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martes, 16 de junio de 2020

El asno de Asís. La pandemia según López Obrador


Óscar Constantino Gutierrez

oconstantinus@gmail.com
Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU de Madrid y catedrático universitario. Consultor en políticas públicas, contratos, Derecho Constitucional, Derecho de la Información y Derecho Administrativo.

El asno de Asís. La pandemia según López Obrador

George Carlin dijo que la corrección política es fascismo disfrazado de modales. En el último fin de semana, los mensajes de López Obrador llevan la premisa de Carlin a otro nivel de ridiculez: la demagogia obradorista es fascismo que simula ser franciscanismo.

Con perdón de Kempis

El comunicado sabatino del presidente López Obrador pretende hacer una imitación de Cristo, pero con alusiones veladas a las expresiones evangélicas. No se pide que el que tenga dos túnicas las reparta con el que no tiene, pero sí exhorta a que «si tenemos más de lo que necesitamos, procuremos compartirlo». Las recomendaciones de generosidad no son negativas en sí, el problema es que el jefe del Ejecutivo no fue electo para predicar la buena nueva, sino para gobernar. Del presidente del país se espera que administre de tal forma que cada persona tenga lo suficiente para que la caridad sea innecesaria, no que haga una delegación embozada de sus deberes, consistente en que la generosidad particular haga lo que el gobierno ha sido incapaz de efectuar.
Foto: Sergio Tapia
Más allá de la confesión tácita de la ineptitud gubernativa, uno de los aspectos chocantes del sabático discurso presidencial es la toma de roles que no le corresponden a un funcionario civil, al arrogarse la guía moral de la sociedad: los mexicanos eligieron un presidente, no al sumo sacerdote de un culto. La única guía ética que le corresponde al presidente de México es el cumplimiento de los derechos humanos y la legalidad. Dado el relativismo axiológico de los tiempos republicanos, la única medida moral que le corresponde a la autoridad electa es la contenida en las leyes constitucionalmente válidas. Cualquier consideración normativa distinta debería mantenerse en privado, quizá dirigida a sus hijos y nietos, mas no a la sociedad.
No obstante, habrá quien estime que estas invitaciones no hacen daño, ya que en su naturaleza corresponden a la solidaridad. El problema es que el decálogo no se detiene en hacer una paráfrasis de los valores cristianos, sino que plantea resabios inadmisibles.

¿Misoprosfatia, prosfatifobia, premodernidad o prosofobia?

