Libro en PDF 10 MITOS identidad mexicana (PROFECIA POSCOVID)

Libro en PDF 10 MITOS identidad mexicana (PROFECIA POSCOVID)

  Interesados comunicarse a correo: erubielcamacho43@yahoo.com.mx  si quieren versión impresa o electrónica donativo voluntario .

jueves, 19 de diciembre de 2013

EL PROFETA Y LA TRADICIÓN PROFÉTICA

EL PROFETA Y LA TRADICIÓN PROFÉTICA

EL ÚLTIMO PROFETA Y EL HOMBRE UNIVERSAL

El Profeta, como fundador del Islam y mensajero de la revelación de Dios a la humanidad, es el intérprete por excelencia del Libro de Dios; y su Hadiz y su Sunna, sus dichos y hechos, son las fuentes más importantes de la tradición islámica después del Corán. Para entender el significado del Profeta no basta con estudiar desde fuera unos textos históricos que se refieran a su vida. Hay que observarlo también desde el punto de vista islámico e intentar descubrir el lugar que ocupa en la consciencia religiosa de los musulmanes. Cuando en cualquier idioma islámico se dice el Profeta, se quiere decir Muhammad; cuyo nombre siempre es seguido, como señal de cortesía, por la fórmula sallà Allâhu ‘alaihî wa-sallama, es decir, "que la bendición y el saludo de Dios sean con él.”



Incluso es legítimo decir que, en general, cuando se dice el Profeta se quiere decir el profeta del Islam; pues, aunque en cada religión el fundador, que es un aspecto del Intelecto Universal, se convierte en el Aspecto, la Palabra, la Encarnación,... sin embargo, cada fundador hace hincapié en cierto aspecto de la Verdad e incluso ejemplifica ese aspecto en un sentido universal. Aunque en muchas religiones existe la creencia en la encarnación, cuando se habla de la Encarnación nos estamos refiriendo a Cristo, que personifica este aspecto. Y aunque todo profeta y todo santo ha experimentado la "iluminación", la Iluminación se refiere a la experiencia del Buda, que es la personificación más sobresaliente y universal de esta experiencia. Del mismo modo, el profeta del Islam es el prototipo y la personificación perfecta de la profecía y, así, en un sentido profundo, es el Profeta. De hecho, en el Islam, cada revelación se considera una profecía cuya realización total y completa se ve en Muhammad (la paz sea con él). Como escribe el poeta sufí Mahmûd Shabistarî en su incomparable Golshan-e râz (La rosaleda secreta):

«La profecía apareció por primera vez en Adán
y alcanzó su perfección en el "Sello de los profetas"»1

Para un no musulmán es difícil entender el significado espiritual del Profeta y su papel como prototipo de la vida religiosa y espiritual, especialmente si se viene de un entorno cristiano. Comparado con Cristo, o, en este sentido, con el Buda, la trayectoria terrenal del Profeta a menudo parece demasiado humana y demasiado implicada en las vicisitudes sociales, económicas y políticas como para servir de modelo para la vida espiritual. Por eso tanta gente que escribe hoy sobre los grandes guías espirituales de la humanidad son incapaces de entenderlo e interpretarlo favorablemente. Es más fácil ver el resplandor espiritual de Cristo o incluso el de los santos medievales, cristianos o musulmanes, que el del Profeta, aunque el Profeta es el santo supremo del Islam, sin el cual no habría habido absolutamente ninguna santidad islámica.

La razón de esta dificultad es que la naturaleza espiritual del Profeta está velada en su naturaleza humana, y su función puramente espiritual está escondida en sus deberes como guía de los hombres y dirigente de una comunidad. La función del Profeta fue la de ser no sólo un guía espiritual sino también el organizador de un nuevo orden social con todo lo que implica esa función. Y precisamente este aspecto de su ser es el que vela a los ojos ajenos su dimensión puramente espiritual. Desde fuera se ha entendido su genio político, su capacidad oratoria, su altura como hombre de estado, pero pocos han entendido cómo puede guiar a los hombres en lo religioso y espiritual y cómo pueden imitar su vida aquellos que aspiran a la santidad. Esto es particularmente verdad en el mundo moderno, donde la religión está separada de otros dominios de la vida, y la mayoría de las personas modernas apenas pueden imaginarse cómo un ser espiritual también podía estar inmerso en la más intensa actividad política y social.

De hecho, para entender el perfil de la personalidad del Profeta, no habría que compararlo con Cristo o con el Buda, con un mensaje que estaba dirigido en primer lugar a personas piadosas, y con la fundación de una comunidad basada en la vida monástica que después se convirtió en la norma de toda una sociedad. Antes bien, a causa de su función dual como "rey" y "profeta", como guía de personas en esta vida y en la otra, habría que comparar al Profeta con los reyes profetas del Antiguo Testamento, con David y Salomón, y especialmente con Abraham mismo. O, por volver a citar un ejemplo ajeno a la tradición abrahámica, el prototipo espiritual del Profeta habría que compararlo, en el Hinduismo, con Rama y Krishna, los cuales, en un clima tradicional completamente diferente, fueron avâtaras [1] y a la vez reyes y cabezas de familia que participaron en la vida social con todo lo que implica esa actividad, tal y como está recogido en el Mahabhârata y en el Ramâyana.

Este tipo de figura, que es a la vez una persona espiritual y dirigente de una comunidad, nunca ha sido demasiado frecuente, en términos relativos, en el Occidente cristiano, especialmente en la época moderna. La vida política se ha separado tanto de los principios espirituales que a muchas personas esa función misma les parece imposible, y para demostrarlo los occidentales aducen a menudo el ejemplo de la vida puramente espiritual de Cristo, que dijo: "Mi Reino no es de este mundo.” Incluso, desde un punto de vista histórico, Occidente no ha sido testigo de muchas figuras de este tipo, a menos que se tenga en cuenta a los Templarios y, en otro contexto, a monarcas piadosos como Carlomagno y San Luis. Por eso la figura del Profeta les resulta tan difícil de entender a muchos occidentales; y este malentendido, a menudo mezclado con una dosis de mala intención, es responsable de la ignorancia casi absoluta de su naturaleza espiritual que presentan la mayoría de las muchísimas obras escritas sobre él en idiomas occidentales. De hecho, podría decirse que, de entre los elementos más señalados del Islam, el verdadero significado del Profeta es el que menos entienden los no musulmanes, especialmente los occidentales.

Es un hecho que el Profeta participó en la vida social en su sentido más pleno. Se casó, tuvo una familia, fue padre y además fue gobernante y juez, y también tuvo que combatir en muchas batallas en las cuales pasó por grandes sufrimientos. Tuvo que sufrir muchas penalidades y experimentar todas las dificultades que implica la vida humana, especialmente la de ser fundador de una sociedad y un estado nuevos. Pero dentro de todas estas actividades, su corazón siguió en paz con Dios. De hecho, su participación en la vida social y política fue precisamente para integrar este dominio en un centro espiritual.

El Profeta no albergó en absoluto una ambición política ni mundana. Era de naturaleza contemplativa. Antes de ser escogido como profeta no le gustaba frecuentar actividades y reuniones sociales. Conducía una caravana entre La Meca y Siria a través del silencio majestuoso del desierto, cuya misma "infinitud" invita al hombre a la contemplación. A menudo pasaba largos periodos de tiempo en la cueva de Hirâ’ meditando a solas. No se consideraba a sí mismo, por naturaleza, un hombre de mundo ni deseaba, de por sí, buscar el poder político entre los Quraish o la élite de la sociedad de La Meca, a pesar de proceder de la familia más noble. De hecho, le resultó muy doloroso y difícil aceptar la carga de la profecía, que implicaba fundar no sólo una nueva religión sino también un nuevo orden social y político. Todas las fuentes tradicionales, que son las únicas que importan en este caso, dan fe de lo duro que le resultó al Profeta ser escogido para participar en la vida activa en su forma más destacada. Los estudios modernos sobre la vida del Profeta, que lo describen como un hombre que disfrutaba haciendo la guerra, son totalmente falsas y, de hecho, todo lo contrario de la verdadera personalidad del Profeta. Inmediatamente después de recibir la primera revelación, el Profeta le confesó a su esposa, Jadîya, qué difícil le resultaba aceptar la carga de la profecía y cómo temía todo lo que implicaba esa misión.

