FANJUL
EL ISLAM MODERADO:
¿UNA LITERATURA DE FICCIÓN?
La propuesta de diálogo, aproximación, o al menos coexistencia, entre
religiones es, quizás, tan vieja como la Humanidad. La precisión de
armonizar unas y otras cosmogonías y sistemas de valores, también,
aunque proceda de un interés concreto digno de aplauso –la supervivencia
en paz de las respectivas comunidades– una vez abandonado el intento,
cuando lo hubo, de convertir y absorber al Otro. Los panteones de
la Antigüedad se fueron ampliando a medida que surgían nuevos dioses,
impulsados por nuevas ideas o necesidades, por contacto o choque con
pueblos vencidos o recién llegados. En la América prehispánica sucedió
algo similar.
Por lo que a nosotros respecta, en Europa occidental, debemos recordar
que la irrupción del Islam provocó una conmoción de la que, muy lentamente,
la sociedad europea neolatina se fue recuperando a lo largo de
siglos, en paralelo al avance de la Reconquista hispana, el reequilibrio en
el Mediterráneo, las Cruzadas y, finalmente, la penetración comercial en el
norte de África de diversas potencias ibéricas o italianas, todavía en la Baja
Edad Media.
Pero todo ese proceso de reasunción del poder económico, cultural e
ideológico en el Mare Nostrum se vio truncado por la toma de Constanti-
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Serafín Fanjul es catedrático de Literatura Árabe, Universidad Autónoma de Madrid.
nopla por los turcos otomanos en 1453. El Islam, frenado y en fuga desde
el siglo XI, volvía a ser el peligro anterior. Fruto de aquel estado de ánimo,
de la excitación consiguiente, es la obra de Juan de Segovia (De mittendo gladio
Divini Spiritus in corda Sarracenorum) en la que propone seguir una vía
de acercamiento pacífico –y hasta pacifista– a los musulmanes (aprendizaje
del árabe, estudio del Corán, cotejo y discusión de pasajes bíblicos y coránicos,
etc.) con el objetivo manifiesto de terminar convirtiéndolos al Cristianismo,
pero sin renunciar al intercambio de ideas, el respeto mutuo y la
profundización en el conocimiento recíproco, entiéndase el diálogo y el talante,
que dirían hoy algunos. El ejemplo de fray Anselmo de Turmeda,
converso en Túnez al Islam siglos antes y transmutado en furibundo anticristiano
–o de otros semejantes– no pareció arredrar a Segovia. El clamoroso
fracaso de la evangelización pacífica emprendida por fray Hernando de
Talavera en la Granada recién reconquistada, unas décadas más tarde, sólo
vino a abonar y dejar dramáticamente al aire la endeblez de esta clase de
embelecos. Aunque, todo hay que decirlo, no se buscaba la convivencia (objetivo
exótico en el tiempo) sino la conversión final de los infieles.
Desde entonces –desde aquellas fallidas aproximaciones buenistas– se
han sucedido diversos intentos de diálogo, sobre todo en países o ciudades
cuya historia constituye un permanente lugar común de “cruce de culturas”,
“mestizaje de civilizaciones”, o “convivencia (por supuesto, gozosa
y fructífera) de religiones”. Roma, Tierra Santa o algunas capitales provinciales
de España han sido los escenarios de tales gestos retóricos, invariablemente
sin resultado alguno. El último, del 4 al 6 de noviembre de 2008,
patrocinado por el Papa Benedicto XVI, que cumple de tal guisa con su
obligación de procurar la paz y el entendimiento en el seno de la Humanidad,
aunque tampoco haya avanzado un milímetro. No obstante, nuestro
propósito en estas páginas no es tanto analizar y discutir la utilidad de
tales esfuerzos –especialmente desarrollados por la Iglesia Católica– como
abordar la actitud de los interlocutores que se buscan en el otro lado, de
quienes –desde luego– podremos dudar en cuanto a su sinceridad e intenciones,
pero no en lo referente a su representatividad: ellos sí son un fiel exponente
de la mentalidad e ideología de base que, sin ser violentas, por
ahora, o participar en las acciones terroristas, las hacen posibles, como
caldo de cultivo y punto de partida de los asesinos.
