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miércoles, 14 de septiembre de 2011

Los musulmanes no destruyen su "yo"

Los musulmanes no destruyen su "yo"
Capítulo del libro 'Islam para ateos' (ed. Palmart)
Hay musulmanes que hablan de la experiencia mística como de una fusión con Allâh. Para nosotros, esta fusión es una confusión que, más que surgir de la verdadera experiencia mística, debe su popularidad a la capacidad literaria de los que fingen ser sufíes. Eliminar el “yo” es eliminar la realidad de la experiencia mística. Sin “yo” no hay soporte de sensación. En el amalgamamiento con Allâh no hay verdad alguna. Allâh no es un magma amorfo en el que entramos y nos disolvemos. Las imaginaciones de los –auténticos o falsos- sufíes de lo que han experimentado no son un horizonte para nosotros.
Si pudiéramos sentir lo que un pájaro siente al volar, tendría sentido poner por meta su logro. Lo que debes hacer no es apuntar a aquello de lo que hablan los sufíes, sino sentir tu mundo. Porque los místicos muestran más un no-saber que un conocimiento. Sus representaciones de lo que han sentido no revelan datos, sino, en el mejor de los casos, su desconcierto. Las palabras del místico demuestran que ya no saben, no que hayan descubierto nada. Existe una falsa idea forjada entre las clases sacerdotales de las religiones sobre “el descubrimiento de Dios”. En realidad, lo que ocurre en la experiencia mística es el desconcierto absoluto de una persona que se debate entre la vida y la muerte para comprender lo que está experimentando, y que, así y todo, es impotente para entenderlo. Lo que siente el místico es una trasformación más que un descubrimiento.
Imaginamos lo que puede ser de brutal la experiencia de pasar de niño a adulto en un solo instante, y la comparamos a lo que sucede en la experiencia mística. Ésta no es encontrar el tesoro oculto de lo Sublime sino acusar el vértigo de la aceleración de los cambios en ti... Cambiamos de pareja, de profesión, de vida, de casa, y creemos que sólo por eso se produce un cambio real en nosotros. Pero no es cierto. El único cambio real es el de las dimensiones del “yo”, no el de sus circunstancias o contenidos. Y de eso es de lo que dan cuenta los místicos: que el “yo” puede cambiar.
El místico tiene una experiencia de realidad, y toda experiencia de realidad es trasformación. Lo que revelan los místicos es que estamos inmersos en un proceso. No descubren lo que ignoraban antes de su experiencia, sino que experimentan el cambio en ellos mismos. No es una experiencia de conocimiento sino de realidad. Lo que el místico haya aprendido no nos sirve; sus descripciones de lo que ha sentido nos confunden. Tratamos de elaborar una teología sobre sus experiencias y alejamos de nosotros aún más el objeto de nuestra ansia. Porque la experiencia mística no es aprendizaje de ideas sino ese momento en que toda la Creación certifica en un hombre que es puro cambio.
Los místicos se dan cuenta de que lo que sucede en el cosmos sucede en ellos. “No hay separación entre lo que está sucediendo en el universo y lo que sucede en mi corazón”, sienten como una evidencia. Y lo que sucede es una acción que no puede realizarse sin el “yo” pero que trasforma al “yo”, y dejan constancia de esta perplejidad... Entonces, ¿qué es el “yo”? ¿Qué es ese “yo” que a veces podemos afirmar con nuestra propia vida –como en la experiencia del odio- y a veces nos desaparece por completo -como en la experiencia del amor? El “yo” no es ni el monolítico “yo” en que ha creído Occidente, ni el ilusorio “yo” de Oriente. El “yo” es el espacio de una trasformación; una realidad dinámica para que suceda algo dentro de ella. El “yo” es un marco, no una cosa; un marco donde sucede Allâh. Allâh, si es algo, es algo que sucede, pura impermanencia.
