Franz Fanon
[PARTE 1]
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Vigencia de la visión fanoniana de la sociedad
Por Mario Wainfeld
"El sabía perfectamente que sus trastornos psíquicos eran provocados por lo que hacía en las salas de interrogatorio, aunque trataba de rechazar globalmente su responsabilidad. (...) Como no pensaba dejar de torturar me pidió sin ambages que como psiquiatra lo ayudara a torturar a los patriotas argelinos sin remordimientos de conciencia, sin trastornos de conducta, con serenidad."
"El entierro me repugnó. Todos esos oficiales que venían a llorar por la muerte de mi padre, 'cuyas altas cualidades morales habían conquistado a la población indígena', me producían náuseas. Todo el mundo sabía que era falso. Nadie ignoraba que mi padre dirigía los centros de interrogatorio de toda la región. Todos sabían que el número de muertos de la tortura era de diez diarios y venían a contar mentiras sobre la devoción, la abnegación, el amor a la patria, etc... Debo decir que ahora las palabras para mí no tienen ningún sentido o no tienen mucho."
Franz Fanon, Los condenados de la tierra
El mencionado libro del argelino Fanon se escribió cuando despuntaba la década del 60, lo prologó Jean Paul Sartre y fue texto canónico de las izquierdas latinoamericanas en ese decenio y en el que lo siguió. Los capítulos más recordados, a fuer de haber sido los más transitados por entonces, eran los primeros, un formidable alegato a favor de la descolonización y el nacionalismo africano. Pero el libro contenía un capítulo (del cual se extraen las citas del epígrafe, una referida al tratamiento de un torturador, la otra un textual de la hija de un represor) en los que el autor, psiquiatra de profesión, narraba patologías producto directo del salvajismo del dominador. Patologías que sufrían los colonizados y, como se refiere en la cita, los colonizadores. Lo que transmitía, memorable, el ensayo era la negación de la identidad de la víctima y la funcionalidad del salvajismo de los represores. La funcionalidad a un proyecto político.
El ejército francés sirvió de modelo a las Fuerzas Armadas argentinas, que se autorizaron un par de "licencias poéticas" respecto de sus idolatrados ejemplos: aplicar su barbarie a compatriotas e incorporar a sus recursos tácticos la desaparición forzada de personas.
Franz Fanon (Martinica, 20 de julio de 1925 – 6 de diciembre de 1961) es uno de los intelectuales que con mayor precisión ha trabajado el tema de la colonización política, ideológica y cultural. Su presencia en la Revolución argelina fue decisiva para corroborar en la práctica todo lo que del poder colonial había aprendido cuando cursaba sus estudios en París.
Los condenados de la tierra -ensayo prologado por Jean Paul Sartre- es su obra más emblemática, publicada tras su muerte, en 1961. Para Fanon, la liberación nacional significaba mucho más que la independencia, ya que se constituía en un proceso de autoliberación y reconocimiento.
Recordemos. Una vez terminada la Segunda Guerra Mundial discurrió un cuarto de siglo (y acaso un fleco más) de vigencia del Estado de Bienestar, pero ya en los 70 su agotamiento era patente. En la Argentina, esa etapa se expresa bastante bien en el intervalo que medió entre dos fechas emblemáticas del peronismo: el 45, el de las vísperas y el 75 el del rodrigazo y el de una interna que se dirimía a balazo puro. La crisis del estado benefactor generaba, entre otras, dos respuestas radicales: las de quienes leían a Fanon y predicaban la liberación nacional adunada con distintas formas de socialismo y las que proponían un formidable salto hacia atrás, un desmantelamiento de las instituciones y las salvaguardas que habían hecho menos ominoso al capitalismo. La Argentina complejizaba ese mapa común de la época, añadiendo una bastante sólida estructura armada al calor del estado protector, en especial (pero no exclusivamente) una poderosa organización sindical, implantada en todo el país, potenciada por el pleno empleo y capaz de variadísimas formas de resistencia y de adaptación. Arrasar con las nuevas corrientes revolucionarias y con las conquistas y los portavoces de una época reformista en aras de un proyecto de minorías, técnicamente reaccionario, era una tarea inconcebible en democracia. Falta hacía una dictadura sangrienta y la hubo.
Un cuarto de siglo después la Argentina ha optado mayoritariamente por la democracia, limitada, imperfecta, lenta pero también con atisbos de garantismo constitucional. Tras un genocidio planificado, un serpenteante camino ha llevado al juzgamiento de quienes tuvieron flagrantes responsabilidades penales en el exterminio. Rara es la naturaleza humana y paradójica la historia. Quienes sólo pretenden aplicar las leyes son tildados de extremistas. Quienes procuran gambetear las normas son los represores que alegan, como los franceses de la cita que encabeza esta nota, "la devoción, la abnegación, el amor a la patria". Y reclaman como lo hacía el torturador a Franz Fanon, que se les permita seguir desapareciendo a sus víctimas sin dilemas, sin estorbos de conciencia.
Página/12, 27/07/03
LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
PREFACIO DE JEAN-PAUL SARTRE
Traducción de JULIETA CAMPOS
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA. MÉXICO
COLECCIÓN POPULAR TIEMPO PRESENTE
Título original: Les damnés de la terre
© 1961 François Maspero, París
D. R. © 1963, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Av. de la Universidad 975, 03100 México, D. F.
ISBN 968-16-0971-9
INDICE
Prefacio por Jean-Paul Sartre (en esta página)
I. La violencia (en esta página)
La violencia en el contexto internacional (en esta página)
II. Grandeza y debilidades del espontaneísmo (en parte 2)
III. Desventuras de la conciencia nacional (en parte 2)
IV. Sobre la cultura nacional (en parte 2)
V. Guerra colonial y trastornos mentales (en parte 3)
Serie A (en parte 3)
Serie B (en parte 3)
Serie C (en parte 3)
Serie D (en parte 3)
La Impulsividad criminal del norafricano en la guerra de Liberación Nacional 149 (en parte 3)
Conclusión (en parte 3)
PREFACIO
No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes, es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas. Los primeros disponían del Verbo, los otros lo tomaban prestado. Entre aquéllos y éstos, reyezuelos vendidos, señores feudales, una falsa burguesía forjada de una sola pieza servían de intermediarios. En las colonias, la verdad aparecía desnuda; las "metrópolis" la preferían vestida; era necesario que los indígenas las amaran. Como a madres, en cierto sentido. La élite europea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental, se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus hermanos; eran un eco; desde París, Londres, Ámsterdam nosotros lanzábamos palabras: "¡Partenón! ¡Fraternidad!" y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios se abrían: "¡...tenón! ¡...nidad!" Era la Edad de Oro.
Aquello se acabó: las bocas se abrieron solas; las voces, amarillas y negras, seguían hablando de nuestro humanismo, pero fue para reprocharnos nuestra inhumanidad Nosotros escuchábamos sin disgusto esas corteses expresiones de amargura. Primero con orgullosa admiración: ¿cómo?, ¿hablan solos? ¡Ved lo que hemos hecho de ellos! No dudábamos de que aceptasen nuestro ideal, puesto que nos acusaban de no serles fieles; Europa creyó en su misión: había helenizado a los asiáticos, había creado esa especie nueva. Los negros grecolatinos. Y añadíamos, entre nosotros, con sentido práctico: hay que dejarlos gritar, eso los calma: perro que ladra no muerde.
Vino otra generación que desplazó el problema. Sus escritores, sus poetas, con una increíble paciencia, trataron de explicarnos que nuestros valores no se ajustaban a la verdad de su vida, que no podían ni rechazarlos del todo ni asimilarlos. Eso quería decir, más o menos: ustedes nos han convertido en monstruos, su humanismo pretende que somos universales y sus prácticas racistas nos particularizan. Nosotros los escuchamos, muy tranquilos: a los administradores coloniales no se les paga para que lean a Hegel, por eso lo leen poco, pero no necesitan de ese filósofo para saber que las conciencias infelices se enredan en sus gemidos, sería la de la integración. No se trataba de pues, su infelicidad, no surgirá sino el viento. Si hubiera, nos decían los expertos, la sombra de una reivindicación en sus gemidos, sería la de la integración. No se trataba de otorgársela, por supuesto: se habría arruinado el sistema que descansa, como ustedes saben, en la sobreexplotación. Pero bastaría hacerles creer el embuste: seguirían adelante. En cuanto a la rebeldía, estamos muy tranquilos. ¿Qué indígena consciente se dedicaría a matar a los bellos hijos de Europa con el único fin de convertirse en europeo como ellos? En resumen, alentábamos esa melancolía y no nos parecía mal, por una vez, otorgar el premio Goncourt a un negro: eso era antes de 1939.
1961. Escuchen: "No perdamos el tiempo en estériles letanías ni en mimetismos nauseabundos. Abandonemos a esa Europa que no deja de hablar del hombre al mismo tiempo que lo asesina por dondequiera que lo encuentra, en todas las esquinas de sus propias calles, en todos los rincones del mundo. Hace siglos....que en nombre de una pretendida aventura espiritual' ahoga a casi toda la humanidad." El tono es nuevo. ¿Quién se atreve a usarlo? Un africano, hombre del Tercer Mundo, ex colonizado. Añade: "Europa ha adquirido tal velocidad, local y desordenada... que va... hacia un abismo del que vale más alejarse." En otras palabras: está perdida. Una verdad que a nadie le gusta declarar, pero de la que estamos convencidos todos - ¿no es cierto, queridos europeos?
Hay que hacer, sin embargo, una salvedad. Cuando un francés, por ejemplo, dice a otros franceses: "Estamos perdidos" -lo que, por lo que yo sé, ocurre casi todos los días desde 1930- se trata de un discurso emotivo, inflamado de coraje y de amor, y el orador se incluye a sí mismo con todos sus compatriotas. Y además, casi siempre añade: "A menos que...". Todos ven de qué se trata: no puede cometerse un solo error más; si no se siguen sus recomendaciones al pie de la letra, entonces y sólo entonces el país se desintegrará. En resumen: es una amenaza seguida de un consejo y esas ideas chocan tanto menos cuanto que brotan de la intersubjetividad nacional. Cuando Fanon, por el contrario, dice que Europa se precipita a la perdición, lejos de lanzar un grito de alarma hace un diagnóstico. Este médico no pretende ni condenarla sin recurso -otros milagros se han visto- ni darle los medios para sanar; comprueba que está agonizando, desde fuera, basándose en los síntomas que ha podido recoger. En cuanto a curarla, no: él tiene otras preocupaciones; le da igual que se hunda o que sobreviva. Por eso su libro es escandaloso. Y si ustedes murmuran, medio en broma, medio molestos: "¡Qué cosas nos dice!", se les escapa la verdadera naturaleza del escándalo: porque Fanon no les "dice" absolutamente nada; su obra -tan ardiente para otros- permanece helada para ustedes; con frecuencia se habla de ustedes en ella, jamás a ustedes. Se acabaron los Goncourt negros y los Nobel amarillos: no volverá la época de los colonizados laureados. Un ex indígena "de lengua francesa" adapta esa lengua a nuevas exigencias, la utiliza para dirigirse únicamente a los colonizados: "¡Indígenas de todos los países subdesarrollados, uníos!" Qué decadencia la nuestra: para sus padres, éramos los únicos interlocutores; los hijos no nos consideran ni siquiera interlocutores válidos: somos los objetos del razonamiento. Por supuesto, Fanon menciona de pasada nuestros crímenes famosos, Setif, Hanoi, Madagascar, pero no se molesta en condenarlos: los utiliza. Si descubre las tácticas del colonialismo, el juego complejo de las relaciones que unen y oponen a los colonos y los "de la metrópoli" lo hace para sus hermanos; su finalidad es enseñarles a derrotarnos.
En una palabra, el Tercer Mundo se descubre y se expresa a través de esa voz. Ya se sabe que no es homogéneo y que todavía se encuentran dentro de ese mundo pueblos sometidos, otros que han adquirido una falsa independencia, algunos que luchan por conquistar su soberanía y otros más, por último, que aunque han ganado la libertad plena viven bajo la amenaza de una agresión imperialista. Esas diferencias han nacido de la historia colonial, es decir, de la opresión. Aquí la Metrópoli se ha contentado con pagar a algunos señores feudales; allá, con el lema de “dividir para vencer", ha fabricado de una sola pieza una burguesía de colonizados; en otra parte ha dado un doble golpe: la colonia es a la vez de explotación y de población. Así Europa ha fomentado las divisiones, las oposiciones, ha forjado clases y racismos, ha intentado por todos los medios provocar y aumentar la estratificación de las sociedades colonizadas. Fanon no oculta nada: para luchar contra nosotros, la antigua colonia debe luchar contra sí misma. O más bien ambas luchas no son sino una sola. En el fuego del combate, todas las barreras interiores deben desaparecer, la impotencia burguesa de los negociantes y los compradores, el proletariado urbano, siempre privilegiado, el lumpen-proletariat de los barrios miserables, todos deben alinearse en la misma posición de las masas rurales, verdadera fuente del ejército colonial y revolucionario; en esas regiones cuyo desarrollo ha sido detenido deliberadamente por el colonialismo, el campesinado, cuando se rebela, aparece de inmediato como la clase radical: conoce la opresión al desnudo, la ha sufrido mucho más que los trabajadores de las ciudades y, para que no muera de hambre, se necesita nada menos que un desplome de todas las estructuras. Si triunfa, la Revolución nacional será socialista; si se corta su aliento, si la burguesía colonizada toma el poder, el nuevo Estado, a pesar de una soberanía formal, queda en manos de los imperialistas. El ejemplo de Katanga lo ilustra muy bien. Así, pues, la unidad del Tercer Mundo no está hecha: es una empresa en vías de realizarse, que ha de pasar en cada país, tanto después como antes de la independencia, por la unión de todos los colonizados bajo el mando de la clase campesina. Esto es lo que Fanon explica a sus hermanos de África, de Asia, de América Latina: realizaremos todos juntos y en todas partes el socialismo revolucionario o seremos derrotados uno a uno por nuestros antiguos tiranos. No oculta nada; ni las debilidades, ni las discordias, ni las mixtificaciones. Aquí, el movimiento tiene un mal comienzo; allí, tras brillantes éxitos, pierde velocidad; en otra parte se detiene; si se quiere reanudarlo, será necesario que los campesinos lancen al mar a su burguesía. Se advierte seriamente al lector contra las enajenaciones más peligrosas: el dirigente, el culto a la personalidad, la cultura occidental e, igualmente, el retorno al lejano pasado de la cultura africana: la verdadera cultura es la Revolución, lo que quiere decir que se forja al rojo. Fanon habla en voz alta; nosotros los europeos podemos escucharlo: la prueba es que aquí tienen ustedes este libro en sus manos; ¿no teme que las potencias coloniales se aprovechen de su sinceridad?
No. No teme nada. Nuestros procedimientos están anticuados: pueden retardar ocasionalmente la emancipación, pero no la detendrán. Y no hay que imaginar que podemos modificar nuestros métodos: el neocolonialismo, ese sueño lánguido de las metrópolis, no es más que aire; las "Terceras Fuerzas" no existen o bien son las burguesías de hojalata que el colonialismo ya ha colocado en el poder. Nuestro maquiavelismo tiene poca influencia sobre ese mundo, ya muy despierto, que ha descubierto una tras otra nuestras mentiras. El colono no tiene más que un recurso: la fuerza cuando todavía le queda; el indígena no tiene más que una alternativa: la servidumbre o la soberanía. ¿Qué puede importarle a Fanon que ustedes lean o no su obra? Es a sus hermanos a quienes denuncia nuestras viejas malicias, seguro de que no tenemos alternativa. A ellos les dice: Europa ha dado un zarpazo a nuestros continentes; hay que acuchillarle las garras hasta que las retire. El momento nos favorece: no sucede nada en Bizerta, en Elizabethville, en el campo argelino sin que la tierra entera sea informada; los bloques asumen posiciones contrarias, se respetan mutuamente, aprovechemos esa parálisis, entremos en la historia y que nuestra irrupción la haga universal por primera vez; luchemos: a falta de otras armas, bastará la paciencia del cuchillo.
Europeos, abran este libro, .penetren en él. Después de dar algunos pasos en la oscuridad, verán a algunos extranjeros reunidos en torno al fuego, acérquense, escuchen: discuten la suerte que reservan a las agencias de ustedes, a los mercenarios que las defienden. Quizá estos extranjeros se den cuenta de su presencia, pero seguirán hablando entre sí, sin tan siquiera bajar la voz. Esa indiferencia hiere en lo más hondo: sus padres, criaturas de sombra, criaturas de ustedes, eran almas muertas, ustedes les dispensaban la luz, no hablaban sino a ustedes y nadie se ocupaba de responder a esos zombis. Los hijos, en cambio, los ignoran: los ilumina y los calienta un fuego que no es el de ustedes, que a distancia respetable se sentirán furtivos, nocturnos, estremecidos: a cada quien su turno; en esas tinieblas de donde va a surgir otra aurora, los zombis son ustedes.
En ese caso, dirán, arrojemos este libro por la ventana. ¿Para qué leerlo si no está escrito para nosotros? Por dos motivos, el primero de los cuales es que Fanon explica a sus hermanos cómo somos y les descubre el mecanismo de nuestras enajenaciones: aprovéchenlo para revelarse a ustedes mismos en su verdad de objetos. Nuestras víctimas nos conocen por sus heridas y por sus cadenas: eso hace irrefutable su testimonio. Basta que nos muestren lo que hemos hecho de ellas para que conozcamos lo que hemos hecho de nosotros mismos. ¿Resulta útil? Sí, porque Europa está en gran peligro de muerte. Pero, dirán ustedes, nosotros vivimos en la Metrópoli y reprobamos los excesos. Es verdad, ustedes no son colonos, pero no valen más que ellos. Ellos son sus pioneros, ustedes los enviaron a las regiones de ultramar, ellos los han enriquecido; ustedes se lo habían advertido: si hacían correr demasiada sangre, los desautorizarían de labios afuera; de la misma manera, un Estado -cualquiera que sea- mantiene en el extranjero una turba de agitadores, de provocadores y de espías a los que desautoriza cuando se les sorprende. Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre. Fanon revela a sus camaradas -a algunos de ellos, sobre todo, que todavía están demasiado occidentalizados- la solidaridad de los "metropolitanos" con sus agentes coloniales. Tengan el valor de leerlo: porque les hará avergonzarse y la vergüenza, como ha dicho Marx, es un sentimiento revolucionario. Como ustedes ven, tampoco yo puedo desprenderme de la ilusión subjetiva. Yo también les digo: "Todo está perdido, a menos que..." Como europeo, me apodero del libro de un enemigo y lo convierto en un medio para curar a Europa. Aprovéchenlo.
Y he aquí la segunda razón: si descartan la verborrea fascista de Sorel, comprenderán que Fanon es el primero después de Engels que ha vuelto a sacar a la superficie a la partera de la historia. Y no vayan a creer que una sangre demasiado ardiente o una infancia desgraciada le han creado algún gusto singular por la violencia: simplemente se convierte en intérprete de la situación: nada más. Pero esto basta para que constituya, etapa por etapa, la dialéctica que la hipocresía liberal les oculta a ustedes y que nos ha producido a nosotros lo mismo que a él.
En el siglo pasado, la burguesía consideraba a los obreros como envidiosos, desquiciados por groseros apetitos, pero se preocupaba por incluir a esos seres brutales en nuestra especie: de no ser hombres y libres ¿cómo podrían vender libremente su fuerza de trabajo? En Francia, en Inglaterra, el humanismo presume de universal.
