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martes, 22 de octubre de 2013

¿Es sólo Ibrahim (Abrahán) quien debe sacrificar a su hijo?

¿Es sólo Ibrahim (Abrahán) quien debe sacrificar a su hijo?

Reflexión en torno a la Fiesta del Sacrificio

22/10/2013 - Autor: La Zarzamora - Fuente: www.lazarzamora.org
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Un barco se hace a la mar
Vuelvo sobre un tema que ya he tratado recientemente (http://lazarzamora.org/alcoran.php) porque la Fiesta del Sacrificio en estos días me lo ha hecho muy presente y me ha hecho también reflexionar sobre lo que significa para todos.
Tal como concluí entonces el significado del sueño del sacrificio para Ibrahim se cumplió precisamente cuando él y su hijo “aslama”, es decir, se entregaron a su real Señor, al Dueño y Creador de todo. Ibrahim ya se había entregado a sí mismo, y en este caso al hacer postrarse a su hijo, también lo entregó a Dios.
Vemos eso y no estaremos quizás sacando todas las consecuencias que nos convendría sacar si nos limitamos a seguir la narración como algo que pasó ya hace mucho tiempo, algo excepcional que le cupo a un profeta y que ha de causarnos admiración pero que no ha de afectarnos más allá de eso y de hacer que nos sintamos un poco más devotos esos días.
¿Qué significa para nosotros tener hijos? ¿Qué significan nuestros hijos? ¿Qué significaría sacrificar a nuestros hijos? Si reflexionamos sobre esto, la narración del sacrificio que se nos hace en el honrado Alcorán así como algunas cosas que se dicen aquí y allá en distintas aleyas, veremos que sí, que para nuestra propia paz, nuestra propia vuelta a Dios, sí debemos sacrificar a nuestros hijos. Y el sacrificio puede ser dolorosísimo. Pero es el acto de fe más poderoso que podamos concebir y también la puerta a la esperanza más abierta que podamos encontrar.
Las personas nos ilusionamos con los hijos. Hoy día, y sospecho que, de distinta manera, siempre, los hijos son como el logro mayor de nuestra vida, la coronación de nuestras aspiraciones. Siempre queremos que, donde nosotros hemos fracasado, triunfen nuestros hijos, que donde no hemos llegado nosotros ellos sí lleguen.  Y siempre, cuando los esperamos no creemos, no concebimos que nos vayan a salir drogadictos, asesinos, ladrones, ingratos, hipócritas… No, siempre los imaginamos como personas valiosas y en buena situación social que luego nos harán sentirnos padres ufanos y felices abuelos.
Luego la vida nos cuenta otros cuentos, a veces algo parecidos a eso pero muchísimas más veces una mezcla de dolores de cabeza y de pequeñas o medianas alegrías. Rara vez de logros como los que hubiéramos querido y, no pocas veces, sí, nos salen drogadictos, que se regenerarán o no; o problemáticos por uno u otro motivo y, en una coyuntura como la española de ahora, dependientes a lo peor de por vida de la pensión de los padres. Y ¿qué nos creíamos, que esas cosas sólo les pasaban a los demás?  
Entonces, a ver, ¿qué quiere nuestro Divino Dueño de nosotros como padres? Somos suyos, todo es suyo, nuestros hijos son suyos… ¿Le reclamaremos que no nos ha dado los hijos que nos prometíamos? ¿Nos preguntaremos que habremos hecho para merecer eso, ese desastre al que hemos criado, por ejemplo? ¿Por qué quiere Dios que fracasemos como padres?
Mi reflexión: Nunca fracasamos como padres, nunca. Debemos tener esa tranquilidad de conciencia. En cambio, lo que sí podemos hacer es creernos que hemos fracasado como padres y eso es muy fácil de creer, facilísimo: tenemos detrás toda una manipulación a conciencia de toda la sociedad cultivando y regando con esmero el complejo de culpa en cada uno de nosotros. Todo es culpa nuestra porque no hicimos esto o aquello, porque cuando hicimos esto o aquello deberíamos haber hecho eso otro o aquello otro, porque, al parecer, un padre y, sobre todo, una madre, son seres omnipotentes, omnisapientes que deben estar a la altura de las más intrincadas cuestiones sicológicas, sociales y legales; a la altura de las más delicadas y vulnerables condiciones síquicas y, además, aunque los padres tengan sus horarios, sus necesidades, sus pequeñas penas o sus grandes tragedias, o simplemente sus manías, eso no quita para que sean capaces de hacer todos los milagros. ¡Contra, para eso están! Sí, a los padres se les exige hacer milagros y, si no, son culpables de todo lo que les suceda a sus hijos, de todo lo que hagan mal sus hijos, de su propio fracaso y del fracaso de sus hijos. Sí, los hijos hoy día no son siempre una bendición sino más bien la garantía de que seremos culpables y vapuleados si no tenemos hijos que apabullen al resto del mundo.