Por eso los místicos en general, y los orientales en particular, han dicho que no existe el “yo”. Éste ha sido desde siempre un inteligente recurso para cuestionar la autonomía absoluta que queremos dar al “yo” desde nuestra experiencia abotargada del mundo. Se han dado estas declaraciones para precipitar al hombre en la mudez, en el silencio que hace posible entrar en un camino de conocimiento.
La idea era producir un desasosiego creativo que nos hiciera buscar ese algo al que atribuimos una realidad mayor que a nosotros mismos, siendo la verdad que su realidad es la misma que la que tiene nuestro “yo”. Tan sólo nos convertimos en usurpadores cuando nos consideramos el único nivel de lo real, cuando negamos a Allâh. Es bueno que -en principio- neguemos la realidad del “yo” para ponernos en marcha. Pero conviene saber a priori que, cuando volvamos del arrebato que supone la radical intuición del tauhîd, habremos aprendido que la individualidad es tan real como el Todo. Al final del proceso te das cuenta de que incluso eso que te aislaba es tu forma de ser dentro del tauhîd, y que tú eres parte del modo de conservarse el Todo. No puedes caer ni en considerar tu individualidad una realidad absoluta, autónoma, ni en buscar su aniquilación porque hayas descubierto la radical unidad de la existencia: en el primer caso caes en el kufr; en el segundo caso caes en la locura. El Islam es, una vez más, la vía del medio.
La clave de la existencia no es el descubrimiento de la importancia del tauhîd, porque el tauhîd pertenece al mundo de lo evidente (pasar la vida negando la unidad radical de todo es no haber sido nunca capaz de sentir con una mínima intensidad), sino el descubrimiento del sentido de la nafs; porque, si no estuviera dividido en nufûs que chocan entre sí por sobrevivir, el Todo no podría ser preservado (1). La nafs es un nivel de lo real, como lo es el tauhîd, y uno no es más importante ni más verdadero que el otro. La nafs no es una red en cuyo centro se te ha colocado como a un animal preso y que puedes destruir de cualquier forma para liberarte, sino una fortaleza en la que tú mismo te colocas para no temer el espacio exterior y diáfano lleno de seres salvajes e innombrables... ¿Que debes agigantar tu fortaleza? Sin duda. Éste es el sentido de la Vía, tirar los muros para agrandar tu espacio. No se trata de atrincherarte, de anquilosarte en tu amurallamiento, pero tampoco de derribar tu protección y quedarte indefenso, gratuitamente expuesto a las fieras del mundo exterior, porque esa fortaleza es parte esencial de la rahma que Allâh te ha concedido para facilitar tu existencia. Tu conciencia de ti mismo es algo que existe realmente en ti, por eso no puedes destruirla sin atentar contra la Creación de Allâh.
Hemos malinterpretado el dictado de los maestros espirituales de liberarnos de nuestra nafs, de nuestro “yo”. El sentimiento de “sí misma” que tiene cada una de las criaturas, lo que en el Islam se llama la nafs, no es una invención perversa de la Naturaleza. En realidad, no hay “invenciones perversas” en la Naturaleza. La nafs es el modo de organizarse la existencia para que cada cosa vele por sí misma.
Un shaij, un maestro, no destruye nada de ti, salvo tus mentiras. Cuando un shaij le aconseja a alguien “combatir su nafs”, lo está invitando a luchar contra sus mediocres intereses del momento, no a destruir esa base psicológica de la persona sin la cual caería en la locura. Lo que le está aconsejando es no dejarse encarcelar en un nivel de crecimiento; lo que le está pidiendo es que dé cumplimiento a esa necesidad de su naturaleza de extender los límites de su “yo” –lo que le preocupa, lo que ama, aquello por lo que moriría– tan lejos cuanto le sea posible. Porque no otra cosa es la vida altruista de los que viven para los demás que un “yo” tan grande como la sociedad entera, y, llevado más allá, no otra cosa que identificar la propia nafs a lo que percibes de Allâh –tu universo de sensaciones y posibilidades imaginales- es la unión mística. El sufi no es el ser humano que, llegado a un punto determinado de su vida, haya comenzado a destruir su “yo” por ser éste falso y conducente a todos los vicios y errores.