Con el trabajo forzado sucede todo lo contrario. No hay contrato. Además, hay que intimidar: la opresión resulta evidente. Nuestros soldados, en ultramar, rechazan el universalismo metropolitano, aplican al género humano el numerus clausus: como nadie puede despojar a su semejante sin cometer un crimen, sin someterlo o matarlo, plantean como principio que el colonizado no es el semejante del hombre. Nuestra fuerza de choque ha recibido la misión de convertir en realidad esa abstracta certidumbre: se ordena reducir a los habitantes del territorio anexado al nivel de monos superiores, para justificar que el colono los trate como bestias. La violencia colonial no se propone sólo como finalidad mantener en actitud respetuosa a los hombres sometidos, trata de deshumanizarlos. Nada será ahorrado para liquidar sus tradiciones, para sustituir sus lenguas por las nuestras, para destruir su cultura sin darles la nuestra; se les embrutecerá de cansancio. Desnutridos, enfermos, si resisten todavía al miedo se llevará la tarea hasta el fin: se dirigen contra el campesino los fusiles; vienen civiles que se instalan en su tierra y con el látigo lo obligan a cultivarla para ellos. Si se resiste, los soldados disparan, es un hombre muerto; si cede, se degrada, deja de ser un hombre; la vergüenza y el miedo van a quebrar su carácter, a desintegrar su persona. Todo se hace a tambor batiente, por expertos: los "servicios psicológicos" no datan de hoy. Ni el lavado de cerebro. Y sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos, no se alcanza el fin en ninguna parte: ni en el Congo, donde se cortaban las manos a los negros ni en Angola donde, recientemente, se horadaban los labios de los descontentos, para cerrarlos con cadenas. Y no sostengo que sea imposible convertir a un hombre en bestia. Solo afirmo que no se logra sin debilitarlo considerablemente; no bastan los golpes, hay que presionar con la desnutrición. Es lo malo con la servidumbre: cuando se domestica a un miembro de nuestra especie, se disminuye su rendimiento y, por poco que se le dé, un hombre de corral acaba por costar más de lo que rinde. Por esa razón los colonos se ven obligados a dejar a medias la domesticación: el resultado, ni hombre ni bestia, es el indígena. Golpeado, subalimentado, enfermo, temeroso, pero sólo hasta cierto punto, tiene siempre, ya sea amarillo, negro o blanco, los mismos rasgos de carácter: es perezoso, taimado y ladrón, vive de cualquier cosa y sólo conoce la fuerza.
¡Pobre colono!: su contradicción queda al desnudo. Debería, como hace, según se dice, el ogro, matar al que captura. Pero eso no es posible. ¿No hace falta acaso que los explote? Al no poder llevar la matanza hasta el genocidio y la servidumbre hasta el embrutecimiento animal, pierde el control, la operación se invierte, una implacable lógica lo llevará hasta la descolonización.
Pero no de inmediato. Primero, reina el europeo: ya ha perdido, pero no se da cuenta; no sabe todavía que los indígenas son falsos indígenas; afirma que les hace daño para destruir el mal que existe en ellos; al cabo de tres generaciones, sus perniciosos instintos ya no resurgirán. ¿Qué instintos? ¿Los que impulsan al esclavo a matar al amo? ¿Cómo no reconoce su propia crueldad dirigida ahora contra él mismo? ¿Cómo no reconoce en el salvajismo de esos campesinos oprimidos el salvajismo del colono que han absorbido por todos sus poros y del que no se han curado? La razón es sencilla: ese personaje déspota, enloquecido por su omnipotencia y por el miedo de perderla, ya no se acuerda de que ha sido un hombre: se considera un látigo o un fusil; ha llegado a creer que la domesticación de las "razas inferiores" se obtiene mediante el condicionamiento de sus reflejos. No toma en cuenta la memoria humana, los recuerdos imborrables; y, sobre todo, hay algo que quizá no ha sabido jamás: no nos convertimos en lo que somos sino mediante la negación íntima y radical de lo que han hecho de nosotros. ¿Tres generaciones? Desde la segunda, apenas abrían los ojos, los hijos han visto cómo golpeaban a sus padres. En términos de psiquiatría, están "traumatizados". Para toda la vida. Pero esas agresiones renovadas sin cesar, lejos de llevarlos a someterse, los sitúan en una contradicción insoportable que el europeo pagará, tarde o temprano. Después de eso, aunque se les domestique a su vez, aunque se les enseñe la vergüenza, el dolor y el hambre, no se provocará en sus cuerpos sino una rabia volcánica cuya fuerza es igual a la de la presión que se ejerce sobre ellos. ¿Decían ustedes que no conocen sino la fuerza? Es cierto; primero será sólo la del colono y pronto después la suya propia: es decir, la misma, que incide sobre nosotros como nuestro reflejo que, desde el fondo de un espejo, viene a nuestro encuentro. No se equivoquen; por esa loca roña, por esa bilis y esa hiel, por su constante deseo de matarnos, por la contracción permanente de músculos fuertes que temen reposar, son hombres: por el colono, que quiere hacerlos esclavos, y contra él. Todavía ciego, abstracto, el odio es su único tesoro: el Amo lo provoca porque trata de embrutecerlos, no puede llegar a quebrantarlo porque sus intereses lo detienen a medio camino; así, los falsos indígenas son todavía humanos, por el poder y la impotencia del -opresor que se transforman, en ellos, en un Techazo obstinado de la condición animal. Por lo demás ya se sabe; por supuesto, son perezosos: es sabotaje. Taimados, ladrones. ¡Claro! Sus pequeños hurtos marcan el comienzo de una resistencia todavía desorganizada. Eso no basta: hay quienes se afirman lanzándose con las manos desnudas contra los fusiles; son sus héroes; y otros se hacen hombres asesinando europeos. Se les mata: bandidos y mártires, su suplicio exalta a las masas aterrorizadas.
Aterrorizadas, sí: en ese momento, la agresión colonial se interioriza como Terror en los colonizados. No me refiero sólo al miedo que experimentan frente a nuestros inagotables medios de represión, sino también al que les inspira su propio furor. Se encuentran acorralados entre nuestras armas que les apuntan y esos tremendos impulsos, esos deseos de matar que surgen del fondo de su .corazón y que no siempre reconocen: porque no es en principio su violencia, es la nuestra, invertida, que crece y los desgarra; y el primer movimiento de esos oprimidos es ocultar profundamente esa inaceptable cólera, reprobada por su moral y por la nuestra y que no es, sin embargo, sino el último reducto de su humanidad. Lean a Fanon: comprenderán que, en el momento de impotencia, la locura homicida es el inconsciente colectivo de los colonizados.
Esa furia contenida, al no estallar, gira en redondo y daña a los propios oprimidos. Para liberarse de ella, acaban por matarse entre sí: las tribus luchan unas contra otras al no poder enfrentarse al enemigo verdadero -y, naturalmente, la política colonial fomenta sus rivalidades; el hermano, al levantar el cuchillo contra su hermano, cree destruir de una vez por todas la imagen detestada de su envilecimiento común. Pero esas víctimas expiatorias no apaciguan su sed de sangre; no evitarán lanzarse contra las ametralladoras, sino haciéndose nuestros cómplices: ellos mismos van a acelerar el progreso de esa deshumanización que rechazan. Bajo la mirada zumbona del colono, se protegerán contra sí mismos con barreras sobrenaturales, reanimando antiguos mitos terribles o atándose mediante ritos meticulosos: el obseso evade así su exigencia profunda, infligiéndose manías que lo ocupan en todo momento. Bailan: eso los ocupa; relaja sus músculos dolorosamente contraídos y además la danza simula secretamente, con frecuencia a pesar de ellos, el No que no pueden decir, los asesinatos que no se atreven a cometer. En ciertas regiones utilizan este último recurso: el trance. Lo que antes era el hecho religioso en su simplicidad, cierta comunicación del fiel con lo sagrado, lo convierten en un arma contra la desesperanza y la humillación: los zars, las loas, los santos de la santería descienden sobre ellos, gobiernan su violencia y la gastan en el trance hasta el agotamiento. Al mismo tiempo, esos altos personajes los protegen: esto quiere decir que los colonizados se defienden de la enajenación colonial acrecentando la enajenación religiosa. El único resultado a fin de cuentas, es que se acumulan ambas enajenaciones y que cada una refuerza a la otra. Así, en ciertas psicosis, cansados de ser insultados todos los días, los alucinados creen un buen día que han escuchado la voz de un ángel que los elogia; los denuestos no desaparecen, sin embargo: en lo sucesivo, alternan con el elogio. Es una defensa y el final de su aventura: la persona está disociada, el enfermo se encamina a la demencia. Hay que añadir, en el caso de algunos desgraciados rigurosamente seleccionados, ese otro trance de que he hablado más arriba: la cultura occidental. En su lugar, dirán ustedes, yo preferiría mis zars a la Acrópolis. Bueno, eso quiere decir que han comprendido. Pero no del todo, sin embargo, porque ustedes no se encuentran en su lugar. Todavía no. De otra manera sabrían que ellos no pueden escoger: acumulan. Dos mundos, es decir, dos trances: se baila toda la noche, al alba se apretujan en las iglesias para oír misa; día a día, la grieta se ensancha. Nuestro enemigo traiciona a sus hermanos y se hace nuestro cómplice; sus hermanos hacen lo mismo. La condición del indígena es una neurosis introducida y mantenida por el colono entre los colonizados, con su consentimiento.
Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva. Y hace explosión, ustedes lo saben lo mismo que yo. Vivimos en la época de la deflagración: basta que el aumento de los nacimientos acreciente la escasez, que los recién llegados tengan que temer a la vida un poco más que a la muerte, y el torrente de violencia rompe todas las barreras. En Argelia, en Angola, se mata al azar a los europeos. Es el momento del boomerang, el tercer tiempo de la violencia: se vuelve contra nosotros, nos alcanza y, como de costumbre, no comprendemos que es la nuestra. Los "liberales" se quedan confusos: reconocen que no éramos lo bastante corteses con los indígenas, que habría sido más justo y más prudente otorgarles ciertos derechos en la medida de lo posible; no pedían otra cosa sino que se les admitiera por hornadas y sin padrinos en ese club tan cerrado, nuestra especie: y he aquí que ese desencadenamiento bárbaro y loco no los respeta en mayor medida que a los malos colonos. La izquierda metropolitana se siente molesta: conoce la verdadera suerte de los indígenas, la opresión sin piedad de que son objeto y no condena su rebeldía, sabiendo que hemos hecho todo por provocarla. Pero de todos modos, piensa, hay límites: esos "guerrilleros"? deberían esforzarse por mostrarse caballeros; sería el mejor medio de probar que son hombres. A veces los reprende: "Van ustedes demasiado lejos, no seguiremos apoyándolos;" A ellos no les importa; para lo que sirve el apoyo que les presta, ya puede hacer con él lo que más le plazca. Desde que empezó su guerra, comprendieron esa rigurosa verdad: todos valemos lo que somos, todos nos hemos aprovechado de ellos, no tienen que probar nada, no harán distinciones con nadie. Un solo deber, un objetivo único: expulsar al colonialismo por todos los medios. Y los más alertas entre nosotros estarían dispuestos, en rigor, a admitirlo, pero no pueden dejar de ver en esa prueba de fuerza el medio inhumano que los subhombres han asumido para lograr que se les otorgue carta de humanidad: que se les otorgue lo más pronto posible y que traten luego, por medios pacíficos, de merecerla. Nuestras almas bellas son racistas.
Nos servirá la lectura de Fanon; esa violencia irreprimible, lo demuestra plenamente, no es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes ni siquiera un efecto del resentimiento: es el hombre mismo reintegrándose. Esa verdad, me parece, la hemos conocido y la hemos olvidado: ninguna dulzura borrará las señales de la violencia; sólo la violencia puede destruirlas. Y el colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono con las armas. Cuando su ira estalla, recupera su transparencia perdida, se conoce en la medida misma en que se hace; de lejos, consideramos su guerra como el triunfo de la barbarie; pero procede por sí misma a la emancipación progresiva del combatiente, liquida en él y fuera de él, progresivamente, las tinieblas coloniales. Desde que empieza, es una guerra sin piedad. O se sigue aterrorizado o se vuelve uno terrible; es decir: o se abandona uno a las disociaciones de una vida falseada o se conquista la unidad innata. Cuando los campesinos reciben los fusiles, los viejos mitos palidecen, las prohibiciones desaparecen una por una; el arma de un combatiente es su humanidad. Porque, en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pujaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente un suelo nacional bajo la planta de los pies. En ese instante, la Nación no se aleja de él: se encuentra dondequiera que él va, allí donde él está -nunca más lejos, se confunde con su libertad. Pero, tras la primera sorpresa, el ejército colonial reacciona: hay que unirse o dejarse matar. Las discordias tribales se atenúan, tienden a desaparecer; primero porque ponen en peligro la Revolución y, más hondamente, porque no tenían más finalidad que derivar la violencia hacia falsos enemigos. Cuando persisten -como en el Congo- es porque son alimentadas por los agentes del colonialismo. La Nación se pone en marcha: para cada hermano está en dondequiera que combaten otros hermanos. Su amor fraternal es lo contrario del odio que les tienen a ustedes: son hermanos porque cada uno de ellos ha matado o puede, de un momento a otro, haber matado. Fanon muestra a sus lectores los límites de la "espontaneidad", la necesidad y los peligros de la "organización". Pero, cualquiera que sea la inmensidad de la tarea, en cada paso de la empresa se profundiza la conciencia social. Los últimos complejos desaparecen: que nos hablen del "complejo de dependencia" en el soldado del A.L.N. Liberado de sus anteojeras, el campesino toma conciencia de sus necesidades: ellos lo mataban, pero él trataba de ignorarlos; ahora los descubre como exigencias infinitas. En esta violencia popular, para sostenerse cinco años, ocho años como han hecho los argelinos, las necesidades militares, sociales y políticas no pueden distinguirse. La guerra -aunque sólo fuera planteando el asunto del mando y las responsabilidades- instituye nuevas estructuras que serán las primeras instituciones de la paz. He aquí, pues, al hombre instaurado hasta en las nuevas tradiciones, hijas futuras de un horrible presente, helo aquí legitimado por un derecho que va a nacer, que nace cada día en el fuego mismo: con el último colono muerto, reembarcado o asimilado, la especie minoritaria desaparece y cede su lugar a la fraternidad socialista. Y esto no basta: ese combatiente quema las etapas; por supuesto no arriesga su piel para encontrarse al nivel del viejo "metropolitano". Tiene mucha paciencia: quizá sueña a veces con un nuevo Dien-Bien-Phu; pero en realidad no cuenta con eso: es un mendigo que lucha, en su miseria, contra ricos fuertemente armados. En espera de las victorias decisivas y con frecuencia sin esperar nada, hostiga a sus adversarios hasta exacerbarlos. Esto no se hace sin espantosas pérdidas; el ejército colonial se vuelve feroz: cuadrillas, ratissages,? concentraciones, expediciones punitivas; se asesina a mujeres y niños. Él lo sabe: ese hombre nuevo comienza su vida de hombre por el final; se sabe muerto en potencia. Lo matarán: no sólo acepta el riesgo sino que tiene la certidumbre; ese muerto en potencia ha perdido a su mujer, a sus hijos; ha visto tantas agonías que prefiere vencer a sobrevivir; otros gozarán de la victoria, él no: está demasiado cansado. Pero esa fatiga del corazón es la fuente de un increíble valor. Encontramos nuestra humanidad más acá de la muerte y de la desesperación, él la encuentra más allá de los suplicios y de la muerte. Nosotros hemos sembrado el viento, él es la tempestad. Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad: éramos hombres a sus expensas, él se hace hombre a expensas nuestras. Otro hombre: de mejor calidad.
Aquí se detiene Fanon. Ha mostrado el camino: vocero de los combatientes, ha reclamado la unión, la unidad del Continente africano contra todas las discordias y todos los particularismos. Su fin está logrado. Si quisiera describir integralmente el hecho histórico de la descolonización, tendría que hablar de nosotros, y ése no es, sin duda, su propósito. Pero, cuando cerramos el libro, continúa en nosotros, a pesar de su autor, porque experimentamos la fuerza de los pueblos en revolución y respondemos con la fuerza. Hay, pues, un nuevo momento de violencia y nos es necesario volvernos hacia nosotros esta vez porque esa violencia nos está cambiando en la medida en que el falso indígena cambia a través de ella. Que cada cual reflexione como quiera, con tal de que reflexione: en la Europa de hoy, aturdida por los golpes que recibe, en Francia, en Bélgica, en Inglaterra, la menor distracción del pensamiento es una complicidad criminal con el colonialismo. Este libro no necesitaba un prefacio. Sobre todo, porque no se dirige a nosotros. Lo escribí, sin embargo, para llevar la dialéctica hasta sus últimas consecuencias: también a nosotros, los europeos, nos están descolonizando; es decir, están extirpando en una sangrienta operación al colono que vive en cada uno de nosotros. Debemos volver la mirada hacia nosotros mismos, si tenemos el valor de hacerlo, para ver qué hay en nosotros. Primero hay que afrontar un espectáculo inesperado: el striptease de nuestro humanismo. Helo aquí desnudo y nada hermoso: no era sino una ideología mentirosa, la exquisita justificación del pillaje; sus ternuras y su preciosismo justificaban nuestras agresiones. ¡Qué bello predicar la no violencia!: ¡Ni víctimas ni verdugos! ¡Vamos! Si no son ustedes víctimas, cuando el gobierno que han aceptado en un plebiscito, cuando el ejército en que han servido sus hermanos menores, sin vacilación ni remordimiento, han emprendido un "genocidio", indudablemente son verdugos. Y si prefieren ser víctimas, arriesgarse a uno o dos días de cárcel, simplemente optan por retirar su carta del juego. No pueden retirarla: tiene que permanecer allí hasta el final. Compréndanlo de una vez: si la violencia acaba de empezar, si la explotación y la opresión no han existido jamás sobre la Tierra, quizá la pregonada "no violencia" podría poner fin a la querella. Pero si el régimen todo y hasta sus ideas sobre la no violencia están condicionados por una opresión milenaria, su pasividad no sirve sino para alinearlos del lado de los opresores.
Ustedes saben bien que somos explotadores. Saben que nos apoderamos del oro y los metales y el petróleo de los "continentes nuevos" para traerlos a las viejas metrópolis. No sin excelentes resultados: palacios, catedrales, capitales industriales; y cuando amenazaba la crisis, ahí estaban los mercados coloniales para amortiguarla o desviarla. Europa, cargada de riquezas, otorgó de jure la humanidad a todos sus habitantes: un hombre, entre nosotros, quiere decir un cómplice puesto que todos nos hemos beneficiado con la explotación colonial. Ese continente gordo y lívido acaba por caer en lo que Fanon llama justamente el "narcisismo". Cocteau se irritaba con París, "esa ciudad que habla todo el tiempo de sí misma". ¿Y qué otra cosa hace Europa? ¿Y ese monstruo supereuropeo, la América del Norte? Palabras: libertad, igualdad, fraternidad, amor, honor, patria. ¿Qué se yo? Esto no nos impedía pronunciar al mismo tiempo frases racistas, cochino negro, cochino judío, cochino ratón. Los buenos espíritus, liberales y tiernos -los neocolonialistas, en una palabra- pretendían sentirse asqueados por esa inconsecuencia; error o mala fe: nada más consecuente, entre nosotros, que un humanismo racista, puesto que el europeo no ha podido hacerse hombre sino fabricando esclavos y monstruos. Mientras existió la condición de indígena, la impostura no se descubrió; se encontraba en el género humano una abstracta formulación de universalidad que servía para encubrir prácticas más realistas: había, del otro lado del mar, una raza de subhombres que, gracias a nosotros, en mil años quizá, alcanzarían nuestra condición. En resumen, se confundía el género con la élite. Actualmente el indígena revela su verdad; de un golpe, nuestro club tan cerrado revela su debilidad: no era ni más ni menos que una minoría. Lo que es peor: puesto que los otros se hacen hombres en contra nuestra, se demuestra que somos los enemigos del género humano; la élite descubre su verdadera naturaleza: la de una pandilla. Nuestros caros valores pierden sus alas; si los contemplamos de cerca, no encontraremos uno solo que no esté manchado de sangre. Si necesitan ustedes un ejemplo, recuerden las grandes frases: ¡cuan generosa es Francia! ¿Generosos nosotros? ¿Y Setif? ¿Y esos ocho años de guerra feroz que han costado la vida a más de un millón de argelinos? Y la tortura. Pero comprendan que no se nos reprocha haber traicionado una misión: simplemente porque no teníamos ninguna. Es la generosidad misma la que se pone en duda; esa hermosa palabra cantarina no tiene más que un sentido: condición otorgada. Para los hombres de enfrente, nuevos y liberados, nadie tiene el poder ni el privilegio de dar nada a nadie. Cada uno tiene todos los derechos. Sobre todos; y nuestra especie, cuando un día llegue a ser, no se definirá como la suma de los habitantes del globo sino como la unidad infinita de sus reciprocidades. Aquí me detengo; ustedes pueden seguir la labor sin dificultad. Basta mirar de frente, por primera y última vez, nuestras aristocráticas virtudes: se mueren; ¿cómo podrían sobrevivir a la aristocracia de subhombres que las han engendrado? Hace años, un comentador burgués -y colonialista- para defender a Occidente no pudo decir nada mejor que esto: "No somos ángeles. Pero, al menos, tenemos remordimientos." ¡Qué declaración! En otra época, nuestro Continente tenía otros salvavidas: el Partenón, Chartres, los Derechos del Hombre, la svástica. Ahora sabemos lo que valen: y ya no pretenden salvarnos del naufragio sino a través del muy cristiano sentimiento de nuestra culpabilidad. Es el fin, como verán ustedes: Europa hace agua por todas partes. ¿Qué ha sucedido? Simplemente, que éramos los sujetos de la historia y que ahora somos sus objetos. La relación de fuerzas se ha invertido, la descolonización está en camino; lo único que pueden intentar nuestros mercenarios es retrasar su realización.