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Debemos resaltar que la iniciativa del Papa –como sucedía a Juan de
Segovia– es consecuencia de la perplejidad y marasmo de la democracia y
las sociedades occidentales, que no saben cómo reaccionar ante los sucesivos
mazazos terroristas islámicos desde 2001, y ni siquiera interpretarlos.
Con todo el trasfondo de confrontación y odio que destapan,
arrumbando por ilusorias cuantas cogitaciones surgieron en paralelo al fin
de la Guerra Fría y de la consiguiente Pax Americana. Pero los poderes públicos
de Occidente quieren recetas mágicas, pacíficas, bondadosas y sin
coste alguno en la política interior de las naciones, algo que permita soslayar
los únicos métodos conocidos hasta la fecha para defenderse de enemigos
exteriores. Decir que esa mercancía no existe tiene mala prensa,
porque los altos responsables huyen de compromisos y complicaciones y
de asumir la crudeza de la situación en su totalidad. Hoy como ayer, el enfrentamiento
induce a buscar un acuerdo pacífico para la mera coexistencia,
abandonada ya la idea de cristianizar a los musulmanes, al menos por
parte de la Iglesia Católica. Y mientras unos musulmanes acuden a Roma
con su habitual repertorio de declaraciones grandiosas o victimistas bajo el
brazo, en el último año hemos asistido a la campaña contra Robert Redeker,
a raíz del artículo en que ponía en guardia contra el islamismo y su nula
intención de integrarse; una oleada de intoxicación con amenazas de
muerte para el perseguido, bien resumida y dirigida por L’Humanité: “Robert
Redeker, ex profesor de una Francia propia de la época de Luis Felipe
y sin duda nostálgico de un Tercer Estado antirrepublicano (…) como en
los mejores momentos del catecismo petainista, los perros de la reacción
andan sueltos”, condena insultante bien acompañada por una catarata de
llamamientos a asesinarle en las páginas web islamistas, un camino ya conocido,
por el que –a la fuerza– han hecho transitar a Magdi ‘Allam, Ayaan
Hirsi o, antaño, a Salman Rushdie.
La agresividad mostrada por los musulmanes en los últimos diez años
es consecuencia directa de los amplísimos vacíos dejados por el fin de la
expansión occidental, lo que Huntington, recientemente fallecido, sintetiza
bien: “…el Islam, una civilización diferente cuya gente está convencida
de la superioridad de su cultura y está obsesionada con la inferioridad
de su poder”. Occidente creía en la universalidad de su cultura, pero el fortalecimiento
de los otros les induce a pregonar cada vez más sus valores,
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instituciones y formas de vida, olvidados ya de los tiempos en que, por su
propia debilidad, se acogían y servían de conceptos occidentales como liberalismo,
democracia, autodeterminación… A medida que se fortalecen,
los niegan y niegan la universalidad de los valores occidentales, bien auxiliados
–eso sí– por europeos y norteamericanos gozosos en la autoflagelación,
por complejos o por cálculo, que de todo hay.
En estos instantes, uno de los tópicos más repetidos entre periodistas,
políticos, juristas e intelectuales en general bascula sobre las “grandes diferencias”
existentes entre unos y otros musulmanes, ya sea en la simple proyección
de la Geografía (Indonesia y Marruecos deben ser países muy
distintos) o en la valoración de los diferentes grados de agresividad, proselitismo
militante y hasta violencia de los activistas islámicos que operan
en nuestros países. Suena lógico. No obstante –experiencia realizada por
este autor en numerosas ocasiones–, muy pocas personas saben aclarar en
qué consisten las diferencias entre unos y otros musulmanes, ni grosso modo.
El señuelo de formas más suaves sirve eficazmente para descuidar la absoluta
coincidencia de objetivos de unos y otros: la islamización total del
Planeta y la venganza histórica por los agravios recibidos de nuestra parte,
según ellos, mediante el arrasamiento de todas las culturas preexistentes, tal
como han hecho en los países donde el Islam se convirtió en confesión
hegemónica.
Con todo, es innegable la existencia en Europa y EE.UU. de musulmanes
de origen que no han roto amarras con el Islam y que intentan articular
unas normas prácticas de convivencia con las sociedades de acogida,
teorizando en algunos casos y tratando siempre de armonizar el agua y el
aceite. Es difícil medir cuál es el grado de compromiso y sincera creencia
islámica que mantienen estas personas, o su lealtad para con sus nuevos países.