En primer lugar, que el ser humano tenga conciencia de sí mismo no es una idea falsa ni es erróneo que crea en la realidad de su nafs, como una hoja de árbol no se equivocaría si tuviera conciencia de ser hoja. La nafs no es una estructura ilusoria de la realidad. En este punto –como ya dijimos anteriormente- se diferencia el Hinduismo del Islam. La hoja es tan real como todo el árbol del que forma parte. Lo cual no quiere decir que esa hoja pensante que hemos puesto de ejemplo no obtenga una más amplia comprensión de sí misma, una plena comprensión de sí misma, dentro del todo en el que se encuentra. Pero el árbol no es más verdad que la hoja. Más aún, el árbol es real porque son realidad sus hojas, sus raíces, sus ramas y sus flores y frutos. Lo que nos lleva a considerar lo Uno en su unicidad y lo Múltiple, Allâhu Ahad y sus Manifestaciones en la existencia, como diferentes puntos de vista al considerar lo real.

En segundo lugar, los errores –e incluso las atrocidades– que comete la criatura al actuar no deben atribuirse a su nafs (2). El daño que se hace la criatura a sí misma y que hace a los demás con estos actos no es causado porque el ser humano obedezca los impulsos de su nafs sino porque confunde lo que le es beneficioso con lo que lo perjudica. La función de la nafs no es saber lo que le conviene –para eso tiene un corazón (qalb)–, sino conseguir para la criatura lo que ésta estima que le conviene. Por eso un hombre con un corazón sano que obedezca a su nafs no se equivocará. Enderezar el corazón (tras lo cual todo lo demás se endereza por sí mismo) y no atentar contra esa organización básica de la existencia que es la nafs (más al contrario, llevarla a su plenitud) debe ser nuestro objetivo como musulmanes.
En conclusión, cuando un auténtico maestro de sabiduría te dice que te desprendas de tu nafs no está hablándote como el que te aconseja que te libres de unas tendencias pecaminosas que dicen que todos tenemos, sino como quien comprende que el hombre en su interior se rige por las mismas pautas que los animales en crecimiento cuando se disponen a mudar la piel que se les ha quedado pequeña. Esa piel, que fue tremendamente útil mientras era la medida exacta del animal, pero que asfixia a la propia naturaleza que necesita seguir creciendo.
Trataremos de demostrar en este capítulo que el místico no es una rareza de la Naturaleza sino su pleno cumplimiento, su hombre completo, su hombre universal, su insân kâmil:
Lo que existe –la manifestación de Allâh– se organiza mediante la división en individualidades, cada una de las cuales se ocupa de preservar su parcela de existencia. El místico no es una excepción. No es alguien que trate de desarticular lo existente por medio de esa especie de boicot ontológico que sería pretender abolir el “yo”, sino, más bien al contrario, el místico es la expresión más perfecta de la Ley de Allâh en la Naturaleza, cuyo dictado desde la célula al hombre es extender el “yo” tanto cuanto se pueda. El objetivo del místico es el tauhîd, que no es un pensamiento ni una creencia, sino una misión (3): hacer posible lo Uno. Esta misión del místico consiste en ser esa parte de la existencia que, estando en continua vuelta a Allâh, realiza la conciencia de unidad del Todo. Su misión es ser los ojos de Allâh, y sus oídos, y sus manos (como nos recuerda el conocido hadiz qudsí) (4) ...