Hace falta aún que las viejas "metrópolis" intervengan, que comprometan todas sus fuerzas en una batalla perdida de antemano. Esa vieja brutalidad colonial que hizo la dudosa gloria de los Bugeaud volvemos a encontrarla, al final de la aventura, decuplicada e insuficiente. Se envía al ejército a Argelia y allí se mantiene desde hace siete años sin resultado. La violencia ha cambiado de sentido; victoriosos, la ejercíamos sin que pareciera alterarnos: descomponía a los demás y en nosotros, los hombres, nuestro humanismo permanecía intacto; unidos por la ganancia, los "metropolitanos" bautizaban como fraternidad, como amor, la comunidad de sus crímenes; actualmente, bloqueada por todas partes, vuelve sobre nosotros a través de nuestros soldados, se interioriza y nos posee. La involución comienza: el colonizado se reintegra y nosotros, ultras y liberales, y colonos y "metropolitanos" nos descomponemos. Ya la rabia y el miedo están al desnudo: se muestran al descubierto en las "cacerías de ratas" de Argel. ¿Dónde están ahora los salvajes? ¿Dónde está la barbarie? Nada falta, ni siquiera el tam-tam: las bocinas corean "Argelia francesa" mientras los europeos queman vivos a los musulmanes. No hace mucho, recuerda Fanon, los psiquiatras se afligían en un congreso por la criminalidad de los indígenas: esa gente se mata entre sí, decían, eso no es normal; su corteza cerebral debe estar subdesarrollada. En África central, otros han establecido que "el africano utiliza muy poco sus lóbulos frontales". Ésos sabios deberían proseguir ahora su encuesta en Europa y particularmente entre los franceses. Porque también nosotros, desde hace algunos años, debemos estar afectados de pereza mental: los Patriotas empiezan a asesinar a sus compatriotas; en caso de ausencia, hacen volar en trozos al conserje y su casa. No es más que el principio: la guerra civil está prevista para el otoño o la próxima primavera. Nuestros lóbulos parecen, sin embargo, en perfecto estado: ¿no será, más bien, que al no poder aplastar al indígena, la violencia se vuelve sobre sí misma, se acumula en el fondo de nosotros y busca una salida? La unión del pueblo argelino produce la desunión del pueblo francés; en todo el territorio de la antigua metrópoli, las tribus danzan y se preparan para el combate. El terror ha salido de África para instalarse aquí: porque están los furiosos, que quieren hacernos pagar con nuestra sangre la vergüenza de haber sido derrotados por el indígena y están los demás, todos los demás, igualmente culpables -después de Bizerta, después de los linchamientos de septiembre ¿quién salió a la calle para decir: basta?-, pero más sosegados: los liberales, los más duros de los duros de la izquierda muelle. También a ellos les sube la fiebre. Y el malhumor. ¡Pero qué espanto! Disimulan su rabia con mitos, con ritos complicados; para retrasar el arreglo final de cuentas y la hora de la verdad, han puesto a la cabeza del país a un Gran Brujo cuyo oficio es mantenernos a cualquier precio en la oscuridad. Nada se logra; proclamada por unos, rechazada por otros, la violencia gira en redondo: un día hace explosión en Metz, al día siguiente en Burdeos; ha pasado por aquí, pasará por allá, es el juego de prendas. Ahora nos toca el turno de recorrer, paso a paso, el camino que lleva a la condición de indígena. Pero para convertirnos en indígenas del todo, sería necesario que nuestro suelo fuera ocupado por los antiguos colonizados y que nos muriéramos de hambre. Esto no sucederá: no, es el colonialismo decadente el que nos posee, el que nos cabalgará pronto, chocho y soberbio; ése es nuestro zar, nuestro loa. Y al leer el último capítulo de Fanon uno se convence de que vale más ser un indígena en el peor momento de la desdicha que un ex colono. No es bueno que un funcionario de la policía se vea obligado a torturar diez horas diarias: a ese paso, sus nervios llegarán a quebrarse a no ser que se prohíba a los verdugos, por su propio bien, el trabajo en horas suplementarias. Cuando se quiere proteger con el rigor de las leyes la moral de la Nación y del Ejército, no es bueno que éste desmoralice sistemáticamente a aquélla. Ni que un país de tradición republicana confíe a cientos de miles de sus jóvenes a oficiales putchistas. No es bueno, compatriotas, ustedes que conocen todos los crímenes cometidos en nuestro nombre, no es realmente bueno que no digan a nadie una sola palabra, ni siquiera a su propia alma, por miedo a tener que juzgarse a sí mismos. Al principio ustedes ignoraban, quiero creerlo, luego dudaron y ahora saben, pero siguen callados. Ocho años de silencio degradan. Y en vano: ahora, el sol cegador de la tortura está en el cenit, alumbra a todo el país; bajo esa luz, ninguna risa suena bien, no hay una cara que no se cubra de afeites para disimular la cólera o el miedo, no hay un acto que no traicione nuestra repugnancia y complicidad. Basta actualmente que dos franceses se encuentren para que haya entre ellos un cadáver. Y cuando digo uno... Francia era antes el nombre de un país, hay que tener cuidado de que no sea, en 1961, el nombre de una neurosis.
¿Sanaremos? Sí. La violencia, como la lanza de Aquiles, puede cicatrizar las heridas que ha infligido. En este momento estamos encadenados, humillados, enfermos de miedo: en lo más bajo. Felizmente esto no basta todavía a la aristocracia colonialista: no puede concluir su misión retardataria en Argelia sin colonizar primero a los franceses. Cada día retrocedemos frente a la contienda, pero pueden estar seguros de que no la evitaremos: ellos, los asesinos, la necesitan; van a seguir revoloteando a nuestro alrededor, a seguir golpeando el yunque. Así se acabará la época de los brujos y los fetiches: tendrán ustedes que pelear o se pudrirán en los campos de concentración. Es el momento final de la dialéctica: ustedes condenan esa guerra, pero no se atreven todavía a declararse solidarios de los combatientes argelinos; no tengan miedo, los colonos y los mercenarios los obligarán a dar este paso. Quizá entonces, acorralados contra la pared, liberarán ustedes por fin esa violencia nueva suscitada por los viejos crímenes rezumados. Pero eso, como suele decirse, es otra historia. La historia del hombre. Estoy seguro de que ya se acerca el momento en que nos uniremos a quienes la están haciendo.
Jean-Paul Sartre
Septembre de 1961.
I. LA VIOLENCIA
Liberación nacional, renacimiento nacional, restitución de la nación al pueblo, Commonwealth, cualesquiera que sean las rúbricas utilizadas o las nuevas fórmulas introducidas, la descolonización es siempre un fenómeno violento. En cualquier nivel que se la estudie: encuentros entre individuos, nuevos nombres de los clubes deportivos, composición humana de los cocktail-parties, de la policía, de los consejos de administración, de los bancos nacionales o privados, la descolonización es simplemente la sustitución de una "especie" de hombres por otra "especie" de hombres. Sin transición, hay una sustitución total, completa, absoluta. Por supuesto, podría mostrarse igualmente el surgimiento de una nueva nación, la instauración de un Estado nuevo, sus relaciones diplomáticas, su orientación política, económica. Pero hemos querido hablar precisamente de esa tabla rasa que define toda descolonización en el punto de partida. Su importancia inusitada es que constituye, desde el primer momento, la reivindicación mínima del colonizado. A decir verdad, la prueba del éxito reside en un panorama social modificado en su totalidad. La importancia extraordinaria de ese cambio es que es deseado, reclamado, exigido. La necesidad de ese cambio existe en estado bruto, impetuoso y apremiante, en la conciencia y en la vida de los hombres y mujeres colonizados. Pero la eventualidad de ese cambio es igualmente vivida en la forma de un futuro aterrador en la conciencia de otra "especie" de hombres y mujeres: los colonos.
La descolonización, que se propone cambiar el orden del mundo es, como se ve, un programa de desorden absoluto. Pero no puede ser el resultado de una operación mágica, de un sacudimiento natural o de un entendimiento amigable. La descolonización, como se sabe, es un proceso histórico: es decir, que no puede ser comprendida, que no resulta inteligible, traslúcida a sí misma, sino en la medida exacta en que se discierne el movimiento historizante que le da forma y contenido. La descolonización es el encuentro de dos fuerzas congénitamente antagónicas que extraen precisamente su originalidad de esa especie de sustanciación que segrega y alimenta la situación colonial. Su primera confrontación se ha desarrollado bajo el signo de la violencia y su cohabitación -más precisamente la explotación del colonizado por el colono- se ha realizado con gran despliegue de bayonetas y de cañones. El colono y el colonizado se conocen desde hace tiempo. Y, en realidad, tiene razón el colono cuando dice conocerlos. Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo al colonizado. El colono saca su verdad, es decir, sus bienes, del sistema colonial.
La descolonización no pasa jamás inadvertida puesto que afecta al ser, modifica fundamentalmente al ser, transforma a los espectadores aplastados por la falta de esencia en actores privilegiados, recogidos de manera casi grandiosa por la hoz de la historia. Introduce en el ser un ritmo propio, aportado por los nuevos hombres, un nuevo lenguaje, una nueva humanidad. La descolonización realmente es creación de hombres nuevos. Pero esta creación no recibe su legitimidad de ninguna potencia sobrenatural: la "cosa" colonizada se convierte en hombre en el proceso mismo por el cual se libera.
En la descolonización hay, pues, exigencia de un replanteamiento integral de la situación colonial. Su definición puede encontrarse, si se quiere describirla con precisión, en la frase bien conocida: "los últimos serán los primeros". La descolonización es la comprobación de esa frase. Por eso, en el plano de la rescripción, toda descolonización es un logro.
Expuesta en su desnudez, la descolonización permite adivinar a través de todos sus poros, balas sangrientas, cuchillos sangrientos. Porque si los últimos deben ser los primeros, no puede ser sino tras un afrontamiento decisivo y a muerte de los dos protagonistas. Esa voluntad afirmada de hacer pasar a los últimos a la cabeza de la fila, de hacerlos subir a un ritmo (demasiado rápido, dicen algunos) los famosos escalones que definen a una sociedad organizada, no puede triunfar sino cuando se colocan en la balanza todos los medios incluida, por supuesto, la violencia.
No se desorganiza una sociedad, por primitiva que sea, con semejante programa si no se está decidido desde un principio, es decir, desde la formulación misma de ese programa, a vencer todos los obstáculos con que se tropiece en el camino. El colonizado que decide realizar ese programa, convertirse en su motor, está dispuesto en todo momento a la violencia. Desde su nacimiento, le resulta claro que ese mundo estrecho, sembrado de contradicciones, no puede ser impugnado sino por la violencia absoluta.
El mundo colonial es un mundo en compartimientos. Sin duda resulta superfluo, en el plano de la descripción, recordar la existencia de ciudades indígenas y ciudades europeas, de escuelas para indígenas y escuelas para europeos, así como es superfluo recordar el apartheid en Sudáfrica. No obstante, si penetramos en la intimidad de esa separación en compartimientos, podremos al menos poner en evidencia algunas de las líneas de fuerza que presupone. Este enfoque del mundo colonial, de su distribución, de su disposición geográfica va a permitirnos delimitar los ángulos desde los cuales se reorganizará la sociedad descolonizada.
El mundo colonizado es un mundo cortado en dos. La línea divisoria, la frontera está indicada por los cuarteles y las delegaciones de policía. En las colonias, el interlocutor válido e institucional del colonizado, el vocero del colono y del régimen de opresión es el gendarme o el soldado. En las sociedades de tipo capitalista, la enseñanza, religiosa o laica, la formación de reflejos morales trasmisibles de padres a hijos, la honestidad ejemplar de obreros condecorados después de cincuenta años de buenos y leales servicios, el amor alentado por la armonía y la prudencia, esas formas estéticas del respeto al orden establecido, crean en torno al explotado una atmósfera de sumisión y de inhibición que aligera considerablemente la tarea de las fuerzas del orden. En los países capitalistas, entre el explotado ? el poder se interponen una multitud de profesores de moral, de consejeros, de "desorientadores". En las regiones coloniales, por el contrario, el gendarme y el soldado, por su presencia inmediata, sus intervenciones directas y frecuentes, mantienen el contacto con el colonizado y le aconsejan, a golpes de culata o incendiando sus poblados, que no se mueva. El intermediario del poder utiliza un lenguaje de pura violencia. El intermediario no aligera la opresión, no hace más velado el dominio. Los expone, los manifiesta con la buena conciencia de las fuerzas del orden. El intermediario lleva la violencia a la casa y al cerebro del colonizado.
La zona habitada por los colonizados no es complementaria de la zona habitada por los colonos. Esas dos zonas se oponen, pero no al servicio de una unidad superior. Regidas por una lógica puramente aristotélica, obedecen al principio de exclusión recíproca: no hay conciliación posible, uno de los términos sobra. La ciudad del colono es una ciudad dura, toda de piedra y hierro. Es una ciudad iluminada, asfaltada, donde los cubos de basura están siempre llenos de restos desconocidos, nunca vistos, ni siquiera soñados. Los pies del colono no se ven nunca, salvo quizá en el mar, pero jamás se está muy cerca de ellos. Pies protegidos por zapatos fuertes, mientras las calles de su ciudad son limpias, lisas, sin hoyos, sin piedras. La ciudad del colono es una ciudad harta, perezosa, su vientre está lleno de cosas buenas permanentemente. La ciudad del colono es una ciudad de blancos, de extranjeros. La ciudad del colonizado, o al menos la ciudad indígena, la ciudad negra, la "medina" o barrio árabe, la reserva es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa. Es un mundo sin intervalos, los hombres están unos sobre otros, las casuchas unas sobre otras. La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta, hambrienta de pan, de carne, de zapatos, de carbón, de luz. La ciudad del colonizado es una ciudad agachada, una ciudad de rodillas, una ciudad revolcada en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad de boicots. La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero siempre alerta: "Quieren ocupar nuestro lugar." Es verdad, no hay un colonizado que no sueñe cuando menos una vez al día en instalarse en el lugar del colono.
Ese mundo en compartimientos, ese mundo cortado en dos está habitado por especies diferentes. La originalidad del contexto colonial es que las realidades económicas, las desigualdades, la enorme diferencia de los modos de vida, no llegan nunca a ocultar las realidades humanas. Cuando se percibe en su aspecto inmediato el contexto colonial, es evidente que lo que divide al mundo es primero el hecho de pertenecer o no a tal especie, a tal raza. En las colonias, la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa es consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico. Por eso los análisis marxistas deben modificarse ligeramente siempre que se aborda el sistema colonial. Hasta el concepto de sociedad precapitalista, bien estudiado por Marx, tendría que ser reformulado. El siervo es de una esencia distinta que el caballero, pero es necesaria una referencia al derecho divino para legitimar esa diferencia de clases. En las colonias, el extranjero venido de fuera se ha impuesto con la ayuda de sus cañones y de sus máquinas. A pesar de la domesticación lograda, a pesar de la apropiación, el colono sigue siendo siempre un extranjero. No son ni las fábricas, ni las propiedades, ni la cuenta en el banco lo que caracteriza principalmente a la "clase dirigente". La especie dirigente es, antes que nada, la que viene de afuera, la que no se parece a los autóctonos, a "los otros".
La violencia que ha presidido la constitución del mundo colonial, que ha ritmado incansablemente la destrucción de las formas sociales autóctonas, que ha demolido sin restricciones los sistemas de referencias de la economía, los modos de apariencia, la ropa, será reivindicada y asumida por el colonizado desde el momento en que, decidida a convertirse en la historia en acción, la masa colonizada penetre violentamente en las ciudades prohibidas. Provocar un estallido del mundo colonial será, en lo sucesivo, una imagen de acción muy clara, muy comprensible y capaz de ser asumida por cada uno de los individuos que constituyen el pueblo colonizado. Dislocar al mundo colonial no significa que después de la abolición de las fronteras se arreglará la comunicación entre las dos zonas. Destruir el mundo colonial es, ni más ni menos, abolir una zona, enterrarla en lo más profundo de la tierra o expulsarla del territorio.
La impugnación del mundo colonial por el colonizado no es una confrontación racional de los puntos de vista. No es un discurso sobre lo universal, sino la afirmación desenfrenada de una originalidad formulada como absoluta. El mundo colonial es un mundo maniqueo. No le basta al colono limitar físicamente, es decir, con ayuda de su policía y de sus gendarmes, el espacio del colonizado. Como para ilustrar el carácter totalitario de la explotación colonial, el colono hace del colonizado una especie de quintaesencia del mal.1 La sociedad colonizada no sólo se define como una sociedad sin valores. No le basta al colono afirmar que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética; ausencia de valores, pero también negación de los valores. Es, nos atrevemos a decirlo, el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto. Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento deformador, capaz de desfigurar todo lo que se refiere a la estética o la moral, depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de fuerzas ciegas. Y M. Meyer podía decir seriamente a la Asamblea Nacional Francesa que no había que prostituir la República haciendo penetrar en ella al pueblo argelino. Los valores, en efecto, son irreversiblemente envenenados e infectados cuando se les pone en contacto con el pueblo colonizado. Las costumbres del colonizado, sus tradiciones, sus mitos, sobre todo sus mitos, son la señal misma de esa indigencia, de esa depravación constitucional. Por eso hay que poner en el mismo plano al D.D.T, que destruye los parásitos, trasmisores de enfermedades, y a la religión cristiana, que extirpa de raíz las, herejías, los instintos, el mal. El retroceso de la fiebre amarilla y los progresos de la evangelización forman parte de un mismo balance. Pero los comunicados triunfantes de las misiones, informan realmente acerca de la importancia de los fermentos de enajenación introducidos en el seno del pueblo colonizado. Hablo de la religión cristiana y nadie tiene derecho a sorprenderse. La Iglesia en las colonias es una Iglesia de blancos, una Iglesia de extranjeros. No llama al hombre colonizado al camino de Dios sino al camino del Blanco, del amo, del opresor. Y, como se sabe, en esta historia son muchos los llamados y pocos los elegidos.
