Génesis del despertar islámico en occidente12/09/2002 - Autor: Hashim Cabrera - Fuente: Webislam
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Hashim CabreraEl fenómeno de la mal llamada ‘conversión’ al islam en occidente, fundamentalmente en Europa y Estados Unidos, se ha incrementado aritméticamente a raíz de las propuestas de nuevo orden mundial que las administraciones republicanas han venido formulando desde la caída del Muro de Berlín y geométricamente desde los atentados del 11 de septiembre. En los últimos veinticinco años han salido a la luz realidades históricas, sociales y culturales que habían permanecido veladas por el protagonismo que la Guerra Fría había otorgado a la dialéctica entre capitalismo y comunismo, como vías de solución de la modernidad. Esa vieja dialéctica no ponía en entredicho ni la idea de progreso ni la de la preeminencia de la ciencia y la tecnología, sino que se desdoblaba en dos tendencias surgidas dentro del paradigma moderno que se disputaron el control ideológico, cultural y social de los pueblos que aún vivían ‘en el atraso y en la barbarie’ a lo largo de casi todo el siglo XX.
La pérdida de argumentos legitimadores ante las crisis medioambientales y sociales producidas por la extensión acrítica del modelo científico-industrial ha dado lugar a que el pensamiento occidental devenga en actitudes pesimistas y que ostente de manera creciente un claro sentimiento de culpa. El reconocimiento de las consecuencias desastrosas que la idea de progreso y la confianza absoluta en la ciencia han tenido sobre las sociedades desarrolladas y sobre el conjunto del planeta plantea nuevas interrogantes sobre el modelo de vida que occidente, como bloque económico y cultural dominante, está proponiendo en los tiempos de la globalización.
La defensa de los valores democráticos y de los derechos humanos como referencia sociocultural global queda en entredicho ante las actitudes que los adalides de la nueva dialéctica están generando. Hasta el momento presente, el status quo del mercado global sólo puede legitimarse desde una actitud reactiva: reconociendo por un lado los aspectos inhumanos del propio paradigma al mismo tiempo que se plantea su defensa ante el peligro que supone una barbarie aparentemente más intensa. Por eso ha sido inevitable que se dibujasen nuevas amenazas en forma de involución cultural, pérdida de poder adquisitivo de los consumidores, epidemias a escala planetaria, guerras biológicas e integrismos y totalitarismos de todo tipo.
La eclosión de la ‘amenaza islámica’ en la conciencia de los occidentales ha sido, en todo este tiempo, un intento desesperado de recuperar esa legitimidad que el propio pensamiento occidental ya había perdido mucho antes de que cayese el Muro. Todos los esfuerzos se están volcando en la dirección de señalar al islam y a los musulmanes como el único obstáculo serio para establecer un modelo global que, en teoría y sólo en teoría, beneficiaría al conjunto de la humanidad.
Pero es ese un argumento débil que sólo puede sostenerse mediante una grosera manipulación de las masas, porque las causas de la pérdida de esa legitimidad residen en las propias contradicciones internas que el pensamiento occidental mantiene y genera sin cesar. La ausencia del reconocimiento de las propias contradicciones y de la voluntad real para afrontarlas es lo que lleva irremediablemente a las tesis reactivas de la amenaza exterior.
Está claro que no pueden culparse al islam ni a los musulmanes del desastre medioambiental ni de la descomposición social que viven las sociedades postindustriales desarrolladas. Tampoco se les puede achacar fácilmente una vocación imperialista o de dominio sino más bien todo lo contrario. Solamente puede justificarse y hacer creíble la nueva dialéctica en medio de una situación de terror, de miedo, y eso es lo que no han dejado de promover y provocar los poderes que hoy se disputan el control de los recursos y del pensamiento global.
Esa falta de reconocimiento de las propias contradicciones es lo que hace necesario el mantenimiento de la amenaza exterior, en forma de Revolución Iraní, Saddam, o el régimen de los talibanes, con una intención análoga a la que los medios de comunicación desarrollaron a fines del siglo XX con respecto a una hipotética invasión extraterrestre.
Pero es precisamente la debilidad de los argumentos legitimadores y la grosería de esta estrategia las que están produciendo unos efectos colaterales no deseados por estos poderes: la necesidad que sienten ahora los occidentales de saber qué es el Islam y quiénes son los musulmanes, por un lado, y por otro el interés que éstos muestran ante una forma de vida que, en apariencia, se opone a la que ya conocen y que, en muchos casos, les resulta profundamente insatisfactoria. Y todo ello en un marco de pensamiento donde el pesimismo y la falta de horizontes existenciales se abren paso en el seno de sus sociedades.