Igualmente respecto a los matrimonios del Profeta, no son en absoluto signos de su indulgencia con la carne. Durante el periodo de la juventud, cuando las pasiones están en su apogeo, el Profeta vivió con una sola esposa, que era mucho mayor que él, y también pasó por largos periodos de abstinencia. Y, como profeta, muchos de sus matrimonios fueron de carácter político para, en la estructura social árabe de su tiempo, garantizar la consolidación de la recién fundada comunidad musulmana. La poligamia, para él, como en el Islam en general, no era tanto un disfrute como una responsabilidad y un medio de integración de la sociedad que acababa de fundarse. Además, en el Islam, todo el problema de la sexualidad se ve desde un punto de vista distinto al del Cristianismo y no debería juzgarse con los mismos criterios. Los varios matrimonios del Profeta, lejos de señalar una debilidad hacia la "carne", simbolizan su naturaleza patriarcal y su función, no como un santo que se retira del mundo, sino como alguien que santifica la vida misma del mundo viviendo en él y aceptándolo a fin de integrarlo en un orden superior de realidad.

Hay autores occidentales modernos que también han tachado a menudo al Profeta de cruel y duro en el trato con los hombres. También esta acusación es absurda porque los críticos de esta clase han olvidado que, o bien una religión deja el mundo aparte, como lo hizo Cristo, o bien integra el mundo, en cuyo caso ha de tratar con cuestiones como la guerra, las transacciones económicas, la justicia, etc. Cuando Carlomagno o algún otro rey cristiano clavaba una espada en el pecho de un soldado pagano, desde un punto de vista individual estaba siendo cruel con ese soldado. Pero en el plano de lo universal era una necesidad para preservar una civilización cristiana que tenía que defender sus fronteras o perecer. Lo mismo es verdad para un gobernante o rey budista, o, en todo caso, para cualquier autoridad religiosa que busque integrar la sociedad humana.

El Profeta era todo amabilidad y sólo se mostró duro con los traidores. Ahora bien, alguien que traicione una comunidad religiosa recién fundada, deseada por Dios y cuya existencia es una muestra de misericordia para la humanidad por parte del Cielo, tal persona está traicionando a la Verdad misma. La dureza del Profeta en tales casos es una expresión de la Justicia Divina. No se puede acusar a Dios de ser cruel por el hecho de que los hombres mueran o porque la enfermedad y la fealdad existan en el mundo. Toda construcción implica una destrucción previa, despejando el terreno para que aparezca una forma nueva. Esto es verdad no sólo en el caso de una estructura física sino también en el caso de una nueva revelación, que ha de despejar el terreno si, además de un nuevo orden puramente religioso, va a serlo también en lo social y en lo político. Lo que a algunos les parece una crueldad del Profeta hacia los hombres es precisamente ese aspecto de su función como instrumento de Dios para establecer un nuevo orden mundial cuya patria en Arabia iba a estar limpia de cualquier tipo de paganismo y politeísmo que, si estuvieran presentes, ensuciarían el manantial mismo de la nueva fuente de vida. Y por lo que se refiere al Profeta mismo, siempre fue la amabilidad y la generosidad en persona.

En ninguna parte se ejemplifica mejor la nobleza y generosidad del Profeta que en su entrada triunfal en La Meca, que subraya en cierto sentido su trayectoria terrenal. Allí, justo cuando el Profeta tenía completamente sometidas a las personas mismas que le habían hecho pasar tan grandes penalidades, los perdonó en vez de pensar en vengarse, a lo que ciertamente habría tenido derecho. Hay que estudiar de cerca los obstáculos casi inimaginables que estas mismas personas habían puesto delante del Profeta, el sufrimiento inmenso por el que había pasado a causa de ellos, para darse cuenta del grado de generosidad que implica este acto del Profeta. De hecho, no hace falta hacer una apología de la vida del Profeta, pero hay que responder a estas cuestiones porque las acusaciones de este tipo, falsas y a menudo maliciosas, presentadas contra el fundador del Islam en tantos estudios modernos, hacen prácticamente imposible que lo entiendan los que se apoyan en tales estudios.

En realidad, al Profeta tampoco le faltaba amor y compasión. Muchos acontecimientos de su vida y muchos dichos recogidos en los hadices, señalan la profundidad de su amor por Dios, que, de acuerdo con la perspectiva general del Islam, nunca estaba separado del conocimiento que tenía de Él. Por ejemplo, en un hadiz muy conocido, dijo: "¡Dios mío, concédeme amarte, concédeme amar a los que te aman, concédeme actuar de manera que me ames, concédeme que amarte me sea más querido que yo mismo, mi familia y mis propiedades!" Tales palabras muestran claramente que aunque el Profeta, en cierto sentido, era el rey o el gobernante de una comunidad, y un juez que, por tanto, tenía que actuar con la justicia en ambas facetas, a la vez su ser estaba anclado en el amor a Dios. Si no, no hubiera podido ser profeta.

Desde el punto de vista musulmán, el Profeta es el símbolo de la perfección tanto de la persona humana como de la sociedad humana. Es el prototipo del individuo humano y de la colectividad humana. Como tal, presenta ciertas características desde el punto de vista de los musulmanes tradicionales que sólo pueden descubrirse estudiando los relatos tradicionales referentes a él. Las muchas obras occidentales sobre el Profeta, con muy pocas excepciones, de nada sirven desde este punto de vista por muchos datos históricos que le proporcionen al lector. Lo mismo es válido, de hecho, para el nuevo tipo de biografías del Profeta escritas por musulmanes modernizados a los que les gustaría hacer del Profeta a toda costa un hombre común, dejando de lado sistemáticamente cualquier aspecto de su ser que no se adapte a un marco humanista y racionalista que han adoptado a priori, por lo general como resultado de una influencia o de una reacción al punto de vista occidental moderno. Las características profundas del Profeta que han guiado a la comunidad islámica a lo largo de los siglos y que han dejado una marca indeleble en la conciencia del musulmán no pueden discernirse salvo a través de las fuentes tradicionales, el Hadiz y, por supuesto, el Corán mismo, que exhala el perfume del alma de aquél a través del cual fue revelado.

Una cosa son las características universales del Profeta y otra lo que hacía cada día y su vida diaria, sobre la que puede leerse en las biografías habituales del Profeta y en la que no podemos detenernos aquí. Más bien se trata de características que brotan de su personalidad como un prototipo espiritual particular. A la luz de lo que estamos diciendo hay esencialmente tres cualidades que caracterizan al Profeta. En primer lugar, el Profeta poseía la cualidad de la religiosidad en su sentido más universal, la cualidad que une al hombre con Dios. En ese sentido, el Profeta era una persona religiosa. Tenía una profunda religiosidad que lo unía interiormente a Dios y que hacía que pusiera la causa de Dios por delante de todo lo demás, incluido él mismo. En segundo lugar, era combativo, es decir, estaba en combate permanente contra todo lo que negara la Verdad y rompiera la armonía. En lo externo significaba librar batallas, ya fueran militares, políticas o sociales, la guerra que el Profeta llamaba la "guerra santa menor" (al-yihâd al-asgar). En lo interno esta combatividad significaba una guerra continua contra el alma carnal (nafs), todo lo que en el hombre tiende a la negación de Dios y Su Voluntad, la "guerra santa mayor" (al-yihâd al-akbar).

Al hombre moderno le resulta difícil entender el simbolismo positivo de la guerra ya que la tecnología moderna ha hecho que la guerra sea total y que sus instrumentos sean la encarnación misma de la fealdad y la maldad. Por lo tanto, piensan que el papel de la religión es sólo el de preservar algún tipo de paz precaria. Esto, por supuesto, es cierto, pero no en el sentido superficial en el que suele decirse. Para ser una parte integral de la vida, la religión debe intentar establecer la paz en el sentido más profundo, estableciendo un equilibrio entre todas las fuerzas que rodean al hombre y venciendo todas las fuerzas que tienden a destruir este equilibrio. El Islam es la religión que ha tratado de establecer la paz en este sentido más que ninguna otra. Es precisamente en este contexto en el que se le puede dar un sentido positivo a la guerra como actividad de establecer armonía tanto en lo interior como en lo exterior, y es en ese sentido en el que el Islam ha subrayado el aspecto positivo de la combatividad.