A veces ese maniqueísmo llega a los extremos de su lógica y deshumaniza al colonizado. Propiamente hablando lo animaliza. Y, en realidad, el lenguaje del colono, cuando habla del colonizado, es un lenguaje zoológico. Se alude a los movimientos de reptil del amarillo, a las emanaciones de la ciudad indígena, a las hordas, a la peste, el pulular, el hormigueo, las gesticulaciones. El colono, cuando quiere describir y encontrar la palabra justa, se refiere constantemente al bestiario. El europeo raramente utiliza "imágenes". Pero el colonizado, que comprende el proyecto del colono, el proceso exacto que se pretende hacerle seguir, sabe inmediatamente en qué piensa. Esa demografía galopante, esas masas histéricas, esos rostros de los que ha desaparecido toda humanidad, esos cuerpos obesos que no se parecen ya a nada, esa cohorte sin cabeza ni cola, esos niños que parecen no pertenecer a nadie, esa pereza desplegada al sol, ese ritmo vegetal, todo eso forma parte del vocabulario colonial. El general De Gaulle habla de las "multitudes amarillas" y el señor Mauriac de las masas negras, cobrizas y amarillas que pronto van a irrumpir en oleadas. El colonizado sabe todo eso y ríe cada vez que se descubre como animal en las palabras del otro. Porque sabe que no es un animal. Y precisamente, al mismo tiempo que descubre su humanidad, comienza a bruñir sus armas para hacerla triunfar.
Cuando el colonizado comienza a presionar sus amarras, a inquietar al colono, se le envían almas buenas que, en los "Congresos de cultura" le exponen las calidades específicas, las riquezas de los valores occidentales. Pero cada vez que se trata de valores occidentales se produce en el colonizado una especie de endurecimiento, de tetania muscular. En el periodo de descolonización, se apela a la razón de los colonizados. Se les proponed valores seguros, se les explica prolijamente que la descolonización no debe significar regresión, que hay que apoyarse en valores experimentados, sólidos, bien considerados. Pero sucede que cuando un colonizado oye un discurso sobre la cultura occidental, saca su machete o al menos se asegura de que está al alcance de su mano. La violencia con la cual se ha afirmado la supremacía de los valores blancos, la agresividad que ha impregnado la confrontación victoriosa de esos valores con los modos de vida o de pensamiento de los colonizados hacen que, por una justa inversión de las cosas, el colonizado se burle cuando se evocan frente a él esos valores. En el contexto colonial, el colono no se detiene en su labor de crítica violenta del colonizado, sino cuando este último ha reconocido en voz alta e inteligible la supremacía de los valores blancos. En el periodo de descolonización, la masa colonizada se burla de esos mismos valores, los insulta, los vomita con todas sus fuerzas.
Ese fenómeno se disimula generalmente porque, durante el periodo de descolonización, ciertos intelectuales colonizados han entablado un diálogo con la burguesía del país colonialista. Durante ese periodo, la población autóctona es percibida como masa indistinta. Las pocas individualidades autóctonas que los burgueses colonialistas han tenido ocasión de conocer aquí y allá no pesan suficientemente sobre esa percepción inmediata para dar origen a matices. Por el contrario, durante el periodo de liberación, la burguesía colonialista busca febrilmente establecer contactos con las "élites". Es con esas élites con las que se establece el famoso diálogo sobre los valores. La burguesía colonialista, cuando advierte la imposibilidad de mantener su dominio sobre los países coloniales, decide entablar un combate en la retaguardia, en el terreno de la cultura, de los valores, de las técnicas, etc. Pero lo que no hay que perder nunca de vista es que la inmensa mayoría de los pueblos colonizados es impermeable a esos problemas. Para el pueblo colonizado, el valor más esencial, por ser el más concreto, es primordialmente la tierra: la tierra que debe asegurar el pan y, por supuesto, la dignidad. Pero esa dignidad no tiene nada que ver con la dignidad de la "persona humana". Esa persona humana ideal, jamás ha oído hablar de ella. Lo que el colonizado ha visto en su tierra es que podían arrestarlo, golpearlo hambrearlo impunemente; y ningún profesor de moral, ningún cura, vino jamás a recibir los golpes en su lugar ni a compartir con él su pan. Para el colonizado, ser moralista es, muy concretamente, silenciar la actitud déspota del colono, y así quebrantar su violencia desplegada, en una palabra, expulsarlo definitivamente del panorama. El famoso principio que pretende que todos los hombres sean iguales encontrará su ilustración en las colonias cuando el colonizado plantee que es el igual del colono. Un paso más querrá pelear para ser más que el colono. En realidad, ya ha decidido reemplazar al colono, tomar su lugar. Como se ve, es todo un universo material y moral el que se desploma. El intelectual que ha seguido, por su parte, al colonialista en el plano de lo universal abstracto va a pelear porque el colono y el colonizado puedan vivir en paz en un mundo nuevo. Pero o que no ve, porque precisamente el colonialismo se ha infiltrado en él con todos sus modos de pensamiento, es que el colono, cuando desaparece el contexto colonial, no tiene ya interés en quedarse, en coexistir. No es un azar si, inclusive antes de cualquier negociación entre el gobierno argelino y el gobierno francés, la minoría europea llamada "liberal" ya ha dado a conocer su posición: reclama, ni más ni menos, la doble ciudadanía. Es que acantonándose en el plano abstracto, se quiere condenar al colono a dar un salto muy concreto a lo desconocido. Digámoslo: el colono sabe perfectamente que ninguna fraseología sustituye a la realidad. El colonizado, por tanto, descubre que su vida, su respiración, los latidos de su corazón son los mismos que los del colono. Descubre que una piel de colono no vale más que una piel de indígena. Hay que decir, que ese descubrimiento introduce una sacudida esencial en el mundo. Toda la nueva y revolucionaria seguridad del colonizado se desprende de esto. Si, en efecto, mi vida tiene el mismo peso que la del colono, su mirada ya no me fulmina, ya no me inmoviliza, su voz no me petrifica. Ya no me turbo en su presencia. Prácticamente, lo fastidio. No sólo su presencia no me afecta ya, sino que le preparo emboscadas tales que pronto no tendrá más salida que la huida.
El contexto colonial, hemos dicho, se caracteriza por la dicotomía que inflige al mundo. La descolonización unifica ese mundo, quitándole por una decisión radical su heterogeneidad, unificándolo sobre la base de la nación, a veces de la raza. Conocemos esa frase feroz de los patriotas senegaleses, al evocar las maniobras de su presidente Senghor: "Hemos pedido la africanización de los cuadros, y resulta que Senghor africaniza a los europeos." Lo que quiere decir que el colonizado tiene la posibilidad de percibir en una inmediatez absoluta si la descolonización tiene lugar o no: el mínimo exigido es que los últimos sean los primeros.
Pero el intelectual colonizado aporta variantes a esta demanda y, en realidad, las motivaciones no parecen faltarle: cuadros administrativos, cuadros técnicos, especialistas. Pero el colonizado interpreta esos salvoconductos ilegales como otras tantas .maniobras de sabotaje y no es raro oír a un colonizado declarar aquí y allá: "No valía la pena, entonces, ser independientes..."
En las regiones colonizadas donde se ha llevado a cabo una verdadera lucha de liberación, donde la sangre del pueblo ha corrido y donde la duración de la fase armada ha favorecido el reflujo de los intelectuales sobre bases populares, se asiste a una verdadera erradicación de la superestructura bebida por esos intelectuales en los medios burgueses colonialistas. En su monólogo narcisista, la burguesía colonialista, a través de sus universitarios, había arraigado profundamente, en efecto, en el espíritu del colonizado que las esencias son eternas a pesar de todos los errores imputables a los hombres. Las esencias occidentales, por supuesto. El colonizado aceptaba lo bien fundado de estas ideas y en un repliegue de su cerebro podía descubrirse un centinela vigilante encargado de defender el pedestal grecolatino. Pero, durante la lucha de liberación, cuando el colonizado vuelve a establecer contacto con su pueblo, ese centinela ficticio se pulveriza. Todos los valores mediterráneos, triunfo de la persona humana, de la claridad y de la Belleza, se convierten en adornos sin vida y sin color. Todos esos argumentos parecen ensambles de palabras muertas. Esos valores que parecían ennoblecer el alma se revelan inutilizables porque no se refieren al combate concreto que ha emprendido el pueblo.
Y, en primer lugar, el individualismo. El intelectual colonizado había aprendido de sus maestros que el individuo debe afirmarse. La burguesía colonialista había introducido a martillazos, en el espíritu del colonizado, la idea de una sociedad de individuos donde cada cual se encierra en su subjetividad, donde la riqueza es la del pensamiento. Pero el colonizado qué tenga la oportunidad de sumergirse en el pueblo durante la lucha de liberación va a descubrir la falsedad de esa teoría. Las formas de organización de la lucha van a proponerle ya un vocabulario inhabitual. El hermano, la hermana, el camarada son palabras proscritas por la burguesía colonialista porque, para ella, mi hermana es mi cartera, mi camarada mi compinche en la maniobra turbia. El intelectual colonizado asiste, en una especie de auto de fe, a la destrucción de todos sus ídolos: el egoísmo, la recriminación orgullosa, la imbecilidad infantil del que siempre quiere decir la última palabra. Ese intelectual colonizado, atonizado por la cultura colonialista, descubrirá igualmente la consistencia de las asambleas de las aldeas, la densidad de las comisiones del pueblo, la extraordinaria fecundidad de las reuniones de barrio y de célula. Los asuntos de cada uno ya no dejarán jamás de ser asuntos de todos porque, concretamente, todos serán descubiertos por los legionarios y asesinados, o todos se salvarán. La indiferencia hacia los demás, esa forma atea de la salvación, está prohibida en este contexto.
Se habla mucho desde hace tiempo de la autocrítica: ¿se sabe acaso que fue primero una institución africana? Ya sea en los djemaas de África del Norte o en las reuniones de África Occidental, la tradición quiere que los conflictos que estallan en una aldea sean debatidos en público. Autocrítica en común, sin duda, con una nota de humor, sin embargo, porque todo el mundo se siente sin presiones, porque en última instancia todos queremos las mismas cosas. El cálculo, los silencios insólitos, las reservas, el espíritu subterráneo, el secreto, todo eso lo abandona el intelectual a medida que se sumerge en el pueblo. Y es verdad que entonces puede decirse que la comunidad triunfa ya en ese nivel, que segrega su propia luz, su propia razón.
Pero puede suceder que la descolonización se produzca en regiones que no han sido suficientemente sacudidas por la lucha de liberación y allí se encuentran esos mismos intelectuales hábiles, maliciosos, astutos. En ellos se encuentran intactas las formas de conducta y de pensamiento recogidas en el curso de su trato con la burguesía colonialista. Ayer niños mimados del colonialismo, hoy de la autoridad nacional, organizan el pillaje de los recursos nacionales. Despiadados, suben por combinaciones o por robos legales: importación-exportación, sociedades anónimas, juegos de bolsa, privilegios ilegales, sobre esa miseria actualmente nacional. Demandan con insistencia la nacionalización de las empresas comerciales, es decir, la reserva de los mercados y las buenas ocasiones sólo para los nacionales. Doctrinalmente, proclaman la necesidad imperiosa de nacionalizar el robo de la nación. En esa aridez del periodo nacional, en, la fase llamada de austeridad, el éxito de sus rapiñas provoca rápidamente la cólera la violencia del pueblo. Ese pueblo miserable e independiente, en el contexto africano e internacional actual, adquiere la conciencia social a un ritmo acelerado. Las pequeñas individualidades no tardarán en comprenderlo. Para asimilar la cultura del opresor y aventurarse en ella, el colonizado ha tenido que dar garantías. Entre otras, ha tenido que hacer suyas las formas de pensamiento de la burguesía colonial. Esto se comprueba en la ineptitud del intelectual colonizado para dialogar. Porque no sabe hacerse inesencial frente al objeto o la idea. Por el contrario, cuando milita en el seno del pueblo se maravilla continuamente. Se ve literalmente desarmado por la buena fe y la honestidad del pueblo. El riesgo permanente que lo acecha entonces es hacer populismo. Se transforma en una especie de bendito-sí-sí, que asiente ante cada frase del pueblo, convertida por él en sentencia. Pero el fellah, el desempleado, el hambriento no pretende la verdad. No dice que él es la verdad, puesto que lo es en su ser mismo.
El intelectual se comporta objetivamente, en esta etapa, como un vulgar oportunista. Sus maniobras, en realidad, no han cesado. El pueblo no piensa en rechazarlo ni en acorralarlo. Lo que el pueblo exige es que todo se ponga en común. La inserción del intelectual colonizado en la marea popular va a demorarse por la existencia en él de un curioso culto por el detalle. No es que el pueblo sea rebelde, si se le analiza. Le gusta que le expliquen, le gusta comprender las articulaciones de un razonamiento, le gusta ver hacia dónde va. Pero el intelectual colonizado, al principio de su cohabitación con el pueblo, da mayor importancia al detalle y llega a olvidar la derrota del colonialismo, el objeto mismo de la lucha. Arrastrado en el movimiento multiforme de la lucha, tiene tendencia a fijarse en tareas locales, realizadas con ardor, pero casi siempre demasiado solemnizadas. No ve siempre la totalidad. Introduce la noción de disciplinas, especialidades, campos, en esa terrible máquina de mezclar y triturar que es una revolución popular. Dedicado a puntos precisos del frente, suele perder de vista la unidad del movimiento y, en caso de fracaso local, se deja llevar por la duda, la decepción. El pueblo, al contrario, adopta desde el principio posiciones globales. La tierra y el pan: ¿qué hacer para obtener la tierra y el pan? Y ese aspecto preciso, aparentemente limitado, restringido del pueblo es, en definitiva, el modelo operatorio más enriquecedor y más eficaz.
El problema de la verdad debe solicitar igualmente nuestra atención. En el seno del pueblo, desde siempre, la verdad sólo corresponde a los nacionales. Ninguna verdad absoluta, ningún argumento sobre la transparencia del alma puede destruir esa posición. A la mentira de la situación colonial, el colonizado responde con una mentira semejante. La conducta con los nacionales es abierta; crispada e ilegible con los colonos. La verdad es lo que precipita la dislocación del régimen colonial y pierde a los extranjeros. En el contexto colonial no existe una conducta regida por la verdad. Y el bien es simplemente lo que les hace mal a los otros.
Se advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se conserva intacto en el periodo de descolonización. Es que el colono no deja de ser nunca el enemigo, el antagonista, precisamente el hombre que hay que eliminar. El opresor, en su zona, hace existir el movimiento, movimiento de dominio, de explotación, de pillaje. En la otra zona, la cosa colonizada, arrollada, expoliada, alimenta como puede ese movimiento, que va sin cesar desde las márgenes del territorio a los palacios y los muelles de la "metrópoli". En esa zona fija, la superficie está quieta, la palmera se balancea frente a las nubes, las olas del mar rebotan sobre los guijarros, las materias primas van y vienen, legitimando la presencia del colono mientras que agachado, más muerto que vivo, el colonizado se eterniza en un sueño siempre igual. El colono hace la historia. Su vida es una epopeya, una odisea. Es el comienzo absoluto: "Esta tierra, nosotros la hemos hecho." Es la causa permanente: "Si nos vamos, todo está perdido, esta tierra volverá a la Edad Media." Frente a él, seres embotados, roídos desde dentro por las fiebres y las costumbres ancestrales, constituyen un marco casi mineral del dinamismo innovador del mercantilismo colonial.
El colono hace la historia y sabe que la hace. Y como se refiere constantemente a la historia de la metrópoli, indica claramente que está aquí como prolongación de esa metrópoli. La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que despoja, sino la historia de su nación en tanto que ésta piratea, viola y hambrea. La inmovilidad a que está condenado el colonizado no puede ser impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la nación, la historia de la descolonización.
Mundo dividido en compartimientos, maniqueo, inmóvil, mundo de estatuas: la estatua del general que ha hecho la conquista, la estatua del ingeniero que ha construido el puente. Mundo seguro de sí, que aplasta con sus piedras las espaldas desolladas por el látigo. He ahí el mundo colonial. El indígena es un ser acorralado, el apartheid no es sino una modalidad de la división en compartimientos del mundo colonial. La primera cosa que aprende el indígena es a ponerse en su lugar, a no pasarse de sus límites. Por eso sus sueños son sueños musculares, sueños de acción, sueños agresivos. Sueño que salto, que nado, que corro, que brinco. Sueño que río a carcajadas, que atravieso el río de un salto, que me persiguen muchos autos que no me alcanzan jamás. Durante la colonización, el colonizado no deja de liberarse entre las nueve de la noche y las seis de la mañana.
Esa agresividad sedimentada en sus músculos, va a manifestarla el colonizado primero contra los suyos. Es el periodo en que los negros se pelean entre sí y los policías, los jueces de instrucción no saben qué hacer frente a la sorprendente criminalidad norafricana. Más adelante veremos lo que debe pensarse de este fenómeno.2 Frente a la situación colonial, el colonizado se encuentra en un estado de tensión permanente. El mundo del colono es un mundo hostil, que rechaza, pero al mismo tiempo es un mundo que suscita envidia. Hemos visto cómo el colonizado siempre sueña con instalarse en el lugar del colono. No con convertirse en colono, sino con sustituir al colono. Ese mundo hostil, pesado, agresivo, porque rechaza con todas sus asperezas a la masa colonizada, representa no el infierno del que habría que alejarse lo más pronto posible, sino un paraíso al alcance de la mano protegido por terribles canes.
El colonizado está siempre alerta, descifrando difícilmente los múltiples signos del mundo colonial; nunca sabe si ha pasado o no del límite. Frente al mundo determinado por el colonialista, el colonizado siempre se presume culpable. La culpabilidad del colonizado no es una culpabilidad asumida, es más bien una especie de maldición, una espada de Damocles. Pero, en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está inferiorizado, pero no convencido de su inferioridad. Espera pacientemente que el colono descuide su vigilancia para echársele encima. En sus músculos, el colonizado siempre está en actitud expectativa. No puede decirse que esté inquieto, que esté aterrorizado En realidad, siempre está presto a abandonar su papel de presa y asumir el de cazador. El colonizado es un perseguido que sueña permanentemente con transformarse en perseguidor. Los símbolos sociales -gendarmes, clarines que suenan en los cuarteles, desfiles militares y la bandera allá arriba- sirven a la vez de inhibidores y de excitantes. No significan: "No te muevas", sino "Prepara bien el golpe". Y de hecho, si el colonizado tuviera tendencia a dormirse, a olvidar, la altivez del colono y su preocupación por experimentar la solidez del sistema colonial, le recordarían constantemente que la gran confrontación no podrá ser indefinidamente demorada. Ese impulso de tomar el lugar del colono mantiene constantemente su tensión muscular. Sabemos, en efecto, que en condiciones emocionales dadas, la presencia del obstáculo acentúa la tendencia al movimiento.
Las relaciones entre colono y colonizado son relaciones de masa. Al número, el colono opone su fuerza. El colono es un exhibicionista. Su deseo de seguridad lo lleva a recordar en alta voz al colonizado que: "Aquí el amo soy yo." El colono alimenta en el colonizado una cólera que detiene al manifestarse. El colonizado se ve apresado entre las mallas cerradas del colonialismo. Pero ya hemos visto cómo, en su interior, el colono sólo obtiene una seudopetrificación. La tensión muscular del colonizado se libera periódicamente en explosiones sanguinarias: luchas tribales, luchas de çofs, luchas entre individuos.
Al nivel de los individuos, asistimos a una verdadera negación del buen sentido. Mientras que el colono o el policía pueden, diariamente, golpear al colonizado, insultarlo, ponerlo de rodillas, se verá al colonizado sacar su cuchillo a la menor mirada hostil o agresiva de otro colonizado. Porque el último recurso del colonizado es defender su personalidad frente a su igual. Las luchas tribales no hacen sino perpetuar los viejos rencores arraigados en la memoria. Al lanzarse con todas sus fuerzas a su venganza, el colonizado trata de convencerse de que el colonialismo no existe, que todo sigue como antes, que la historia continúa. Observamos con plena claridad, en el nivel de las colectividades, esas famosas formas de conducta de prevención, como si anegarse en la sangre fraterna permitiera no ver el obstáculo, diferir hasta más tarde la opción, sin embargo, inevitable, la que desemboca en la lucha armada contra el colonialismo. Autodestrucción colectiva muy concreta en las luchas tribales, tal es, pues, uno de los caminos por donde se libera la tensión muscular del colonizado. Todos esos comportamientos son reflejos de muerte frente al peligro, conductas suicidas que permiten al colono, cuya vida y dominio resultan tanto más consolidados, comprobar que esos hombres no son racionales. El colonizado logra igualmente, mediante la religión, no tomar en cuenta al colono. Por el fatalismo, se retira al opresor toda iniciativa, la causa de los males, de la miseria, del destino está en Dios. El individuo acepta así la disolución decidida por Dios, se aplasta frente al colono y frente a la suerte y, por una especie de reequilibrio interior, logra una serenidad de piedra.
