Extrañas prácticas curativas y aplicaciones medicinales que los españoles vieron a su llegada a México
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Cuando Hernán Cortés desembarcó en México, en 1519, descubrió algo más que un conjunto de reinos tribales sometidos por un gran imperio, los mexicas o llamados aztecas al poco, un pueblo animoso con la idolatría y rehén de supersticiones arcanas, pero también repleto de gran cultura, arte y magnificencia, como dignos herederos de aquellas culturas ancestrales de una sabiduría aquilatada siglo tras siglo: los olmecas primero, después los toltecas y más tarde los extraordinarios y misteriosos mayas.
José Luis Pérez Regueira, autor de Una cruz de jade para Cortés
Y de cuantas disciplinas, artes y saberes asombraron a los primeros conquistadores estaban el uso de plantas curativas y la práctica de una medicina extraña y rara para los físicos (doctores y cirujanos de entonces) que acompañaban a la hueste de Cortés. José Luis Pérez Regueira habla de todas estas curiosas prácticas en Una cruz de jade para Cortés, su segunda novela sobre la conquista de América.
El primer gran cronista de todas las cosas vistas en el reino de la Nueva España (México), fray Bernardino de Sahagún, se extendió en sus relaciones para documentar los usos curativos y dejó escrito en el siglo XVI que "tienen (los aztecas) sus médicos que conocen las aplicaciones de hierbas y medicinas y algunos de entre ellos tienen tal conocimiento y experiencia que enfermedades que padecían de antaño y con gravedad los españoles durante largos días y sin hallar remedio, estos indios las sanaban".
Para los cronistas de Indias no pasó desapercibido el trato dado a las enfermedades por aquellos pueblos, cuyo mayor grado de civilización iba parejo a excelentes remedios curativos y un más que aceptable grado de sanidad acorde con los cánones higiénicos de hace 500 años. Y de ese modo, distintos cronistas de la conquista y primera etapa colonizadora de México, como Tapia o Aguilar, llamaron la atención sobre la buena salud y longevidad de los aztecas y el resto de pueblos mexicanos, mientras en Europa la peste asomaba de vez en cuando como plaga aniquiladora.
Ahora se ha sabido que la higiene doméstica y la alimentación de los reinos prehispánicos de México era clave en su condición sanitaria. Se trataba de lo que hoy llamaríamos una dieta cardiosaludable, que ocasionaba en la capital de México-Tenochtitlán, por ejemplo, que sus habitantes alcanzaran los setenta años de edad sin graves padecimientos.
Sin embargo, la práctica médica de los aztecas estaba ligada a la magia y la religión y así los sanadores, fueran estos "botánicos" (especialistas en hierbas), "sangradores" (reparaban fracturas y curaban las picaduras de serpientes) o comadronas, llevaban a cabo rituales mágicos y religiosos durante la sanación y daban por cierto que las enfermedades estaban ocasionadas por demonios. Esto originó un comercio floreciente de brujos sin escrúpulos que expoliaban a los pobres y crédulos campesinos, pese a que tales prácticas fraudulentas estaban penadas con la muerte por orden del emperador.
La gran Tenochtitlán maravilló a Hernán Cortés y a todos sus hombres cuando la divisaron por primera vez. Algunos de ellos eran veteranos de las guerras en el Mediterráneo y dijeron que era muy superior a Constantinopla y a la propia Venecia del Dux. La isla-capital del imperio azteca contaba con un suministro de agua potable a través de un acueducto que cruzaba el gran lago de Texcoco para abastecer a los palacios, jardines, fuentes de la capital y el sistema de limpieza con alcantarillado. Un sistema similar tenía el Cuzco, la capital del otro gran imperio precolombino: el Perú inca.
En cuanto a la alimentación, los pueblos mexicanos comían frutas, verduras y cereales y se alternaban en el consumo de carne de aves y de conejo -abundante en aquellas tierras- y el pescado, que llegaba desde los mares mediante un sistema de comercio avanzado. Y era la base de su nutrición el maíz, el tomate y el pimiento. El cacao, bien aromatizado y endulzado con vainilla y miel, era parte de la comida habitual de la aristocracia.
Acerca de los remedios curativos, José Luis Pérez Regueira los describe en sus novelas como un elemento documental importante para entender aquellos mundos dentro del entramado narrativo y siempre justificado en los textos de los cronistas de Indias.