El Profeta encarna en un grado notable esta perfección de la virtud combativa. Si pensamos en el Buda sentado en un estado de contemplación bajo el árbol de la Iluminación, podemos imaginar al Profeta montando en un corcel, blandiendo la espada de la justicia y el discernimiento y cabalgando a todo galope, y sin embargo dispuesto a detenerse inmediatamente delante del monte de la Verdad. Desde el principio de su misión profética, el Profeta se encontró con la tarea de blandir la espada de la Verdad, de establecer un equilibrio, y en esta ardua tarea no tuvo descanso. Su descanso y reposo estaba en el corazón de la guerra santa misma (yihâd) y representa el aspecto de la espiritualidad en el que la paz no consiste en pasividad sino en auténtica actividad. La paz es propia de quien está interiormente en paz con la Voluntad del Cielo y exteriormente en guerra contra las fuerzas de la discordia y el desequilibrio.

Por último, el Profeta poseía plenamente la cualidad de la magnanimidad. Su alma desplegaba una grandeza a la que es sensible todo musulmán devoto. Para el musulmán, es la nobleza y la magnanimidad personificada. Este aspecto del Profeta está desplegado plenamente en el modo en que trataba a sus compañeros que, de hecho, ha sido el modelo para épocas posteriores y que todas las generaciones de musulmanes han querido emular.

Por decirlo de otra manera que enfoca más nítidamente la personalidad del Profeta, las cualidades pueden enumerarse como sigue: fuerza, nobleza y serenidad o calma interior. La fuerza se manifiesta exteriormente en la guerra santa menor, de acuerdo con el dicho del Profeta que, al volver de una de las primeras batallas, dijo: "Hemos vuelto del yihâd menor al yihâd mayor." Es este yihâd mayor el que tiene un significado espiritual particular como guerra contra todas aquellas tendencias que arrastran al alma humana lejos del Centro y Origen y la excluyen de la gracia del Cielo.

La nobleza o generosidad del Profeta se muestra sobre todo en la caridad hacia todas las personas y más generalmente hacia todos los seres. Por supuesto, esta virtud no ocupa un lugar central como en el Cristianismo, que puede ser llamada la religión de la caridad. Pero es importante en el nivel humano y teniendo en cuenta que tiene que ver con la persona del Profeta. Está indicando el hecho de que no había ninguna mezquindad ni ruindad en el alma del Profeta, ninguna limitación en darse a los otros. Una persona espiritual es la que siempre les da a los que están a su alrededor y no recibe nada, según el dicho: "Es más feliz quien da que quien recibe." Una característica del Profeta es que siempre estuvo dando hasta el último momento de su vida. Nunca pidió nada para sí mismo y nunca buscó recibir nada.

El aspecto de la serenidad, que también es característico de todas las expresiones verdaderas del Islam, es esencialmente el amor a la verdad. Es poner la Verdad por delante de todo lo demás. Es ser imparcial, ser lógico en el nivel del discurso, no dejar que nuestras emociones empañen y suplanten el juicio de nuestro intelecto. No se trata de ser racionalista sino de ver la Verdad de las cosas y de amar la Verdad de las cosas sobre todo lo demás. Amar la Verdad es amar a Dios, que es la Verdad, ya que uno de Sus Nombre es la Verdad (al-haqq).

Comparando estas cualidades del Profeta, es decir, la fuerza, la nobleza y la serenidad, con las de los fundadores de las otras grandes religiones, se vería que no son necesariamente las mismas porque, en primer lugar, el Profeta no era la Encarnación de Dios y, en segundo lugar, porque cada religión subraya cierto aspecto de la Verdad. No se puede seguir el ejemplo de Cristo de la misma manera que el del Profeta porque en el Cristianismo Cristo es Dios y hombre, la Encarnación de Dios. Podemos ser absorbidos en su naturaleza pero no podemos tomarlo como modelo del estado humano perfecto. No podemos andar sobre las aguas ni devolverles la vida a los muertos. Sin embargo, cuando pensamos en el Cristianismo y en Cristo nos viene a la mente otro conjunto de características como la divinidad, la encarnación y, en otro nivel, el amor, la caridad y el sacrificio. O cuando pensamos en el Buda y el Budismo son sobre todo las ideas de la compasión por toda la creación, la iluminación y la extinción en el Nirvana las que sobresalen.

En el Islam, cuando pensamos en el Profeta como modelo a seguir, la imagen que nos viene a la mente es la de alguien de gran personalidad, severo consigo mismo y con lo falso e injusto, y caritativo con el mundo que lo rodea. Sobre la base de estas virtudes de la fuerza y la sobriedad por un lado y la caridad y la generosidad por el otro, está sereno y extinguido en la Verdad. Es aquel guerrero a caballo que se detiene ante la montaña de la Verdad, pasivo ante la Voluntad Divina, activo ante el mundo, duro y sobrio consigo mismo y amable y generoso con las criaturas a su alrededor.

Estas cualidades características del Profeta están contenidas virtualmente en la segunda Shahâda: Muhammadun rasûl Allâh, es decir, Muhammad es el Profeta de Dios, en su pronunciación árabe y no en su traducción a otro idioma. Aquí, el simbolismo vuelve a estar conectado inseparablemente con los sonidos y formas de la lengua sagrada y no puede traducirse. El sonido mismo del nombre Muhammad implica fuerza, la irrupción repentina de un poder que procede de Dios y no es simplemente humano. La palabra rasûl, con su segunda sílaba larga, simboliza esta "apertura del corazón" (inshirâh as-sadr) y una generosidad que fluye desde el ser del Profeta y que, en último término, procede de Dios. En cuanto a Allâh, es, por supuesto, la Verdad misma que pone punto final a la fórmula. La segunda Shahâda, pues, implica por su sonido el poder, la generosidad y la serenidad de descansar en la Verdad que caracterizaban al Profeta. Pero este reposo en la Verdad no se debe a una huida del mundo sino a un compromiso con él para darle integridad y organizarlo. En el Islam, la vida espiritual se levanta sobre la doble columna de la armonía social y la individual.

En las súplicas tradicionales por el Profeta, recitadas por todos los musulmanes en ciertas ocasiones, se le pide a Dios que bendiga y conceda la paz al Profeta, que es el siervo (‘abd) de Dios, Su mensajero (rasûl), y el Profeta iletrado (an-nabî al-ummî). Por ejemplo, una versión muy conocida de la fórmula de bendición al Profeta es como sigue:

"Dios mío, bendice a nuestro señor Muhammad, Tu siervo y enviado, el Profeta iletrado, a su familia y a sus compañeros, y concédeles la paz."
(allâhumma salli ‘alà sayyidinâ Muhammadin ‘abdika wa-rasûlika an-nabiyyi l-ummiyyi wa-‘alà âlihi wa-ashâbihi wa-sallim).

Aquí, los tres epítetos con que se califica su nombre vuelven a simbolizar las tres características básicas suyas que más resaltan a los ojos de los musulmanes devotos. Antes de nada es un ‘abd; pero, ¿quién es ‘abd sino aquel cuya voluntad está entregada a la voluntad de su dueño, siendo pobre (faqîr) en sí mismo pero rico por lo que su dueño le otorga? Como ‘abd de Dios, el Profeta ejemplifica en su plenitud esta sobriedad y pobreza espiritual que es tan característica del Islam. Era amante del ayuno, de orar de noche, de orar de día, y todos éstos han llegado a ser elementos esenciales de la vida religiosa islámica. Como ‘abd, el Profeta ponía todo en las manos de Dios, encarnando una pobreza que, en realidad, es la riqueza más perfecta y duradera.

El rasûl, en esta fórmula, vuelve a simbolizar su aspecto de caridad y generosidad, y, metafísicamente, el rasûl mismo es enviado a causa de la caridad de Dios hacia el mundo y los hombres a los que ama tanto que envía a Sus profetas para guiarlos. Es por eso por lo que el Profeta es "una misericordia de Dios para los mundos". Para el musulmán, el Profeta mismo despliega misericordia y generosidad, una generosidad que emana de la nobleza de carácter. El Islam ha subrayado siempre esta cualidad y ha buscado inculcar nobleza en las almas de las personas. Un buen musulmán debe tener cierta nobleza y generosidad, que siempre reflejan este aspecto de la personalidad del Profeta.

