CABEZA DE VACA. “Somos más de lo que creíamos ser”
“Esta historia de Cabeza de Vaca es, sin duda, uno de esos temas que a cualquier director de cine le abre el apetito y encuentra ideal para realizar la película de su vida.”
Álvaro Mutis
La primera vez que escuché la singular historia del náufrago español Gonzalo Guerrero fue en una reunión de amigos en 1982. Él junto con otros sobrevivientes, fue el primero en llegar a las costas de Yucatán en 1511. La historia me impresionó, creció en mi interior y me motivó a tratar de realizar una película. Surgieron las primeras imágenes: una noche en alta mar, entre la niebla, aparece una balsa que flota a la deriva con un puñado de náufragos; van desnudos porque se han comido toda su ropa, débiles porque a falta de agua han tenido que beber su sangre, y locos porque han llegado al extremo de comerse a sus muertos.
La corriente del destino los lleva a tierra; al pisarla, tienen la certeza de haber llegado a otro mundo. Se adentran en él como en un planeta desconocido: una selva tan tupida que eclipsa la luz del sol, llena de sonidos de animales extraños. En su trayecto, los náufragos se sienten observados y repentinamente se instala un silencio aterrador, los animales callan al unísono, sólo se escucha el ruido de sus pasos y una voz asustada que reza en latín.
Cae, súbita, sobre ellos una diabólica estridencia de pitos, flautas y tambores. Vuelan flechas, hachas y piedras de atacantes invisibles. Corren despavoridos dispersándose en todas direcciones sin encontrar una salida. Han caído en una trampa como animales, son cazados y encerrados en jaulas de bambú. Los indios, sus captores, los observan orgullosos como si fueran joyas de zoológico, los alimentan especialmente para comerlos más tarde.
Un imponente cacique, su jefe, sacrifica inmediatamente a unos cuantos para cumplir con el tributo a sus dioses. Las víctimas son cortadas en pedazos y distribuidas al pueblo para comer, no por hambre como antes lo hicieran ellos, sino por obligaciones rituales. “¡Que Dios tenga misericordia de nosotros!”
Los náufragos que el destino deja vivos, son esclavizados y por años obligados a trabajar en la construcción de pirámides. Al paso del tiempo, sólo dos de ellos sobreviven los trabajos forzados: Gonzalo Guerrero y Gerónimo de Aguilar.
En 1518, rumbo a su encuentro con el Imperio azteca, Cortés pasa por esa región, oye a los indígenas que con insistencia mencionan la palabra “castilán” y entiende el mensaje: otros españoles han llegado antes que él. No duda en mandar gente a buscarlos; los mensajeros dan primero con Aguilar: éste se tira al suelo llorando, dando gracias a Dios, pues había perdido toda esperanza de ser rescatado. Después se incorpora al ejército español: su conocimiento del idioma de los mayas lo convierte, junto con la Malinche, que habla maya y náhuatl, en la lengua de Cortés, quizá el arma más poderosa del conquistador.
A Gonzalo, por el contrario, jamás llegan a encontrarlo. Rehuye el contacto, no acude al llamado de España, se esconde. Gonzalo ya es otro: ha cambiado su nombre, se ha casado con la hija de un cacique importante y tiene hijos con ella, se ha convertido en el padre del mestizaje en México. Ahora Guerrero encabeza la lucha de los mayas contra el invasor español; ha formado un organizado y temible ejército: se dice que Champotón fue una de sus grandes victorias. Años más tarde muere en el campo de batalla: al atardecer, entre escombros y cientos de cadáveres, los españoles reconocen el cuerpo del traidor: el hombre de cabello rojo, con una piel muy blanca saturada de tatuajes, de orejas y nariz perforadas y decoradas con jade “a la manera de los idólatras”.
Con Gonzalo Guerrero nace la leyenda en América de los que, como afirma Álvaro Mutis, “van olvidando, sin darse cuenta, todo el conocimiento y las destrezas que les enseñó el Occidente” y de los que “van percibiendo en forma intuitiva e inconsciente este saber de sus cautivos”. Ellos, como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, comenzaron siendo unos pocos. Ahora casi todo un país; una cadena que se ha convertido en columna vertebral de nuestra cultura.