En ese contexto, los musulmanes europeos, los mal llamados conversos, estamos asistiendo desde una posición privilegiada al despertar del Islam en el mundo. La mayoría de nosotros hemos llegado a las puertas del sometimiento a la realidad después de haber recorrido un largo trecho poblado de búsquedas de todo tipo, con muchas preguntas básicas aún sin responder. Hemos transitado iglesias y logias en pos de un sentido real a nuestra existencia, viviendo intensamente la militancia política y la crítica de las ideas. Todo ello, en la mayoría de los casos, con un sentido cierto de honradez intelectual y, por qué no, también con una clara vocación de utopía. Hemos encontrado respuestas en el Islam porque hemos podido comprobar que el Islam es, ante todo, lo que esa palabra árabe quiere decir, sometimiento a la realidad, una forma de vivir que nos permite crecer con lo mejor de nosotros mismos, aún en una sociedad cuyas propuestas existenciales y vitales resultan, cuando menos, amenazantes para la mayoría de los individuos.
Resulta hasta cierto punto comprensible que quienes hemos conocido las formas más sutiles de manipulación de las conciencias tras las bambalinas de la cultura de la imagen y de la representación, hayamos optado por una forma de vida y de pensamiento que implica precisamente todo lo contrario. Por eso nuestra elección no ha dejado de ser coherente ni congruente en ningún momento.
Y hénos aquí ahora tratando de vivir como musulmanes en un mundo donde las palabras carecen de sentido, de sensatez, con la conciencia de que las cosas no son lo que dicen ser sino lo que son en realidad, lo que su acción nos muestra. Somos conscientes de la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, de las virtualidades interesadas que se nos proponen como sucédaneos de los vínculos reales que todo ser humano necesita.
Vivimos con la conciencia de estar inmersos en una democracia vigilada y pactada que surge menos del sentir del pueblo que de los laboratorios de imagen y de las estrategias de elaboración del consentimiento público.
Comprobamos con cierta tristeza —y no solo nosotros, sino muchos de nuestros conciudadanos—que la forma de vida que se nos está proponiendo postula la guerra como único medio de autosubsistencia, y que no tiene en cuenta más criterio que la eficacia y la extensión voraz de los mercados. Nos damos cuenta con pesar de que el ser humano vale poco en este paradigma, al menos si consideramos el número de los privilegiados y el número de las víctimas necesarias para mantener esos privilegios.
Y ahora nosotros, los mal llamados conversos, cuando hemos hallado en el Islam una forma muy distinta a ésta de concebir y vivir la vida, nos encontramos con la cruda realidad de una comunidad global de musulmanes, de una Ummah, que está sufriendo, además de los ataques frontales del mercado y de la industria bélica, los embates de la ingeniería ideológica y social de los decididores del mundo.
Nos encontramos con una Ummah en muchos casos y lugares perdida, confundida por aquellos que aparecen como autoridades islámicas, por sabios y fuqaha que han llegado a ser —por mor de esa misma ingeniería social e ideológica— verdaderos clérigos en una comunidad sin iglesia, imames vitalicios que no pueden dejar de transmitir las consignas del paradigma que les soporta. Muchos de ellos, es cierto, están engañados por la inercia de sentirse herederos de una tradición religiosa, por sentirse a sí mismos como miembros de una iglesia distinta a la católica o a cualquier otra iglesia, velados por el sentimiento de pertenecer a la tradición de sus antepasados, un sentimiento que nosotros, los mal llamados conversos, no tenemos ni queremos tener porque sabemos que entra en contradicción radical con el islam del Qur’an y la Sunnah. He aquí uno de esos aspectos paradójicos que, una vez conocidos en profundidad, no lo son tanto.
Vamos descubriendo las claves poco a poco. A medida que se desarrollan los acontecimientos y avanzamos en el conocimiento del din y de la sunnah nuestra condición y nuestro papel se van aclarando progresivamente. Nosotros ya sabemos que la estrategia del mercado tiene buena experiencia en el control y la extirpación de las ideologías y de las tradiciones espirituales que mantienen viva la conciencia de los pueblos. Del mismo modo que el cristianismo ha llegado a ser hoy una caricatura, una imagen deformada hasta lo inconcebible, del mensaje de Jesús, nos damos cuenta de que la comunidad de los sometidos a la realidad, la Ummah, está sufriendo un proceso brutalmente análogo.
Cada vez con más frecuencia nos encontramos con gentes que se interesan por el Islam y que, al llegar a las puertas de las mezquitas, se topan con una expresión y con un lenguaje que poco tienen ver con el mensaje de Muhámmad, la paz sea con él, salvo que hablan árabe. Por el contrario, encuentran a unos seres que se dicen musulmanes pero cuyas obediencias interiores están lejos del sometimiento a la realidad que implica serlo realmente y que viven prisioneros de las distintas doctrinas que proliferan a la sombra de los intereses del mercado. Sus formas de relación interpersonal y de expresión son similares en muchos casos a las de los católicos anteriores al Concilio Vaticano II. Es un lenguaje y una forma que conocemos bien los musulmanes europeos.
