La pandemia de COVID-19, como todo desastre natural, tiene la peculiaridad capacidad de ponernos en contacto histórico con nuestra especie. La emergencia de salud pública es novedad para todos, pero lo cierto es que la humanidad ha padecido epidemias desde sus más tempranos albores. El miedo que sentimos hoy es el miedo que sintieron nuestros ancestros al enfrentarse a una u otra peste. En el siguiente ensayo, el historiador Luis Barjau recuerda las grandes epidemias que asolaron al Valle de México en los primeros años de la colonia y la peste bubónica que tanto hizo sufrir a la Florencia de Boccaccio en busca de respuestas para el presente.


  Luis BarjauHistoriador y etnólogo. Entre sus libros: «La conquista de la Malinche»
y «Los que viven en la arena»
En sus estudios sobre epidemias, Elsa Malvido subraya que en 1519 hubo epidemia de viruela en México; y que en 1520, año de gran mortandad a causa de las guerras, hubo también viruela, sarampión y vejigas. Los datos sobre el número de muertos causados por la epidemia —al igual que otros datos similares, como el número de habitantes de regiones y ciudades, así como de muertos en la guerra, por el hambre y otros desastres— son inciertos porque hace 500 años no existían registros estadísticos como los que tenemos ahora. Así, sobre los habitantes del México Central (que incluye Morelos, Hidalgo, Puebla, Veracruz y Tlaxcala), William T. Sanders calculó 11 millones 400 mil habitantes; Rosenblat: 4.5 millones; Cook y Borah, tan afamados demógrafos históricos, 25.2 millones.
Y para la ciudad de México-Tenochtitlan, Sanders calculó medio millón. En cambio, Rieff Anawalt, Frances F. Berdan y Eduardo Matos calcularon 200 mil. Michel Graulich escribió que tanto Teotihuacan como Tenochtitlan fueron ciudades de más de 150 mil habitantes. Miguel León Portilla calculó 70 mil; Matthew Restall, 60 mil. Las diferencias, entre tantos estudiosos de la demografía antigua, son enormes. Sin embargo, por lo que se refiere a las bajas causadas por las epidemias, aunque también existan grandes diferencias, los porcentajes estimados oscilan entre el 50 y el 96% de la población total entre 1520 y 1600, tanto para el México Central como para la ciudad de Tenochtitlan.
Cuahtemoc se rinde a Hernán Cortés (lámina del lienzo de Tlaxcalia, wikimedia commons)
De todas formas, teniendo en cuenta las diferencias porcentuales, cualquier pueblo que haya visto mermar su población en esos términos —y que a dicha catástrofe tuviera que agregar las bajas en la guerra— debió haber constituido una sociedad trágica, mermada, aterrorizada, y acabada física y moralmente.
Aparte de las frías cifras del número de muertos, nadie registró el drama social causado por la peste. No existe la mínima referencia. No cabe duda de que la sola catástrofe de la epidemia de los 1520 debe haber dejado una población demasiado impactada como para sacar fuerzas y defenderse del asedio conquistador. No nos podemos imaginar cómo sería la psicología de masas de aquella ciudad, más que por vía comparativa con fenómenos históricos semejantes. Dicho esto, la epidemia de viruela que arrasó la población indígena de México ha sido considerada como el desastre epidemiológico mayor de la historia universal.
Efectos de las epidemias en un grabado de Theodor de Bry (imagen: correodelsur.com)
Se debe pensar en los efectos de la peste en Florencia analizados en el prefacio de Giovanni Boccaccio a su obra El Decameron en el siglo XIV. Desde 1330 hasta 1350, la peste bubónica (así conocida porque las manchas negras en la piel eran llamadas bubones) mató a un tercio de la población europea al expandirse desde Asia por el norte de África, Europa y Oriente Medio. La bacteria que la provocó, conocida como o yersina pestis, infectó a la rata negra del campo chino y se trasmitió a través de pulgas. Entre los años 1347 y 1351, conforme la plaga se extendía por Europa, murió entre el 25 y el 50% de la población.
Para conocer de cerca el drama florentino resulta útil citar la introducción de Boccaccio, pecando sobre el texto literario, pero a la búsqueda de sus partes objetivas —esto con el objeto de imaginar, por contraste, cómo pudo haber sido la peste de Tenochtitlan de 1520, que fue más cruel que la florentina. La descripción de Boccaccio es puntual:
Nacían a los varones y a las hembras […] en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo. […] En poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse [en todo el cuerpo], e inmediatamente comenzó […] a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían […] a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes.
