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viernes, 3 de mayo de 2013

De la modernidad a la postmodernidad: la importancia de la fe en el mundo actual

De la modernidad a la postmodernidad: la importancia de la fe en el mundo actual


El concepto de cultura se ha transformado y es hoy entendido como el conjunto de símbolos y valores que constituyen el horizonte virtual donde se valida la razonabilidad de las acciones humanas

03/05/2013 - Autor: Juan Fernando Lucio - Fuente: Revista Cascada

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El filósofo francés Jean François Lyotard.En su ensayo «La condición postmoderna», el filósofo francés Jean François Lyotard definió la postmodernidad como los cambios ocurridos en la cultura, la literatura y la ciencia, desde finales del siglo XIX, producidos por las rápidas transformaciones tecnológicas, sociales y económicas, las cuales han sacudido nuestra concepción de la realidad, el tiempo, el espacio, el hombre y el conocimiento.



Hoy es usual aceptar que lo que llamamos realidad es un constructo conformado por significados y valores, un momento particular de la conciencia humana al nivel individual y social. La comprensión de la realidad como algo dinámico ha tenido implicaciones en el pensamiento cultural, científico y antropológico.



El concepto de cultura se ha transformado y es hoy entendido como el conjunto de símbolos y valores que constituyen el horizonte virtual donde se valida la razonabilidad de las acciones humanas. De igual forma, los principios de la ciencia son sólo provisionalmente válidos, hasta que se produzcan otros descubrimientos y comprensiones que revolucionen los anteriores. La ciencia ya no se preocupa por encontrar leyes absolutas, sino por ofrecer la mejor explicación posible sobre un universo que es visto hoy como algo abierto, dinámico y evolutivo.



Hoy entendemos al ser humano como una unidad en tensión, poseedor de una conciencia polimórfica que determina su comprensión, cuyas decisiones e intenciones están regidas por procesos psicológicos preconscientes e inconscientes. Frente a la conciencia humana, hoy pregonamos que esta contiene un deseo irrestricto de conocer y la facultad de examinarse a ella misma y a la realidad que la circunda, en forma simultánea, permitiendo un perfeccionamiento permanente de todo proceso de indagación. Este deseo irrestricto de conocer se desenvuelve en torno de un objeto que también es irrestricto: ser.



La nueva comprensión del universo implica dos cosas: la aceptación de la diversidad como característica propia de las acciones humanas y una mentalidad proyectada hacia el futuro en casi la totalidad de los aspectos de la vida, esta última asociada al progreso dramático de la ciencia. En efecto, los descubrimientos científicos hoy ponen a prueba y cuestionan importantes paradigmas humanos, incluyendo el hecho de que por primera vez en la historia nuestras invenciones y estilos de vida pueden conducir a la extinción de las especies de la Tierra, incluyendo la nuestra.



Por estas razones, en relación con la diversidad, la postmodernidad tiende a ser más colorida, heterogénea, ecológica y pluri-religiosa que la modernidad. Y, en relación con su visión de futuro, utopías como la construcción de una civilización global forman hoy parte del horizonte factible del hombre.



A través de la historia dos cosas han caracterizado lo nuevo: un proceso simultáneo de unidad y conflicto entre lo que ya existe y el hecho de que el nuevo estado de cosas podría no ser necesariamente mejor que el anterior. Es el drama del ser en tanto que trascendente, pero no necesariamente trascendido aún. La postmodernidad se encuentra unida a la modernidad en términos de la necesaria preservación del espíritu crítico y de la razón. Sin embargo, las dos eras se separan frente a las denominadas supersticiones de la modernidad. En particular, la creencia de que sólo se encuentran soluciones a través de la aplicación de siempre crecientes dosis de ciencia y tecnología y la represión del instinto religioso y de la religión en general.



No existen hoy garantías de que la era postmoderna va a ser mejor que la anterior. El futuro que tenemos enfrente puede ser uno de choque de civilizaciones o uno de esplendor global. Sin embargo, lo importante es reconocer hace ya muchos años que abandonamos la «zona de confort» de la modernidad. Nos encontramos en un viaje hacia lo desconocido y, dependiendo de cuán bien nos encontremos preparados para esta jornada, tendremos mejores o peores probabilidades de llegar a feliz puerto.