El abanico es amplio: ulemas que dicen que el Qur’an dice lo que no dice, sabios que justifican y legitiman coránicamente las monarquías hereditarias y se dicen sunnitas, cadíes cuya única preocupación es establecer jurisprudencia en lugar de establecer justicia según las normas del Qur’an y de la Sunnah. Y así nos vamos dando cuenta del papel que nos toca a nosotros, musulmanes europeos, vacunados de todas esas estrategias de dominación por haber vivido consciente y previamente ese lento y sutil proceso de enmascaramiento de la realidad.
Eso es lo que les duele más a esos poderes que tratan inútilmente de definirnos, de clasificarnos dentro de una organización, de una iglesia, de una escuela o de una doctrina.
Los poderes fácticos —por definición ‘antidemocráticos’ y ‘antiislámicos’— nos consideran peligrosos porque no somos susceptibles de clasificación o de una definición convincente, porque no nos dejamos atrapar por las doctrinas ni somos tributarios de ningún estado potencialmente ‘enemigo’, sencillamente porque somos musulmanes occidentales, porque conocemos por dentro las bambalinas que mantienen ocultas sus estrategias y no pueden conocer nuestra obediencia. No pueden auscultar nuestros corazones porque no disponen de la herramienta necesaria para ello, pero intuyen que nuestra misma existencia puede ser mucho más peligrosa que la de estados pertrechados de armas de destrucción masiva que son los que, a fin de cuentas, los están sosteniendo y legitimando sin cesar.
Los poderes ‘democráticos’ pueden considerarnos moderados porque no se dan cuenta de que nuestra experiencia de sometimiento a la realidad es una Yihad más intensa que la de las armas, pudiendo incluso pensar que somos útiles e inofensivos porque no predicamos la guerra y desenmascaramos la ideología y los intereses que laten tras los integrismos. Tampoco ellos pueden darse cuenta del nivel en que se establece nuestro compromiso con la realidad, porque no ven la arena donde tienen lugar nuestra lucha. No pueden concebir que nuestra experiencia vital como musulmanes nos hace ser distintos interiormente a los demás, no en cuanto a las necesidades básicas de todo ser humano, sino en lo que hace referencia a las actitudes ante la realidad, a las respuestas, a las expectativas en cuanto a la vida y la sociedad que queremos.
Los poderes ‘islámicos’, por su parte, pueden definirnos como advenedizos, herejes o heterodoxos, llegar a vernos incluso como enemigos, porque en la mayoría de los casos su compromiso con la realidad y con el Islam aparece codificado por las doctrinas y por las formas exteriores hasta el punto de conformar, paradójicamente, una liturgia. Sus vidas de musulmanes son el resultado de décadas de adoctrinamiento y aggiornamiento regresivos, aún conservando en la mayoría de los casos, algo del perfume original que tuvo el Islam de los primeros tiempos.
Hemos podido comprobar que algunos musulmanes árabes se sienten depositarios exclusivos del mensaje coránico por el hecho de que el profeta Muhámmad, la paz sea con él, fuese árabe o porque el Qur’an fue revelado en esa lengua, considerando a veces inconcebible que un no árabe se reconozca musulmán, y negando otras veces nuestra condición de criaturas sometidas a la realidad.
Los musulmanes europeos hemos padecido esas actitudes de ciertas autoridades árabes hacia nosotros, simples conversos advenedizos, en forma de rechazo o de ignorancia. Hemos recibido muy poco de ellos a todos lo niveles. Desde la falta de apoyo material hasta el desprecio por nuestras iniciativas que, en la mayoría de los casos, y tal y como están demostrando los hechos, son más favorables a la difusión del Islam, que las estrategias de disuasión que practican las redes de mezquitas institucionalizadas.
La falta de una definición convincente sobre la realidad del Islam europeo y la dificultad para encontrar una explicación al hecho de su eclosión en el último cuarto de siglo, hacen que se revitalicen ideas y conceptos de la sociología del conocimiento que nacieron a finales del siglo XIX, amalgamándose con otras definiciones más recientes. La antropología social de Durkheim ó Lévy Bruhl se filtra entre los análisis que aparecen en los medios de comunicación, en contradicción flagrante con afirmaciones más contemporáneas, las de Claude Lévy-Strauss o la posmoderna de De Certau, nutriendo con esa amalgama contradictoria la visión de una opinión pública que en muchos casos se siente desconcertada y temerosa.
El pensamiento contemporáneo posmoderno parte del reconocimiento de los errores del siglo XIX, achacados en la mayoría de los caso a la influencia de la ideología. Las investigaciones de campo han demostrado que las definiciones de la vieja antropología social no se ajustan a las realidades observadas. Ya no se habla con tanta contundencia de ‘pensamiento primitivo’ y ‘pensamiento moderno’ como si fueran formas de pensar antitéticas y excluyentes, porque se reconoce la ideología subyacente al colonialismo y a la depredación de los recursos y de las culturas.
