Lo que debemos al Islam
Ha muerto hace unos días, a los 87 años de edad, el arabista catalán Juan Vernet, al que debemos libros imprescindibles sobre la cultura islámica. Los más conocidos entre nosotros (aparte de sus traducciones de “El Corán” y de “Las mil y una noches”) son “Los orígenes del Islam”, “Literatura árabe”, “Historia de la ciencia española”, “Astrología y astronomía en el Renacimiento” y, sobre todo, “Lo que Europa debe al Islam de España”.
Los arabistas españoles forman una tan ilustre como extraña familia porque la tendencia general de nuestros educadores (y ya no digamos de nuestros deseducadores) es la de considerar la cultura islámica no como un elemento propio enriquecedor sino como una influencia extraña a combatir por todos los medios. Una tendencia que se ha exacerbado últimamente, y de forma especial desde que los gobiernos de Estados Unidos se hayan inventado como enemigo planetario al supuesto fundamentalismo islámico para justificar los excesos del fundamentalismo propio, mucho más agresivo y poderoso.
Y todo ello, pese a que el diccionario de la RAE es abundante en palabras de origen árabe como “almanaque”, “almohada”, “aljibe”, “almacén”, “alicatar”, “alhelí” o “álgebra”. Que importantes ciudades españolas como Zaragoza, Almería, Albacete, Málaga, Córdoba, Badajoz, Granada etc., e incluso la capital del Estado, Madrid, deben su nombre a la lengua árabe. Y que algunos de los monumentos de los que nos sentimos más orgullosos, como la Giralda de Sevilla o la Alhambra de Granada, son muestras espléndidas de esa civilización.
Cuando estudiábamos el bachillerato, el Islam español se consideraba una fuerza invasora de una España cristiana (y de alguna manera prefranquista) pese a que esta nunca había existido como tal. En los libros de texto, se aludía vagamente a los frutos de una civilización refinada pero en decadencia. Y, por supuesto, los califas de Córdoba y los reyes de Taifas no merecían el honor de ser incluidos en la galería de monarcas españoles pese a que todas las dinastías reinantes, a partir de la definitiva unidad nacional, fueron linajes extranjeros como los Austrias y los Borbones.
En el manual de historia que yo manejaba venía un dibujo de un Abderraman I barbudo y con una mirada siniestra, y otro de Almanzor dando de beber a su caballo en la pila de agua bendita de la catedral compostelana con deliberado ánimo de profanación. Las únicas conclusiones positivas que sacamos los alumnos de aquel tiempo es que los árabes, además de llevar turbante, eran buenos arquitectos, médicos y farmacéuticos, magníficos jardineros, avanzados astrónomos y matemáticos, y conocían las delicias del agua corriente. Todo lo contrario de lo que ocurría en el bando cristiano, donde la reina Isabel hizo promesa de no cambiar la camisa mientras no se conquistase Granada.
Con esos antecedentes, y bajo la feroz propaganda antiislámica que se ha desatado, una obra esclarecedora como la del profesor Vernet todavía realza más su mérito. El que suscribe, ha pasado muy buenos ratos leyendo sus libros y ha aprendido bastantes cosas en ellos. Sin que pase del valor de una anécdota, la opinión que tenían los árabes españoles sobre las poblaciones cristianas del norte no era precisamente benévola. Al respecto, cita Vernet la siguiente opinión de Ibn Said. “Son pueblos a los que Dios ha dado un espíritu anárquico y tozudo y les ha concedido el amor al desorden y a la violencia”. Así los veían.
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