Mientras tanto, la vida continúa y es de los mitos terroríficos, tan prolíficos en las sociedades subdesarrolladas, de donde el colonizado va a extraer las inhibiciones de su agresividad: genios maléficos que intervienen cada vez que alguien se mueve de lado, hombres leopardos, hombres serpientes, canes con seis patas, zombis, toda una gama inagotable de formas animales o de gigantes crea en torno del colonizado un mundo de prohibiciones, de barreras, de inhibiciones, mucho más terrible que el mundo colonialista. Esta superestructura mágica que impregna a la sociedad autóctona cumple, dentro del dinamismo de la economía de la libido, funciones precisas. Una de las características, en efecto, de las sociedades subdesarrolladas es que la libido es principalmente cuestión de grupo, de familia. Conocemos ese rasgo, bien descrito por los etnólogos, de sociedades donde el hombre que sueña que tiene relaciones sexuales con una mujer que no es la suya debe confesar públicamente ese sueño y pagar el impuesto en especie o en jornadas de trabajo al marido o a la familia afectada. Lo que prueba de paso, que las sociedades llamadas prehistóricas dan una gran importancia la inconsciente.
La atmósfera de mito y de magia, al provocar miedo, actúa como una realidad indudable. Al aterrorizarme, me integra en las tradiciones, en la historia de mi comarca o de mi tribu, pero al mismo tiempo me asegura, me señala un status, un acta de registro civil. El plano del secreto, en los países subdesarrollados, es un plano colectivo que depende exclusivamente de la magia. Al circunscribirme dentro de esa red inextricable donde los actos se repiten con una permanencia cristalina, lo que se afirma es la perennidad de un mundo mío, de un mundo nuestro. Los zombis son más aterrorizantes, créamelo, que los colonos. Y el problema no está ya entonces, en ponerse en regla con el mundo bardado de hierro del colonialismo, sino en pensarlo tres veces antes de orinar, escupir o salir de noche.
Las fuerzas sobrenaturales, mágicas, son fuerzas sorprendentemente yoicas. Las fuerzas del colono quedan infinitamente empequeñecidas, resultan ajenas. Ya no hay que luchar realmente contra ellas puesto que lo que cuenta es la temible adversidad de las estructuras míticas. Todo se resuelve como se ve, en un permanente enfrentamiento en el plano fantasmagórico.
De cualquier manera, en la lucha de liberación, ese pueblo antes lanzado en círculos irreales, presa de un terror indecible, pero feliz de perderse en una tormenta onírica, se disloca, se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas, confrontaciones reales e inmediatas. Dar de comer a los mudjahidines, apostar centinelas, ayudar a las familias creyentes de lo más necesario, reemplazar al marido muerto o prisionero: ésas son las tareas concretas que debe emprender el pueblo en la lucha por la liberación.
En el mundo colonial, la efectividad del colonizado se mantiene a flor de piel como una llaga viva que no puede ser cauterizada. Y la psique se retracta, se oblitera, se descarga en demostraciones musculares que han hecho decir a hombres muy sabios que el colonizado es un histérico. Esta afectividad erecta, espiada por vigías invisibles, pero que se comunican directamente con el núcleo de la personalidad, va a complacerse eróticamente en las disoluciones motrices de la crisis.
En otro ángulo, veremos cómo la afectividad del colonizado se agota en danzas más o menos tendientes al éxtasis. Por eso un estudio del mundo colonial debe tratar de comprender, forzosamente, el fenómeno de la danza y el trance. El relajamiento del colonizado es, precisamente, esa orgía muscular en el curso de la cual la agresividad más aguda, la violencia más inmediata se canalizan, se transforman, se escamotean. El círculo de la danza es un círculo permisible. Protege y autoriza. A horas fijas, en fechas fijas, hombres y mujeres se encuentran en un lugar determinado y, bajo la mirada grave de la tribu, se lanzan a una pantomima aparentemente desordenada, pero en realidad muy sistematizada en la que, por múltiples vías, negaciones con la cabeza, curvatura de la columna vertebral, inclinación hacia atrás de todo el cuerpo, se descifra abiertamente el esfuerzo grandioso de una colectividad para exorcizarse, liberarse, expresarse. Todo está permitido... en el ámbito de la danza. El montículo al que han subido como para estar más cerca de la luna, el ribazo en el que se han deslizado como para manifestar la equivalencia de la danza y la ablución, la purificación, son lugares sagrados. Todo está permitido porque, en realidad, no se reúnen sino para dejar que surja volcánicamente la libido acumulada, la agresividad reprimida. Muertes simbólicas, cabalgatas figuradas, múltiples asesinatos imaginarios todo eso tiene que salir. Los malos humores se derraman, tumultuosos como torrentes de lava.
Un paso más y caemos en pleno trance. En verdad, son sesiones de posesión-desposesión las que se organizan: vampirismo, posesión por los djinns, por los zombis, por Legba, el dios ilustre del Vudú. Estas trituraciones de la personalidad, esos desdoblamientos, esas disoluciones cumplen una función económica primordial en la estabilidad del mundo colonizado. A la ida, los hombres y las mujeres estaban impacientes, excitados, "nerviosos". Al regreso, vuelven a la aldea la calma, la paz, la inmovilidad.
En el curso de la lucha de liberación, se asistirá a un despego singular por esas prácticas. Frente a paredón, con el cuchillo en la garganta o, para ser más precisos, con los electrodos en las partes genitales, el colonizado va a verse obligado a dejar de narrarse historias.
Después de azos de irrealismo, después de haberse revolcado entre los fantasmas más increíbles, el colonizado, empuñando la ametralladora, se enfrenta por fin a las únicas fuerzas que negaban su ser: las del colonialismo. Y el joven colonizado que crece en una atmósfera de hierro y fuego puede burlarse -y no se abstiene de hacerlo- de los antepasados zombis, de los caballos de dos cabezas, de los muertos que resucitan, de los djinns que se aprovechan de un bostezo para penetrar en nuestro cuerpo. El colonizado descubre lo real y lo transforma en el movimiento de su praxis, en el ejercicio de la violencia, en su proyecto de liberación.
Hemos visto que durante todo el periodo colonial esta violencia, aunque a flor de piel, gira en el vacío. La hemos visto canalizada por las descargas emocionales de la danza o el trance. La hemos visto agotarse en luchas fratricidas. Ahora se plantea el problema de captar esa violencia en camino de reorientarse. Mientras antes se expresaba en los mitos y se ingeniaba en descubrir ocasiones de suicidio colectivo, he aquí que las condiciones nuevas van a permitirle cambiar de orientación.
En el plano de la táctica política y de la Historia, en la época contemporánea se plantea un problema teórico de importancia capital con motivo de la liberación de las colonias; ¿cuando puede decirse que la situación está madura para un movimiento de liberación nacional? ¿Cuál debe ser su vanguardia? Como las descolonizaciones han revestido formas múltiples, la razón vacila y se prohíbe decir lo que es una verdadera descolonización y una falsa descolonización. Veremos que para el hombre comprometido es urgente decidir los medios, es decir, la conducta y la organización. Fuera de eso, no hay sino un voluntarismo ciego con los albures terriblemente reaccionarios que supone.
¿Cuáles, son las fuerzas que, en el periodo colonial, proponen a la violencia del colonizado nuevas vías nuevos polos de inversión? Primero los partidos políticos y las élites intelectuales o comerciales. Pero lo que caracteriza a ciertas formas políticas es el hecho de que proclaman principios, pero se abstienen de dar consignas. Toda la actividad de esos partidos políticos nacionalistas en el periodo colonial es una actividad de tipo electoral, una serie de disertaciones filosófico-políticas sobre el tema del derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos, del derecho de los hombres a la dignidad y al pan, la afirmación continua de “cada hombre un voto”. Los partidos políticos nacionalistas no insisten jamás en la necesidad de la prueba de fuerza, porque su objetivo no es precisamente la transformación radical del sistema. Pacifistas, legalistas, de hecho partidarios del orden… nuevo, esas formaciones políticas plantean crudamente a la burguesía colonialista el problema que les parece esencial: “Dennos el poder.” Sobre el problema específico de la violencia, las élites son ambiguas. Son violentas en las palabras y reformistas en las actitudes. Cuando los cuadros políticos nacionalistas burgueses dicen una cosa, advierten sin ambages que no la piensan realmente.
Hay que interpretar esa característica de los partidos nacionalistas tanto por la calidad de sus cuadros como por la de sus partidarios. Los partidarios de los partidos nacionalistas son partidarios urbanos. Esos obreros, esos maestros, esos artesanos y comerciantes han empezado -en el nivel menor, por supuesto- a aprovechar ala situación colonial, tienen intereses particulares. Lo que esos partidarios reclaman es el mejoramiento de su suerte, el aumento de sus salarios. El diálogo entre estos partidarios políticos y el colonialismo no se rompe jamás. Se discuten arreglos, representación electoral, libertad de prensa, libertad de asociación. Se discuten reformas. No hay que sorprenderse; pues, de ver a gran húmero de indígenas militar en las sucursales de las formaciones políticas de la metrópoli: Esos indígenas luchan por un lema abstracto "él poder para el proletariado" olvidando que, en su región; hay que fundar el combate principalmente en lemas carácter nacionalista. El intelectual colonizado ha invertido su agresividad en su voluntad apenas velada de asimilarse al mundo colonial. Ha puesto su agresividad al servicio de sus propios intereses, de sus intereses de individuo; Así surge fácilmente una especie de esclavos manumisos: lo qué reclama el intelectual es la posibilidad de multiplicar los manumisos, la posibilidad de organizar una auténtica clase de manumisos. Las masas, por el contrario, no pretenden el aumento de las oportunidades de éxito de los individuos. Lo que exigen no es el status del colono, sino el lugar del colono. Los colonizados, en su inmensa mayoría, quieren la finca del colono. No se trata de entrar en competencia con él. Quieren su lugar.
El campesinado es descuidado sistemáticamente por la propaganda de la mayoría de los partidos nacionalistas Y es evidente que en los países coloniales sólo el campesinado es revolucionario. No tiene nada que perder y tiene todo por ganar. El campesinado, el desclasado, el hambriento, es el explotado que descubre más pronto que sólo vale la violencia. Para él no hay transacciones, no hay posibilidad de arreglos. La colonización o la descolonización, son simplemente una relación de fuerzas. El explotado percibe que su liberación exige todos los medios y en primer lugar la fuerza. Cuando en 1956, después de la capitulación de Guy Mollet frente a los colonos de Argelia, el Frente de Liberación Nacional, en un célebre folleto, advertía que el colonialismo no cede sino con el cuchillo al cuello, ningún argelino consideró realmente que esos términos eran demasiado violentos. El folleto no hacía sino expresar lo que todos los argelinos resentían en lo más profundo de sí mismos: el colonialismo no es una máquina de pensar, no es un cuerpo dotado de razón. Es la violencia en estado de naturaleza y no puede inclinarse sino ante una violencia mayor.
En el momento de la explicación decisiva, la burguesía colonialista que había permanecido hasta entonces en su lecho de plumas, entra en acción. Introduce esta nueva noción que es, hablando propiamente, una creación de la situación colonial: la no violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa para las élites intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía colonialista tiene los mismos intereses que ellas y que resulta entonces indispensable, urgente, llegar a un acuerdo en pro de la salvación común. La no violencia es un intento de arreglar el problema colonial en torno al tapete verde de una mesa de juego, antes de cualquier gesto irreversible, cualquier efusión de sangre, cualquier acto lamentable. Pero si las masas, sin esperar a que se dispongan las sillas, no oyen sino su propia voz y comienzan los incendios y los atentados, se advierte entonces cómo las "élites" y los dirigentes de los partidos burgueses nacionalistas se precipitan hacia los colonialistas para decirles: "¡Esto es muy grave! Nadie sabe como va a acabar todo esto, hay que encontrar una solución hay que encontrar una transacción."
Ésta idea de la transacción es muy importante en el fenómeno de la descolonización, ya que está lejos de ser simple. La transacción, en efecto, concierne tanto al sistema colonial como a la joven burguesía nacional. Los sustentadores del sistema colonial descubren que las masas corren el riesgo de destruirlo todo. El sabotaje de puentes, la destrucción de las fincas, las represiones, la guerra afectan duramente a la economía. Transacción igualmente para la burguesía nacional que, sin determinar muy bien las posibles consecuencias del tifón, teme en realidad ser barrida por esa formidable borrasca y no deja de decir a los colonos: "Todavía somos capaces de detener la carnicería, las masas tienen aún confianza en nosotros, apúrense si no quieren comprometer todo." Un paso más y el dirigente del partido nacionalista guarda su distancia en relación con esa violencia. Afirma en alta voz que no tiene nada que ver con esos Mau-Mau, con esos terroristas, con esos degolladores. En el mejor de los casos, se atrinchera en un no man's land entre los terroristas y los colonos y se presenta gustosamente como "interlocutor": lo que significa que, como los colonos no pueden discutir con los Mau-Mau, él está dispuesto a facilitarles las negociaciones. Es así como la retaguardia de la lucha nacional, esa parte del pueblo que nunca ha dejado de estar del otro lado de la lucha, se encuentra situada por una especie de gimnasia a la vanguardia de las negociaciones y de la transacción -porque precisamente siempre se ha cuidado de no romper el contacto con el colonialismo.
Antes de la negociación, la mayoría de los partidos nacionalistas se contentan en el mejor de los casos, con explicar, excusar ese “salvajismo”. No reivindican la lucha popular y no es raro que se dejen ir, en círculos cerrados, hasta condenar esos actos espectaculares declarados odiosos por la prensa y la oposición de la metrópoli. La preocupación por ver las cosas objetivamente constituye la excusa legítima de esta política de inmovilidad. Pero esa actitud clásica de intelectual colonizado y de los dirigentes de los partidos nacionalistas, no es verdaderamente objetiva. En realidad no están seguros de que esa violencia impaciente de las masas sea el medio más eficaz para defender sus propios intereses. Además están convencidos de la ineficacia de los métodos violentos. Para ellos no hay duda: todo intento de quebrar la opresión colonial mediante la fuerza es una medida desesperada, una conducta suicida. Es que, en sus cerebros, los tanques de los colonos y los aviones de caza ocupan un lugar enorme. Cuando se les dice: hay que actuar, ven las bombas sobre sus cabezas, los tanques blindados avanzando por las carreteras, la metralla, la policía… y se quedan sentados. Desde un principio se sienten perdedores. Su incapacidad para triunfar por la violencia no necesita demostrarse, la asumen en su vida cotidiana y en sus maniobras. Se han quedado en la posición pueril que Engels adoptaba en su célebre polémica con esa montaña de puerilidad que era Dühring: “Lo mismo que Robinson pudo procurarse una espada, podemos admitir igualmente que Viernes aparezca un buen día con un revolver cargado en la mano y entonces toda la relación de 'violencia' se invierte: Viernes manda y Robinson se obliga a trabajar… En consecuencia, el revolver vence a la espada y hasta el más pueril amante de axiomas concebirá sin duda que la violencia no es un simple acto de voluntas, sino que exige para ponerse en práctica condiciones previas muy reales, especialmente instrumentos, el más perfecto de los cuales prevalece sobre le menos imperfecto; que, además, esos instrumentos pueden ser producidos, lo que significa que el productor de instrumentos de violencia más perfectos, hablando en términos gruesos de las armas, prevalece sobre el productor de los menos perfectos y que, en una palabra, la victoria de la violencia descansa en la producción de armas y ésta, a su vez, en la producción en general, por tanto… en el “poder económico”, en el Estado económico, en los medios materiales que están a disposición de la violencia.”3 En realidad, los dirigentes reformistas no dicen otra cosa: “¿Con qué quieren ustedes luchar contra los colonos? ¿Con sus cuchillos? ¿Con sus escopetas de caza?
Es verdad que los instrumentos son tan importantes en el campo de la violencia puesto que todo descansa en definitiva en el reparto de esos instrumentos. Pero resulta que, en ese terreno, la liberación de los territorios coloniales aporta una nueva luz. Hemos visto, por ejemplo, que en la campaña de España, esa auténtica guerra colonial, Napoleón, a pesar de los efectivos, que alcanzaron durante las ofensivas de primavera de 1810 la cifra enorme de 400 000 hombres, se vio obligado a retroceder. No obstante, el ejército francés hacía temblar a toda Europa por sus instrumentos bélicos, por el valor de sus soldados, por el genio militar de sus capitanes. Frente a los medios enormes de las tropas napoleónicas, los españoles, animados por una fe nacional inquebrantable, descubrieron la famosa guerrilla que, veinticinco años antes, las milicias norteamericanas habían experimentado contra las tropas inglesas. Pero la guerrilla del colonolizado no sería nada como instrumento de violencia opuesto a otros instrumentos de violencia, si no fuera un elemento nuevo en el proceso global de la competencia entre trust y monopolios.
Al principio de la colonización, una columna podía ocupar territorios inmensos: el Congo, Nigeria, la Costa de Marfil, etc... Pero actualmente la lucha nacional del colonizado se inserta en una situación absolutamente nueva El capitalismo, en su periodo de ascenso, veía en las colonias una fuente de materias primas que, elaboradas, podían ser vendidas en el mercado europeo. Tras una fase de acumulación del capital, ahora modifica su concepción de la rentabilidad de un negocio. Las colonias se han convertido en un mercado. La población colonial es una clientela que compra. Si la guarnición debe ser eternamente reforzada, si el comercio disminuye, es decir, si los productos manufacturados e industriales no pueden ser exportados ya, eso prueba que la solución militar debe ser descartada. Un dominio ciego de tipo esclavista no es económicamente rentable para la metrópoli. La fracción monopolista de la burguesía metropolitana no sostiene a un gobierno cuya política es únicamente la de la espada. Lo que esperan de su gobierno los industriales y los financieros de la metrópoli no es que diezme a la población, sino que proteja con ayuda de convenios económicos, sus "intereses legítimos''.
Existe, pues, una complicidad objetiva del capitalismo con las fuerzas violentas que brotan en el territorio colonial. Además, el colonizado no está solo frente al opresor. Existe, por supuesto, la ayuda política y diplomática de los países y pueblos progresistas. Pero, sobre todo, está la competencia, la guerra despiadada a que se entregan los grupos financieros. Una Conferencia de Berlín pudo repartir el África despedazada entre tres o cuatro banderas. Actualmente, lo que importa no es que tal región africana sea territorio de soberanía francesa o belga: lo que importa es que las zonas económicas estén protegidas. El bombardeo de artillería, la política de la tierra quemada han cedido el paso a la sujeción económica. Hoy no se dirige ya una guerra de represión contra cualquier sultán rebelde. La actitud es más elegante, menos sanguinaria, y se decide la liquidación pacífica del régimen castrista. Se trata a estrangular a Guinea, se suprime a Mossadegh. El dirigente nacional que tiene miedo a la violencia se equivoca, pues, si imagina que el colonialismo "va a matarnos a todos”. Los militares, por supuesto, siguen jugando con las muñecas que datan de la conquista, pero los medios financieros se apresuran a volverlos a la realidad.
