Ángela Peralta y el imperio francés (1862-1867)
Es muy difícil asimilar lo compleja que debió ser la vida en México durante el siglo XIX. Desde la Guerra de Independencia hasta 1867, el panorama no dejó de ser especialmente violento e inestable:
“El fin del Segundo Imperio en México marcó en la historia patria un acontecimiento sumamente importante: la paz. Desde el 16 de septiembre de 1810 la joven República Mexicana no supo lo que era la tranquilidad sino hasta el definitivo y rotundo triunfo del partido liberal en julio de 1867. 57 años consecutivos de zozobra, de lucha, de olor a pólvora, de luto, fue el trágico precio que nuestro país pagó por el honor de ser considerado ante el mundo como nación libre, próspera y sólidamente cimentada. Lo triste de esta situación, contemplándola a cien años de distancia, es saber que no fueron los españoles los culpables, sino, paradójicamente, los mismos mexicanos.” [Maza, 1961: 9]
Y, sin embargo, nuestro país seguía haciendo ópera, seguía atrayendo compañías extranjeras y seguía educando a sus mujeres en el arte de cantar y de tocar instrumentos. Teníamos escuelas gratuitas para los huérfanos, y profesores particulares para las señoritas de las «buenas familias». Los empresarios extranjeros arriesgaban sus inversiones con resultados muy irregulares y había decenas de teatros donde presentaban ópera no solo en la capital, sino en casi todo el país.
El espectáculo operístico era tan popular y accesible a las diferentes clases sociales que se hacían referencias en las novelas literarias de la época. Es decir. la ópera formaba parte de nuestra cultura cotidiana a pesar de las penurias de la guerra o de la inestabilidad política y económica de aquel momento.
Entre esos acontecimientos se debe recordar uno muy importante: una niña de quince años, Ángela Peralta, debutó en 1860, dejando a quienes la escucharon enamorados de su voz y sus cualidades interpretativas. Tanto fue así que un año después estaba en su primera y exitosísima gira por Europa, patrocinada por una serie de recitales que ella misma organizó y anunció a beneficio de un viaje de estudios a Italia. El público se volcó y quizá sería la primera beca otorgada por el pueblo mexicano, entregada de la manera más justa y democrática que se conoce.
Nunca hubo dinero mejor empleado. Ángela Peralta llegó a la Scala de Milán con solo 17 años, triunfó en toda Italia, y en España la nombraron “el Ruiseñor mexicano” después de su primera actuación, sobrenombre con el que se le conoce hasta ahora. Se convirtió entonces en la primera cantante mexicana presente en el horizonte internacional de la ópera.
Mientras tanto, en México la guerra seguía. Desde 1862 la invasión francesa era una realidad difícil de evitar, sobre todo porque —aunque parezca increíble— había una sección de la propia sociedad mexicana que quería un emperador extranjero.
Si recorremos la historia de nuestro país durante esta guerra de tres contra uno, la verdad es que el panorama parece inverosímil y lleno de paradojas. Como nos cuentan los historiadores, ni siquiera cuando la capital fue conquistada por el ejército francés se detuvieron las funciones teatrales. El escandaloso can-can llegaba a los teatros mientras las mujeres se dedicaban a las actividades piadosas con más ahínco que nunca. Se viajaba en globo mientras las guerras intestinas se sucedían. Es así como dos años después tuvo lugar uno de los acontecimientos más polémicos de nuestra historia:
“Llega el momento tan esperado por todos y cada uno de los capitalinos: la entrada de los recién nombrados emperadores de México. El 19 de junio de 1864, después del bullicio popular que acusan a los festejos con que fueron recibidos, tiene lugar en el ahora Gran Teatro imperial el suntuoso baile que la sociedad mexicana ofrece como bienvenida a los soberanos.” [Maza, 1961: 59 ]
Aunque ahora nos parezca increíble, los emperadores Carlota y Maximiliano llegaron a México para ser recibidos con fiestas y honores, a pesar de que eran consecuencia de una invasión extranjera. La verdad es que, como ya se mencionó, había una parte de la población que quería este tipo de gobierno en México: recordemos que los conservadores fueron los que pidieron a Maximiliano que convirtiera a México en imperio de nuevo.