Así en Las huellas del conquistador, que novela la biografía y aventuras de Hernando de Soto, conquistador del Perú, introductor del caballo en Norteamérica y explorador del sur de los actuales Estados Unidos, narraba el remedio de los indios cheroquíes para sanar las heridas a base de un emplasto de diversas hierbas y tela de araña.
En su segunda obra, Una cruz de jade para Cortés, ha incidido sobre aspectos de la higiene, alimentación, medicina y uso de narcóticos en el mundo que encontró Hernán Cortés allende la mar océana. Y la primera consideración fue el cuidado por la higiene personal que mostraban los mexicas prehispánicos, comenzando por el cuidado dental. Esto es lo que el autor cuenta en una de sus páginas sobre la higiene de la protagonista Malinalli.
"-No olvides sus dientes -reparó Chimalpain-. Su blancura y limpieza es el primer espejo que muestra un espíritu puro y una vida ordenada. Ya sabes cómo me incomoda la costumbre de Chomatl de engalanarse y pintarse la dentadura.
-No tengáis cuidado, mi señor. Siempre tengo preparado para mi princesa goma de xilitol, enjuague de aloe y las raíces de copal. Tampoco os preocupéis de su pelo, aun sin manos, jamás dejaría de cepillar su linda melena con el carey."
-No tengáis cuidado, mi señor. Siempre tengo preparado para mi princesa goma de xilitol, enjuague de aloe y las raíces de copal. Tampoco os preocupéis de su pelo, aun sin manos, jamás dejaría de cepillar su linda melena con el carey."
A estos remedios para la higiene bucal hay que añadir el uso de la planta conocida como Tlatlancuaye, que convenientemente aderezada con otras hierbas, tipos de tierras y agua caramelizada con miel era un remedio infalible contra la halitosis.
En toda América y en México, por supuesto, era conocida y usada la planta llamada Achiote o Bixa Orellana. Se trata de gránulos de un rojo intenso apelmazados en el interior de una cápsula vegetal de color marrón oscuro, de cáscara rugosa y con filamentos. Además de colorante alimentario en todo el continente, los mexicas la utilizaban como antiinflamatorio y contra las enfermedades cutáneas.
A ello hay que añadir otro uso no menos importante y que el propio escritor ha experimentado: un magnífico repelente de mosquitos. Así lo comprobó durante su estancia en las riberas del río Napo, afluente del Amazonas, en la selva ecuatoriana hace unos años. "Siguiendo las indicaciones de mi guía amazónico, un indígena shuar (más conocido como jíbaro - ya hace tiempo que no reducen cabezas-) de nombre Kunchikui; hábil, educado, servicial e íntimo conocedor de la selva, me embadurné cara y manos y garantizo que no se me acercó ningún insecto. El inconveniente del achiote es que la tintura se resiste al agua y es necesario insistir con el jabón", relata Pérez Regueira.
Pese a que el alcoholismo estaba penado socialmente, en los banquetes solemnes de los mexicas, que solían acabar con una ritual pipa de tabaco, los invitados se alegraban antes del festín con alguna bebida, en especial el octli (pulque o zumo de agave fermentado). También en tales ocasiones y si algún comensal prefería algo "más fuerte" se le suministraba una droga contundente. Así lo cuenta en Una cruz de jade para Cortés.
"Las fiestas en la casa de Tlacaelel tenían notoriedad en Huilotlan y en toda la comarca de Painala. La comida era abundante y sabrosa, los mejores músicos y rapsodas amenizaban la velada hasta el amanecer y los invitados recibían regalos y una buena ración de teonanacatl, el hongo sagrado que emborrachaba el espíritu para librarlo de las congojas y acercarlo a las misteriosas moradas de los dioses. (...)"
De entre las sustancias narcóticas utilizadas por los mexicas y que servían a varios propósitos, desde la enajenación espiritual para "entrar en comunicación con los dioses" hasta la anestesia o infundir valor ante la batalla, se encuentra el peyote, una droga reverenciada por cierta generación contestataria norteamericana de los años sesenta, como ya resultaba sagrada para los indígenas de Norteamérica siglos antes. El peyote contiene numerosos alcaloides y entre ellos está la mescalina, un potente alucinógeno. Acerca de sus efectos escribieron algunos cronistas de Indias para referirse a sus consumidores como poseídos por el Diablo.
