Siria: Rusia e Irán juegan y ganan
La recuperación de Alepo por las fuerzas del Gobierno sirio, apoyadas por Rusia, era hecho cantado. Desde la irrupción, en septiembre de 2015, de las fuerzas aeroespaciales rusas en la guerra, no ha cesado Damasco de recuperar territorio y quebrantar a las fuerzas opositoras apoyadas por EEUU, Arabia Saudí, Qatar y -hasta hace pocos meses- Turquía. No parecía dispuesta Rusia a perder al único país aliado con costas en el mar Mediterráneo que le quedaba. Tampoco iba a vacilar Irán por razones no menos poderosas, como ser el Gobierno sirio, además de su único aliado chiita sin influencia de EEUU, el único que limita con Líbano, sede del más potente movimiento armado chiita, como es Hezbolá. Rusia e Irán, en fin, compartían la voluntad de defender sus intereses contra la política de expansión de la OTAN, dirigida a expulsar a estos dos países de Oriente Próximo y a privarles de prácticamente toda influencia en esta región.
No es baladí el tema. Siria es el único país desde el cual puede Rusia proyectar su poder en el mar Mediterráneo, desde la base naval de Tartus y la aérea de Jmeimim. El pasado 17 de octubre, Rusia y Siria firmaron un acuerdo que cede a Rusia, por 49 años, la base de Tartus, que será transformada en una base naval permanente rusa. Al tiempo, Rusia ampliará Jmeimim con la construcción de una nueva pista de aterrizaje, para desplegar un contingente aéreo mayor y permanente, desde el cual operar y vigilar a las fuerzas de la OTAN en el Mediterráneo. Tartus y Jmeimim tienen, para Rusia, un valor incalculable, más ahora que la OTAN, desde Bulgaria y Rumanía, ha alcanzado su mayor nivel de proyección y amenaza sobre el mar Negro y el flanco sur de Rusia.
La OTAN intentó, en 2013, tumbar a Bashar el Asad como había hecho en 2011 con Gadafi, en Libia, disfrazando su política tardo-imperialista de defensa de la población. Si Rusia hubiera seguido gobernada por el alcohólico Yeltsin y no por Vladimir Putin, lo habrían conseguido y, con ello, habrían expulsado a Rusia -puede que para siempre- del mar Mediterráneo. Putin entendió el desafío y plantó cara con una firmeza tal que dejó pasmada a la OTAN. En 2013 quedó establecido el estado de guerra entre Rusia, Irán y China, por una parte, y la Alianza Atlántica por otra, guerra subterránea, sórdida, pero no menos implacable. Hasta septiembre de 2015, la OTAN fue ganando esa guerra, merced al flujo incesante de armas que llegaban a rebeldes y yihadistas islámicos desde territorio turco, procedentes de EEUU, Israel, Qatar y Arabia Saudí. Pero ese septiembre de 2015 Putin decidió intervenir con sus fuerzas aeroespaciales, decisión que dio un vuelco inesperado y determinante al conflicto. Como antes en Georgia, Crimea y Donbás, Putin intervenía para ganar y ganar sin ningún género de duda.
Aliado inestimable era Irán, urgido de impedir que el eje chiita Teherán-Bagdad-Damasco-Hezbolá fuera dinamitado en su territorio más estratégico, como era Siria, único aliado con fronteras con Israel y Líbano. Líbano es Hezbolá, el más temible vecino de Israel, país que alentó más que nadie la destrucción de Siria y está viviendo la recuperación de Alepo como su mayor derrota en esta guerra. Sin control amigo sobre Siria, las posibilidades de Irán de respaldar a Hezbolá se reducirían casi a cero, como demuestra la dificultad de apoyar militarmente a los rebeldes hutíes en Yemen, que combaten contra Arabia Saudí. También perdería Irán toda posibilidad de construir -cuando haya paz- el soñado gasoducto, que lleve hasta el Mediterráneo el gas iraní.
China no es un actor menor, aunque se ha esforzado en mantener un perfil bajo, casi invisible, pese a enviar armas, instructores militares y hacer causa común con Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU. El interés chino es claro, pues Siria constituye la salida natural al Mare Nostrum de los países de Oriente Medio, Asia Central y, por supuesto, de la propia China. En febrero de 2016 se inauguró una nueva línea férrea que la une con Irán, como parte del megaproyecto chino de Nueva Ruta de la Seda, que está construyendo la mayor red de infraestructuras del mundo para abrir Eurasia al comercio e inversiones chinas. La continuación natural de la vía férrea chino-iraní es Damasco y los puertos sirios del Mediterráneo. Dados los alcances geoestratégicos, económicos y comerciales de la Nueva Ruta de la Seda, China requiere una red de países amigos que no sean susceptibles de obstruirla por presiones de EEUU o la Unión Europea. En caso de conflicto armado, la Nueva Ruta de la Seda garantiza a China acceso a casi todo el continente euroasiático, sus economías, recursos y puertos. EEUU podría controlar el mar, pero China (y Rusia) controlarían el territorio euroasiático y se asegurarían el control de los vastos recursos de todo tipo que poseen. Por demás, Siria es buen sitio para la retaliación china en su pugna con EEUU: lo que EEUU apriete en el Mar de la China puede China devolvérselo apretando cuanto pueda en Oriente Medio y Próximo.