Vuelvo a lo dicho: Nunca fracasamos como padres aunque toda la sociedad se confabule para hacérnoslo creer.
Ser padre no es tener hijos triunfadores, tener hijos buenos, tener hijas guapas y atractivas.  Ser padre es mucho más bendito y noble que todo eso. Ser padre es sencillamente tener hijos… y perderlos. Sacrificarlos. Sí. Todos lo hacemos. Todos terminamos haciéndolo por las buenas o por las malas. Porque ese lavado de cerebro social que se hace de la paternidad (incluida, y sobre todo, la maternidad)  se basa en que los hijos son nuestros, en que, igual que si un perrito muerde a un transeúnte, somos responsables, nosotros somos responsables del destino de nuestros hijos. Ese juego mental es muy nocivo: halaga el sentido de posesión de los padres para luego asestarles la puñalada de la culpabilidad cuando esa pretendida posesión no nos trae más que disgustos.
Enterémonos: los hijos no son nuestros. Los hijos son personas como nosotros mismos. Personas en peligro, personas mediocres, personas tontas, personas imprudentes, personas con aspiraciones e ilusiones, personas que a lo mejor tienen éxito aunque pocas veces a la medida de los ambiciosos, en fin, toda clase de personas. Si boda y mortaja del cielo bajan, los hijos bajan del supercielo, porque son aún más incontrolables que la boda o la mortaja. Es que no son “yo”. Son otro yo más allá de nuestro poder y nuestra capacidad. Por eso sacrificar a un hijo es una manera de hablar que viene a decir que un hijo es un sacrificio. Nos engañamos cuando creemos que son algo para nosotros, que de alguna manera nos pertenecen y ellos, como personas de bien, deben reconocerlo, que al menos algo suyo, su tiempo o su cariño, nos pertenece. No voy a entrar ahora en lo que deben ser los hijos desde el punto de vista de los hijos, porque ahora hablo de los padres y los hijos serían otro capítulo. Volviendo a los padres, tal vez nuestros hijos se vayan a vivir a otra ciudad, a otro país, tal vez no lleguen a muy viejos y los perdamos antes que nosotros mismos… En resumen, no contemos con ellos en ese sentido de que nos den algo (a cambio de nuestro  “éxito” o “fracaso” como padres). No es de nuestro dominio.
Nuestro dominio es dejarnos la vida en que ellos existan y crezcan hasta ser dueños competentes o incompetentes de sí mismos. Pues ¡vaya plan ¿verdad?! Se le quitan a uno las ganas. ¡Anda y que tengan hijos los monos y que les den unas clases de evolución para que de mayores sean personas, porque menudo negocio!
Bien, aquí creo que es donde voy a relatar un cuentecito sufí, con mis propias palabras, por la sencilla razón de que no me acuerdo de las ajenas, de manera que a lo mejor no es todo lo fiel que debiera al original, pero sí hace a lo que voy. Pues este es un hombre que busca la perfección y se toma un maestro. Y el maestro le manda coger una piedrota monstruosa y subirla a pulso hasta lo alto de una colina. ¿Vemos la relación con tener hijos? Yo sí. Pues el hombre año que va, año que viene y dale de empujar falda arriba la piedrota y que no lo consigue. Y entonces viene el maestro y él, fracasadísimo que se siente, confiesa que no cree que jamás lo vaya a conseguir. Y el maestro le dice que maldita la falta que hacía colocar ninguna piedrota allá arribota, que no le extraña que no lo haya conseguido ni nadie pretendía que lo consiguiese, pero que se mirase él mismo: cuando el maestro lo conoció era un enclenque, sin fuerza ni perseverancia, y que se viese ahora: fuerte, buenos músculos, firme, capaz de trabajar, capaz de aguantar, dueño de sí mismo…
