musulmanes que suman hoy 1.600 millones.
Las profundas divisiones sectarias entre suníes y chiíes y el enfrentamiento solapado entre dos potencias que compiten por el liderazgo de la comunidad musulmana más allá de su región, como Irán y Arabia Saudita, no permite designar a un solo califa o sucesor del profeta.
Mantener una estrategia terrorista global exige cuantiosos recursos económicos. La extorsión, secuestro de rehenes, asaltos a bancos y venta clandestina de antigüedades han sido fuentes tradicionales de financiación de los grupos terroristas en general, no solo de Daesh, que se convirtió en la organización terrorista más rica del mundo, con unas reservas que totalizaban en 2015 los US$ 1.000 millones.
Daesh impone su particular visión de la ley islámica o sharia y recibe donaciones de particulares y asociaciones de beneficencia y caridad islámica de varios países del golfo Pérsico, interesados en imponer la doctrina wahabí en Siria (gobernada por los alauíes, una minoría chií).
Al entramado financiero hay que agregar el complejo sistema de transferencias informales conocido como Hawala, por el que un comerciante o benefactor particular en Barcelona puede girar dinero a un primo en Pakistán a través de portadores y claves difíciles de rastrear.
Por otra parte, Daesh fue más osado que Al Qaeda y supo construir un marketing exitoso valiéndose de las nuevas tecnologías para atraer a musulmanes que residen en países donde las tensiones políticas con antiguos poderes como Rusia no han sido resueltas: este es el caso de Chechenia, Kazajastán o los uigures de Xinjiang en China.
Además, capitalizó la crisis de identidad de miles de jóvenes musulmanes, de origen y conversos, que habitan en sociedades occidentales en las que acumulan frustraciones y enojos que los hacen vulnerabes a discursos totalitarios y simplistas que señalan a gobiernos, como el francés o el belga, al imperialismo estadounidense o al sionismo mundial.
Hay que comprender los procesos por los que estos jóvenes nacidos y educados en escuelas de Francia o el Reino Unido deciden alistarse en filas de Daesh para concretar su sueño de dotarse de una nueva identidad, una segunda oportunidad para vivir en un país en el que impere la sharia y se cumplan las enseñanzas del profeta Mahoma, sin desviarse del rigor del siglo VII de nuestra era.
A pesar del duro revés sufrido por Daesh en Mosul, todavía quedan 3.500 milicianos en Raqa, Siria, hasta donde llegaron entre 1.000 y 1.500 combatientes huyendo de Irak.
El debilitamiento actual de Daesh lo llevó a unir fuerzas con otros grupos integristas de extracción suní en Siria como el Frente Fatá al Sham, ahora integrado en la coalición de Hay'at Tahrir al-Sham (organización para la liberación del Levante), otrora integrante de Al Qaeda.
Otro actor relevante en el combate al terrorismo de Daesh es Turquía, país que mantuvo una actitud ambigua en 2014 y primer semestre del 2015 con respecto a la actividad de este grupo terrorista hasta que sintió el zarpazo del Estado Islámico con el atentado al aeropuerto de Estambul en julio 2015.
Desde entonces, Turquía endureció el control en sus fronteras, lo que ocasionó una reducción importante en el número de milicianos que cruzan desde suelo turco a Siria.
Daesh podría ahora intensificar los atentados en territorio europeo a través de los yihadistas retornados.
Las agencias de seguridad no siempre comparten la información de la que disponen y se encuentran desbordadas, razón por la que será difícil que puedan implementar un seguimiento minucioso a sus nacionales que regresan de Siria o Irak.
En conclusión, más allá de cuándo se anuncie el fin de Daesh, la amenaza del integrismo islámico promete seguir latente a través de la multiplicidad de grupos y células, amén de lobos solitarios, que pululan desde Filipinas hasta Marruecos pasando por un continente africano plagado de conflictos étnicos, bélicos y geoeconómicos que garantizan la actividad terrorista transnacional por años.
*Coordinadora del Programa de Política Internacional, responsable de la Cátedra Permanente de Islam, Universidad Católica del Uruguay @SusanaMangana
Violencia fundamentalista se remonta a los años 90
La violencia fundamentalista de grupos radicales del islam en Europa se remonta a la década de 1990.Hoy, la amenaza del yihadismo global que acecha a Europa occidental, tras los letales atentados de París en 2015 y Bélgica en 2016, emana de dos fuentes: la primera es la matriz de Al Qaeda y sus filiales en Afganistán, Pakistán y la península arábiga, el Magreb e Irak.
A pesar de su presencia global, se produjo una descentralización importante y muchas de estas células operan independientemente. La segunda proviene del autoproclamado Estado Islámico operativo en Siria, Libia y focos resilientes en Irak.
La fuerza de este grupo radica en el poder de atracción de individuos que atacan en solitario y sin seguir órdenes, inspirados en su doctrina ultrasalafista.
La desterritorialización del islam obliga a Europa y otras sociedades occidentales a legislar para tipificar delitos relacionados con la radicalización de jóvenes musulmanes de segunda y tercera generación, castigando la incitación al odio o discursos opuestos a valores democráticos.
Es imperativo que Europa logre un tratamiento jurídico acorde con la democracia y el estado de derecho vigente en todos los países miembros sin minimizar el reto y la amenaza que supone el enorme poder de reclutamiento y radicalización que Daesh logra por internet, pero también gracias a redes salafistas presentes donde la inmigración árabe y musulmana es de larga data.
La estrategia
No hay una estrategia integral y coherente por parte de las potencias occidentales para derrotar la ideología de este grupo: solo la fuerza militar.Esto no es suficiente para ganar la batalla contra el extremismo religioso. Hay un campo de batalla virtual en el que incrementar el cerco a los radicales.
Fosa común
Una fosa común con los cuerpos de 40 hombres ejecutados por el grupo yihadista Estado Islámico (EI) fue descubierta en Ramadi, al oeste de Bagdad, indicaron este viernes responsables iraquíes.Desde el inicio de la ofensiva para expulsar al EI de Irak, el ejército descubrió decenas de fosas comunes con centenas de cuerpos de personas ejecutadas por esa organización.
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