El mundo está en guerra. No las guerras controladas de la Guerra Fría, donde cada superpotencia podía imponer sus intereses dentro de su área de influencia, sin enfrentar más que formales protestas de la otra superpotencia. Una guerra de reajuste de poderes entre grandes potencias, más próxima al siglo XIX que a la segunda mitad del XX. Con una enorme particularidad. Por vez primera en 500 años, este reajuste no tiene como actores a un grupo de grandes potencias europeas. Sus actores son extraeuropeos, con la singularidad de Rusia que es -al tiempo- potencia insoslayable en Europa y potencia insustituible en Asia Central y el Lejano Oriente. Ahora Europa es un simple, mero y memo espectador, cuyo papel baila entre el son de EEUU y el temor que provoca la gigantesca, inmanejable, odiada, admirada e inaudita Rusia, el país-continente donde naufragó la Grande Armée napoleónica y se hundió la maquinaria nazi. Del declive de la hegemonía occidental da fe un hecho: la reunión, en Moscú, de los ministros de Exteriores de Rusia, Irán y Turquía para tratar sobre Siria. Ni EEUU cuenta ya.
De Europa el único país que juega -y parcialmente- es Alemania. La única potencia económica y política europea, sin embargo, sigue, como hace un siglo, cautiva de su geografía y sus limitaciones energéticas. Geográficamente, porque ha vivido enclavada en un espacio rodeado de otras potencias, que se han unido para derrotarla cuando ha querido ampliar su área de influencia. Energéticamente, porque carece de esos recursos y debe buscarlos en territorios fuera de su control. Rusia es hoy, como hace cien años, el rival a batir pero, como hace cien años, Alemania necesita del petróleo y del gas rusos. Ucrania es su gran frustración. Intento independizarla para satelizarla en las dos grandes guerras mundiales y fracasó. Lo ha intentado ahora con el Maidán y lo único que ha logrado es aproximar la posibilidad de una Tercera Guerra Mundial. Lo único que puede hacer Berlín para seguir siendo potencia dominante europea -no mundial- es adecuarse a Rusia y olvidarse -ya para siempre- de Ucrania como satélite. Ha sido y será parte del mundo eslavo, al que pertenece, como rusa o rusohablante es la mitad de su población.
Turquía parece haber entendido las nuevas reglas del juego. Ha pasado, en escasos meses, de promover el derrocamiento de Bashar el Asad a cooperar estrechamente con Rusia en la guerra contra el Estado Islámico. Turquía es un país en medio de la nada. No es europeo, no es árabe, no es eslavo. Sus pueblos hermanos están en Asia Central, lejos de su alcance. El vecindario le es hostil, de Grecia a Irán, pasando por sirios e iraquíes. Tiene al enemigo en casa -los kurdos-, que también habitan en tres países vecinos. Erdogan está viendo en Putin y en Rusia un aliado más estable que la UE y EEUU, para quienes es un socio incómodo e impredecible. Su mayor prioridad, ahora, es combatir a los kurdos, que, con Rusia e Irán, han sido los mayores beneficiarios del conflicto sirio. La inflexión turca se dio con el derribo del cazabombardero ruso en noviembre de 2015 y en la durísima reacción del Kremlin que, como respuesta, daba apoyo a los kurdos, aviso de lo que podría pasar si Rusia decidía armar a ese pueblo.
Siria es la guerra geopolítica por excelencia y todo lo que se haga desde la OTAN o Europa para prolongarla lo único que hará es prolongar la agonía del pueblo sirio. El nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, puede que haya entendido la situación y trabaje en esa línea a partir del 20 de enero próximo, cuando tome posesión del cargo. Independientemente de ese hecho, Rusia, Irán y Damasco harán cuanto puedan para consolidar su triunfo en Alepo y extenderlo a otras zonas en manos rebeldes. La meta, lógica e irrefutable, militar y políticamente, es convertir la guerra siria en irreversible a favor de sus intereses. Rusia e Irán jugaron y ganaron. Hora es de cerrar este capítulo, por una mínima piedad y compasión con el pueblo sirio.
Augusto Zamora R. es autor de Política y geopolítica para rebeldes, irreverentes y escépticos, Foca, 2016.
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