Como en todo viaje, sin importar cuánto conocemos a priori, es importante vislumbrar cómo puede ser el destino final. Parecería que el destino final de la postmodernidad es la significación y el ser. La razón es simple: la modernidad se basó en el paradigma del progreso y en el dominio del hombre sobre sí mismo y sobre la naturaleza. Esto es, nos erigimos sobre la promesa de que la inteligencia humana nos liberaría de la opresión política, proporcionaría más elevados estándares de vida y que llegaríamos a la «perfección» en todo aspecto de la vida a través del dominio del conocimiento de las ciencias y la tecnología.



La modernidad fue una reacción frente a la mentalidad proyectada hacia el pasado propio del Renacimiento. La postmodernidad, en contraste, es una apuesta por el significado. Esta apuesta no es un regreso al pasado y empieza con el reconocimiento de las conquistas humanas que deben ser preservadas como la lucha por la justicia, la libertad y la equidad y contra todo oscurantismo intelectual y religioso. Esta nueva búsqueda, sin embargo, tiene un impacto en términos de re-significar los paradigmas y las conquistas de la modernidad. En todo el mundo, miles de personas están transformando su comprensión acerca de la democracia, el progreso tecnológico, la calidad de vida y la razón.



Y este proceso de búsqueda, tan importante en nuestros tiempos, está teniendo lugar entre personas con inclinaciones espirituales en todo el mundo. Para estas personas, los tiempos que vivimos no son «el final de la historia». Por el contrario, la autocomplacencia con las llamadas conquistas de la modernidad, en la ciencia y las comunicaciones, soslaya la necesidad de justicia, cuidado del planeta y reconocimiento de lo trascendente como pilares del nuevo mundo. El «final de la historia» no puede ser uno donde predominen las guerras, el hambre y la injusticia.



En la medida en que aumenta la posibilidad de que los sistemas económicos y políticos sean radicalmente transformados, las personas espirituales jugarán un importante papel en esta transformación. La razón principal es que las personas genuinamente espirituales no están nunca conformes en las «zonas de confort», pues ellas siempre viven en medio de la tensión entre lo que ya conocen y la expectativa de un mundo que les fue prometido por Dios. Cualquiera que sea su cultura, el buscador espiritual es sensible a las probabilidades emergentes en las que la condición humana puede ser mejorada y opta por ella. En este compromiso incondicional con el amor dinámico en la acción radica la libertad de la persona con mentalidad espiritual. Este amor no está solamente limitado al acto de conocer sino también al acto de escoger. Él o ella saben que, sino es por medio de la acción, los elementos que constituyen el nuevo mundo nunca sucederán. En el marco de una ética imperecedera, el preguntarse acerca de la autenticidad de las ideas adquiridas y aceptadas comúnmente acerca del mundo, la religión y la cultura, en pensamiento y acción, radica actualmente la contribución de las personas espirituales.



Un problema, sin embargo, es que las personas espirituales no están unidas religiosa ni culturalmente. A pesar del progreso de las comunicaciones, el incremento del diálogo interreligioso y la apertura a la alteridad, hay muy poca acción interreligiosa concertada. Sin embargo, esto irá cambiando con el tiempo, si las personas con mentalidad espiritual pueden identificar y corregir los muchos prejuicios que existen en cada creencia que, en nombre de Dios, han establecido la separación y el conflicto entre las religiones.



La conciencia humana actual precisa del reconocimiento activo y práctico de la diversidad religiosa. Para algunas religiones, como el Islam, este reconocimiento fue establecido desde su fundación, pero no ha sido respetado en algunas regiones y momentos de la historia. Lo mismo se aplica a las filosofías y religiones orientales, las cuales se han centrado particularmente en el descubrimiento de Dios dentro del corazón humano. En cuanto a la cristiandad, fue sólo después de 1965 que la Iglesia Católica reconoció que podía darse la salvación fuera de la Iglesia. Por lo tanto, todavía hay mucho avance que realizar.