¿Por qué alguien querría algo así en la época de los ideales románticos y la libertad? Un historiador seguramente podría contestar mejor y más detalladamente, pero es muy fácil suponer que era una opción que parecía más cercana a la obtención una estabilidad que la población mexicana estaba buscando desde hacía medio siglo.
La Peralta volvería, pues, un año después, con la compañía de Luis Donizetti, un empresario italiano que sería el responsable de regresar a la niña prodigio a su país. La ya famosa soprano tenía 20 años cuando volvió y fue recibida como una heroína. El éxito que había disfrutado en los teatros europeos se repitió en su propio país:
“El público elegante se volcó sobre las taquillas del Teatro Imperial para asistir al debut del Ruiseñor mexicano, que se presentó cantando La sonámbula de Bellini, y luego Traviata y El trovador y Puritanos, alcanzado en todas ellas un éxito excepcional.” [Maza, 1961: 63]
Su función a beneficio (que era tradicional en la época) tuvo lugar el 29 de enero de 1866, pero Sus Majestades no asistieron. A manera de disculpa le hicieron llegar un broche de diamantes y el nombramiento de Cantarina de cámara. ¿Qué podía significar esto para la joven soprano? Ella venía de una Europa llena de cortes que favorecían las artes, que apoyaban su ámbito de trabajo. Es muy fácil imaginar que una artista como ella comulgaría más con las ideas de Maximiliano y Carlota que con las de Juárez.
Sin embargo, esto trajo enormes ataques de los constitucionalistas y seguidores de Juárez, como evidencian las palabras de Ignacio Manuel Altamirano, uno de los principales novelistas y escritores de la época:
“… toda la frescura de los laureles que Ángela Peralta había traído de Europa se marchitan tristemente, vergonzosamente, ante la aceptación de ese nombramiento de una corte bufa y oprobiosa.” [Alcaraz, 1884: 10]
Era casi lo mismo que ser una traidora a su patria. Sin embargo, hubo razones claras y de peso para que las preferencias de la diva tuvieran una lógica aplastante.
Si tomamos en cuenta los datos aportados por Manuel Payno en su libro Cuentas, gastos, acreedores y otros asuntos del tiempo de la intervención francesa y el imperio, publicado en 1868, podemos verificar las subvenciones entregadas a la cultura y las artes, pero sobre todo a la ópera y el arte lírico. Sabiendo que es una obra escrita y publicada por orden del Gobierno Constitucional de la República Mexicana, podemos imaginar que sus datos son bastantes apegados a la realidad o incluso aminorados; sin embargo, aún así, son sorprendentes.
Como en todo gobierno, hubo asuntos especialmente chocantes, como que se gastaran 2,500 pesos en los arreglos del palco imperial en el Teatro Nacional, pero solo se dieron 1,200 como subvención a la compañía del Teatro Principal, pero no podemos olvidar que son las subvenciones más altas que las compañías de ópera habían recibido hasta entonces.
Otro ejemplo de apoyo imperial a la lírica nacional es que Cenobio Paniagua (1821-1883), el compositor michoacano más sobresaliente de ese momento, recibió una subvención que en esos días se podía considerar extraordinaria para un particular: 2,000 pesos.
Eventos tan trascendentales para la historia escénica de nuestro país como la tradición de representar el Don Juan Tenorio de José Zorrilla el Día de Muertos, la inauguración del Teatro de Guadalajara (hoy Teatro Degollado) o la creación del Conservatorio Nacional de México contaron con el apoyo y la intervención de Maximiliano.