Por lo que se refiere al nabî al-ummî, simboliza la extinción ante la Verdad. La naturaleza iletrada del Profeta significa mayormente la extinción de todo lo que es humano ante lo Divino. El alma del Profeta era una tabula rasa ante el Cálamo Divino y en el nivel humano su cualidad de "iletrado" señala la virtud suprema de contemplar la Verdad, mientras que, metafísicamente hablando, esta contemplación señala una "extinción" ante la Verdad. Sólo a través de esta extinción (fanâ’) se puede esperar entrar a vivir con Dios y subsistir en Él (baqâ’).

Para resumir las cualidades del Profeta, se puede decir que es un equilibrio humano que se ha extinguido en la Verdad Divina. Señala el establecimiento de la armonía y el equilibrio entre todas las tendencias que están presentes en el hombre, sus tendencias sensuales, sociales, económicas y políticas, las cuales no pueden ser superadas a menos que se transcienda el estado humano mismo. El Profeta despliega la integración de estas tendencias y fuerzas con objeto de establecer una base que conduzca de un modo natural hacia la contemplación y la extinción en la Verdad. Su vía espiritual supone aceptar la condición humana, que es normalizada y santificada como terreno para construir la más elevada morada espiritual.

La espiritualidad del Islam, cuyo prototipo es el Profeta, no consiste en rechazar el mundo sino en transcenderlo integrándolo en un Centro. Y en establecer una armonía sobre la que se base la búsqueda de lo Absoluto. En estas cualidades que desplegó de un modo tan destacado, el Profeta es a la vez el prototipo de la perfección humana y espiritual y un guía hacia su realización, ya que, como dice el Corán: "Ciertamente en el mensajero de Allâh tenéis un buen ejemplo" (33:21) (laqad kâna lakum fî rasûli llâhi uswatun hasana).

Dado que el Profeta es el prototipo de toda perfección humana hasta el punto de que uno de los títulos que se le da es "la más noble de las criaturas" (ashraf al-majlûqât), cabe preguntarse de qué manera las personas pueden seguir su ejemplo. ¿Cómo pueden servirle de guía al musulmán, en su paso por esta vida, la vida, hechos y pensamientos del Profeta? La respuesta a esta pregunta fundamental, que afecta a toda la vida individual y colectiva de los musulmanes de generaciones posteriores, se encuentra en los dichos que dejó al partir y que se conocen como Hadiz, y en su práctica y vida diaria, conocida como Sunna. La familia y los compañeros del Profeta, que lo habían acompañado en vida, recibieron en sus almas las huellas de su Sunna con una profundidad que fue el resultado del contacto con un profeta. Cuando nos encontramos con una persona extraordinaria ya siempre llevamos las huella de este encuentro. ¡Qué permanente debe de haber sido la huella impresa en los hombres por el Profeta, cuyo encuentro está tan fuera de la experiencia ordinaria de hoy que los seres humanos apenas pueden imaginárselo! La primera generación de musulmanes practicó esta Sunna con todo el entusiasmo y la fe que resultaban de su proximidad a la fuente de la revelación y la presencia de la baraka o gracia del Profeta entre ellos. Éstos, a su vez, fueron tomados como ejemplo por la generación siguiente, y así, sucesivamente, hasta el día de hoy, en el que los fieles siguen aspirando a basar sus vidas en el Profeta. Este objetivo se alcanza mediante la interpretación renovada que cada generación hace de su vida (siyar), mediante las letanías y recitaciones que se repiten para alabarlo (madâ’ih) y mediante las celebraciones que señalan su nacimiento (maulid) u otras ocasiones alegres.

En cuanto a los hadices, también los memorizaron quienes los oyeron, y fueron, a su vez, transmitidos a las siguientes generaciones. También aquí se trataba, no de memorizar cualquier cosa, sino de recordar los dichos de alguien a quien Dios había escogido como Su mensajero. Y los que memorizaron los dichos proféticos no eran como las personas modernas cuya memoria ha sido embotada por un aprendizaje escolar formalizado y una dependencia excesiva de las fuentes escritas, sino nómadas o personas de un entorno nómada para quienes el habla y la literatura estaban relacionados con lo que uno había aprendido de memoria. Eran personas con una destacada capacidad memorística, que aún sobrevive entre ciertos pueblos que llamamos "iletrados" y que han sorprendido a menudo a los observadores "letrados" procedentes de civilizaciones sedentarias.

Los dichos del Profeta terminaron por reunirse cuando la difusión del Islam y el alejamiento gradual de la homogeneidad de la primera comunidad pusieron en peligro la integridad de los mismos. Las personas más devotas se dispusieron a recoger dichos del Profeta o hadices, examinando la cadena de transmisiones de cada dicho. El resultado, en el mundo sunní, fue la recopilación de seis colecciones principales de hadices, como las de al-Bujârî y Muslim, que pronto ganaron una autoridad absoluta en el seno de la comunidad ortodoxa. En el chiísmo tuvo lugar un proceso similar aunque además de los dichos del Profeta también forman parte de la colección los hadices y los dichos de los imames, cuyas enseñanzas exponen el sentido del mensaje del Profeta. También aquí se recogieron estos dichos en libros, el más importante de los cuales es Usûl al-kâfî de al-Kulainî.

La literatura del Hadiz, tanto en las fuentes sunníes como chiíes, es un tesoro monumental de sabiduría que es a la vez un comentario sobre el Corán y un complemento de sus enseñanzas. Los dichos del Profeta se refieren a todos los campos: desde la metafísica pura hasta los modales en la mesa. En ellos encontramos lo que dijo el Profeta en momentos de aflicción, al recibir a un embajador, al tratar a un prisionero, en el trato con su familia y casi en cualquier situación relacionada con la vida doméstica, económica, social y política del ser humano. Además, en esta literatura, se discuten muchas cuestiones propias de la metafísica, la cosmología, la escatología y la vida espiritual. Después del Corán, la referencia más valiosa por la que se guía la sociedad musulmana son el Hadiz y, estrechamente vinculada a él, la Sunna del Profeta, que junto al Corán son el manantial del que brota toda la vida y el pensamiento islámicos.

Es contra este aspecto básico de toda la estructura del Islam contra el que una escuela influyente de orientalistas occidentales ha realizado un severo ataque en estos últimos años. Contra el Islam no podía haberse realizado un ataque más viciado e insidioso que éste, que socava sus mismos cimientos y cuyo efecto es más peligroso que si se realizara un ataque físico contra el Islam. Pretendiendo actuar científicamente y aplicar el famoso – o más bien habría que decir infame – método histórico, que reduce todas las verdades religiosas a hechos históricos, los críticos del Hadiz han llegado a la conclusión de que esta literatura no procede del Profeta sino que la "fraguaron" generaciones posteriores. Lo que subyace detrás de la fachada científica presentada en la mayoría de estos ataques es la suposición a priori de que el Islam no es una religión revelada. Si no es una religión revelada, entonces tiene que ser justificado en términos de factores que estuvieran presentes en la sociedad árabe del siglo séptimo. Ahora bien, una sociedad beduina no pudo haber tenido ningún conocimiento metafísico, posiblemente no pudo haber sabido sobre el Verbo Divino o Logos, sobre los estados superiores del ser o sobre la estructura del universo. Por lo tanto, todo lo que en la literatura del Hadiz habla de estos asuntos tiene que ser una adición posterior. Bastaría que los críticos del Hadiz admitieran que el Profeta fue profeta, para que no hubiera absolutamente ningún argumento científicamente válido contra el cuerpo principal del Hadiz. Pero esto es precisamente lo que no admiten y, por lo tanto, tienen que considerar una falsificación posterior cualquier cosa en la literatura del Hadiz que se parezca a las doctrinas de otras religiones o que hable de cuestiones esotéricas.

Por supuesto, no hay duda de que muchos hadices son falsos. Los propios eruditos tradicionales islámicos desarrollaron toda una ciencia para evaluar el texto del hadiz (‘ilm al-yarh) y la validez de las cadenas de transmisión (‘ilm ad-dirâya) así como las circunstancias en las que fue dicho. Seleccionaron y compararon los dichos con un conocimiento detallado de los factores implicados y lo hicieron de un modo que ningún erudito moderno puede esperar igualar. Así, se aceptaron unos dichos y se rechazaron otros por su origen dudoso o por ser completamente falsos. Los recopiladores del Hadiz fueron personas muy religiosas y honradas que viajaron a menudo desde Asia Central hasta Medina, Irak o Siria en busca del Hadiz. A lo largo de la historia del Islam los eruditos religiosos más dedicados y austeros han sido los del Hadiz (los muhaddithûn) y, dado el grado de religiosidad y confianza depositada en ellos por la comunidad que hace falta antes de que alguien sea reconocido como autoridad en este campo, siempre han constituido una minoría entre las diferentes clases de eruditos religiosos.