Era difícil atinar con los medicamentos de la época, precarios y rústicos, de modo que casi todos morían al tercer día de infectados. Las medidas de higiene eran desatinadas también: los familiares contagiados “se abalanzaban sobre los sanos con quienes se comunicaban.”
Códice Telleriano-Remensis, pág. 46, cocoliztli de 1545 (imagen: Fundación para el avance de los estudios mesoamericanos)
Había promiscuidad y no se cuidaba el uso de objetos, ropas y utensilios, que eran comunes:
Estando los despojos de un hombre muerto […] arrojados en la vía pública, y tropezando con ellos dos puercos, y como según su costumbre se agarrasen y le tirasen de las mejillas primero con el hocico y luego con los dientes, un momento más tarde, tras algunas contorsiones y como si hubieran tomado veneno, ambos a dos [cerdos] cayeron muertos en tierra sobre los maltratados despojos.
Pronto surgió el terror de la gente, que esquivaba y huía de los enfermos y “cada uno creía que conseguía la salud para sí mismo”. Unos procuraban vivir con moderación encerrándose en sus casas, con los ricos alimentos de los pudientes, “comidas delicadísimas y de óptimos vinos […] con el tañer de los instrumentos y con los placeres que podían tener se entretenían”. Otros “afirmaban que la medicina certísima para tanto mal era el beber mucho y el gozar y andar cantando de paseo y divirtiéndose y satisfacer el apetito […] y reírse y burlarse de todo”.
Sección dedicada a la medicina prehispánica en el mural El pueblo en demanda de salud, realizado por Diego Rivera en el Hospital de la Raza, en 1951 (imagen: xataca.com.mx)
Empezaron a ocupar indistintamente las casas y otros dieron como el remedio máximo abandonar la ciudad yéndose al campo. Las autoridades civiles y eclesiásticas olvidaban sus funciones porque igualmente padecieron de enfermedad y muerte. Otros paseaban con máscaras de grandes narices donde acomodaban yerbas de olor y especias, que, pensaban, eran desinfectantes, pues el aire estaba impregnado de cadáveres en descomposición.
Y no digamos ya que un ciudadano esquivase al otro y que casi ningún vecino tuviese cuidado del otro, y que los parientes raras veces o nunca se visitasen, y de lejos: con tanto espanto había entrado esta tribulación en el pecho de los hombres y de las mujeres, que un hermano abandonaba al otro y el tío al sobrino y la hermana al hermano, y muchas veces la mujer a su marido, […] los padres y las madres a los hijos, como si no fuesen suyos, evitaban visitar y atender.
Los enfermos eran abandonados por vecinos, parientes, amigos y sirvientes. Y “se siguió una costumbre no oída antes: que a ninguna mujer por bella o gallarda o noble que fuese, si enfermaba, le importaba tener a su servicio a un hombre, como fuese, joven o no, ni mostrarle sin ninguna vergüenza todas las partes de su cuerpo no de otra manera que hubiese hecho a otra mujer, si se lo pedía la necesidad de su enfermedad”.
Los pobres quedaban recluidos en sus barrios sin servicios ni ayuda; la peste de los muertos los expulsaba a mendigar por calles e iglesias:
las sepulturas […] se hacían por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba a ras de suelo. […] Tanta y tal fue la crueldad, […] que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas humanas, entre marzo y julio, se tiene por cierto que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la vida.
Bocaccio termina su siniestra crónica con una lamentación sobre el brillo del pasado, de las grandes familias, de la tranquilidad y felicidad de la vida cotidiana:
¡Cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron con sus antepasados en el otro mundo!
Epidemia en el Codex en cruz (1553) de la Biblioteca Nacional de Paris
Dispense el lector la largueza de las citas pero fue necesario por doble razón: para observar los efectos psicosociales de la peste, observación que se desconoce de la mexica, e imaginarla para apreciar contra la cual peleó Hernán Cortés. El panorama descrito es atroz, desde luego, pero debió haber sido semejante a las epidemias del pasado y en cualquier parte del mundo. La excepción, claro está, es nuestro tiempo y sus avances de la medicina —aunque lo cierto es que aún no se puede cantar victoria.
Pero el propósito de este artículo es distinto. Y así, es válido preguntarse, como su título, ¿contra qué peleó Hernán Cortés en 1521? La viruela en Tenochtitlan causó más muertes que la propia guerra. El cronista Bernardino Vázquez de Tapia llegó a considerar que, de cada cuatro indígenas, uno había muerto por peste. El propio Cuitláhuac, ungido tlatoani después de la desaparición de Moctezuma, murió de viruelas.