Pues sí, tener hijos es como empujar una piedrota falda de montaña arriba y nunca lo conseguiremos, porque las piedrotas nuestras tienen vida propia, vida que no nos pertenece. Ese sacrificio de renuncia a nuestros hijos, de darlos, de perderlos, es nuestra corona de laureles, ellos nos hacen respetables ante nosotros mismos. Si hemos luchado, si hemos sufrido en esa lucha por hacerlos a ellos, hemos triunfado. No importa lo que sean ellos, esa es su vida, su propio destino, como el nuestro también ha sido nuestro y no el de nuestros padres. Que no nos importe sacrificar al hijo, esa es nuestra liberación, nuestra declaración de independencia, nuestra ofrenda ante quien distribuye los laureles y las coronas de luz. Confesémosnoslo sin falsas modestias: Los padres somos héroes y que nadie nos venga con paparruchas de que pues, si nosotros no hubiéramos hecho esto o aquello o lo de más allá, pues entonces yo qué sé. Porque lo que son los hijos no lo elegimos nosotros. Somos esos valientes que no sabemos lo que va a salir por toriles y que sin embargo, salga lo que salga, lo lidiamos… y lo sacrificamos. No somos dueños del acierto ni del error. Somos guerreros en algo para lo que jamás se está capacitado, porque cada persona es diferente y siempre hay que tener un oído muy fino para saber qué es lo que tenemos delante.
Por supuesto, muchos hijos dan alegrías y mira qué bien. Pero, que lo sepamos y que lo sepan aquellos a quienes los hijos no les han dado ninguna o no la han sabido ver:  somos  unos elegidos de Dios, valientes donde los haya. Que no nos cuenten milongas, que nos entren por un oído y nos salgan por otro las lecciones de paternidad a toro pasado. Entreguemos nuestros hijos a su destino, a Dios, tal como nos entregamos nosotros mismos. No será sino el reconocimiento de una realidad que es la que es si nos parece bien como si nos parece mal.  Y seamos también agradecidos a nuestros hijos. No siempre están contentos con nosotros. Ellos tienen sus angustias, en la adolescencia pasan por un calvario y lo hacen pasar, ellos tienen el interrogante de un futuro todavía por delante. Sintiéndonos luchadores y no fracasados les damos un tesoro de autoestima para ellos mismos y un ejemplo de ánimo y fe. Ellos, lo sepan o no, lo quieran o no, nos permiten crecernos, hacernos magníficos… Agradezcamos su existencia y tampoco nos callemos con ellos sus cosas buenas debido a lo ocupados que estamos protegiéndolos, advirtiéndolos, cuidándolos. Es difícil, pero es parte del ser padre ¿verdad? el hacer cosas difíciles.  
Y una pregunta, quizás tonta, que surge es ¿por qué el sacrificio lo sueña un padre y no una madre? Creo que es porque es el varón quien más necesita convencerse de que ese hijo no es suyo, que aunque es su medio de alcanzar la gloria, no es su posesión, no es su paraíso, no es su destino, ese hijo es tan “yo” como lo ha sido el padre. ¿Les cuesta más en general a los varones aceptar eso? No lo sé, pero esa pudiera ser la razón de que el sacrificio lo sueñe un varón y no una mujer. También aquí se podrían añadir cosas pero creo más bien serían igualmente otro capítulo. 
Me iba a despedir ya, pero me doy cuenta de que, a lo mejor, esos hijos fracasados pesan aún en la mente de muchos padres. No hay hijos fracasados como no hay padres fracasados. Todos tenemos nuestro destino, unos más brillantes de cara al mundo, incluso de cara a nosotros mismos, y otros menos pero, como dice el lenguaje cristiano, todos somos hijos de Dios y aunque el mundo nos ciegue, todos los destinos son divinos, porque todos volvemos a Dios y porque Dios lleva todo, absolutamente todo a su glorioso desenlace. No nos preocupemos por los hijos que sacrificamos. Están, como nosotros y como creyeron Ibrahim y su hijo, en manos de Dios, es decir, seguros, a salvo, después de una guerra. Vencedores todos, al cabo, con la venia divina.
Y aquí, ya sí, me despido confiando en que, aunque solo sea un poquito, a alguien le haya levantado el ánimo. Todos lo necesitamos que la lucha continúa.

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