En este nuevo mundo que se abre ante nosotros, probablemente las religiones no habitarán unas al lado de las otras en forma yuxtapuesta, como ocurre hoy. En cambio, cada vez más personas podrán distinguir claramente entre las diversas manifestaciones de los nombres de Dios y la gramática o forma en la cual estos nombres han sido comunicados e interpretados. Se incrementará la conciencia sobre todo aquello que une a las religiones frente a todo aquello que las separa.



Esto necesariamente enriquecerá a todas las religiones, pues cada una de ellas puede contribuir significativamente al enriquecimiento de las otras. Si nos remontamos a los orígenes de cada sistema religioso encontramos que cada Mensajero de Dios trató con especial privilegio a las personas de fe, sin importar su religión. En contraste, quienes heredamos su tradición hemos construido murallas que separan las religiones, poseídos por una especie de idolatría de sentirnos escogidos por Dios, pero de una forma excluyente y no misericordiosa e incluyente como nos lo enseñaron los mensajeros de la humanidad.



Esto ha hecho que cada tradición haya desarrollado enormemente la capacidad de explorar dentro de ella misma y encontrar respuestas a los problemas de la especie humana, a menudo en detrimento de la posibilidad de explorar también hacia los lados, en las otras tradiciones religiosas, las cuales también han encontrado, con la ayuda de Dios, respuestas significativas a los mismos problemas.



En efecto, las circunstancias históricas y las revelaciones de Dios contenidas en cada una de las religiones han enriquecido en forma variada a las civilizaciones del mundo, de manera que el diálogo entre ellas es hoy una de las mayores fuentes de riqueza para el hombre. ¿Cuánto se enriquecería la ciencia de la psicología en Occidente con los aportes del budismo al conocimiento de la mente, desarrollados dentro de esta tradición durante milenios? ¿Cuánto ganarían las causas de los pobres y los oprimidos en América Latina y el Medio Oriente, con el diálogo entre las teologías latinoamericanas y el Islam? ¿Cuánto necesitan naciones enteras que viven aún la tiranía de las castas, del mensaje y el ejemplo de Jesús y de Muhammad, la paz y las bendiciones sean con ellos? ¿Cuánto nos enseña la comunidad judía acerca de la solidaridad, la resiliencia y la unidad de propósitos, valores tan fundamentales para la construcción y el desarrollo de nuestras naciones? ¿Cuánto aprenderíamos de muchas fuerzas en el universo si aprovecháramos lo que de ellas conoce el hinduismo?



Todas las religiones tienen profetas y santos que son una herencia común de la humanidad. Hay muchas personas en cada religión cuya devoción, amor a Dios y a la humanidad y heroísmo deben ser reconocidos por todos. Ellos tienen una serie de cualidades que son importantes en la presente búsqueda de la postmodernidad: nos enseñan que es necesario dejar atrás las «zonas de confort» preconizadas por muchos poderes mundiales, nos dan ejemplo mediante la autenticidad de sus actos, y nos inspiran a transformarnos interiormente como precondición para que los cambios externos sean posibles y tengan sentido.



Ha llegado el momento de que las personas de espíritu en todo el mundo levanten sus cabezas para ver lo que sus hermanos de otras religiones están haciendo, inspirados en el amor y la misericordia. Estas personas deben hablar entre ellas pues esto, lejos de poner en riesgo su fe, contribuirá a que la calidad de ésta se fortalezca.



En síntesis, un nuevo mundo está emergiendo en la dialéctica de poderosas fuerzas económicas, políticas, militares, científicas y sociales. Una nueva fuerza se requiere dentro de este proceso: la fuerza del espíritu. Esta fuerza que está compuesta por millones de personas con mentalidad espiritual es crucial, pues ellas pueden realizar los sacrificios que la llegada a este nuevo mundo requiere, con la capacidad de vislumbrar siempre lo auténtico de este proceso. Estas personas no sólo han evolucionado desde patrones de conocimiento y decisión sino que, por la naturaleza de sus creencias, tienen un desinteresado deseo por conocer, orientado a un objetivo ilimitado, que es la finalidad misma de la humanidad en su despliegue hacia el universo del ser.



Juan Fernando Lucio es economista de la London School of Economics and Political Science; y máster de teología de la Pontificia Universidad Javeriana in Bogotá. El señor Lucio es actualmente profesor de diálogo interreligioso en Bogotá.



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