La farsa
Raúl Trejo Delarbre
No fue consulta y mucho menos democrática. Las urnas que instaló el equipo del Presidente electo trivializaron y desacreditaron la participación de los ciudadanos en las urnas. El inexistente rigor organizativo, la ausencia de los controles más elementales para evitar que hubiera trampas, las preguntas inducidas y el desdén a quienes cuestionaron las numerosas ineficiencias de esa mascarada fueron muestra de improvisación y desprecio a la gente.
Andrés Manuel López Obrador y sus colaboradores hicieron como que jugaban a la democracia. A pesar de tener mayoría amplísima en el Congreso y de que apenas falta un mes para que ocupen el gobierno, instalaron un millar de casillas cuando en las elecciones federales de a deveras, hay alrededor de 150 mil. Si votó cerca de un millón de personas habrá sido apenas el 1.1% del padrón electoral. Nada, o casi nada, para quien hace 120 días obtuvo 30 millones de votos. Un fracaso que AMLO presentará como épica ciudadana. No se trataba de recabar la opinión de la sociedad, sino de cubrir un expediente o, peor, de construir un pretexto. El Presidente electo dispuso ese embuste para justificar su decisión, o en todo caso sus indecisiones, acerca de la construcción del aeropuerto.
Sea el que haya sido, el resultado de esa simulación indica la reticencia de AMLO para enfrentar las consecuencias de sus determinaciones. Cualquiera que fuese la decisión anunciada anoche, no habrá sido resultado de la voluntad de los ciudadanos. Sin rigor en la instalación de las urnas, sin garantías para la secrecía y la individualidad del voto, sin transparencia en el cómputo, las boletas acumuladas en ese millar de “casillas” son irrelevantes. La decisión acerca del aeropuerto habrá sido la que el Presidente electo haya querido justificar con ese engaño al que llamaron consulta.
La participación de los ciudadanos en la definición de medidas de políticas públicas es un recurso eficaz, aunque siempre maniqueo y riesgoso en las democracias contemporáneas. En los años recientes hemos presenciado enormes reveses que las sociedades se propinan a sí mismas al tomar decisiones trascendentes con boletas que dicen sí o no, sin matiz alguno y al calor de las simplificaciones y las mentiras que se propalan en las redes sociodigitales y que son ampliadas en los medios de comunicación. La ruptura de la Gran Bretaña con Europa o el rechazo a los acuerdos de paz en Colombia, son dos de esos momentos recientes. Pero con todo y lo desafortunado de sus resultados, en esas votaciones sí se expresó la opinión de los ciudadanos. Para ello se requieren reglas de equidad, infraestructura suficiente, candados al constantemente inevitable riesgo de trampas y errores. Nada de eso hubo en la “consulta” del Presidente electo.
Los cuestionamientos que ese ardid denominado consulta recibió en los medios de comunicación fueron amplísimos. La justificación de López Obrador y los suyos ha sido inconsistente y farisea. Para el Presidente electo no importan las reglas sino las intenciones. Como, según dice, él ha querido apoyarse en el pueblo para tomar la decisión sobre el aeropuerto, todos los desacuerdos con esa medida son inválidos.
El fin —arbitrariamente determinado por el Presidente electo— justifica los hechos. Con ese talante, AMLO no sólo desestima las observaciones críticas sobre desatinos como la consulta ficticia. Además, desde la posición de poder que tiene descalifica y difama a sus críticos. La respuesta que dio a Carlos Loret de Mola asegurando que ese periodista defendió la construcción del aeropuerto en Texcoco porque tenía acciones en ese proyecto o porque Televisa lo instruyó para opinar de esa manera, es de una intolerancia inaceptable.
López Obrador es un funcionario electo, el de más relevante investidura. Por eso resulta inadmisible que sus réplicas sean definidas por el berrinche y carezcan de razones capaces de apuntalar sus puntos de vista. La Presidencia que ocupará el 1 de diciembre y los categóricos votos que recibió en julio quedan enturbiados en cada uno de sus desplantes autoritarios. Las opiniones de Loret podrían haber recibido una respuesta seria, digna de quien la formula, articulada con datos y hechos. En vez de eso López Obrador opta por desacreditar al periodista. En su réplica, además, el Presidente electo manifestó su ignorancia sobre la construcción en Texcoco en donde no hay acciones, como si se tratase de una firma que cotizara en bolsa.