Por eso se pide a los partidos políticos nacionales razonables que expongan lo más claramente posible sus reivindicaciones y que busquen con la parte colonialista, con calma y sin apasionamiento, una solución que respete los intereses de las dos partes. Si ese reformismo nacionalista, que se presenta con frecuencia como una caricatura del sindicalismo, se decide a actuar lo hará por vías altamente pacíficas: paros en las pocas industrias establecidas en las ciudades, manifestaciones de masas para aclamar al dirigente, boicot de los autobuses o de los productos importados. Todas estas acciones sirven a la vez para presionar al colonialismo y permitir que el pueblo se desgaste. Esta práctica de hibernoterapia, esa "cura de sueño" del pueblo puede en ocasiones tener éxito. En la discusión en torno al tapete verde surge la promoción política que permite a M. M'ba, presidente de la República de Gabón afirmar solemnemente a su llegada en visita oficial a París: "Gabón es independiente, pero nada ha cambiado entre Gabón y Francia, todo sigue como antes." En realidad, el único cambio es que M. M'ba es presidente de la República gabonesa y que es recibido por el presidente de la República francesa.
La burguesía colonialista es auxiliada en su labor de tranquilizar a los colonizados, por la inevitable religión. Todos los santos que han ofrecido la otra mejilla, que han perdonado las ofensas, que han recibido sin estremecerse los escupitajos y los insultos, son citados y puestos como ejemplo. Las élites de los países colonizados, esos esclavos manumisos, cuando se encuentran a la cabeza del movimiento, acaban inevitablemente por producir un ersatz del combate. Utilizan la esclavitud de sus hermanos para provocar la vergüenza de los esclavistas o para dar un contenido ideológico de humanismo ridículo a los grupos financieros competidores de sus opresores. Nunca en realidad, apelan realmente a los esclavos, jamás los movilizan concretamente. Por el contrario, a la hora de la verdad, es decir, para ellos de la mentira, enarbolan la amenaza de una movilización de masas como el arma decisiva que provocaría como por encanto el “fin del régimen colonial”. Hay evidentemente en el seno de esos partidos políticos, entre sus cuadros, revolucionarios que dan deliberadamente la espalda a la farsa de la independencia nacional. Pero en seguida sus intervenciones, sus iniciativas, sus movimientos de cólera molestan a la maquinaria del partido. Progresivamente, esos elementos son aislados y luego, definitivamente separados. Al mismo tiempo, como si hubiera concomitancia dialéctica, la policía colonialista se les hecha encima. Sin seguridad en las ciudades, evitados por los militantes, rechazados por las autoridades del partido, esos indeseables de mirada incendiaria van a parar al campo. Es entonces cuando perciben concierto vértigo que las masas campesinas comprenden de inmediato sus palabras y directamente les plantean la pregunta para la cual no tienen preparada la respuesta: “¿Para cuando?”
Este encuentro de revolucionarios procedentes de las ciudades con los campesinos ocupará más adelante nuestra atención. Conviene ahora volver a los partidos políticos, para mostrar el carácter progresista, a pesar de todo, de su acción. En sus discursos, los dirigentes políticos “nombran” a la nación. Las reivindicaciones del colonizado reciben así una forma. No hay contenido, no hay programa político ni social. Hay una forma vaga, pero no obstante nacional, un marco, lo llamaremos la exigencia mínima. Los partidos políticos toman la palabra, que escriben en los periódicos nacionalistas, hacen soñar al pueblo. Evitan la subversión, pero de hecho introducen terribles fermentos de subversión en la conciencia de oyentes o lectores. Con frecuencia se utiliza la lengua nacional o tribal. Esto es también fomentar el sueño, permitir que la imaginación se libere del orden colonial. A veces esos políticos dicen: “Nosotros los negros, nosotros lo árabes” y esa apelación cargada de ambivalencias durante el periodo colonial recibe una especie de consagración. Los partidos nacionalistas juegan con fuego. Porque, como decía recientemente un dirigente africano a grupo de jóvenes intelectuales: “Reflexionen antes de hablar a las masas, pues se inflaman pronto.” Hay, pues, una astucia de la historia, que actúa terriblemente en las colonias.
Cuando un dirigente político invita al pueblo a un mitin puede decirse que hay sangre en el ambiente. Sin embargo, el dirigente, con mucha frecuencia, se preocupa sobre todo por “mostrar” sus fuerzas… para no tener que utilizarlas. Pero la agitación así mantenida - ir, venir, oír discursos, ver al pueblo reunido, a los policías alrededor, las demostraciones militares, los arrestos, las deportaciones de los dirigentes- todo ese revuelo le da al pueblo la impresión de que ha llegado el momento de hacer algo. En esos periodos de inestabilidad, los partidos políticos dirigen a la izquierda múltiples llamados a la calma, mientras que, a la derecha, escrutan el horizonte, tratando de descifrar las intenciones liberales del colonialismo.
El pueblo utiliza igualmente para mantenerse en forma, para conservar su capacidad revolucionaria, ciertos episodios de la vida de la colectividad. El bandido, por ejemplo, que se sostiene en el campo durante varios días frente a gendarmes lanzados en su persecución, quien, en combate singular, sucumbe después de haber matado a cuatro o cinco policías, quien se suicida para no delatar a sus cómplices son para el pueblo faros, modelos de acción, “héroes”. Y de nada sirve decir, evidentemente, que ese héroe es un ladrón, un crapuloso o un depravado. Si el acto por el que ese hombre es perseguido por las autoridades colonialistas es un acto dirigido exclusivamente contra una persona o un bien colonial, la demarcación es clara, flagrante. El proceso de identificación es automático.
Hay que señalar igualmente el papel que desempeña, en ese fenómeno de maduración, la historia de la resistencia nacional a la conquista. Las grandes figuras del pueblo colonizado son siempre las que han dirigido la resistencia nacional a la invasión. Behanzin, Soundiata, Samory, Abd-el-Kader reviven con singular intensidad en el periodo que precede a la acción. Es la prueba de que el pueblo se dispone a reanudar la marcha, a interrumpir el tiempo muerto introducido por el colonialismo, a hacer la Historia.
El surgimiento de la nación nueva, la demolición de las estructuras coloniales son el resultado de una lucha violenta del pueblo independiente, o de la acción, que presiona al régimen colonial, de la violencia periférica asumida por otros pueblos colonizados.
El pueblo colonizado no está solo. A pesar de los esfuerzos del colonialismo, sus fronteras son permeables a las noticias, a los ecos. Descubre que la violencia es atmosférica, que estalla aquí y allá y aquí y allá barre con el régimen colonial. Esta violencia que triunfa tiene un papel no sólo informativo sino operatorio para el colonizado. La gran victoria del pueblo vietnamita en Dien-Bien-Phu no es ya, estrictamente hablando, una victoria vietnamita. Desde julio de 1954, el problema que se han planteado los pueblos colonialistas ha sido el siguiente: "¿Qué hay que hacer para lograr un Dien-Bien-Phu? ¿Cómo empezar?" Ningún colonizado podía dudar ya de la posibilidad de ese Dien-Bien-Phu. Lo que constituía el problema era la distribución de las fuerzas, su organización, el momento de su entrada en acción. Esta violencia del ambiente no modifica sólo a los colonizados, sino igualmente a los colonialistas que toman conciencia de múltiples Dien-Bien-Phu. Por eso un verdadero pánico ordenado va a apoderarse de los gobiernos colonialistas. Su propósito es tomar la delantera, inclinar hacia la derecha los movimientos de liberación, desarmar al pueblo: descolonicemos rápidamente. Descolonicemos el Congo antes de que se transforme en Argelia. Votemos la ley fundamental para África, formemos la Comunidad, renovemos esta Comunidad, pero, os conjuro, descolonicemos, descolonicemos... Se descoloniza a tal ritmo que se impone la independencia a Houphouet-Boigny. A la estrategia del Dien-Bien-Phu, definida por el colonizado, el colonialista responde con la estrategia del encuadramiento... respetando la soberanía de los Estados.
Pero volvamos a esa violencia atmosférica, a esa violencia a flor de piel. Hemos visto en el desarrollo de su maduración cómo es impulsada hacia la salida. A pesar de las metamorfosis que el régimen colonial le impone en las luchas tribales o regionalistas, la violencia se abre paso, el colonizado identifica a su enemigo, da un nombre a todas sus desgracias y lanza por esa nueva vía toda la fuerza exacerbada de su odio y de su cólera. ¿Pero cómo pasamos de la atmósfera de violencia a la violencia en acción? ¿Qué es lo que provoca la explosión de la caldera? En primer lugar, está el hecho de que ese proceso no deja incólume la tranquilidad del colono. El colono que "conoce" a los indígenas se da cuenta por múltiples indicios, de que algo está cambiando. Los buenos indígenas van escaseando, se hace el silencio al acercarse el opresor. En ocasiones, las miradas se endurecen, las actitudes y las expresiones son abiertamente agresivas. Los partidos nacionalistas se agitan, multiplican los mítines y, al mismo tiempo, se aumentan las fuerzas policíacas, llegan refuerzos del ejército. Los colonos, los agricultores sobre todo, aislados en sus fincas, son los primeros en alarmarse. Reclaman medidas enérgicas.
Las autoridades toman, en efecto medidas espectaculares, arrestan a uno o dos dirigentes, organizan desfiles militares, maniobras, incursiones aéreas. Las demostraciones, lo ejércitos bélicos, el olor a pólvora que carga ahora la atmósfera no hace retroceder al pueblo. Esas bayonetas y esos cañonazos fortalecen su agresividad. Una atmósfera dramática se instala, cada cual quiere probar que está dispuesto a todo. Es en estas circunstancias cuando la cosa estalla sola, porque los nervios se han debilitado, se ha instalado el miedo y a la menor cosa se tiene sensibilidad para poner el dedo en el garillo. Un accidente trivial y empieza el ametrallamiento: Sétif en Argelia, las Canteras Centrales en Marruecos, Moramanga en Madagascar.
Las represiones, lejos de quebrantar el impuso, favorecen el avance de la conciencia nacional. En las colonias, las hecatombes, a partir de ciertos estadios de desarrollo embrionario de la conciencia, fortalecen esa conciencia, porque indican que entre opresores y oprimidos todo se resuelve por la fuerza. Hay que señalar aquí que los partidos políticos no han lanzado la consigna de la insurrección armada, no han preparado esa insurrección. Todas esas represiones, todos esos actos suscitados por el miedo, no son deseados por los dirigentes. Los acontecimientos los pillan por sorpresa. Es entonces cuando los colonialistas pueden decidir el arresto de los dirigentes nacionalistas. Pero actualmente los gobiernos de los países colonialistas saben perfectamente que es muy peligroso privar a las masas de sus dirigentes. Porque entonces el pueblo, ya sin bridas, se lanza a la sublevación, a los motines y a los “instintos sanguinarios” e imponen al colonialismo la liberación de los dirigentes a los que tocará la difícil tarea de restablecer la calma. El pueblo colonizado, que había encauzado espontáneamente su violencia en la tarea colosal de la destrucción del sistema colonial, va a encontrarse pronto con la consigna inerte, infecunda: "Hay que liberar a X o a Y."4 Entonces el colonialismo liberará a esos hombres y discutirá con ellos. Ha empezado la etapa de los bailes populares.
En otro caso, el aparato de los partidos políticos puede permanecer intacto. Pero después de la represión colonialista y de la reacción espontánea del pueblo, los partidos son desbordados por sus militantes. La violencia de las masas se opone vigorosamente a las fuerzas militares del ocupante, la situación empeora y se pudre. Los dirigentes en libertad se encuentran entonces en una situación difícil. Convertidos de pronto en inútiles, con su burocracia y su programa razonable se les ve, lejos de los acontecimientos, intentar la suprema impostura de "hablar en nombre de la nación amordazada". Por regla general, el colonialismo se lanza ávidamente sobre esa oportunidad, transforma a esos inútiles en interlocutores y, en cuatro segundos, les otorga la independencia, encargándolos de restablecer el orden.
Se advierte, pues, que todo el mundo tiene conciencia de esa violencia y que no se trata siempre de responder con una mayor violencia sino más bien de ver cómo resolver la crisis.
¿Qué es pues, en realidad, esa violencia? Ya lo hemos visto: es la intuición que tienen las masas colonizadas de que su liberación debe hacerse, y no puede hacerse más que por la fuerza. ¿Por qué aberración del espíritu esos hombres sin técnica, hambrientos y debilitados, no conocedores de los métodos de organización llegan a convencerse, frente al poderío económico y militar del ocupante, de que sólo la violencia podrá liberarlos? ¿Cómo pueden esperar el triunfo?
Porque la violencia, y ahí está el escándalo, puede constituir, como método, la consigna de un partido político. Los cuadros pueden llamar al pueblo a la lucha armada. Hay que reflexionar sobre esta problemática de la violencia. Que el militarismo alemán decida resolver sus problemas de fronteras por la fuerza no nos sorprende, pero que el pueblo angolés, por ejemplo, decida tomar las armas, que el pueblo argelino rechace todo método que no sea violento, prueba que algo ha pasado o está pasando. Los hombres colonizados, esos esclavos de los tiempos modernos, están impacientes. Saben que sólo esa locura puede sustraerlos de la opresión colonial. Un nuevo tipo de relaciones se ha establecido en el mundo. Los pueblos subdesarrollados hacen saltar sus cadenas y lo extraordinario es que lo logran. Puede afirmarse que en la época del sputnik es ridículo morirse de hambre, pero para las masas colonizadas la explicación es menos lunar. La verdad es que ningún país colonialista es capaz actualmente de adoptar la única forma de lucha que tendría posibilidades de éxito: el establecimiento prolongado de importantes fuerzas de ocupación.
En el plano interior, los países colonialistas se enfrentan a contradicciones, a reivindicaciones obreras que exigen el empleo de sus fuerzas policíacas. Además, en la coyuntura internacional actual, esos países necesitan de sus tropas para proteger su régimen. Por último, es bien conocido el mito de los movimientos de liberación dirigidos desde Moscú. En la argumentación del régimen para causar pánico, eso significa: "si esto continúa, existe el peligro de que los comunistas se aprovechen de los trastornos para infiltrarse en esas regiones".
En la impaciencia del colonizado, el hecho de que esgrima la amenaza de la violencia prueba que tiene conciencia del carácter excepcional de la situación contemporánea y que esta dispuesto a aprovecharla. Pero, también en el plano de la experiencia inmediata, el colonizado, que tiene oportunidad de ver la penetración del mundo moderno hasta los rincones más apartados de la selva, cobra conciencia muy aguda de lo que no posee. Las masas, por una especie de razonamiento... infantil, se convencen de que todas esas cosas les han sido robadas. Por eso en ciertos países subdesarrollados, las masas van muy de prisa y comprenden, dos o tres años después de la independencia, que han sido frustradas, que "no valía la pena" pelear si la situación no iba a cambiar realmente. En 1789, después de la Revolución burguesa, los pequeños agricultores franceses se beneficiaron sustancialmente de esa transformación. Pero resulta trivial comprobar y decir que en la mayoría de los casos, para el 95 por ciento de la población de los países subdesarrollados, la independencia no aporta un cambio inmediato. El observador alerta se da cuenta de la existencia de una especie de descontento larvado, como esas brasas que, después de la extinción de un incendio, amenazan siempre con reanimarlo.
Se dice entonces que los colonizados quieren ir demasiado de prisa. Pero no hay que olvidar nunca que no hace mucho tiempo se afirmaba su lentitud, su pereza, su fatalismo. Ya se percibe que la violencia encauzada en vías muy precisas en el momento de la lucha de liberación, no se apaga mágicamente después de la ceremonia de izar la bandera nacional. Tanto menos cuanto que la construcción nacional sigue inscrita dentro del marco de la competencia decisiva entre capitalismo y socialismo.
Esta competencia da una dimensión casi universal a las reivindicaciones más localizadas. Cada mitin, cada acto de represión repercute en la arena internacional. Los asesinatos de Sharpeville sacudieron la opinión mundial durante meses. En los periódicos, en los radios, en las conversaciones privadas, Sharpeville se convirtió en un símbolo. A través de Sharpeville, hombres y mujeres han abordado el problema del apartheid en África del Sur. Y no puede afirmarse que sólo la demagogia explica el súbito interés de los Grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos dos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia -ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los incidentes locales. Dejan de limitarse à sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Jruschof amenaza con salvar a Castro mediante los cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada. En realidad, ya está marchando. Tomemos, por ejemplo, el caso de los gobiernos de países recientemente liberados. Los hombres en el poder pasan dos terceras partes de su tiempo vigilando los alrededores, previendo el peligro que los amenaza, y la otra tercera parte trabajando para su país. Al mismo tiempo, buscan apoyos. Obedeciendo a la misma dialéctica, las oposiciones nacionales se apartan con desprecio de las vías parlamentarias. Buscan aliados que acepten apoyarlos en su empresa brutal de sedición. La atmósfera de violencia, después de haber impregnado la fase colonial, sigue dominando la vida nacional. Porque, como hemos dicho, el Tercer Mundo no está excluido. Está, por el contrario, en el centro de la tormenta. Por eso, en sus discursos, los hombres de Estado de los países subdesarrollados mantienen indefinidamente el tono de agresividad y de exasperación que habría debido desaparecer normalmente. De la misma manera se comprende la descortesía tan frecuentemente señalada de los nuevos dirigentes. Pero lo que menos se advierte es la extremada cortesía de esos mismos dirigentes en sus contactos con sus hermanos o camaradas. La descortesía es una forma de conducta con los otros, con los ex colonialistas que vienen a ver y a preguntar. El ex colonizado tiene con demasiada frecuencia la impresión de que la conclusión de esas encuestas ya ha sido redactada. El viaje del periodista no es sino una justificación. Las fotografías que ilustran el artículo son la prueba de que se sabe de lo que se está hablando, que se ha ido al lugar. La encuesta se propone comprobar la evidencia: todo marcha mal por allá desde que nosotros no estamos. Los periodistas se quejan frecuentemente de que son mal recibidos, de que no pueden trabajar en buenas condiciones, de que tropiezan con un muro de indiferencia o de hostilidad. Todo eso es normal. Los dirigentes nacionalistas saben que la opinión internacional se forja únicamente a través de la prensa occidental. Pero cuando un periodista occidental nos interroga casi nunca es para hacernos un servicio. En la guerra de Argelia, por ejemplo, los reporteros franceses más liberales no han dejado de utilizar epítetos ambiguos para caracterizar nuestra lucha. Cuando se les reprocha, responden de buena fe que son objetivos. Para el colonizado, la objetividad siempre va dirigida contra él. También se comprende ese nuevo tono que invadió a la diplomacia internacional en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en septiembre de 1960. Los representantes de los países coloniales eran agresivos, violentos, excesivos, pero los pueblos coloniales no sintieron que estuvieran exagerando. El radicalismo de los voceros africanos provocó la maduración del absceso y permitió advertir mejor el carácter inadmisible de los vetos, del diálogo de los Grandes y, sobre todo, del papel ínfimo reservado al Tercer Mundo.
La diplomacia, tal como ha sido iniciada por los pueblos recién independizados, no está ya en los matices, los sobrentendidos, los pases magnéticos. Y es porque esos voceros han sido designados por sus pueblos para defender a la vez la unidad de la nación, el progreso de las masas hacia el bienestar y el derecho de los pueblos a la libertad y al pan.
Es, pues, una diplomacia en movimiento, furiosa, que contrasta extrañamente con el mundo inmóvil, petrificado, de la colonización. Y cuando Jruschof blande su zapato en la ONU y golpea la mesa con él, ningún colonizado, ningún representante de los países subdesarrollados ríe. Porque lo que Jruschof demuestra a los países colonizados que lo contemplan es que él, el mujik, que además posee cohetes, trata a esos miserables capitalistas como se lo merecen. Lo mismo que Castro al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la existencia del régimen persistente de la violencia. Lo sorprendente es que no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizá? Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta mutuamente al capitalismo y al socialismo.
En 1945, los 45 000 muertos de Setif podían pasar inadvertidos; en 1947, los 90 000 muertos de Madagascar podían ser objeto de una simple noticia en los periódicos; en 1952, las 200 000 víctimas de la represión en Kenya podían no suscitar más que una indiferencia relativa. Las contradicciones internacionales no estaban suficientemente definidas. Ya la guerra de Corea y la guerra de Indochina abrieron una nueva etapa. Pero sobre todo Budapest y Suez constituyen los momentos decisivos de esa confrontación.