La arrogancia y el etnocentrismo, que fueron las claves ideológicas del colonialismo del siglo XIX, se han visto sustituídos por el pesimismo y el sentimiento de culpa a medida que se ha ido cerrando el siglo XX, a medida que los hechos han ido explicitando los errores y las consecuencias de aquellas ideologías. La fe inquebrantable en el progreso y en la solución tecnológica se deshace ante las nefastas consecuencias medioambientales y sociales del desarrollo industrial. Como expresión de ese desencanto se revitalizan las viejas ideas románticas de vuelta a la naturaleza y encuentro con las culturas tradicionales, preindustriales o ‘primitivas’. Pero los no occidentales, los excluidos, por su parte, sienten que ese incipiente ‘respeto’ e interés que los occidentales sienten ahora hacia ellos es una mezcla de sentimiento de culpa y de oportunismo interesado.
Muchos de los males que aquejan hoy a las sociedades postindustriales se consideran consecuencias de un desarrollo exagerado de la razón, del etnocentrismo, del lenguaje utilitarista y del pensamiento científico. Por ello, cuando estas mismas sociedades miran ahora hacia otras culturas y formas de vida, están tratando de restablecer el equilibrio de su propia visión y de su pensamiento, mediante el reencuentro con valores contrarios o diferentes: la emoción, el sentimiento de pertenencia a una comunidad orgánica, la integración en la naturaleza como parte de ella, etc. La mirada hacia el otro ocurre por la necesidad de sentido, de contraste y de equilibrio. Esas son, tal vez, algunas de las razones que explican el creciente interés que el Islam despierta entre los ciudadanos occidentales.
Pero la evolución de las ideas no se ve inmediatamente seguida por la evolución de las sociedades. El proceso de asimilación del pensamiento de las élites siempre es costoso y no ocurre súbitamente. Más bien las ideas se solapan unas con otras en las mentes de los individuos, conviviendo las viejas visiones con esas otras que surgen en las mentes más despiertas y apasionadas.
El pensamiento occidental no tiene medio de comprender el hecho cierto de que miles de ciudadanos europeos y americanos se estén reconociendo musulmanes, justo en un momento en que el Islam es definido como una forma de vida atroz, inhumana y anacrónica. La antropología social no puede explicar un hecho que se sitúa más allá de la dialéctica que ella misma establece. Las distinciones que ese pensamiento propone en términos de razón-emoción, ciencia-superstición, etc, no tienen en cuenta la posibilidad de la existencia de una forma de vida que las trascienda en una experiencia integral, que es precisamente lo que el sometimiento a la realidad, lo que el Islam procura a los seres humanos y a sus comunidades. Por esa razón el pensamiento occidental ha necesitado diseñar la imagen del integrismo y favorecerlo en el seno de las comunidades tradicionales e históricas de los musulmanes, para poder oponerlo dialécticamente a sí mismo y así, definiéndolo, asimilarlo.
Ese marco de pensamiento también da lugar a que se utilice el término ‘conversión’ para explicar el hecho del despertar islámico en occidente. Porque la antropología social necesita establecer su dialéctica en términos de polaridad y diferenciación. No contempla la posibilidad de un reconocimiento que se sitúe más allá de sus propias categorías. Pero el término ‘conversión’ tiene connotaciones casi químicas. Una sustancia se convierte en otra, una cosa deja de ser algo para ser otra cosa.
Por el contrario, los musulmanes occidentales hemos vivido nuestro desembarco en el Islam como un proceso de reconocimiento de una realidad que ya estaba en nosotros. Ese reconocimiento no nos ha hecho ser otras personas o tener otro cuerpo u otra mente. No tenemos el sentimiento de habernos ‘convertido’ en nada.
Los mal llamados conversos al Islam somos sencillamente musulmanes, unos seres humanos que hemos encontrado en el mensaje de Muhámmad, la paz sea con él, un criterio que nos ayuda a vivir en este mundo con dignidad y con sentido, que nos aleja del sentimiento de que la convivencia humana integral es una utopía, que nos procura un vínculo real con todo ser humano, sea de la raza o de la creencia que sea, y que nos hace responsables de nuestras vidas y de nuestras palabras.
Por eso tal vez necesitemos aclarar que no nos sentimos enemigos de nadie más que de aquellos que niegan u ocultan la realidad, que no somos antiárabes ni antiamericanos, que lo que no podemos admitir es la manipulación del pensamiento y de la sabiduría tradicional en nombre ni del progreso ni de la ideología ni de la doctrina, y que, por eso mismo, resultamos a veces tan incómodos para quienes pretenden lo contrario. Estamos abiertos al diálogo y al compromiso con la realidad. Nos sentimos profundamente humanos, dispuestos siempre a colaborar en la erradicación de la barbarie.