Estamos, en precisas palabras de Héctor Aguilar Camín, ante “el reino de la doble moral: nosotros podemos hacer las cosas chuecas porque somos derechos. Ellos son chuecos aunque hagan las cosas derechas”. La simplificación que articuló un discurso de campaña en blanco y negro se ha convertido en dogma de La Cuarta Transformación. En un flanco se encuentra el pueblo empobrecido y bueno, convertido en coartada para cualquier asunto, acaudillado por el Presidente electo. En el otro extremo están todos los demás: ciudadanos que tienen otra preferencia política, empresarios inquietos ante posibles riesgos en la economía, opinadores que de manera casi unánime cuestionaron la improvisada propuesta para hacer el aeropuerto en la base de Santa Lucía, medios de comunicación pintoresca pero abusivamente encasillados como prensa fifí y los que se acumulen durante los próximos días.
Esa doble moral dispensa descuidos como el quebradizo proyecto para Santa Lucía que defendieron los abanderados de la 4T e incluso conduce a los morenistas a un grotesco disimulo ante los negocios del empresario José María Riobóo, aliado de López Obrador.
El Presidente electo consideró que quienes defendieron la continuación del aeropuerto en Texcoco lo hacían por conveniencia personal o porque hablan a nombre de otros. Con ese razonamiento se podría considerar, entonces, que los miembros de su equipo que más abiertamente se comprometieron con la propuesta para ampliar la base de Santa Lucía lo hicieron porque quieren hacer negocio allí o porque su jefe, el propio López Obrador, los instruyó para eso.
Por supuesto, el método AMLO para etiquetar y descalificar no ayuda a entender la complejidad de la sociedad y menos aún para gobernarla. Al descalificar las opiniones críticas, el Presidente electo y los líderes de su movimiento eluden la deliberación pública que es una de las condiciones de la democracia contemporánea. Si mantienen ese comportamiento, los próximos seis años serán de un infructífero diálogo de sordos.
Ante cada decisión cuestionable del gobierno, seguramente habrá voces que en los medios de comunicación y las redes sociodigitales cuestionen dichos y hechos del Presidente y sus colaboradores. Si los destinatarios de tales reconvenciones responden con cuchufletas e insidias, o simplemente las ignoran, tendremos un espacio público ocupado por el examen crítico (a veces riguroso, pero seguramente en muchas otras ocasiones no) y abandonado por los adalides de la 4T.
Posiblemente López Obrador y sus operadores en asuntos de comunicación creerán que les basta con difundir videos en YouTube y, por otra parte, intentarán emplear viejos mecanismos de control sobre los medios como el manejo discrecional de la publicidad. Lo que harán, con la doble moral que implica suponer —y decir— que quienes no están del todo con ellos están contra ellos, será escindir más a la sociedad.
Si AMLO quería acudir a las consultas en urnas como método para relacionarse con la sociedad, la farsa que fue la votación en los días anteriores desfiguró ese recurso. A una sociedad amplia y variada, con la extensión geográfica y la pluralidad intrínseca que tiene la mexicana, no se le puede consultar con urnas improvisadas. Ésos son simulacros, y nadie se los cree. La democracia auténtica es bastante más compleja. Por supuesto, eso lo saben el Presidente electo y sus colaboradores. Lo que al parecer no previeron fue que la sociedad misma, aparente destinataria de esa “consulta”, le daría la espalda a una mascarada que no tenía el propósito de tomarla en cuenta sino, simplemente, tomarla como pretexto.
ALACENA: AMLO y el 68
En ocasión del cincuentenario del movimiento estudiantil proliferaron libros, exposiciones y deliberaciones que han recordado méritos y penurias (también mitos) de aquellas jornadas. Se ha reiterado que la más grande de la virtudes de aquel movimiento estudiantil fue la reivindicación de la legalidad, comenzando por la defensa de la Constitución. Hace medio siglo la sociedad activa inició un periplo, no siempre fácil, para reforzar, reformar y ampliar nuestras leyes. La exigencia más consistente ante las trapacerías de los gobiernos del PRI y luego, frente a las torpezas del PAN, era el acatamiento al orden jurídico. Ahora López Obrador y los suyos desatienden la legalidad y, cuando quieren, la consideran prescindible. No es una sorpresa que den la espalda a ese espíritu del 68. Pero es pertinente constatarlo.
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