Hay que recalcar que lo interesante del libro de Payno, antes mencionado, es que demuestra que había una partida presupuestal especial para las actividades líricas y culturales que se repartía entre todos los involucrados:
“Consignada en el presupuesto imperial una suma para este objeto, no era ni extraño ni violento que se repartiera entre los diversos espectáculos de la Capital”, cosa de la que no se tiene referencia en gobiernos anteriores. [Payno, 1868: 171]
Ángela Peralta, durante los años del imperio francés, cosechaba un triunfo tras otro por todo el país. La inauguración del Teatro de Guadalajara con ella interpretando el rol titular de Lucia de Lammermoor fue uno de los grandes acontecimientos de la época. También se sabe de sus largos viajes por todo el territorio nacional, a pesar de los evidentes peligros que había como consecuencia de la guerra y las bandas de forajidos tan famosas en la época.
El 19 de junio de 1867 terminó en el Cerro de las Campanas toda idea de un imperio en México, y solo un mes después Benito Juárez entró triunfalmente en la capital como presidente de la República. Se suprimió la prensa imperialista, el Teatro “Imperial” volvió a ser llamado “Nacional” y comenzó una era de paz que el pueblo mexicano ya necesitaba.
En ese momento histórico las mujeres no tenían derechos y por supuesto no podían tener opiniones políticas, pero el hecho de que Ángela Peralta dejara el país en cuanto cayó el imperio francés dejaba una clara postura que su biógrafo, Armando de María y Campos, confirma en su libro Ángela Peralta, el ruiseñor mexicano, cuando cuenta la historia de un grafiti que al parecer estuvo mucho tiempo en el Convento de las Capuchinas, en la celda del emperador:
«¡Pobre Maximiliano! El mundo entero te llora, pero el destino fue inflexible. Moriste como hombre grande. Y fuiste digno hijo de Carlo Magno. El emperador murió, pero el hombre vivirá siempre en la memoria de los hombres de corazón. Recibe, pues, un recuerdo pequeño que te consagra quien te vive agradecida, y nunca olvidará que la distinguiste con tu cariño. Abril 12 de 1881. Ángela Peralta de Cestera.”
Hay varias objeciones a la autenticidad de este hecho, para comenzar porque, de ser cierto, Ángela Peralta se hubiera convertido en una enemiga del régimen, y esto no fue así. También porque en esos años la soprano hacía giras como empresaria y sería difícil poder corroborar las fechas, pero sobre todo porque en esos años Ángela Peralta ya no usaba su apellido de casada. A pesar de todo ello, hay otras razones para creer en la autenticidad de sus simpatías con el gobierno imperial.
Tenemos que recordar también que la sociedad mexicana le perdonó haberse separado de su marido, dejarlo en un manicomio en Madrid y “vivir en pecado” con su segundo esposo hasta sus nupcias in articulo mortis. El hecho de ser imperialista, para la época, era una falta mucho menor que el amasiato, fueran las causas que fueran. Y ambas cosas podrían haber supuesto el fin de su carrera, pero no fue así. La Peralta fue querida, respetada y exitosa hasta su prematura muerte de cólera en Mazatlán, cuando tenía 38 años.
La paloma de Sebastián Iradier (1809-1865) era famosa en esa época por ser la canción favorita de la emperatriz Carlota. Cuando el imperio se vino abajo se hizo una versión burlesca llamada Adiós, mamá Carlota. Se sabe de artistas que se negaban a cantarla porque habían recibido un trato excepcional por parte de los emperadores, pero lo que se puede comprobar en todos los programas de mano de las funciones a beneficio de la diva mexicana en Europa es que esta hermosa canción de Iradier siempre aparece como encore.
Acaso un gesto político o una clara postura contraria a una naciente República Mexicana pero, sobre todo y lo más seguro, un pequeño e íntimo homenaje a una monarca a la que admiraba y seguía teniendo cariño.
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