Demasiadas veces se nos ha propuesto la imagen del místico como alguien extraño, alejado de las actividades corrientes, famélico, huesudo, insomne, insensible al frío o al calor, al cariño de su familia o a las injusticias sociales..., esto es una burla del místico. El ser humano que tiene una vivencia interior de Allâh no ha destruido su “yo”, su unidad como ser vivo, sino al contrario: con la conciencia del contacto con Allâh la criatura se hace más saludable, más alegre, más fuerte, más capaz del amor social, familiar, ecológico y del amor a su propio cuerpo. Y es que Allâh es la fuente de la vida, y vivir más en él es vivir cada vez más plenamente.
Si no fuera porque el místico es un “yo” con el mismo derecho de expansión que todos los otros, si no fuera porque en el proceso de la unión mística no se va deteriorando su “yo” sino fortaleciéndose, ampliándose, el contacto con su Creador sería destructor para la criatura.
El ser humano desde su niñez a su edad adulta se preocupa de su “yo” y de lo suyo, y está bien que así sea. Como está bien que determinadas personas lleguen más lejos y hagan suyas las necesidades y problemas del cuerpo social, sin deber para ello de “negarse a sí mismos”, sino afirmándose en un sí mismo que integre a toda la sociedad dentro de sí. Idéntico es lo que ocurre con el místico. Él es el ser humano en plenitud en tanto que es la máxima expresión de aquello que organiza lo existente: el “yo” que distingue a un ser de otro y que diferenciando las partes del Todo lo hacen posible.
Hasta ahora hemos intentado explicar que el camino del místico no es un camino de renuncia a nada ni de sufrimiento. Justamente es el camino contrario: es el camino que va acompañado del placer que otorga la Naturaleza cuando sus necesidades son cubiertas, ya que es una necesidad la que hace que el místico trate de agigantar los límites de su “yo”, sintiéndose más realizado y más en las dimensiones que le son propias.
“El que no entiende el ‘yo’, no entiende a Dios”, decía Kitarô Nishida. Y es que toda individualidad, con los límites que le sean propios, es el milagro insuperable de la existencia. Su maravilla consiste en el hecho de que somos distintos porque ningún ser saborea a Allâh igual que ningún otro. Por eso el Islam te prohíbe destruir tu “yo” y te propone como objetivo la destrucción de tus ídolos, que es abrirte al cosmos, quitarte los propios límites, hacerte un gigante de la existencia. Borrar aquello que te encierra para que le pierdas el miedo a la inmensidad de Allâh.
Notas
1 Nufûs plural de nafs.
2 Los que quieren apoyarse en Corán, 12:53 (“la nafs tiende al mal”) para criminalizar la naturaleza humana parecen ignorar el contexto de esta sentencia, que corresponde a una creencia de pueblos anteriores a la Revelación del Corán defendida no por ninguno de los profetas sino por la mujer del Rey ‘Azîz (Poderoso) para salvarse del castigo de su marido cuando fue acusada de haber intentado seducir al profeta Yusuf. Queda de manifiesto en los tafasir de Ibn Kazir y Yusuf Ali (recogidos en las traducciones castellanas de Cortés y Melara) que no son palabras del profeta Yusuf. Es claro que la conversación tiene lugar entre el Rey y las mujeres cuando, al acabar de hablar la principal de ellas, el Rey dice: “¡Traédmelo!”, por lo que se deduce que el profeta Yusuf no estaba presente.
3 Tenemos por cierto que el tauhîd no es una doctrina –“la doctrina de la Unidad”- sino una acción incesante de todo lo que existe hacia su Señor –“la reunificación de los seres mediante la unión de cada uno de ellos a su fundamento más íntimo, una realidad que es común a todos ellos”-.
4 Dentro de los hadices, los que la tradición ha denominado “qudsíes” son esos dichos del Profeta de temática especialmente trascendente, en muchos de los cuales Allâh habla en primera persona, y que, siempre que se certifiquen como auténticos, tienen para los musulmanes valor de Revelación, a pesar de que nunca se incluyeran en el Corán.

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