Ahora bien, como medio de "huir" de la realidad y conseguir la relajación, los mexicas, y antes de ellos los mayas, utilizaban técnicas menos peligrosas para la salud como el uso del temascal, una especie de "sauna mística" con vapores de rocas volcánicas al rojo y el aderezo aromático de substancias vegetales como el romero, la salvia y hojas de picul que garantizan la limpieza del cuerpo y la serenidad de la mente.
Hace cuatro años, en un rancho cercano a la localidad mexicana de Tecate -la capital de la cerveza y a un paso del muro fronterizo con los Estados Unidos- el escritor experimentó junto a dos colegas españoles la satisfacción de tomar un temascal al modo de como lo hacen desde tiempo inmemorial los indios yakis de aquellas latitudes y éste asegura que se consigue tal sosiego y relajación que se llega a perder la noción del tiempo.
Es de conocimiento general la práctica de sacrificios humanos entre los aztecas para congraciarse con el panteón de sus muchos dioses y entregarles la sangre de los mortales para su alimento eterno. En la mayoría de aquellos sacrificios, siempre que fueran rituales en memoria de algún dios en concreto o inmolación de valientes enemigos capturados en batalla, se proveía a los desgraciados de una dosis de narcótico antes del brutal asesinato. Usaban para ello las semillas de la planta llamada xtabentun, que convenientemente condimentadas en un brebaje causaban en los desdichados, que morirían poco después en los altos templetes de las pirámides, una notable euforia, después la enajenación y finalmente un profundo sopor.
El objetivo primordial de aquellos sacrificios era conseguir extraer de las víctimas su corazón con los últimos pálpitos como suprema ofrenda a los dioses creadores del cosmos mexica. En ocasiones especiales de sequía, inundaciones u otros desastres naturales se llevaba a la muerte a centenares o miles de desgraciados para apaciguar lo que se creía un enojo divino. Así lo atestiguan códices y documentos prehispánicos de los tiempos de los huey tlatoanis -emperadores- Moctezuma II Xocoyotzin (al que sometió Hernán Cortés) y de sus antecesores Axayacatl y Ahuizotl.
Los encargados de llevar a cabo aquella cirugía especial era una reservada casta de sacerdotes, casi todos dedicados al servicio del dios supremo de los mexicas-aztecas: Uizchilopotli. Aunque otras deidades importantes como Tlaloc y Tezcatlipoca contaban con sus propios cofrades matarifes para sus ceremonias. Por el desconocimiento del hierro y del acero, los aztecas utilizaban como armas y objetos punzantes trozos de obsidiana, adecuadamente limados, que hacían las veces de cuchillos. Los mayas, en cambio, utilizaban para los sacrificios puñales de granito bien pulidos, al modo como se muestra en la película Apocalipto de Mel Gibson.
De acuerdo con los antiguos documentos y nuevas investigaciones, el sacerdote-cirujano colocaba a la víctima boca arriba, con la espalda arqueada sobre la piedra sagrada y sus cuatro miembros bien sujetos por otros tantos correligionarios. De acuerdo con la fórmula ritual, el monje supremo introducía el cuchillo por el costado derecho y sajaba con rapidez hasta dar con el esternón, que apartaba para evitar que aplastara o dañara el corazón. A continuación introducía su mano en el tórax abierto y arrancaba el músculo cardíaco, que debía mostrarse palpitante.
Este fue el horrible final que encontraron decenas de españoles que cayeron prisioneros durante la retirada de Tenochtitlán en la famosa Noche Triste del ejército aliado de españoles y mexicanos amigos de Cortés, el último día del mes de junio de 1520. Y, por supuesto, todos fueron sacrificados sin el auxilio de droga alguna.
En cuanto a la situación médica de los españoles, los cronistas de la epopeya de Cortés se refieren a un solo médico, el licenciado Cristóbal de Ojeda, del que se habla en esta novela, que atendía al conquistador de sus heridas en diversos combates. Asimismo, se cuenta sobre la "enfermera-soldado" María de Estrada, una de las conquistadoras de apasionante biografía y a la que el escritor alude en repetidas ocasiones en su libro. El trabajo de Ojeda y sus ayudantes, entre los que había barberos-cirujanos, boticarios y simples curanderos, era en la mayoría de las ocasiones una tarea ardua, penosa y bajo condiciones que hoy consideraríamos aberrantes, como el uso del sebo de cadáveres y la cauterización de heridas con hierros candentes. Pero así era aquel mundo fiero e indómito reservado solo para verdaderos semidioses.
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