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Hashim CabreraEl fenómeno de la mal llamada ‘conversión’ al islam en occidente, fundamentalmente en Europa y Estados Unidos, se ha incrementado aritméticamente a raíz de las propuestas de nuevo orden mundial que las administraciones republicanas han venido formulando desde la caída del Muro de Berlín y geométricamente desde los atentados del 11 de septiembre. En los últimos veinticinco años han salido a la luz realidades históricas, sociales y culturales que habían permanecido veladas por el protagonismo que la Guerra Fría había otorgado a la dialéctica entre capitalismo y comunismo, como vías de solución de la modernidad. Esa vieja dialéctica no ponía en entredicho ni la idea de progreso ni la de la preeminencia de la ciencia y la tecnología, sino que se desdoblaba en dos tendencias surgidas dentro del paradigma moderno que se disputaron el control ideológico, cultural y social de los pueblos que aún vivían ‘en el atraso y en la barbarie’ a lo largo de casi todo el siglo XX.
La pérdida de argumentos legitimadores ante las crisis medioambientales y sociales producidas por la extensión acrítica del modelo científico-industrial ha dado lugar a que el pensamiento occidental devenga en actitudes pesimistas y que ostente de manera creciente un claro sentimiento de culpa. El reconocimiento de las consecuencias desastrosas que la idea de progreso y la confianza absoluta en la ciencia han tenido sobre las sociedades desarrolladas y sobre el conjunto del planeta plantea nuevas interrogantes sobre el modelo de vida que occidente, como bloque económico y cultural dominante, está proponiendo en los tiempos de la globalización.
La defensa de los valores democráticos y de los derechos humanos como referencia sociocultural global queda en entredicho ante las actitudes que los adalides de la nueva dialéctica están generando. Hasta el momento presente, el status quo del mercado global sólo puede legitimarse desde una actitud reactiva: reconociendo por un lado los aspectos inhumanos del propio paradigma al mismo tiempo que se plantea su defensa ante el peligro que supone una barbarie aparentemente más intensa. Por eso ha sido inevitable que se dibujasen nuevas amenazas en forma de involución cultural, pérdida de poder adquisitivo de los consumidores, epidemias a escala planetaria, guerras biológicas e integrismos y totalitarismos de todo tipo.
La eclosión de la ‘amenaza islámica’ en la conciencia de los occidentales ha sido, en todo este tiempo, un intento desesperado de recuperar esa legitimidad que el propio pensamiento occidental ya había perdido mucho antes de que cayese el Muro. Todos los esfuerzos se están volcando en la dirección de señalar al islam y a los musulmanes como el único obstáculo serio para establecer un modelo global que, en teoría y sólo en teoría, beneficiaría al conjunto de la humanidad.
Pero es ese un argumento débil que sólo puede sostenerse mediante una grosera manipulación de las masas, porque las causas de la pérdida de esa legitimidad residen en las propias contradicciones internas que el pensamiento occidental mantiene y genera sin cesar. La ausencia del reconocimiento de las propias contradicciones y de la voluntad real para afrontarlas es lo que lleva irremediablemente a las tesis reactivas de la amenaza exterior.
Está claro que no pueden culparse al islam ni a los musulmanes del desastre medioambiental ni de la descomposición social que viven las sociedades postindustriales desarrolladas. Tampoco se les puede achacar fácilmente una vocación imperialista o de dominio sino más bien todo lo contrario. Solamente puede justificarse y hacer creíble la nueva dialéctica en medio de una situación de terror, de miedo, y eso es lo que no han dejado de promover y provocar los poderes que hoy se disputan el control de los recursos y del pensamiento global.
Esa falta de reconocimiento de las propias contradicciones es lo que hace necesario el mantenimiento de la amenaza exterior, en forma de Revolución Iraní, Saddam, o el régimen de los talibanes, con una intención análoga a la que los medios de comunicación desarrollaron a fines del siglo XX con respecto a una hipotética invasión extraterrestre.
Pero es precisamente la debilidad de los argumentos legitimadores y la grosería de esta estrategia las que están produciendo unos efectos colaterales no deseados por estos poderes: la necesidad que sienten ahora los occidentales de saber qué es el Islam y quiénes son los musulmanes, por un lado, y por otro el interés que éstos muestran ante una forma de vida que, en apariencia, se opone a la que ya conocen y que, en muchos casos, les resulta profundamente insatisfactoria. Y todo ello en un marco de pensamiento donde el pesimismo y la falta de horizontes existenciales se abren paso en el seno de sus sociedades.