Fortalecidos por el apoyo incondicional de los países socialistas, los colonizados se lanzan con las armas que poseen contra la ciudadela inexpugnable del colonialismo. Si esa ciudadela es invulnerable a los cuchillos y a los puños desnudos, no lo es cuando se decide tener en cuenta el contexto de la guerra fría.
En esta nueva coyuntura, los norteamericanos toman muy en serio su papel de patronos del capitalismo internacional. En una primera etapa, aconsejan amistosamente a los países europeos que deben descolonizar. En una segunda etapa, no vacilan en proclamar primero el respeto y luego el apoyo del principio: África para los africanos. Los Estados Unidos no temen afirmar oficialmente en la actualidad que son los defensores del derecho de los pueblos a la autodeterminación. El último viaje de Mennen Williams no hace ilustrar la conciencia que tienen los norteamericanos de que el Tercer Mundo no debe ser sacrificado. Se comprende entonces por qué la violencia del colonizado no es desesperada, sino cuando se la compara en abstracto con la maquinaria militar de los opresores. Por el contrario, si se la sitúa dentro de la dinámica internacional, se percibe que constituye una terrible amenaza para el opresor. La persistencia de las sublevaciones y de la agitación Mau-Mau desequilibra la vida económica de la colonia, pero no pone en peligro a la metrópoli. Lo que resulta más importante a los ojos del imperialismo es la posibilidad de que la propaganda socialista se infiltre entre las masas, las contamine. Ya resulta un grave peligro durante la etapa fría del conflicto; ¿pero qué sucedería en caso de guerra caliente, con esa colonia podrida por las guerrillas asesinas?
El capitalismo comprende entonces que su estrategia militar lleva todas las de perder en el desarrollo de las guerras nacionales. En el marco de la coexistencia pacífica, todas las colonias están llamadas a desaparecer y, en última instancia, la neutralidad ha sido respetada por el capitalismo. Lo que hay que evitar antes que nada es la inseguridad estratégica, el acceso a las masas de una doctrina enemiga, el odio radical de decenas de millones de hombres. Los pueblos colonizados son perfectamente conscientes de esos imperativos que dominan la vida política internacional. Y por eso, aun aquellos que se expresan contra la violencia deciden y actúan siempre en función de esa violencia universal. Actualmente, la coexistencia pacífica entre los dos bloques mantiene y provoca la violencia en los países coloniales. Mañana quizá veamos desplazarse ese campo de la violencia después de la liberación integral de los territorios coloniales. Quizá se plantee la cuestión de las minorías. Ya algunas de ellas no vacilan en favorecer los métodos violentos para resolver sus problemas y no es por azar si, como se nos afirma, los extremistas negros en los Estados Unidos forman milicias y en consecuencia se arman. Tampoco se debe al azar que, en el mundo llamado libre, existan comités de defensa de las minorías judías de la URSS o que el general De Gaulle, en uno de sus discursos, haya derramado algunas lágrimas por los millones de musulmanes oprimidos por la dictadura comunista. El capitalismo y el imperialismo están convencidos de que la lucha contra el racismo y los movimientos de liberación nacional son pura y simplemente trastornos teledirigidos, fomentados "desde el exterior". Entonces deciden utilizar la siguiente táctica eficaz: Radio-Europa Libre, comité de apoyo a las minorías dominadas... Hacen anticolonialismo, como los coroneles franceses en Argelia hacían la guerra subversiva con los S.A.S. o los servicios psicológicos. "Utilizaban al pueblo contra el pueblo." Ya sabemos el resultado de esto.
Esta atmósfera de violencia, de amenaza, esos cohetes apostados no asustan ni desorientan a los colonizados. Hemos visto cómo toda la historia reciente los predispone a "comprender" esa situación. Entre la violencia colonial y la violencia pacífica en la que está inmerso el mundo contemporáneo hay una especie de correspondencia cómplice, una homogeneidad. Los colonizados están adaptados a esta atmósfera. Son, por una vez, de su tiempo. A veces sorprende que los colonizados, en vez de comprarle un vestido a su mujer, compren un radio de transistores. No debería sorprender. Los colonizados están convencidos de que ahora se juega su destino. Viven en una atmósfera de fin del mundo y estiman que nada debe escapárseles. Por eso comprenden muy bien a Fuma y a Fumi, a Lumumba y a Chombé, a Ahidjo y Mumié, a Kenyatta y a los que periódicamente lanzan para sustituirlo. Comprenden muy bien a todos esos hombres porque desenmascaran a las fuerzas que están tras ellos. El colonizado, el subdesarrollado son actualmente animales políticos en el sentido más universal del término.
La independencia ha aportado ciertamente a los hombres colonizados la reparación moral y ha consagrado su dignidad. Pero todavía no han tenido tiempo de elaborar una sociedad, de construir y afirmar valores. El hogar incandescente en que el ciudadano y el hombre se desarrollan y se enriquecen en campos cada vez más amplios no existe todavía. Situados en una especie de indeterminación, esos hombres se convencen fácilmente de que todo va a decidirse en otra parte y para todo el mundo al mismo tiempo. En cuanto a los dirigentes, frente a esta coyuntura, vacilan y optan por el neutralismo.
Habría mucho que decir sobre el neutralismo. Algunos lo asimilan a una especie de mercantilismo infecto que consistiría en aceptar a diestra y siniestra. Ahora bien, el neutralismo, esa creación de la guerra fría, si permite a los países subdesarrollados recibir la ayuda económica de las dos partes, no permite en realidad a ninguna de esas dos partes ayudar en la medida necesaria a las regiones subdesarrolladas. Esas sumas literalmente astronómicas que se invierten en las investigaciones militares, esos ingenieros transformados en técnicos de la guerra nuclear podrían aumentar, en quince años, el nivel de vida de los países subdesarrollados en un 60 por ciento. Es evidente entonces que el interés bien entendido de los países subdesarrollados no reside ni en la prolongación ni en la acentuación de la guerra fría. Pero sucede que no se les pide su opinión. Entonces, cuando tienen posibilidad de hacerlo, dejan de comprometerse. ¿Pero pueden hacerlo realmente? He aquí, por ejemplo, que Francia experimenta en África sus bombas atómicas. Si se exceptúan las mociones, los mítines y las rupturas diplomáticas no puede decirse que los pueblos africanos hayan pesado, en ese sector preciso, en la actitud de Francia.
El neutralismo produce en el ciudadano del Tercer Mundo una actitud de espíritu que se traduce en la vida corriente por una intrepidez y un orgullo hierático que se parecen mucho al desafío. Ese rechazo declarado de la transacción, esa voluntad rígida de no comprometerse recuerdan el comportamiento de esos adolescentes orgullosos y desinteresados, siempre dispuestos a sacrificarse por una palabra. Todo esto desconcierta a los observadores occidentales. Porque, propiamente hablando, hay un abismo entre lo que esos hombres pretenden ser y lo que tienen detrás. Esos países sin tranvías, sin tropas, sin dinero no justifican la bravata que despliegan. Sin duda se trata de una impostura. El Tercer Mundo da la impresión, frecuentemente, de que se goza en el drama y necesita su dosis semanal de crisis. Esos dirigentes de países vacíos, que hablan fuerte, irritan. Dan ganas de hacerlos callar. Se les corteja. Se les envían flores. Se les invita. Digámoslo: se los disputan. Eso es neutralismo. Iletrados en un 98 por ciento, existe, sin embargo, una colosal bibliografía acerca de ellos. Viajan enormemente. Los dirigentes de los países subdesarrollados, los estudiantes de los países subdesarrollados son la clientela dorada de las compañías de aviación. Los responsables africanos y asiáticos tienen la posibilidad de seguir en un mismo mes un curso sobre la planificación socialista, en Moscú, y sobre los beneficios de la economía liberal, en Londres o en la Columbia University. Los sindicalistas africanos, por su parte, progresan a un ritmo acelerado. Apenas se les confían puestos en los organismos de dirección, cuando deciden constituirse en centrales autónomas. No tienen cincuenta años de práctica sindical en el marco de un país industrializado, pero ya saben que el sindicalismo apolítico no tiene sentido. No han tenido que hacer frente a la maquinaria burguesa, no han desarrollado su conciencia en la lucha de clases, pero quizá no sea necesario. Quizá. Veremos cómo esa voluntad totalizadora, que frecuentemente se caricaturiza como globalismo es una de las características fundamentales de los países subdesarrollados.
Pero volvamos al combate singular entre el colonizado y el colono. Se trata, como se ha visto, de la franca lucha armada. Los ejemplos históricos son: Indochina, Indonesia y, por supuesto, el norte de África. Pero lo que no hay que perder de vista es que habría podido estallar en cualquier parte, en Guinea o en Somalia y que todavía hoy puede estallar en dondequiera que el colonialismo pretende durar aún, en Angola por ejemplo-. La existencia de la lucha armada indica que el pueblo decide no confiar, sino en los medios violentos. El pueblo, a quien ha dicho incesantemente que no entendía sino el lenguaje de la fuerza, decide expresarse mediante la fuerza. En realidad, el colono le ha señalado desde siempre el camino que habría de ser el suyo, si quería liberarse. El argumento que escoge el colonizado se lo ha indicado el colono y, por una irónica inversión de las cosas es el colonizado el que afirma ahora que el colonialista sólo entiende el lenguaje de la fuerza. El régimen colonial adquiere de la fuerza su legitimidad y en ningún momento trata de engañar acerca de esa naturaleza de las cosas. Cada estatua, la de Faidherbe o Lyautey, la de Bugeaud o la del sargento Blandan, todos estos conquistadores encaramados sobre el suelo colonial no dejan de significar una y la misma cosa: "Estamos aquí por la fuerza de las bayonetas..." Es fácil completar la frase. Durante la fase insurreccional, cada colono razona con una aritmética precisa. Esta lógica no sorprende a los demás colonos, pero resulta importante decir que tampoco sorprende a los colonizados. Y, en primer lugar, la afirmación de principio: "Se trata de ellos o nosotros" no es una paradoja, puesto que el colonialismo, lo hemos visto, es justamente la organización de un mundo maniqueo, de un mundo dividido en compartimientos. Y cuando, preconizando medios precisos, el colono pide a cada representante de la minoría opresora que mate a 30, 100 o 200 indígenas, se dan cuenta de que nadie se indigna y de que, en última instancia, todo el problema consiste en saber si puede hacerse de un solo golpe o por etapas.5
Este razonamiento, que prevé aritméticamente la desaparición del pueblo colonizado, no llena al colonizado de indignación moral. Siempre ha sabido que sus encuentros con el colono se desarrollarían en un campo cerrado. Por eso el colonizado no pierde tiempo en lamentaciones ni trata, casi nunca, de que se le haga justicia dentro del marco colonial. En realidad, si la argumentación del colono tropieza con un colonizado inconmovible, es porque este último ha planteado prácticamente el problema de su liberación en términos idénticos. "Debemos constituir grupos de doscientos o de quinientos y cada grupo se ocupara de un colono." Es en esta disposición de ánimo recíproca como cada uno de los protagonistas comienza la lucha.
Para el colonizado, esta violencia representa la praxis absoluta. El militante es, además, el que trabaja. Las preguntas que la organización formula al militante llevan la marca de esa visión de las cosas: "¿Dónde has trabajado? ¿Con quién? ¿Qué has hecho?" El grupo exige que cada individuo realice un acto irreversible. En Argelia, por ejemplo, donde la casi totalidad de los hombres que han llamado al pueblo a la lucha nacional estaban condenados a muerte o eran buscados por la policía francesa, la confianza era proporcional al carácter desesperado de cada caso. Un nuevo militante era "seguro" cuando ya no podía volver a entrar en el sistema colonial. Ese mecanismo existió, al parecer, en Kenya entre los Mau-Mau que exigían que cada miembro del grupo golpeara a la víctima. Cada uno era así personalmente responsable de la muerte de esa víctima. Trabajar es trabajar por la muerte del colono. La violencia asumida permite a la vez a los extraviados y a los proscritos del grupo volver, recuperar su lugar, reintegrarse. La violencia es entendida así como la mediación real. El hombre colonizado se libera en y por la violencia. Esta praxis ilumina al agente porque le indica los medios y el fin. La poesía de Césaire adquiere en la perspectiva precisa de la violencia una significación profética. Es bueno recordar una página decisiva de su tragedia, donde el Rebelde (¡cosa extraña!) se explica:
EL REBELDE (duramente)
Mi apellido: ofendido; mi nombre: humillado; mi estado civil: la rebeldía; mi edad: la edad de piedra.
LA MADRE
Mi la raza humana. Mi religión: la fraternidad...
EL REBELDE
Mi raza: la raza caída. Mi religión...
pero no serás tú quien la prepares con su desarme...
soy yo con mi rebeldía y mis pobres puños cenados y mi cabeza hirsuta.
(Muy tranquilo).
Me acuerdo de un día de noviembre; no tenía seis meses [mi hijo] cuando el amo entró en la casucha fuliginosa como una luna de abril y palpó sus pequeños miembros musculosos, era un amo muy bueno, paseaba en una caricia sus dedos gruesos por la carita llena de hoyuelos. Sus ojos azules reían y su boca le decía cosas azucaradas: será una buena pieza, dijo mirándome, y decía otras cosas amables, el amo, que había que empezar temprano, que veinte años no eran demasiados para hacer un buen cristiano y un buen esclavo, buen súbdito y leal, un buen capataz, con la mirada viva y el brazo firme. Y aquel hombre especulaba sobre la cuna de mi hijo, una cuna de capataz.
Nos arrastramos con el cuchillo en la mano...
LA MADRE
¡Ay! tú morirás
EL REBELDE
Muerto... lo he matado con mis propias manos...
Sí: de muerte fecunda y fértil...
era de noche. Nos arrastramos entre las cañas.
Los cuchillos reían bajo las estrellas, pero no nos importaban las estrellas.
Las cañas nos pintaban la cara de arroyos de hojas verdes.
LA MADRE
Yo había soñado con un hijo que cenara los ojos de su madre.
EL REBELDE
Yo he decidido abrir bajo otro sol los ojos de mi hijo.
LA MADRE
Oh hijo mío... de muerte mala y perniciosa.
EL REBELDE
Madre, de muerte vivaz y suntuosa
LA MADRE
por haber amado demasiado...
EL REBELDE
por haber amado demasiado...
LA MADRE
Evítame todo esto, me asfixian tus ataduras. Sangro por tus heridas.
EL REBELDE
Y a mí el mundo no me da cuartel...
No hay en el mundo un pobre tipo linchado, un pobre hombre torturado, en el que no sea yo asesinado y humillado.
LA MADRE
Dios del cielo, líbralo.
EL REBELDE
Corazón mío, tú no me librarás de mis recuerdos...
Era una noche de noviembre...
Y súbitamente los clamores iluminaron el silencio.
Nos habíamos movido, los esclavos; nosotros, el abono; nosotros, las bestias amarradas al poste de la paciencia. Corríamos como arrebatados; sonaron los tiros...
Golpeamos.
El sudor y la sangre nos refrescaban.
Golpeamos entre los gritos y los gritos se hicieron más estridentes y un gran clamor se elevó hacia el este, eran los barracones que ardían y la llama lamía suavemente nuestras mejillas.
Entonces asaltamos la casa del amo.
Tiraban desde las ventanas.
Forzamos las puertas.
La alcoba del amo estaba abierta de par en par.
La alcoba del amo estaba brillantemente iluminada, y el amo estaba allí muy tranquilo... y los nuestros se detuvieron... era el amo... Yo entré. Eres tú, me dijo, muy tranquilo... Era yo, sí soy yo, le dije, el buen esclavo, el fiel esclavo, el esclavo esclavo, y de súbito sus ojos fueron dos alimañas asustadas en días de lluvia... lo herí, chorreó la sangre: es el único bautismo que recuerdo.6
Se comprende cómo en esta atmósfera lo cotidiano se vuelve simplemente imposible. Ya no se puede ser fellah, rufián ni alcohólico como antes. La violencia del régimen colonial y la contraviolencia del colonizado se equilibran y se responden mutuamente con una homogeneidad recíproca extraordinaria. Ese reino de la violencia será tanto más terrible cuanto mayor sea la sobrepoblación metropolitana. El desarrollo de la violencia en el seno del pueblo colonizado será proporcional a la violencia ejercida por el régimen colonial impugnado. Los gobiernos de la metrópoli son, en esta primera fase del periodo insurreccional, esclavos de los colonos. Esos colonos amenazan a la vez a los colonizados y a sus gobiernos. Utilizarán contra unos y otros los mismos métodos. El asesinato del alcalde de Évain, en su mecanismo y motivaciones, se identifica con el asesinato de Alí Boumendjel. Para los colonos, la alternativa no está entre una Argelia argelina y una Argelia francesa sino entre una Argelia independiente y una Argelia colonial. Todo lo demás es literatura o intento de traición. La lógica del colono es implacable y no nos desconcierta la contralógica descifrada en la conducta del colonizado sino en la medida en que no se han descubierto previamente los mecanismos de reflexión del colono. Desde el momento en que el colonizado escoge la contraviolencia, las represalias policíacas provocan mecánicamente las represalias de las fuerzas nacionales. No hay equivalencia de resultados, sin embargo, porque los ametrallamientos por avión o los cañonazos de la flota superan en horror y en importancia a las respuestas del colonizado. Ese ir y venir del terror desmixtifica definitivamente a los más enajenados de los colonizados. Comprueban sobre el terreno, en efecto, que todos los discursos sobre la igualdad de la persona humana acumulados unos sobre otros no ocultan esa banalidad que pretende que los siete franceses muertos o heridos en el paso de Sakamody despierten la indignación de las conciencias civilizadas en tanto que "no cuentan" la entrada a saco en los aduares Guergour, de la derecha Djerah, la matanza de poblaciones en masa que fueron precisamente la causa de la emboscada. Terror, contra-terror, violencia, contraviolencia. .. He aquí lo que registran con amargura los observadores cuando describen el círculo del odio, tan manifiesto y tan tenaz en Argelia.
En las luchas armadas, hay lo que podría llamarse el point of no return. Es casi siempre la enorme represión que engloba a todos los sectores del pueblo colonizado, lo que lleva a él. Ese punto fue alcanzado en Argelia, en 1955, con las 12 000 víctimas de Philippeville y, en 1956, con la instauración, por Lacoste, de las milicias urbanas y rurales.7 Entonces se hizo evidente para todo el mundo y aun para los colonos que "eso no podía volver a empezar" como antes. De todos modos, el pueblo colonizado no lleva la contabilidad de sus muertos. Registra los enormes vacíos causados en sus filas como una especie de mal necesario. Porque tan pronto como ha decidido responder con la violencia, admite todas sus consecuencias. Sólo exige que tampoco se le pida que lleve la contabilidad de los muertos de los otros. A la fórmula "Todos los indígenas son iguales", el colonizado responde: "Todos los colonos son iguales."8 El colonizado, cuando se le tortura, cuando matan a su mujer o la violan, no va a quejarse a nadie. El gobierno que oprime podría nombrar cada día comisiones de encuesta y de información. A los ojos del colonizado, esas comisiones no existen. Y de hecho, ya han pasado siete años de crímenes en Argelia y ni un solo francés ha sido presentado a un tribunal francés por el asesinato de un argelino. En Indochina, en Madagascar, en las colonias, el indígena siempre ha sabido que no tenía nada que esperar del otro lado. La labor del colono es hacer imposible hasta los sueños de libertad del colonizado. La labor del colonizado es imaginar todas las combinaciones eventuales para aniquilar al colono. En el plano del razonamiento, el maniqueísmo del colono produce un maniqueísmo del colonizado. A la teoría del "indígena como mal absoluto" responde la teoría del "colono como mal absoluto".
La aparición del colono ha significado sincréticamente la muerte de la sociedad autóctona, letargo cultural, petrificación de los individuos. Para el colonizado, la vida no puede surgir sino del cadáver en descomposición del colono. Tal es, pues, esa correspondencia estricta de los dos razonamientos.