En la práctica, la epidemia se integró como fuerza devastadora y fungió como otra arma de los españoles. Estaba visto que el aislamiento secular de una población determinada la protegía de enfermedades que se habían gestado en ámbitos extraterritoriales. Más una vez que llegaron dichas enfermedades, se evidenció que el organismo del individuo autóctono no había creado las defensas correspondientes a la viruela, que sí tenían los españoles y a quienes no afectó la epidemia.
En particular, y desde el momento del contacto, la viruela atacó a la población indígena mucho antes de la batalla final de Tenochtitlan que diera al traste con su imperio. La mortandad fue su secuela, pero el miedo y la desconfianza ante esos fenómenos inexplicables para los nativos fueron factores que la antecedieron. La catástrofe de la morbilidad y de la mortalidad sacudió la estructura de la sociedad local y su estabilidad anímica tanto —y no sabemos en realidad hasta qué punto— como la presencia y la violencia de los españoles. Y si bien la afrenta mayor de los advenedizos duró los 93 días de guerra hasta la caída de la metrópoli mexica, la peste continuó mermando la población, según algunos historiadores, hasta una proporción no menor del 90 %.
Ya se dijo que la viruela empezó en 1519. La epidemia del cocoliztli, posterior, atacó por vez primera en la meseta central en 1545. En 1576 volvió en forma devastadora y sucesivamente, junto con otra dolencia denominada matlalzáhuatl. Estas plagas volvieron más de diez veces y pusieron así en grave peligro la supervivencia de la población nativa. Por si esto fuera poco, el sarampión y el tifo también atacaban.
En el Códice Aubin que relata la historia del pueblo mexica, se encuentra una referencia al cocoliztli de 1545 (a la derecha aparece el paciente vomitando sangre)( Imagen: British Museum) 
La derrota, la enfermedad, la desnutrición y después el alcoholismo signaron el comienzo de la historia moderna de México. Se dice que la viruela dejó un saldo de veinte millones de muertos. Si es cierto que la población ascendía a 22 millones aproximadamente, hacia finales del siglo quedaron escasamente algo así como dos millones de indígenas en el México central.
Cocoliztli sólo quiere decir “enfermedad o pestilencia”; matlazáhuatl o neneuhcáyotl es de incierta traducción puesto que el segundo término sólo se remite a un sinónimo y es cocoliztli. Aparte de la rapidez con que la lengua náhuatl designó esos términos para la nueva enfermedad, es claro que el desconocimiento de la cura del mal perduró a pesar de los remedios de la medicina tradicional indígena y también de la medicina española. Solo hasta el siglo XIX se empezó a controlar su avance.
La enfermedad también tenía para los mexicas una relación directa con los dioses, muchos de los cuales podían propiciarla. Una curandera o tícitl, por ejemplo, ponía una representación de Quetzalcóatl frente al petate del enfermo. En otro, cubierto con una manta blanca tiraba veinte granos de maíz a modo de dados y de la forma en que caían, hacía sus interpretaciones: si un grano quedaba superpuesto a otro se trataba de enfermedades resultantes de la sodomía; si se apartaban los granos de modo que se pudiera trazar una recta entre dos porciones, el enfermo habría de curarse.1
Imagen: xataca.com.mx
El término matlalzáhuatl es incierto porque solo se sabe que matlal quiere decir “red”. El nombre de los matlatzinca, cercanos a Toluca, deriva de “red” porque dicha gente acostumbraba desgranar el maíz poniendo las mazorcas en una red que golpeaban contra el suelo. Había también, según Cecilio A. Robelo, una forma de sacrificio consistente en envolver con una red a la víctima y golpearla hasta matarla. Esta enfermedad, sin embargo, se ha identificado con el tifo.2
El doctor Bustamante, pionero de la investigación médica sobre las enfermedades generadas por el contacto español, concluyó que el cocoliztli, al menos el que azotó entre 1576 y 1579, fue sarampión. El mismo estudioso también ha mantenido que lo más probable es que la peste de 1545, identificada con la viruela, fuera en realidad una epidemia de varias enfermedades simultáneas, tales como la influenza, el tifo y el sarampión. Esto porque los síntomas incluían intenso frío en todo el cuerpo, a la vez, calor y ardor desmedido en las entrañas, respiración difícil y fatigosa, irritación de ojos, dolor de cabeza muy agudo, flujo de sangre incontenible por uno o dos días, por la nariz, formación de parótidas (inflamación de las glándulas), y reumatismo.
La cronología más importante de las enfermedades que asolaron a la población indígena de los siglos XVI y XVII, la debemos también a Elsa Malvido.3 Y así, de 1519 a 1696, en dos siglos, hubo 41 ataques de peste en el México Central.