Julio Scherer Ibarra, es esencialmente distinto. Mientras el padre golpeaba a los políticos del régimen, el junior ligaba uno tras otro cargos públicos gracias a los amigos de papá. Foto: Cuartoscuro
Apenas regresé a la redacción de Proceso luego de casi cuatro meses de permanecer como enviado de la revista en el estado de Chihuahua, Julio Scherer García me mandó llamar a su oficina de la planta alta de Fresas 13.
Agonizaba septiembre de 1986. Nuestro semanario había sido el único medio de alcance nacional en dar cobertura permanente al proceso electoral de aquel verano ardiente, incluida la descripción del operativo montado por el entonces secretario de Gobernación Manuel Bartlett Díaz para imponer al candidato priista Fernando Baeza Meléndez mediante un “fraude patriótico”, la documentación prolija del atropello electoral perpetrado el 6 de julio de ese año, la prolongada y ejemplar resistencia del pueblo chihuahuense ante la tropelía y la huelga de hambre de 41 días del entonces alcalde con licencia Luis H. Álvarez. Los directamente agraviados eran el Partido Acción Nacional y su candidato a la gubernatura, Francisco Barrio Terrazas. La derecha, se decía.
Por primera vez en su historia, y tal vez única, Proceso había dedicado siete portadas consecutivas al caso chihuahuense. Nuestra información fue el sustento documental para la demanda que presentó el PAN ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que emitió la primera y única resolución de la historia contra el Estado Mexicano por la probada vulneración de la voluntad ciudadana en las elecciones del estado más grande del país, mediante un fraude generalizado.
“Su trabajo ha sido crucial en la trayectoria de Proceso”, me soltó el director muy a su estilo. “Se acabó la etiqueta de izquierdistas. Nunca más podrán endilgarnos esa ni ninguna tendencia. Nunca, don Paco, nunca”. Pocas veces lo vi tan emocionado. Intenté en vano convencerlo de que era la revista, no yo, la que había logrado semejante repercusión. “Su trabajo, don Paco, su trabajo”, me replicó mientras me atacaba con uno de sus abrazos demoledores, golpeadores, antes de literalmente echarme de su despacho, como era su costumbre.
Siempre fue esa una de sus obsesiones, que no eran pocas. Mientras ocupó la dirección general, nunca aceptó que el semanario fundado en 1976 tras el golpe de Luis Echeverría Álvarez contra la dirección de Excélsior tuviera una tendencia política. Nunca, hay que decirlo, comprometió la línea editorial del semanario a una ideología.
“Nosotros hacemos periodismo”, decía siempre. De su pluralidad da idea la variedad de identidades políticas de sus más allegados amigos. Entre ellos estuvieron lo mismo Jesús Reyes Heroles, Javier García Paniagua y Carlos Hank González que Adolfo Christlieb Ibarrola y Carlos Castillo Peraza, Heberto Castillo Martínez, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, y el propio Andrés Manuel López Obrador.
Julio Scherer Ibarra, el hijo, es esencialmente distinto. Julito, como se le conoce en el medio, tuvo una larga trayectoria al amparo siempre del poder priista, el mismo sistema corrupto y antidemocrático al que desde Proceso Scherer García fustigaba implacable y despiadado. Mientras el padre golpeaba a los políticos del régimen, el junior ligaba uno tras otro cargos públicos gracias a los amigos de papá, como Eduardo “El Gordo” Pesqueira Olea, Everardo Espino o Javier García Paniagua, de quien fue secretario particular cuando ocupó la Presidencia nacional del PRI. Trabajó también en la gerencia del ingenio Yautepec, y luego pasó a Nutrimex, de la secretaría de Agricultura, cuando Pesqueira Olea era el titular. También trabajó en Almacenes Nacionales de Depósito y fue efímero director de Ruta 100, en el gobierno cardenista de la capital.
Al amparo de sus relaciones políticas, Julito incursionó también en el sector privado. Con la recomendación del salinista Pedro Aspe Armella, fue director de la empresa Consorcio Azucarero Escorpión (Caze), propiedad del magnate refresquero Enrique Molina Sobrino y se vio involucrado en 1999 un escándalo derivado de las “exportaciones virtuales”, falsas, de más de 114 mil toneladas de azúcar.