De hecho, de lo que no se dan cuenta los críticos modernos del Hadiz al aplicar su supuesto método histórico es de que están proyectando el tipo de mentalidad agnóstica que impera en muchos círculos académicos de hoy día sobre la mentalidad de un erudito musulmán tradicional del Hadiz. Piensan que él también podría tratar las cuestiones religiosas con tal "desapego" que le permitiera hasta falsificar dichos del Profeta o aceptarlos en el corpus tradicional sin tomar todas las precauciones necesarias. No se dan cuenta de que para las personas de los primeros siglos, y especialmente para los eruditos de la religión, el fuego del Infierno no era una idea abstracta sino una realidad concreta. Temían a Dios de un modo que la mayoría de las personas modernas apenas pueden imaginar y es psicológicamente absurdo que, con una mentalidad para la que la alternativa del Cielo o del Infierno es lo más real de todo, fueran a cometer el pecado imperdonable de falsificar dichos proféticos. Nada es menos científico que proyectar la mentalidad moderna, que dentro de la historia es una anomalía, sobre un periodo en el que el ser humano vivía y pensaba en un mundo tradicional donde las verdades de la religión determinaban la vida misma, y donde lo primero que se perseguía era llevar a cabo la tarea más importante que debía cumplir el ser humano, a saber, la de salvar el alma.

En cuanto a la afirmación hecha por los críticos del Hadiz de que los dichos falsificados proceden del siglo segundo y que los recopiladores del siglo tercero creyeron honradamente que eran dichos proféticos, se puede responder lo mismo. La Sunna del Profeta y sus dichos habían dejado una huella tan profunda en la primera generación y en quienes vinieron inmediatamente después que la comunidad se hubiera opuesto inmediatamente a la creación de nuevos dichos y, por lo tanto, también a nuevos procedimientos y modos de actuar en cuestiones religiosas que ya contaran con precedentes. Eso habría significado una ruptura en la continuidad del conjunto de la pauta y vida religiosas del Islam, ruptura que, de hecho, no se ve por ningún lado. Además, la línea de los Imames [2], cuyos dichos están incluídos en el corpus de hadices del chiísmo, y que constituyen la cadena más fiable de transmisión de dichos proféticos, pervivió más allá del siglo tercero del Islam, es decir, más allá del periodo en que se recopilaron los libros famosos del Hadiz, de modo que hacen de puente a lo largo del periodo que los críticos modernos señalan como la época de "falsificación" del Hadiz. De hecho, su mera existencia es una prueba más de la falsedad de los argumentos presentados contra la autenticidad de la literatura del Hadiz, argumentos que atacan no sólo los dichos dudosos y falsificados sino el cuerpo central del Hadiz, de acuerdo con el cual la sociedad islámica ha vivido y se ha modelado desde sus inicios.

El peligro inherente en esta crítica del Hadiz reside en el hecho de disminuir su valor a los ojos de aquellos musulmanes que, habiendo sucumbido ante sus argumentos, aceptan la conclusión fatalmente peligrosa de que el cuerpo del Hadiz no consiste en los dichos del Profeta y por lo tanto no goza de autoridad. De este modo se destruye unos de los cimientos de la Ley Divina y una referencia vital para guiarse en la vida espiritual. Es como si se quitaran todos los cimientos con los que se estructura el Islam. Lo que quedaría en tal caso sería el Corán, que, al ser la palabra de Dios, es demasiado sublime para ser interpretado y descifrado sin la ayuda del Profeta. Abandonados a sí mismos, los hombres, en la mayoría de los casos, proyectarían sus propias limitaciones sobre el Libro Sagrado y se rompería toda la homogeneidad de la sociedad musulmana y la armonía existente entre el Corán y la vida religiosa del Islam. Pocos problemas exigen una acción tan inmediata por parte de la comunidad musulmana como la necesidad de que se produzca una respuesta en términos científicos —pero no necesariamente "cientifistas"— por autoridades musulmanas tradicionales y cualificadas a las acusaciones presentadas contra la literatura del Hadiz por críticos occidentales modernos, que actualmente también han encontrado algunos discípulos entre los musulmanes. Han encontrado algunos seguidores procedentes de un ámbito musulmán que han abandonado el punto de vista tradicional y se han quedado deslumbrados por el método aparentemente científico de los críticos, el cual simplemente esconde una suposición a priori que ningún musulmán puede aceptar: la negación del origen divino de la revelación coránica y la capacidad y función proféticas de hecho del Profeta.

En cualquier caso, por lo que se refiere al Islam tradicional, que es el único que nos interesa aquí, el Hadiz es, después del Corán, la fuente más importante tanto de la Ley, Sharî‘a, como de la Vía Espiritual, Tarîqa. Y es el factor vital integrador de la sociedad musulmana, pues la vida diaria de millones de musulmanes en todo el mundo sigue el modelo del Hadiz y de la Sunna del Profeta. Durante casi catorce siglos los musulmanes han intentado despertarse por la mañana como se despertaba el Profeta, comer como él comía, lavarse como él se lavaba, incluso cortarse las uñas como él lo hacía. Ninguna fuerza ha unificado a los pueblos musulmanes más de lo que lo ha hecho la presencia de este modelo compartido de los actos más sencillos de la vida diaria. Un musulmán chino, aunque racialmente es chino, tiene un porte, un comportamiento, un modo de andar y actuar que presenta ciertos parecidos con los de un musulmán de la costa del Atlántico. Esto se debe a que uno y otro llevan siglos aspirando al mismo modelo. En ambos lugares se puede ver algo del alma del Profeta. Este factor unificador esencial, el hecho de compartir una Sunna o modo de vida como modelo, es lo que hace que un zoco marroquí tenga el "aire" o el ambiente de un zoco persa, a pesar de que en ambos lugares la gente habla un idioma diferente y se visten de un modo diferente. Hay algo en el aire que un observador venido de fuera y que sea inteligente detectará como perteneciente al mismo clima religioso y espiritual. Y este parecido se produce en primer lugar mediante la presencia del Corán y en segundo lugar, y de un modo más inmediato y tangible, mediante la "presencia" del Profeta en su comunidad en virtud de su Hadiz y de su Sunna.

Mediante el Hadiz y la Sunna, los musulmanes vienen a conocer tanto al Profeta como al mensaje del Corán. Sin el Hadiz gran parte del Corán sería un libro cerrado. Se nos dice en el Corán que recemos, pero si no fuera por la Sunna del Profeta no sabríamos cómo rezar. Algo tan fundamental como las oraciones diarias, que son el rito central del Islam, no podría llevarse a cabo sin la guía de la práctica del Profeta. Esto se aplica a otras mil y una situaciones de modo que casi no hace falta subrayar la conexión vital que hay entre el Corán y la práctica y dichos del Profeta escogido por Dios como revelador e intérprete del mismo a la humanidad.

Antes de concluir esta discusión sobre el Hadiz, habría que señalar que dentro del extenso corpus de los dichos del Profeta hay cuarenta que reciben el nombre de "dichos sagrados" (hadîth qudsî), los cuales no forman parte del Corán, pero en los que Dios habla en primera persona a través del Profeta. Estos dichos, a pesar de su escaso número, son de una extrema importancia en el sentido de que, junto con ciertos versículos del Corán, son la base de la vida espiritual del Islam. El sufismo se basa en estos dichos y muchos sufíes se los saben de memoria y viven en un recuerdo constante de su mensaje. Todos estos dichos tienen que ver con la vida espiritual más que con asuntos sociales o políticos. Tratan de la relación directa del hombre con Dios, como en el famoso hadiz qudsí tan repetido por los maestros sufíes de todas las épocas: "Mi siervo no cesa de acercarse a Mí mediante devociones voluntarias hasta que lo amo, y cuando lo amo soy el oír con el que oye, la vista con la que ve, la mano con la que lucha y el pie con el que anda".