Sobre el boceto de la historia de Gonzalo Guerrero se trazó la de Cabeza de Vaca. La estructura general es la misma: el hombre que, separándose de los suyos, hace otra vida entre “salvajes”: primero como esclavo, luego gana su libertad, el respeto y la confianza de sus captores. Al final vive el reencuentro con España en forma traumática: “¿será posible que yo haya sido uno de ellos?”
Álvar Núñez Cabeza de Vaca nació en Sevilla en una familia de viajeros y militares el año de 1490. En 1527 se embarcó como tesorero del rey en la expedición que el capitán Pánfilo de Narváez condujo hacia la Florida. Cinco barcos con seiscientos hombres desembarcaron cerca de la que hoy es la ciudad de Tampa. La mala organización y las tormentas dejaron a la mayoría de los hombres varados en tierra. Los náufragos construyeron algunas balsas con la intención de navegar hacia lo que suponían el cercano río Pánuco. El hambre y la enfermedad diezmaron al grupo. Después de ocho años de caminar, de adaptarse al suelo y la gente, de recorrer de lado a lado las regiones meridionales del actual territorio de los Estados Unidos, sólo un puñado de hombres habría de sobrevivir la secuela de desastres que cayó sobre ellos. Uno de esos hombres fue Álvar Núñez Cabeza de Vaca.
Álvar y Gonzalo, iniciados en su afán de sobrevivir, regresan a modos de vida del Neolítico, hacen evidente la fuerza de las funciones animales, de los mecanismos de la naturaleza para preservar la vida. Pero también liberan las descarnadas funciones del espíritu: Álvar Núñez Cabeza de Vaca, renunciando a todo, lo obtiene todo; el tesorero se convierte en un santo y hace curaciones milagrosas.
Su rostro está marcado por el dolor y el éxtasis, por la muerte y la resurrección, mitad demonio y mitad dios. El castigo físico se mezcla con lo trascendente, como en aquel maratonista olímpico que llegó al final de la carrera con el rostro agonizante, las piernas chorreadas de orines y mierda, los ojos clavados en la meta como ante una revelación sin importarle en ese momento lo observaran en vivo sesenta mil espectadores.
Gonzalo condujo un ejército de guerreros mayas y murió en combate peleando en contra de lo que había sido: el hombre en lucha con su sombra. El tesorero Álvar Núñez Cabeza de Vaca se hizo brujo, cruzó el continente americano también al frente de un ejército: cientos de enfermos y muertos de hambre. Además vivió para contarlo, sus aventuras quedaron documentadas por él mismo en sus Naufragios: un libro que es una reserva inagotable de ideas e imágenes. Su guía fue el sol poniente, su lema: “Conquistar con el corazón, no con las armas.”
Así le fue: regresó a España, se le condenó al exilio y murió en el olvido. “Si cuentas la verdad te tomarán por loco, te arrestarán, te regresarán a España cargado de cadenas…”
El trazo general de ambos personajes es el mismo, la trampa es la misma. Gonzalo y Álvar recorrieron el mundo para llegar al mismo punto, para ver su rostro en el espejo. Trabajar con Cabeza de Vaca ofrecía muchas ventajas: de los pueblos y gente que encontró ya no existe prácticamente nada, a diferencia de los mayas, que aún conservan su idioma y sus edificios. Se trataba de inventar América: su gente, sus costumbres, su forma de vestir, su lengua.
Cuando Álvar quiere escapar, el hechicero que lo tiene preso amarra una lagartija a un palo. El tesorero trata de escapar pero sólo da vueltas como un compás que traza un círculo cada vez más pequeño. La lagartija termina atrapada en el centro y Álvar regresa al punto donde inició la huida. El destino cierra sus círculos: cuando tratamos de escapar de él, morimos poco a poco; lo que nos impulsa a vivir, a insistir en la liberación, es la ilusión de cambiar, o de resucitar en el intento o en el instante.
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