En ese contexto, los musulmanes europeos, los mal llamados conversos, estamos asistiendo desde una posición privilegiada al despertar del Islam en el mundo. La mayoría de nosotros hemos llegado a las puertas del sometimiento a la realidad después de haber recorrido un largo trecho poblado de búsquedas de todo tipo, con muchas preguntas básicas aún sin responder. Hemos transitado iglesias y logias en pos de un sentido real a nuestra existencia, viviendo intensamente la militancia política y la crítica de las ideas. Todo ello, en la mayoría de los casos, con un sentido cierto de honradez intelectual y, por qué no, también con una clara vocación de utopía. Hemos encontrado respuestas en el Islam porque hemos podido comprobar que el Islam es, ante todo, lo que esa palabra árabe quiere decir, sometimiento a la realidad, una forma de vivir que nos permite crecer con lo mejor de nosotros mismos, aún en una sociedad cuyas propuestas existenciales y vitales resultan, cuando menos, amenazantes para la mayoría de los individuos.
Resulta hasta cierto punto comprensible que quienes hemos conocido las formas más sutiles de manipulación de las conciencias tras las bambalinas de la cultura de la imagen y de la representación, hayamos optado por una forma de vida y de pensamiento que implica precisamente todo lo contrario. Por eso nuestra elección no ha dejado de ser coherente ni congruente en ningún momento.
Y hénos aquí ahora tratando de vivir como musulmanes en un mundo donde las palabras carecen de sentido, de sensatez, con la conciencia de que las cosas no son lo que dicen ser sino lo que son en realidad, lo que su acción nos muestra. Somos conscientes de la naturaleza de la sociedad en la que vivimos, de las virtualidades interesadas que se nos proponen como sucédaneos de los vínculos reales que todo ser humano necesita.
Vivimos con la conciencia de estar inmersos en una democracia vigilada y pactada que surge menos del sentir del pueblo que de los laboratorios de imagen y de las estrategias de elaboración del consentimiento público.
Comprobamos con cierta tristeza —y no solo nosotros, sino muchos de nuestros conciudadanos—que la forma de vida que se nos está proponiendo postula la guerra como único medio de autosubsistencia, y que no tiene en cuenta más criterio que la eficacia y la extensión voraz de los mercados. Nos damos cuenta con pesar de que el ser humano vale poco en este paradigma, al menos si consideramos el número de los privilegiados y el número de las víctimas necesarias para mantener esos privilegios.
Y ahora nosotros, los mal llamados conversos, cuando hemos hallado en el Islam una forma muy distinta a ésta de concebir y vivir la vida, nos encontramos con la cruda realidad de una comunidad global de musulmanes, de una Ummah, que está sufriendo, además de los ataques frontales del mercado y de la industria bélica, los embates de la ingeniería ideológica y social de los decididores del mundo.
Nos encontramos con una Ummah en muchos casos y lugares perdida, confundida por aquellos que aparecen como autoridades islámicas, por sabios y fuqaha que han llegado a ser —por mor de esa misma ingeniería social e ideológica— verdaderos clérigos en una comunidad sin iglesia, imames vitalicios que no pueden dejar de transmitir las consignas del paradigma que les soporta. Muchos de ellos, es cierto, están engañados por la inercia de sentirse herederos de una tradición religiosa, por sentirse a sí mismos como miembros de una iglesia distinta a la católica o a cualquier otra iglesia, velados por el sentimiento de pertenecer a la tradición de sus antepasados, un sentimiento que nosotros, los mal llamados conversos, no tenemos ni queremos tener porque sabemos que entra en contradicción radical con el islam del Qur’an y la Sunnah. He aquí uno de esos aspectos paradójicos que, una vez conocidos en profundidad, no lo son tanto.
Vamos descubriendo las claves poco a poco. A medida que se desarrollan los acontecimientos y avanzamos en el conocimiento del din y de la sunnah nuestra condición y nuestro papel se van aclarando progresivamente. Nosotros ya sabemos que la estrategia del mercado tiene buena experiencia en el control y la extirpación de las ideologías y de las tradiciones espirituales que mantienen viva la conciencia de los pueblos. Del mismo modo que el cristianismo ha llegado a ser hoy una caricatura, una imagen deformada hasta lo inconcebible, del mensaje de Jesús, nos damos cuenta de que la comunidad de los sometidos a la realidad, la Ummah, está sufriendo un proceso brutalmente análogo.
Cada vez con más frecuencia nos encontramos con gentes que se interesan por el Islam y que, al llegar a las puertas de las mezquitas, se topan con una expresión y con un lenguaje que poco tienen ver con el mensaje de Muhámmad, la paz sea con él, salvo que hablan árabe. Por el contrario, encuentran a unos seres que se dicen musulmanes pero cuyas obediencias interiores están lejos del sometimiento a la realidad que implica serlo realmente y que viven prisioneros de las distintas doctrinas que proliferan a la sombra de los intereses del mercado. Sus formas de relación interpersonal y de expresión son similares en muchos casos a las de los católicos anteriores al Concilio Vaticano II. Es un lenguaje y una forma que conocemos bien los musulmanes europeos.