La presencia de estos dichos indica la gran profundidad a la que penetran las raíces de la espiritualidad islámica en las fuentes de la revelación misma. Lejos de ser un mero sistema legal y social desprovisto de una dimensión espiritual, o uno en el que posteriormente se implantara artificialmente una dimensión espiritual, el Islam ha sido desde el principio tanto una Ley como una Vía. Las dos dimensiones del Islam, la exotérica y la esotérica, se muestran del mejor modo en el caso del Profeta mismo, que fue tanto la perfección de la acción humana en el plano social y político, como el prototipo de la vida espiritual en su unidad interior con Dios y en su realización total en la que no veía nada excepto Dios y mediante Dios.

La particularidad del Profeta que lo distingue de los que vinieron antes que él, es que es el último de los profetas (jâtam [3] al-anbiyâ’), el sello de la profecía que, viniendo al final del ciclo profético, integra en sí mismo la función de la profecía como tal. Este aspecto del Profeta plantea inmediatamente la cuestión de lo que significa la profecía misma. Las autoridades musulmanas tradicionales han escrito numerosos volúmenes sobre este tema, perfilando la minuciosa dimensión metafísica de esta realidad central de la religión. Aunque no es posible discutir aquí esta cuestión en detalle, se puede resumir diciendo que la profecía es, desde el punto de vista islámico, un estado concedido a unos hombres que han sido escogidos por Dios a causa de ciertas perfecciones en ellos, en virtud de lo cual se convierten en el instrumento mediante el que Dios revela su mensaje al mundo. Su inspiración viene directamente del Cielo. Un profeta no le debe nada a nadie. No es un erudito que vislumbra ciertas verdades en los libros, ni aprende de otros seres humanos para, a su vez, transmitir lo que ha aprendido. Su conocimiento señala una intervención directa de lo Divino en el orden humano, una intervención que no es, desde el punto de vista islámico, una encarnación sino una teofanía (taŷallî).

Esta definición de lo que es un profeta es válida para todos y cada uno de los profetas, y no sólo en el caso del fundador del Islam. Desde el punto de vista musulmán, Cristo no adquirió su conocimiento del Antiguo Testamento y el mensaje de los profetas hebreos leyendo libros ni aprendiendo de rabinos sino directamente del Cielo. Ni tampoco Moisés aprendió de profetas anteriores, ni siquiera de Abraham, las leyes y el mensaje que traía. Lo que recibió fue un mensaje nuevo directamente de Dios. Y si repitió algunas de las verdades de los mensajes traídos por los profetas semíticos anteriores a él, o si Cristo confirmó la tradición judía cuyo sentido interior reveló –siguiendo el dicho famoso de que "Cristo reveló lo que Moisés veló"-, o si el Corán menciona algunas de las historias del Antiguo o del Nuevo Testamentos, ninguno de estos ejemplos implica un préstamo histórico. Sólo indican una nueva revelación en el marco del mismo clima espiritual al que podemos denominar la tradición abrahámica. Lo mismo cabe decir de los avâtaras del Hinduismo, cada uno de los cuales trajo un nuevo mensaje del Cielo, pero expresado en el lenguaje de su propio ambiente espiritual.

Aunque toda profecía implica un encuentro de los planos divino y humano, hay grados de profecía que dependen del tipo de mensaje revelado y de la función del mensajero al propagar ese mensaje. De hecho, mientras que en inglés se suele usar la única palabra "profeta" [4], en árabe, persa y otras lenguas del mundo islámico hay una serie de palabras que expresan niveles de profecía. En primer lugar está el nabî, una persona que trae noticias sobre el mensaje de Dios, una persona con quien Dios ha elegido hablar. Pero Dios no habla con cualquiera. Quien sea digno de oír el mensaje divino ha de reunir unas cualidades. Debe ser puro por naturaleza. Por eso es por lo que, según fuentes tradicionales islámicas, el cuerpo del Profeta estaba hecho con la tierra más escogida. Debe poseer la perfección de las virtudes humanas, como la bondad y la nobleza, aunque en realidad no era nada por sí mismo al haber recibido todo de Dios. Debe presentar la perfección de las facultades prácticas así como de las teóricas, una imaginación perfecta, un intelecto perfectamente armonizado con el Intelecto Divino, una estructura psicológica y corporal que lo capacita para guiar a las personas cuando actúan y para servirles de guía frente a todas las dificultades y en todas las circunstancias. Pero el mensaje recibido por el nabî no tiene por qué ser universal. Puede recibir un mensaje que haya de guardar sin divulgarlo o que haya de ser impartido a sólo unos pocos en el marco de una religión ya existente.

Profetas en este sentido (anbiyâ’) hay, según la tradición, ciento veinticuatro mil, enviados por Dios a cada nación y pueblo, pues el Corán afirma que no hay ningún pueblo al que no se le haya enviado un profeta: "Y para cada nación hay un mensajero" (Corán, 10:48) (wa-li-kulli ummatin rasûl). Aunque también afirma que a cada pueblo Dios le habla en su propio idioma, de aquí la diversidad de las religiones: "Y nunca hemos enviado a un mensajero sino con la lengua de su pueblo" (Corán, 14:4) (wa-mâ arsalnâ min rasûlin illâ bi-lisâni qaumihi). La universalidad de la profecía, enunciada con tanta claridad en el Corán, significa la universalidad de la tradición, de la religión. Significa que todas las religiones ortodoxas vienen del Cielo y no están hechas por el hombre. También implica con esta formulación amplia que la revelación divina está presente, no sólo en la tradición abrahámica sino entre todas las naciones, aunque en épocas anteriores esta cuestión no recibió una atención explícita. El Corán afirmó el principio de la universalidad, dejando la posibilidad de aplicarlo fuera del mundo semítico conforme se presentara la ocasión; por ejemplo, cuando el Islam se encontró con el Zoroastrismo en Persia o el Hinduismo en la India. Del mismo modo podría aplicarse en los tiempos modernos al encuentro con cualquier tradición genuina previamente desconocida, como por ejemplo la de los indios americanos.

Entre los anbiyâ’ los hay que pertenecen a otra categoría de profetas, o a un nivel nuevo de profecía, y que no sólo reciben un mensaje del Cielo sino que también son escogidos para propagar ese mensaje al sector de la humanidad providencialmente destinado a él. El profeta que tiene esa función se llama rasûl. También es un nabî pero además tiene esta función de dar a los hombres el mensaje de Dios y de invitarlos a aceptarlo, como se ve en el caso de muchos profetas del Antiguo Testamento. Por encima del rasûl está el profeta que trae una nueva religión principal al mundo, los "poseedores de firmeza y determinación" (ulû l-‘azm). De esta última categoría el Islam, limitándose de nuevo a la tradición abrahámica, cree que ha habido siete, cada uno de los cuales fue el fundador de una nueva religión y los cuales trajeron una Ley Divina nueva al mundo. Hay, pues, en total, tres grados de profecía, el del nabî, el del rasûl, y el de los ulû l-‘azm, aunque en ciertas fuentes islámicas esta gradación se refina un paso más para incluir en mayor detalle los grados de anbiya’ que se distinguen por el modo en que perciben al ángel de la revelación.
El Profeta era a la vez nabî, rasûl y uno de los ulû l-‘azm, y concluyó el ciclo de la profecía. Después de él no habrá ninguna sharî‘a o Ley Divina nueva traída al mundo hasta el final de los tiempos. No habrá ninguna revelación (wahy) después de él, ya que señala la terminación del ciclo profético (dâ’irat an-nubuwwa). A primera vista puede parecer una gran tragedia que el hombre quede de este modo abandonado sin ninguna posibilidad de renovar las verdades de la revelación a través de un nuevo contacto con la fuente de la Verdad. Pero en realidad la terminación del ciclo profético no significa que haya cesado toda posibilidad de contacto con el orden divino. Aunque la revelación (wahy) ya no sea posible, la inspiración (ilhâm) sigue siendo siempre una posibilidad latente. Aunque el ciclo de la profecía (dâ’irat an-nubuwwa) haya finalizado, el ciclo de la wilâya (dâ’irat al-wilâya), que a falta de un término mejor puede traducirse por el "ciclo de la iniciación", y también por "santidad", continúa.