En las elecciones presidenciales del año 2000, Julito se convirtió en asesor del candidato del PRI, Francisco Labastida Ochoa. Como “consejero político” del sinaloense, Scherer Ibarra, abogado por la UNAM, se dedicaba en especial a cuestiones relacionadas con la información, con los medios, en mancuerna con Marco Bucio, alineados siempre con Emilio Gamboa Patrón. Llamaba, visitaba, trataba de persuadir a los columnistas que hacían criticas al candidato priista. Estaba presente en entrevistas que concedía Labastida Ochoa, intervenía para cuidar el tono, el sentido de las preguntas de los reporteros. Utilizaba el nombre de su padre, el prestigio de Proceso –como lo hizo siempre—para dar mayor fuerza a sus intervenciones.
Derrotado Labastida Ochoa, caído en desgracia el PRI, Julito buscó entonces cobijo –con una congruencia que lo describe de cuerpo entero– ¡en el equipo de Vicente Fox! Efectivamente, Scherer Ibarra intentó colarse al área de comunicación social del futuro gobierno federal. Se atrevió inclusive a presentar un “hermoso” proyecto sobre el tema. Y al mismo tiempo la buscó por el lado del sector agropecuario, y hasta logró ser mencionado en algún medio como integrante del equipo foxista. Hasta que Martha Sahagún lo paró en seco…. Tiempo después, a raíz de las elecciones de 2006, Julito se acercó a López Obrador y empezó a trabajar con él como asesor en cuestiones legales.
A la muerte de Scherer García, acaecida en enero de 2015, Julito se convirtió en accionista de la empresa editora de Proceso, de la que había sido ya “asesor externo”. Como heredero de las acciones de su padre, encabezó el consejo de administración de CISA, al que hasta la fecha pertenece. Tras la apabullante victoria del 1 de julio pasado, López Obrador lo nombró, hombre de todas sus confianzas, como futuro consejero jurídico de la Presidencia de la República.
Hablar ahora de la “traición” de Proceso a raíz de la portada de su número de 42 aniversario, es suponer que la revista fundada por Julio Scherer García era un medio incondicional y laudatorio de AMLO. Es cierto que esa imagen proyectó, durante mucho tiempo, sobre todo después de las elecciones de 2006.
A eso imagen se agregó el nombramiento de Julito en la Conserjería Jurídica presidencial. Y seguramente quienes ahora detentan la dirección del semanario sintieron la necesidad de deslindarse del presidente electo, para salvar su reputación. Marcar su distancia, para preservar su talante de medio independiente. Lo hicieron sin embargo de la peor manera posible, periodísticamente hablando. Con una portada editorializada que no tiene un sustento informativo claro y que AMLO calificó como “amarillista” y “sensacionalista”. Y el semanario expresó su rechazo a ese “vituperio, indigno de un hombre de Estado“.
Esto no es nuevo, por cierto. Hace años que la revista, alejada definitivamente del rigor periodístico que la marcó en sus primeros 20 años de vida, recurre a este tipo de argucias para presumir una actitud crítica que no sustenta. Manipula y tergiversa, supone. Lo hicieron muchas veces para golpear a Vicente Fox Quezada, a Felipe Calderón Hinojosa y a Enrique Peña Nieto, a decenas de políticos y funcionarios. Nadie por supuesto, nadie, desde las filas de la llamada izquierda, protestó entonces por esas deformaciones que realmente traicionaban las normas periodísticas elementales que Scherer García insistió siempre en respetar. Ahora sí se rasgan las vestiduras.
Al margen de esas controversias sobre la naturaleza del quehacer periodístico, sin embargo, lo que es indiscutible es el derecho de un medio de comunicación a ejercer si libertad de crítica, le guste o no a los protagonistas políticos que se sienten afectados. Preocupa por eso que el inminente gobernante de México recurra a la descalificación del semanario que muchas veces le ha dado voz y apoyo, porque de eso a la censura hay apenas un tris. Válgame.