El abanico es amplio: ulemas que dicen que el Qur’an dice lo que no dice, sabios que justifican y legitiman coránicamente las monarquías hereditarias y se dicen sunnitas, cadíes cuya única preocupación es establecer jurisprudencia en lugar de establecer justicia según las normas del Qur’an y de la Sunnah. Y así nos vamos dando cuenta del papel que nos toca a nosotros, musulmanes europeos, vacunados de todas esas estrategias de dominación por haber vivido consciente y previamente ese lento y sutil proceso de enmascaramiento de la realidad.
Eso es lo que les duele más a esos poderes que tratan inútilmente de definirnos, de clasificarnos dentro de una organización, de una iglesia, de una escuela o de una doctrina.
Los poderes fácticos —por definición ‘antidemocráticos’ y ‘antiislámicos’— nos consideran peligrosos porque no somos susceptibles de clasificación o de una definición convincente, porque no nos dejamos atrapar por las doctrinas ni somos tributarios de ningún estado potencialmente ‘enemigo’, sencillamente porque somos musulmanes occidentales, porque conocemos por dentro las bambalinas que mantienen ocultas sus estrategias y no pueden conocer nuestra obediencia. No pueden auscultar nuestros corazones porque no disponen de la herramienta necesaria para ello, pero intuyen que nuestra misma existencia puede ser mucho más peligrosa que la de estados pertrechados de armas de destrucción masiva que son los que, a fin de cuentas, los están sosteniendo y legitimando sin cesar.
Los poderes ‘democráticos’ pueden considerarnos moderados porque no se dan cuenta de que nuestra experiencia de sometimiento a la realidad es una Yihad más intensa que la de las armas, pudiendo incluso pensar que somos útiles e inofensivos porque no predicamos la guerra y desenmascaramos la ideología y los intereses que laten tras los integrismos. Tampoco ellos pueden darse cuenta del nivel en que se establece nuestro compromiso con la realidad, porque no ven la arena donde tienen lugar nuestra lucha. No pueden concebir que nuestra experiencia vital como musulmanes nos hace ser distintos interiormente a los demás, no en cuanto a las necesidades básicas de todo ser humano, sino en lo que hace referencia a las actitudes ante la realidad, a las respuestas, a las expectativas en cuanto a la vida y la sociedad que queremos.
Los poderes ‘islámicos’, por su parte, pueden definirnos como advenedizos, herejes o heterodoxos, llegar a vernos incluso como enemigos, porque en la mayoría de los casos su compromiso con la realidad y con el Islam aparece codificado por las doctrinas y por las formas exteriores hasta el punto de conformar, paradójicamente, una liturgia. Sus vidas de musulmanes son el resultado de décadas de adoctrinamiento y aggiornamiento regresivos, aún conservando en la mayoría de los casos, algo del perfume original que tuvo el Islam de los primeros tiempos.
Hemos podido comprobar que algunos musulmanes árabes se sienten depositarios exclusivos del mensaje coránico por el hecho de que el profeta Muhámmad, la paz sea con él, fuese árabe o porque el Qur’an fue revelado en esa lengua, considerando a veces inconcebible que un no árabe se reconozca musulmán, y negando otras veces nuestra condición de criaturas sometidas a la realidad.
Los musulmanes europeos hemos padecido esas actitudes de ciertas autoridades árabes hacia nosotros, simples conversos advenedizos, en forma de rechazo o de ignorancia. Hemos recibido muy poco de ellos a todos lo niveles. Desde la falta de apoyo material hasta el desprecio por nuestras iniciativas que, en la mayoría de los casos, y tal y como están demostrando los hechos, son más favorables a la difusión del Islam, que las estrategias de disuasión que practican las redes de mezquitas institucionalizadas.
La falta de una definición convincente sobre la realidad del Islam europeo y la dificultad para encontrar una explicación al hecho de su eclosión en el último cuarto de siglo, hacen que se revitalicen ideas y conceptos de la sociología del conocimiento que nacieron a finales del siglo XIX, amalgamándose con otras definiciones más recientes. La antropología social de Durkheim ó Lévy Bruhl se filtra entre los análisis que aparecen en los medios de comunicación, en contradicción flagrante con afirmaciones más contemporáneas, las de Claude Lévy-Strauss o la posmoderna de De Certau, nutriendo con esa amalgama contradictoria la visión de una opinión pública que en muchos casos se siente desconcertada y temerosa.
El pensamiento contemporáneo posmoderno parte del reconocimiento de los errores del siglo XIX, achacados en la mayoría de los caso a la influencia de la ideología. Las investigaciones de campo han demostrado que las definiciones de la vieja antropología social no se ajustan a las realidades observadas. Ya no se habla con tanta contundencia de ‘pensamiento primitivo’ y ‘pensamiento moderno’ como si fueran formas de pensar antitéticas y excluyentes, porque se reconoce la ideología subyacente al colonialismo y a la depredación de los recursos y de las culturas.