Pero resulta que para el pueblo colonizado esta violencia, como constituye su única labor, reviste caracteres positivos, formativos. Esta praxis violenta es totalizadora, puesto que cada uno se convierte en un eslabón violento de la gran cadena, del gran organismo violento surgido como reacción a la violencia primaria del colonialista. Los grupos se reconocen entre sí y la nación futura ya es indivisible. La lucha armada moviliza al pueblo, es decir, lo lanza en una misma dirección, en un sentido único.
La movilización de las masas, cuando se realiza con motivo de la guerra de liberación, introduce en cada conciencia la noción de causa común, de destino nacional, de historia colectiva. Así la segunda fase, la de la construcción de la nación, se facilita por la existencia de esa mezcla hecha de sangre y de cólera. Se comprende mejor entonces la originalidad del vocabulario utilizado en los países subdesarrollados. Durante el periodo colonial, se invitaba al pueblo a luchar contra la opresión. Después de la liberación nacional, se le invita a luchar contra la miseria, el analfabetismo, el subdesarrollo. La lucha, se afirma, continúa. El pueblo comprueba que la vida es un combate interminable.
La violencia del colonizado, lo hemos dicho, unifica al pueblo. Efectivamente, el colonialismo es, por su estructura, separatista y regionalista. El colonialismo no se contenta con comprobar la existencia de tribus; las fomenta, las diferencia. El sistema colonial alimenta a los jefes locales y reactiva las viejas cofradías morabíticas. La violencia en su práctica es totalizadora, nacional. Por este hecho, lleva en lo más íntimo la eliminación del regionalismo y-del tribalismo. Los partidos nacionalistas se muestran particularmente despiadados con los caids y con los jefes tradicionales. La eliminación de los caids y de los jefes es una condición previa para la unificación del pueblo.
En el plano de los individuos, la violencia desintoxica. Libra al colonizado de su complejo de inferioridad, de sus actitudes contemplativas o desesperadas. Lo hace intrépido, lo rehabilita ante sus propios ojos. Aunque la lucha armada haya sido simbólica y aunque se haya desmovilizado por una rápida descolonización, el pueblo tiene tiempo de convencerse de que la liberación ha sido labor de todos y de cada uno de ellos, que el dirigente no tiene mérito especial. La violencia eleva al pueblo a la altura del dirigente. De ahí esa especie de reticencia agresiva hacia la maquinaria protocolar que los jóvenes gobiernos se apresuran a instalar. Cuando han participado, mediante la violencia, en la liberación nacional, las masas no permiten a nadie posar como "liberador". Se muestran celosas del resultado de su acción y se cuidan de no entregar a un dios vivo su futuro, su destino, la suerte de la patria. Totalmente irresponsables ayer, ahora quieren comprender todo y decidir todo. Iluminada por la violencia, la conciencia del pueblo se rebela contra toda pacificación. Los demagogos, los optimistas, los magos tropiezan ya con una tarea difícil. La praxis que las ha lanzado a un cuerpo a cuerpo desesperado confiere a las masas un gesto voraz por lo concreto. La empresa de mixtificación se convierte, a largo plazo, en algo prácticamente imposible.
LA VIOLENCIA EN EL CONTEXTO INTERNACIONAL
Repetidas veces hemos señalado en las páginas anteriores que en las regiones subdesarrolladas el responsable político siempre está llamando a su pueblo al combate. Combate contra el colonialismo, combate contra la miseria y el subdesarrollo, combate contra las tradiciones esterilizantes. El vocabulario que utiliza en sus llamadas es un vocabulario de jefe de estado mayor: "movilización de las masas", "frente de la agricultura", "frente del analfabetismo", "derrotas sufridas", "victorias logradas". La joven nación independiente evoluciona durante los primeros años en una atmósfera de campo de batalla. Es que el dirigente político de un país subdesarrollado mide con espanto el camino inmenso que debe recorrer su país. Llama al pueblo y le dice: "Hay que apretarse el cinturón y trabajar." El país, tenazmente transido de una especie de locura creadora, se lanza a un esfuerzo gigantesco y desproporcionado. El programa es no sólo salir adelante sino alcanzar a las demás naciones con los medios al alcance. Si los pueblos europeos, se piensa, han llegado a esta etapa de desarrollo, ha sido por sus esfuerzos. Probemos, pues, al mundo y a nosotros mismos que somos capaces de las mismas realizaciones. Esta manera de plantear el problema de la evolución de los países subdesarrollados no nos parece ni justa ni razonable.
Los europeos hicieron su unidad nacional en un momento en que las burguesías nacionales habían concentrado en sus manos la mayoría de las riquezas. Comerciantes y artesanos, intelectuales y banqueros monopolizaban en el marco nacional las finanzas, el comercio y las ciencias. La burguesía representaba la clase más dinámica, la más próspera. Su acceso al poder le permitía lanzarse a operaciones decisivas: industrialización, desarrollo de las comunicaciones y muy pronto busca de mercados de "ultramar".
En Europa, con excepción de ciertos matices (Inglaterra, por ejemplo, había cobrado cierto adelanto) los diferentes Estados en el momento en que se realizaba su unidad nacional conocían una situación económica más o menos uniforme. Realmente ninguna nación, por los caracteres de su desarrollo y de su evolución, insultaba a las demás.
Actualmente, la independencia nacional, la formación nacional en las regiones subdesarrolladas revisten aspectos totalmente nuevos. En esas regiones, con excepción de algunas realizaciones espectaculares, los diferentes países presentan la misma ausencia de infraestructura. Las masas luchan contra la misma miseria, se debaten con los mismos gestos y dibujan con sus estómagos reducidos lo que ha podido llamarse la geografía del hambre. Mundo subdesarrollado, mundo de miseria e inhumano. Pero también mundo sin médicos, sin ingenieros, sin funcionarios. Frente a ese mundo, las naciones europeas se regodean en la opulencia más ostentosa. Esta opulencia europea es literalmente escandalosa porque ha sido construida sobre-las espaldas de los esclavos, se ha alimentado de la sangre de los esclavos, viene directamente del suelo y del subsuelo de ese mundo subdesarrollado. El bienestar y el progreso de Europa han sido construidos con el sudor y los cadáveres de los negros, los árabes, los indios y los amarillos. Hemos decidido no olvidarlo. Cuando un país colonialista, molesto por las reivindicaciones de independencia de una colonia, proclama aludiendo a los dirigentes nacionalistas: "Si quieren ustedes la independencia, tómenla y vuelvan a la Edad Media", el pueblo recién independizado propende a aceptar y recoger el desafío. Y, efectivamente, el colonialismo retira sus capitales y sus técnicos y rodea al nuevo Estado con un mecanismo de presión económica.9 La apoteosis de la independencia se transforma en maldición de la independencia. La potencia colonial, por medios enormes de coacción condena a la joven nación a la regresión. La potencia colonial afirma claramente: "Si ustedes quieren la independencia, tómenla y muéranse.” Los dirigentes nacionalistas no tienen otro recurso entonces sino acudir a su pueblo y pedirle un gran esfuerzo. A esos hombres hambrientos se les exige régimen de austeridad, a esos músculos atrofiados se les pide un trabajo desproporcionado. Un régimen autárquico se intuye en cada Estado, con los medios miserables de que dispone, trata de responder a la inmensa hambre nacional. Asistimos a la movilización del pueblo que se abruma y se agota frente a una Europa harta y despectiva.
Otros países del Tercer mundo rechazan esa prueba y aceptan las condiciones de la antigua potencia tutelar. Utilizando su posición estratégica, posición que les otorga un privilegio en la lucha de los bloques, esos países firman acuerdos, se comprometen. El antiguo país dominado se transforma en país económicamente dependiente. La ex potencia colonial que ha mantenido intactos e inclusive ha reforzado los circuitos comerciales de tipo colonialista, acepta alimentar mediante pequeñas inyecciones el presupuesto de la nación independiente. Entonces se advierto como el acceso a la independencia de los países coloniales sitúa al mundo frente a un problema capital: la liberación nacional de los países colonizados revela y hace más insoportable su situación real. La confrontación fundamental, que parecía ser la del colonialismo y el anticolonialismo, es decir, el capitalismo y socialismo, pierde importancia. Lo que cuenta ahora, el problema que cierra el horizonte, es la necesidad de una redistribución de las riquezas. La humanidad, so pena de verse sacudida, debe responder a este problema.
Generalmente, se ha pensado que había llegado la hora para el mundo, y singularmente para el Tercer Mundo, de escoger entre el sistema capitalista y el sistema socialista. Los países subdesarrollados, que han utilizado la competencia feroz que existe entre los dos sistemas para asegurar el triunfo de su lucha de liberación nacional, deben negarse, sin embargo, a participar en esa competencia. El Tercer Mundo no debe contentarse con definirse en relación con valores previos. Los países subdesarrollados, por el contrario, deben esforzarse por descubrir valores propios, métodos y un estilo específicos. El problema concreto frente al cual nos encontramos no es el de la opción, a toda costa, entre socialismo y capitalismo tal como son definidos por hombres de continentes y épocas diferentes. Sabemos, ciertamente, que el régimen capitalista no puede, como modo de vida, permitirnos realizar nuestra tarea nacional y universal. La explotación capitalista, los trusts y los monopolios son los enemigos de los países subdesarrollados. Por otra parte, la elección de un régimen socialista, de un régimen dirigido a la totalidad del pueblo, basado en el principio de que el hombre es el bien más precioso, nos permitirá ir más rápidamente, más armónicamente, imposibilitando así esa caricatura de sociedad donde unos cuantos poseen todos los poderes económicos y políticos a expensas de la totalidad nacional.
Pero para que este régimen pueda funcionar válidamente, para que podamos en todo momento respetar los principios en los que nos inspiramos, hace falta algo más que la inversión humana. Ciertos países subdesarrollados despliegan un esfuerzo colosal en esta dirección. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, se entregan con entusiasmo a un verdadero trabajo forzado y se proclaman esclavos de la nación. El don de sí, el desprecio de toda preocupación que no sea colectiva, crean una moral nacional que reconforta al hombre, le da confianza en el destino del mundo y desarma a los observadores más reticentes. Creemos, sin embargo, que semejante esfuerzo no podrá prolongarse largo tiempo a ese ritmo infernal. Esos jóvenes países han aceptado el desafío después de la retirada incondicional del antiguo país colonial. El país se encuentra en manos del nuevo equipo, pero, en realidad, hay que recomenzar todo, que reformular todo. El sistema colonial se interesaba, en efecto, por ciertas riquezas, por ciertos recursos, precisamente los que alimentaban a sus industrias. Ningún balance serio se había hecho hasta entonces del suelo o del subsuelo. La joven nación independiente se ve obligada entonces a continuar los circuitos económicos establecidos por el régimen colonial. Puede exportar, ciertamente, a otros países, a otras áreas monetarias, pero la base de sus exportaciones no se modifica fundamentalmente. El régimen colonial ha cristalizado determinados circuitos y hay que limitarse, so pena de sufrir una catástrofe, a mantenerlos. Habría que recomenzar todo quizá, cambiar la naturaleza de las exportaciones y no sólo su destino, interrogar nuevamente al suelo, a los ríos y ¿por qué no? también al Sol. Pero para hacerlo hace falta algo más que la inversión humana. Hacen falta capitales, técnicos, ingenieros, mecánicos, etc... Hay que decirlo: creemos que el esfuerzo colosal al que son instados los pueblos subdesarrollados por sus dirigentes no dará los resultados previstos. Si las condiciones de trabajo no se modifican, pasarán siglos para humanizar ese mundo animalizado por las fuerzas imperialistas.10
La verdad es que no debemos aceptar esas condiciones. Debemos rechazar de plano la situación a la que quieren condenarnos los países occidentales. El colonialismo y el imperialismo no saldaron sus cuentas con nosotros cuando retiraron de nuestros territorios sus banderas y sus fuerzas policíacas. Durante siglos, los capitalistas se han comportado en el mundo subdesarrollado como verdaderos criminales de guerra. Las deportaciones, las matanzas, el trabajo forzado, la esclavitud han sido los principales medios utilizados por el capitalismo para aumentar sus reservas en oro y en diamantes, sus riquezas y para establecer su poder. Hace poco tiempo, el nazismo transformó a toda Europa en una verdadera colonia. Las riquezas de las diversas naciones europeas exigieron reparaciones y demandaron la restitución en dinero y en especie de las riquezas que les habían sido robadas: obras culturales, cuadros, esculturas, vitrales fueron devueltos a sus propietarios. Una sola frase se escuchaba en boca de los europeos en 1945: "Alemania pagará." Por su parte Adenauer, cuando se abrió el proceso Eichmann, en nombre del pueblo alemán pidió perdón una vez más al pueblo judío. Adenauer renovó el compromiso de su país de seguir pagando al Estado de Israel las sumas enormes que deben servir de compensación a los crímenes nazis.11
Decimos igualmente que los Estados imperialistas cometerían un grave error y una injusticia incalificable si se contentaran con retirar de nuestro territorio las cohortes militares, los servicios administrativos y de intendencia cuya función era descubrir riquezas, extraerlas y expedirlas hacia las metrópolis. La reparación moral de la independencia nacional no nos ciega, no nos satisface. La riqueza de los países imperialistas es también nuestra riqueza. En el plano dé lo universal, esta afirmación no significa absolutamente que nos sintamos afectados por las creaciones de la técnica o las artes occidentales. Muy concretamente, Europa se ha inflado de manera desmesurada con el oro y las materias primas de los países coloniales; América Latina, China, África. De todos esos continentes, frente a los cuales la Europa de hoy eleva su torre opulenta, parten desde hace siglos hacia esa misma Europa los diamantes y el petróleo, la seda y el algodón, las maderas y los productos exóticos. Europa es, literalmente, la creación del Tercer Mundo. Las riquezas que la ahogan son las que han sido robadas a los pueblos subdesarrollados. Los puertos de Holanda, de Liverpool, los muelles de Burdeos y de Liverpool especializados en la trata de negros deben su renombre a los millones de esclavos deportados. Y cuando escuchamos a un jefe de Estado europeo declarar, con la mano sobre el corazón, que hay que ir en ayuda de los infelices pueblos subdesarrollados, no temblamos de agradecimiento. Por el contrario, nos decimos, "es una justa reparación que van a hacernos". No aceptaremos que la ayuda a los países subdesarrollados sea un programa de "Hermanas de la Caridad". Esa ayuda debe ser la consagración de una doble toma de conciencia, toma de conciencia para los colonizados de que las potencias capitalistas se la deben y, para éstas, de que efectivamente tienen que pagar.12 Que si, por falta de inteligencia -no hablemos de ingratitud- los países capitalistas se negaran a pagar, entonces la dialéctica implacable de su propio sistema se encargaría de asfixiarlos. Las jóvenes naciones, es un hecho, atraen poco a los capitales privados. Múltiples razones legitiman y explican esta reserva de los monopolios. Cuando los capitalistas saben, y son evidentemente los primeros en saberlo, que su gobierno se dispone a descolonizar, se apresuran a retirar de la colonia la totalidad de sus capitales. La evasión espectacular de capitales es uno de los fenómenos más constantes de la descolonización.
Las compañías privadas, para invertir en los países independientes, exigen condiciones que la experiencia califica de inaceptables o irrealizables. Fieles al principio de rentabilidad inmediata, que sostienen cuando actúan en "ultramar", los capitalistas se muestran reticentes acerca de cualquier inversión a largo plazo. Son rebeldes y con frecuencia abiertamente hostiles a los programas de planificación de los jóvenes equipos en el poder. En rigor, aceptarían gustosamente prestar dinero a los jóvenes estados, pero a condición de que ese dinero sirviera para comprar productos manufacturados, máquinas, es decir, a mantener activas las fábricas de la metrópoli.
En realidad, la desconfianza de los grupos financieros occidentales se explica por su deseo de no correr ningún riesgo. Exigen, además, una estabilidad política y un clima social sereno que es imposible obtener si se tiene en cuenta la situación lamentable de la población global inmediatamente después de la independencia. Entonces, en busca de esa garantía, que no puede asegurar la ex colonia, exigen el mantenimiento de ciertas tropas o la entrada del joven Estado en pactos económicos o militares. Las compañías privadas presionan sobre su propio gobierno para que, al menos, las bases militares sean instaladas en esos países con la misión de asegurar la protección de sus intereses. En última instancia, esas compañías exigen a su gobierno la garantía de las inversiones que deciden hacer en tal o cual región subdesarrollada.
Resulta que pocos países satisfacen las condiciones exigidas por los trusts y los monopolios. Los capitales, faltos de mercados seguros, siguen bloqueados en Europa y se inmovilizan. Tanto más cuanto que los capitalistas se niegan a invertir en su propio territorio. La rentabilidad en ese caso es, en efecto, irrisoria y el control fiscal desespera a los más audaces.
La situación es catastrófica a largo plazo. Los capitales no circulan o ven considerablemente disminuida su circulación. Los bancos suizos rechazan los capitales, Europa se ahoga. A pesar de las sumas enormes que se tragan los gastos militares, el capitalismo internacional se encuentra acorralado.
Pero otro peligro lo amenaza. En la medida en que el Tercer Mundo está abandonado y condenado a la regresión, o al estancamiento en todo caso, por el egoísmo y la inmoralidad de las naciones occidentales, los pueblos subdesarrollados decidirán evolucionar en autarquía colectiva. Las industrias occidentales se verán rápidamente privadas de sus mercados de ultramar. Las máquinas se amontonarán en los depósitos y, en el mercado europeo, se desarrollará una lucha inexorable entre los grupos financieros y los trusts. Cierre de fábricas, lock-out o desempleo conducirán al proletariado europeo a desencadenar una lucha abierta contra el régimen capitalista. Los monopolios comprenderán entonces que su interés bien entendido consiste en ayudar y hacerlo masivamente y sin demasiadas condiciones a los países subdesarrollados. Vemos, pues, que las jóvenes naciones del Tercer Mundo no deben ser objeto de risa para los países capitalistas. Somos fuertes por derecho propio y por lo justo de nuestras posiciones. Por el contrario, debemos decir y explicar a los países capitalistas que el problema fundamental de la época contemporánea no es la guerra entre el régimen socialista y ellos. Hay que poner fin a esa guerra fría que no lleva a ninguna parte, detener los preparativos de la destrucción nuclear del mundo, invertir generosamente y ayudar técnicamente a las regiones subdesarrolladas. La suerte del mundo depende de la respuesta que se dé a esta cuestión.
Y que los regímenes capitalistas no traten de ligar a los regímenes socialistas a la "suerte de Europa" frente a las hambrientas multitudes de color. La hazaña del comandante Gagarin, aunque se disguste el general De Gaulle, no es un triunfo "que honre a Europa". Desde hace algún tiempo, los jefes de Estado de los regímenes capitalistas, los nombres de cultura abrigan una actitud ambivalente respecto de la Unión Soviética. Después de haber coligado todas sus fuerzas para aniquilar al régimen socialista, ahora comprenden que hay que contar con él. Entonces se vuelven amables, multiplican las maniobras de seducción y recuerdan constantemente al pueblo soviético que "pertenece a Europa".
Agitando al Tercer Mundo como una marea que amenazara tragarse a toda Europa, no se logrará dividir a las fuerzas progresistas que tratan de conducir a la humanidad a la felicidad. El Tercer Mundo no pretende organizar una inmensa cruzada del hambre contra toda Europa. Lo que espera de quienes lo han mantenido en la esclavitud durante siglos es que lo ayuden a rehabilitar al hombre, a hacer triunfar al hombre en todas partes, de una vez por todas.
Pero es claro que nuestra ingenuidad no llega hasta creer que esto va a hacerse con la cooperación y la buena voluntad de los gobiernos europeos. Ese trabajo colosal que consiste en reintroducir al hombre en el mundo, al hombre total, se hará con la ayuda decisiva de las masas europeas que, es necesario que lo reconozcan, se han alineado en cuanto a los problemas coloniales en las posiciones de nuestros amos comunes. Para ello, será necesario primero que las masas europeas decidan despertarse, se desempolven el cerebro y abandonen el juego irresponsable de la bella durmiente del bosque.
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