Quizá la parte más folclórica del decálogo obradorista es su invitación a la crianza de animales en patios y potreros. La glosa presidencial explica que la modernidad nos despojó de esas saludables prácticas agropecuarias. Su admonición contra los usos del modernismo llevaría a la carcajada, si no existieran millones de personas que le creen a pies juntillas y están dispuestas a seguir irreflexivamente sus recomendaciones. Si de deja de lado la guasa, la misoprosfatia presidencial, su odio a lo moderno, es algo muy peligroso.
Sus declaraciones contra la industria alimentaria son sólo otro síntoma de su desagrado por el progreso, la técnica, la ciencia, la secularidad, es decir, de su repulsa a la modernidad. El pollo de patio sólo es un eslabón más en la cadena de rechazos a los especialistas, la técnica, las políticas públicas y a la llamada «ciencia neoliberal». Si gobernar no tiene ciencia, tampoco se necesita para criar gallinas en un departamento en la Condesa —aunque lo más parecido a un patio sea el cuarto del calentador de agua—.
Además de la falsedad de sus afirmaciones —existe pollo industrializado sin hormonas—, quizá causada por la ignorancia, la propuesta de criar animales en casa responde a la nostalgia obradorista por el México de sus recuerdos, uno en que todo era mejor porque era más sencillo y frugal. No obstante, la narrativa del pejeato tiene el mismo error que la de Trump y su Make America Great Again: ambos son pasados irreales, que nunca existieron como los recuerdan aquellos.
Estados Unidos en los años cincuenta era próspero, pero altamente discriminatorio, represivo, desequilibrado y desigual: no era grande, salvo para los blancos anglosajones protestantes.
El México del desarrollo estabilizador tampoco era idílico, sino de profundos claroscuros, con una pobreza rural que condenaba a la muerte prematura y una miseria urbana descrita con precisión en La región más transparente de Carlos Fuentes y en Los hijos de Sánchez de Oscar Lewis. La nación bucólica, de gente sin pretensiones, sonrisa ante las privaciones y mole con pollo en la mesa es más un cartel promocional del mexican curious que la realidad que alguna vez tuvo el país.
En suma, ni los ahorcados del supremacismo blanco, ni los hacinados de las barriadas del otrora Distrito Federal representan tiempos mejores. Sus herederos directos están en los abusos policiales de Mineápolis y la trata de personas en Sullivan: el pasado que Trump y López añoran no es más que un vulgar capítulo previo en una novela de miseria.
En consecuencia, la prosofobia de López, su odio a la modernidad y avance social, se encuentra anclado en su analfabetismo socioeconómico y percepción distorsionada de la realidad.
Al querer regresar a un pasado que nunca fue, López confirma su renuncia a la rectoría económica de México. Al fustigar un supuesto consumismo, el presidente intenta que los ciudadanos reduzcan sus expectativas de bienes y satisfactores. Aunque parezca absurdo, el mensaje obradorista no es una añoranza sin pretensiones actuales, tiene la intención de que la gente considere como opción criar gallinas en sus casas y así alimentarse, ante el creciente desempleo y pocas probabilidades de pronta recuperación, propiciada por la inepta política económica del régimen cuatrero (que, irónicamente, debió promover el consumo, para salir más pronto de la crisis).
Y es precisamente esa ineptitud prosfatifóbica la que se presenta en el mensaje dominical de renuncia al interés público, un comunicado que es profundamente demagógico e irresponsable.
La demagogia es la práctica política de ganarse el favor popular mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos. Tal demagogia es particularmente peligrosa en los tiempos del Covid19: la cultura mexicana, profundamente indulgente y jerárquica, es propensa a que el líder le diga a la gente qué hacer y está predispuesta a obedecer aquello que vaya de acuerdo con sus deseos e impulsos.
Por ello, decirle a las personas que salgan a las calles, en pleno ascenso de contagios de Covid19, es una práctica demagógica que busca el favor del pueblo, implica una traición gubernamental al deber de procurar el bienestar social, en específico al de la salud de los gobernados, mediante el expediente tramposo de decirle a los gobernados lo que quieren oír —que salgan a la calle—, en lugar de hacer lo que exige la función gubernativa. Transferir la responsabilidad en este tema es una doble deslealtad de la presidencia al pueblo que lo eligió: atenta tanto contra el interés público como contra la salud pública.
Hay una parte de los discursos de López que es sutil, en comparación con el cinismo de su aliado Ricardo Salinas Pliego respecto al mismo asunto: el llamado a la resignación a morirse. Mientras López apela a que cada persona sabe cómo cuidarse, Salinas invoca la libertad de tomar riesgos. Ambos son falaces: uno porque el papel del gobierno es cuidar a la gente de su propia negligencia, el otro porque aduce su autonomía para imponerla a quienes no pueden decidir con esa misma libertad, como son sus empleados. Salinas Pliego impone, sin legitimidad democrática, su deseo individual  sobre las libertades ajenas. Hay un nombre para eso, que lo hermana con Mussolini y otros sujetos hostiles a la dignidad de la persona.
En suma, el presidente pretende ser un San Francisco del siglo XXI, un austero comunista cristiano que predica la felicidad en la sencillez y fraternidad… pero se asemeja más al hermano burro. El papel que le corresponde no es el de Savonarola o San Buenaventura, López es el jefe de Estado en un país donde la Constitución le exige dirigir la economía para garantizar que el desarrollo nacional sea integral y sustentable, a través de la competitividad, el fomento del crecimiento económico y el empleo: su mandato es que la economía crezca, que haya más inversión y empleos, que la gente consuma, que tenga más bienes y viva mejor… no que las personas tomen el voto de pobreza.
Tampoco es misión del presidente llevar a la gente al camino del bien morir. En un ministro religioso es tolerable que su discurso sea de desprecio a esta vida terrena, pero el gobernante de una república laica está obligado a velar porque la gente no se muera: invitarlos a salir, en plena pandemia ascendente, es traición a la patria.

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