La arrogancia y el etnocentrismo, que fueron las claves ideológicas del colonialismo del siglo XIX, se han visto sustituídos por el pesimismo y el sentimiento de culpa a medida que se ha ido cerrando el siglo XX, a medida que los hechos han ido explicitando los errores y las consecuencias de aquellas ideologías. La fe inquebrantable en el progreso y en la solución tecnológica se deshace ante las nefastas consecuencias medioambientales y sociales del desarrollo industrial. Como expresión de ese desencanto se revitalizan las viejas ideas románticas de vuelta a la naturaleza y encuentro con las culturas tradicionales, preindustriales o ‘primitivas’. Pero los no occidentales, los excluidos, por su parte, sienten que ese incipiente ‘respeto’ e interés que los occidentales sienten ahora hacia ellos es una mezcla de sentimiento de culpa y de oportunismo interesado.
Muchos de los males que aquejan hoy a las sociedades postindustriales se consideran consecuencias de un desarrollo exagerado de la razón, del etnocentrismo, del lenguaje utilitarista y del pensamiento científico. Por ello, cuando estas mismas sociedades miran ahora hacia otras culturas y formas de vida, están tratando de restablecer el equilibrio de su propia visión y de su pensamiento, mediante el reencuentro con valores contrarios o diferentes: la emoción, el sentimiento de pertenencia a una comunidad orgánica, la integración en la naturaleza como parte de ella, etc. La mirada hacia el otro ocurre por la necesidad de sentido, de contraste y de equilibrio. Esas son, tal vez, algunas de las razones que explican el creciente interés que el Islam despierta entre los ciudadanos occidentales.
Pero la evolución de las ideas no se ve inmediatamente seguida por la evolución de las sociedades. El proceso de asimilación del pensamiento de las élites siempre es costoso y no ocurre súbitamente. Más bien las ideas se solapan unas con otras en las mentes de los individuos, conviviendo las viejas visiones con esas otras que surgen en las mentes más despiertas y apasionadas.
El pensamiento occidental no tiene medio de comprender el hecho cierto de que miles de ciudadanos europeos y americanos se estén reconociendo musulmanes, justo en un momento en que el Islam es definido como una forma de vida atroz, inhumana y anacrónica. La antropología social no puede explicar un hecho que se sitúa más allá de la dialéctica que ella misma establece. Las distinciones que ese pensamiento propone en términos de razón-emoción, ciencia-superstición, etc, no tienen en cuenta la posibilidad de la existencia de una forma de vida que las trascienda en una experiencia integral, que es precisamente lo que el sometimiento a la realidad, lo que el Islam procura a los seres humanos y a sus comunidades. Por esa razón el pensamiento occidental ha necesitado diseñar la imagen del integrismo y favorecerlo en el seno de las comunidades tradicionales e históricas de los musulmanes, para poder oponerlo dialécticamente a sí mismo y así, definiéndolo, asimilarlo.
Ese marco de pensamiento también da lugar a que se utilice el término ‘conversión’ para explicar el hecho del despertar islámico en occidente. Porque la antropología social necesita establecer su dialéctica en términos de polaridad y diferenciación. No contempla la posibilidad de un reconocimiento que se sitúe más allá de sus propias categorías. Pero el término ‘conversión’ tiene connotaciones casi químicas. Una sustancia se convierte en otra, una cosa deja de ser algo para ser otra cosa.
Por el contrario, los musulmanes occidentales hemos vivido nuestro desembarco en el Islam como un proceso de reconocimiento de una realidad que ya estaba en nosotros. Ese reconocimiento no nos ha hecho ser otras personas o tener otro cuerpo u otra mente. No tenemos el sentimiento de habernos ‘convertido’ en nada.
Los mal llamados conversos al Islam somos sencillamente musulmanes, unos seres humanos que hemos encontrado en el mensaje de Muhámmad, la paz sea con él, un criterio que nos ayuda a vivir en este mundo con dignidad y con sentido, que nos aleja del sentimiento de que la convivencia humana integral es una utopía, que nos procura un vínculo real con todo ser humano, sea de la raza o de la creencia que sea, y que nos hace responsables de nuestras vidas y de nuestras palabras.
Por eso tal vez necesitemos aclarar que no nos sentimos enemigos de nadie más que de aquellos que niegan u ocultan la realidad, que no somos antiárabes ni antiamericanos, que lo que no podemos admitir es la manipulación del pensamiento y de la sabiduría tradicional en nombre ni del progreso ni de la ideología ni de la doctrina, y que, por eso mismo, resultamos a veces tan incómodos para quienes pretenden lo contrario. Estamos abiertos al diálogo y al compromiso con la realidad. Nos sentimos profundamente humanos, dispuestos siempre a colaborar en la erradicación de la barbarie.
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