De hecho, en este contexto, la wilâya (que en el lenguaje técnico de la gnosis islámica debería distinguirse de la wilâya en el sentido ordinario, que no tiene nada que ver con el estado de walî o santo) significa la presencia de esta dimensión interior del Islam, inaugurada por el Profeta a la vez que una nueva sharî‘a, y que continuará hasta el final de los tiempos. Gracias a su presencia, el hombre es capaz de renovarse espiritualmente y de ponerse en contacto con lo Divino aunque ya no sea posible una nueva revelación. Es debido a esta dimensión esotérica del Islam y a la gracia o baraka contenida en las organizaciones que la preservan y propagan como se ha preservado la posibilidad de una vida espiritual que conduzca al estado de santidad, la cual purifica a la sociedad humana y da nuevo vigor a las fuerzas de la religión.

El Profeta, al dar término al ciclo profético y al traer al mundo la última sharî‘a, también inauguró el ciclo de la "santidad muhammadiana" (wilâya muhammadiyya), que sigue estando presente y que es el medio por el que se renueva continuamente la energía espiritual de la tradición. Por lo tanto, lejos de ser necesaria ninguna religión nueva, que en estos momentos sólo puede significar una pseudorreligión, la revelación traída por el Profeta contiene en sí misma lo necesario para cubrir de todos los modos las necesidades religiosas y espirituales de los musulmanes, desde el creyente común hasta el santo en potencia.

El Profeta, además de dirigir a los hombres y de fundar una nueva civilización, también representa la perfección de la norma humana y el modelo de la vida espiritual en el Islam. Dijo: "Yo soy una persona como vosotros" (ana basharun mithlukum), a lo que los sabios musulmanes han añadido a lo largo de los siglos: Sí, pero como una joya entre las piedras (ka-l-yâqût bain al-hayar). El simbolismo profundo contenido en esta frase está relacionado con la naturaleza interior del Profeta. Todos los hombres, en su naturaleza puramente humana, son como piedras, opacos y pesados, y un velo a la luz que brilla sobre ellos. El Profeta también posee exteriormente esta naturaleza humana. Pero interiormente una transmutación alquímica ha hecho de él una piedra preciosa que, sin dejar de ser una piedra, es transparente a la luz y ha perdido su opacidad. El Profeta es exteriormente sólo un ser humano (bashar), pero interiormente es la realización plena de lo humano en su sentido más universal. Es el Hombre Universal (al-insân al-kâmil), el prototipo de toda la creación, la norma de toda perfección, el primero de todos los seres, el espejo en el que Dios contempla la existencia universal. Se identifica interiormente con el Logos o Intelecto Divino.

En cada religión, el fundador es identificado con el Logos, como leemos al principio del Evangelio según San Juan: In principio erat verbum, es decir, lo que había en el principio era la Palabra o Logos, identificado con Cristo. El Islam considera a todos los profetas un aspecto del Logos Universal, que en su perspectiva se identifica con la "Realidad de Muhammad" (al-haqîqa al-muhammadiyya), que fue lo primero que Dios creó y por medio del cual Dios ve todas las cosas. Como Realidad Muhammadiana, el Profeta vino antes que todos los otros profetas al principio del ciclo profético, y es a este aspecto interior suyo como Logos al que se refiere el hadiz: "Él [Muhammad] era profeta [el Logos] cuando Adán todavía estaba entre el agua y el barro." (fa-kâna nabiyyan wa-âdamu bain al-mâ’i wa-t-tîn). El sufí Naŷm ad-Dîn ar-Râzî escribe en su Mirsâd al-‘ibâd que, al igual que en el caso de un árbol primero plantamos una semilla que después crece para convertirse en una planta que da ramas, luego hojas, luego flores y luego frutos que a su vez contienen semillas, así el ciclo de la profecía empezó con la Realidad Muhammadiana, con la realidad interior de Muhammad, mientras que terminó con su manifestación humana. Así que interiormente es el comienzo y exteriormente el final del ciclo profético, que sintetiza y unifica en su propio ser. Exteriormente es un ser humano e interiormente es el Hombre Universal, la norma de toda perfección espiritual. El Profeta mismo se refirió a este aspecto interior de su naturaleza en el hadiz: "Yo soy Ahmad sin la mîm [es decir, Ahad, que significa Unidad]; soy un árabe sin la ‘ain [es decir, Rabb, que significa el Señor]. Quién me vea ha visto la Verdad." (Ana Ahmadu bilâ mîm, ana ‘arabiyyun bilâ ‘ain, man ra’ânî fa-qad ra’à al-Haqq) ¿Qué pueden significar tales palabras sino la unión interior del Profeta con Dios? Esta verdad ha venido siendo reiterada en todas las épocas por los maestros del sufismo, como en el bello poema persa del Golshan-e râz:

"De Ahmad a Ahad media una mîm,
y el mundo está inmerso en esa mîm."

Esta "mîm" que separa de Dios el nombre esotérico del Profeta, Ahmad, es el símbolo del retorno al Origen, de morir y volver a despertar a las realidades eternas. Su valor numérico es cuarenta, que simboliza, en el Islam, la edad de la profecía. El Profeta es, exteriormente, el mensajero de Dios a los hombres; interiormente, está en unión permanente con su Señor.

La doctrina del Hombre Universal, inseparablemente relacionada, en el Islam, con lo que puede llamarse profetología, no proviene, ni mucho menos, de influencias posteriores al Islam. Antes bien, se basa en lo que el Profeta era interiormente y en cómo lo veían aquellos compañeros suyos que, además de ser sus seguidores en lo religioso, fueron los herederos de su mensaje esotérico. Quiénes desean privar al Islam de una dimensión espiritual e intelectual, intentan convertir esta doctrina básica en un préstamo posterior, como si el Profeta hubiera podido llegar a ser de un modo efectivo y operativo el Hombre Universal con el mero atribuirle tal estado si no lo hubiera sido ya en su naturaleza real. Sería como esperar que un cuerpo brillara por el simple hecho de llamarlo Sol. El Profeta poseía en sí mismo esa realidad que más tarde recibiría el nombre técnico de Hombre Universal. Pero lo "nombrado" estaba ahí mucho antes de recibir este nombre, y antes de que la teoría del mismo fuera elaborada para generaciones posteriores que, a causa del largo tiempo transcurrido desde la revelación, necesitaban explicaciones adicionales.

En conclusión, se puede decir que el Profeta es la perfección humana, tanto en su dimensión colectiva como individual, la norma de la vida social perfecta y el prototipo y guía de la vida espiritual. Es tanto el Hombre Universal como el Hombre Primordial (al-insân al-qadîm). Como Hombre Universal es la totalidad de la cual somos una parte y de la cual participamos, como Hombre Primordial es la perfección original con respecto a la cual somos una decadencia y un descenso. Así pues, es la norma, tanto "espacial" como "temporal", de la perfección; "espacial" en el sentido de la totalidad de la cual somos una parte, y "temporal" en el sentido de la perfección que había al principio y que debemos intentar recuperar moviéndonos río arriba contra la corriente descendente de la marcha del tiempo.

El Profeta poseía en grado sumo tanto la naturaleza humana (nâsût) como la espiritual (lâhût). Sin embargo, en ningún momento ha habido una encarnación del lâhût en el nâsût, una perspectiva que el Islam no acepta. El Profeta poseía efectivamente esas dos naturalezas y por esa razón misma su ejemplo hace posible la presencia de una vida espiritual en el Islam. Fue el perfecto gobernante, juez y dirigente. Fue el creador de la más perfecta sociedad musulmana en comparación con la cual todas las sociedades posteriores son decadentes. Pero, además, fue el prototipo de la vida espiritual. Por eso es absolutamente necesario seguir sus huellas para quien aspire a la realización espiritual.

El amor al Profeta es propio de todos los musulmanes, y especialmente de aquéllos que aspiran a la santidad. Este amor no hay que entenderlo en un sentido individualista. Antes bien, el Profeta es amado porque simboliza aquella armonía y belleza que impregna todas las cosas, y despliega plenamente aquellas virtudes que, al alcanzarlas, le permiten al hombre realizar su naturaleza teomórfica.

"He aquí que Allâh y Sus ángeles bendicen al Profeta. Vosotros, gente de fe, bendecidlo y saludadlo con un saludo de paz" (Corán, 33:56) (inna Allâha wa-malâ’ikatahu yusallûna ‘alà an-nabiyyi yâ ayyuhâ alladhîna âmanû sallû ‘alaihi wa-sallimû taslîman).


Notas:

1 Según la traducción inglesa de Whinfield.

[1] Una encarnación del Señor, que desciende del Cielo espiritual al universo material con una misión específica. (Nota del Tr.)

[2] Se refiere, según da a entender el contexto, a los Imames del chiísmo. (Nota del Tr.)

[3] La palabra jâtam (sello) puede referirse, en principio, tanto al hecho de ser el último de una serie como al hecho de ser garante de la legitimidad de los miembros de esa serie. Ambos sentidos no tienen porque ser excluyentes entre sí (N. del Tr.)

[4] Lo mismo cabría decir, en gran parte, acerca de nuestro idioma. (Nota del Tr.) 

25/05/09

La conciencia de los profetas : sus cuatro viajes espirituales

Hay una notable distinción entre este tipo de conciencia y todas las otras. Los Profetas poseen ambos tipos de conciencia: divina y terrenal. Toleran dos tipos de sufrimientos: por Dios y por los hombres. Pero esto no lleva a fórmulas dualistas. Su atención no se dirige hacia dos «qiblas» (direcciones): Una hacia Dios y la otra hacia los hombres. No fijan un ojo en la «Verdad» y el otro en las criaturas.
El Sagrado Corán afirma: “…Dios no ha puesto dos corazones en el pecho del hombre...” (C. 33:4) (es decir, como para que los oriente en dos direcciones diferentes o los regalen a dos amores).
Los Profetas son los héroes del monoteísmo, en lo que concierne a sus aspiraciones, sufrimientos e ideales. Aman todas las partículas del mundo solamente porque son manifestaciones de los Nombres y Cualidades Divinas.

Dice Saadí:

«Soy feliz con esta morada transitoria
Porque Dios ha otorgado la felicidad
Sobre el mundo y todo lo creado
Y yo lo amo; porque El ama a todos sin excepción».

El amor de los Profetas y santos hacia el mundo es solamente un reflejo de su amor por Dios antes que un cariño independiente de éste. El sufrimiento que padecen por el bien de la humanidad surge de la agonía que soportan por la causa Divina y ambos tienen el mismo origen. Sus objetivos y deseos últimos se encaminan a la elevación de sí mismos y del prójimo hacia el «Fin de los Fines», la «Esencia Divina».
Los Profetas comienzan sus compromisos con el anhelo por Dios, lo que los conduce a la proximidad del umbral Divino. Este anhelo hace de rienda de la evolución y la motivación en su «viaje desde la gente hacia Dios». No les permite descansar un momento hasta tanto no lleguen a lo que Alí (P.) denominó «La parada de la tranquilidad».
El final de este viaje es el comienzo de otro, interpretado como «viaje dentro de la Verdad con la Verdad». Es en este segundo viaje donde reciben plena satisfacción y logran otro tipo de evolución.
Este segundo viaje no es el objetivo de los Profetas. Tampoco se detienen en esta etapa. Después de verse colmados de la Verdad Perfecta, atravesando el «Ciclo del Ser» y reconociendo las clases de «Estaciones», son elegidos Profetas e inician el tercer viaje, que es el «viaje de Dios hacia los hombres». Regresan a la primera posición pero provistos con lo que han recibido. Retornan a los hombres en compañía de Dios, no sin Él. Este viaje es el tercer estadio en la evolución del Profeta.
La designación para la misión Divina, que ocurre al finalizar el segundo viaje, exhibe la real iniciación de la conciencia y el sufrimiento por la gente, desde la conciencia y el sufrimiento por consideración a Dios.

El retorno a los hombres marca el comienzo del cuarto viaje del Profeta y su cuarto ciclo evolutivo. Transita entre las personas, su mente arde con el pensamiento de Dios, con el propósito de revolucionar a la gente, para hacerla ascender hacia la Infinita Perfección Divina por medio del Canon de la Ley (Sharia), es decir, la verdad, la justicia, los valores humanos y a través de las escondidas e infinitas facultades humanas. Resulta obvio, por lo tanto, que lo que para el intelectual es una meta, para el Profeta es una estación o parada de las «Estaciones», desde donde guía a la gente y que el místico ambiciona para estar en el sendero del Profeta. Iqbal traza esta intrincada línea que diferencia la conciencia mística de la profética: «El Santo Profeta Muhammad (BP.) ascendió a los Cielos (Miray), y retornó».
Abd al-Quddus de Gangoh, un gran santo de la Tariqah (vía mística o sufí), tiene las siguientes palabras (respecto a Miraj): «Juro por Dios que alcanzado este punto, yo no habría regresado nunca a la Tierra».
Iqbal continúa: «Es casi imposible encontrar palabras como estas en toda la literatura sufí, de tal modo que, en una sola oración, revele tan meticulosamente la diferencia psicológica entre el místico y el Profeta y sus respectivos tipos de conciencia. El místico se hubiera disgustado de tener que retornar a la vida terrenal luego de alcanzar la estación de la Tranquilidad y de la Seguridad a través de la «Experiencia Unitaria». Cuando necesariamente retorne, no será de todos modos de gran ayuda para la humanidad. El retorno del Profeta, por el contrario, se acompaña de la creatividad y beneficencia. Regresa y entra al flujo del tiempo para encauzar la marcha de la historia y crear así un nuevo mundo de ideales» .
No es nuestro interés averiguar aquí lo correcto o no de las interpretaciones místicas. De todos modos es cierto que los Profetas primero sufren por Dios. Es la búsqueda sufriente de Dios lo que les hace ascender cada vez más alto hacia El. En segundo lugar, sufren por la gente. Y este sufrimiento difiere de aquel que tolera el intelectual por el bien de las personas. El sufrimiento del intelectual es un sufrimiento humano, un sentimiento humano. Es una impresión, una pasión y, muchas veces, en palabras de Nietzche, una debilidad. Por otra parte, el sufrimiento del Profeta por su pueblo, es, como su conciencia, muy distinto al de los intelectuales. El fuego que arde en el alma del Profeta es otro tipo de fuego.
Es cierto que el carácter del Profeta es algo más desarrollado que el de los demás en el camino de la perfección y que su alma se une con las de los demás para ofrecerles sus propios privilegios.
Es cierto que el Profeta sufre las penas de los hombres. “…Os ha venido un Enviado salido de vosotros. Le duele que sufráis, anhela vuestro bien. Con los creyentes es manso, misericordioso…” (C. 9:128). “…Tú quizá te consumas de pena, si no creen en esta historia, por las huellas que dejan...” (C. 18:6).
Es cierto también que el Profeta tolera tales penas e infortunios debido al hambre, desnudez, inocencia, privaciones, enfermedades y pobreza de los hombres; que él evita dormir con el estómago lleno habiendo una sola persona hambrienta en la Tierra. Alí (P.), que sigue el sendero de los Profetas, dice: «pero está lejos de mí, dejarme agobiar por la intemperancia, o que la codicia me persuada que adquiera la más selecta de las provisiones, mientras que en Hijaz y en Yemen hay quienes no tienen esperanza de obtener un pedazo de carne o de pan y quienes nunca han satisfecho plenamente su apetito. Lejos está de mis descansar con el estómago lleno cuando a mi alrededor hay hambrientos y sedientos. Debería ser como aquel, acerca del que alguien dijo, «¿no te alcanza esta pena, para dormir con el vientre lleno, cuando te rodean corazones que imploran por la seca piel de una cabra?» .
De todos modos, el tipo de consideración o ternura de corazón de tipo profético, no se valora como igual a las de las personas de buen corazón en general. El Profeta aparece al comienzo de su empeño como un ser humano y busca con atributos humanos aquello que otros hombres comparten.
Cuando su ser está perfectamente inflamado con el fuego Divino, todos esos atributos, sin embargo, toman un colorido Divino.
Hay diferencias extremas entre los pueblos que han sido dirigidos y conducidos por Profetas y los pueblos y sociedades que fueron guiadas y construidas por intelectuales terrenales. La mayor diferencia reside en el hecho que los Profetas tratan de despertar las naturales facultades humanas e iluminar los instintos misteriosos y el escondido amor de la existencia humana. Nuestro Profeta Muhammad (PB) se llama a sí mismo un «recordador» o «despertador» que crea en el hombre cierta clase de sentimientos o sensibilidad hacia la existencia como un todo, y transmite a la gente su conciencia en este sentido. El mayor esfuerzo por parte de los intelectuales del mundo, por el contrario, es el de despertar la conciencia social de la gente respecto a su clase o interés nacional.

Extraído de "El ser Humano en el Coran", de Murteza Mutahari

No hay comentarios:

Publicar un comentario