También hay otros –escasísimos– abiertamente críticos con su religión
y sociedad de origen y cuya efectividad es muy reducida, primero por
vivir en el extranjero y, segundo, porque sus opiniones están condenadas
de antemano al haberse salido, más por las malas que por las buenas, de la
umma. Tal vez el tipo más frecuente es el del musulmán moderado –del cual
hay nutrida nómina en toda Europa, pero de manera especial en Francia
y el Reino Unido– que vivaquea a cuerpo de rey por universidades, Go-
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biernos locales, editoriales e instituciones varias recitando letanías victimistas
entreveradas con llamadas retóricas a la paz, la hermandad y la tolerancia.
Sin duda, Bassa Tibi es el mejor representante y teorizador de la línea
integracionista de los inmigrantes, como él mismo la denomina, para distinguirla
de la asimilación total. Obviamente, rechaza tanto los intentos xenófobos
de aislar a los recién venidos mediante la “acentuación de las
diferencias para mantener a los extraños lejos de Europa”, como el relativismo
tragasables de los multiculturalistas, dispuestos a aceptar cualquier
diferencia por mucho que rechinen el Estado de derecho, la igualdad básica
de los seres humanos y la imprescindible libertad de una sociedad civilizada,
facilitando en la práctica la constitución de guetos y la separación,
bien que voluntaria, de los musulmanes. Por caminos opuestos se alcanza
un mismo resultado. A Tibi no se le escapa que “aunque en absoluto multiculturalistas,
los islamistas que viven entre los inmigrantes de Europa
muestran una simpatía mayor por esas posiciones que por la integración
democrática. La razón es bien sencilla, han comprendido perfectamente
que pueden instrumentalizarlas para sus fines fundamentalistas. Así, confunden
deliberadamente la asimilación y la integración política, con el objetivo
de impedir esta última”.
Es decir, el fundamentalismo islámico hará cuanto pueda para ahondar
el abismo e impedir la integración, pues en ese aislamiento no tendrán rival
en el control y manejo de las comunidades inmigradas, aunque esas actitudes
generen un rechazo progresivamente más fuerte entre la población mayoritaria,
en especial si los Gobiernos europeos conceden privilegios
inadmisibles de cara a nuestros ordenamientos jurídicos y hábitos culturales,
tal la autorización legal o encubierta de la poligamia, la permisividad
con la ablación o diversas formas de discriminación positiva en terrenos
económicos escabrosísimos para las capas bajas de la sociedad europea (bonificaciones,
exenciones, adjudicaciones de viviendas, becas, atención sanitaria,
etc.). Los islamistas buscan y aprovechan la acentuación de las
contradicciones tratando de provocar el mayor desagrado posible en la población
europea –aunque, por supuesto, aseguran querer lo contrario–, por
ejemplo en la exhibición de símbolos y signos externos que choquen a los
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hábitos corrientes, a fin de agrandar el abismo entre unos y otros. Más abajo
veremos algún caso notable.
Tibi, consciente del doble rasero que utilizan los musulmanes al entablar
el famoso diálogo con los occidentales, recuerda cómo el imán de Jericó,
en uno de tantos encuentros islamo-cristianos en Córdoba (1998)
definía a la perfección el panorama: “Me hallo en conflicto conmigo
mismo. Cuando ustedes hablan de diálogo quieren decir intercambio intelectual;
para mí hiwar (diálogo) es sinónimo de da ‘wa (exhorto a la islamización)”.
En definitiva, Tibi pretende un diálogo sincero en que se
busquen los puntos comunes positivos para fundamentar una cultura cívica,
pero sin pasar por alto los puntos de desacuerdo y sin incurrir en forma alguna
de proselitismo al estilo del susodicho imán.
Muy otro es el caso de la también siria Wafá Sultán, refugiada en Estados
Unidos. Psicóloga que ha denunciado por igual al régimen tiránico de
la familia Asad y a los Hermanos Musulmanes, sus antagonistas. Para ella,
el choque es entre civilización y barbarie, entre lo primitivo y la racionalidad:
“El choque que contemplamos en todo el mundo, no es un choque de
religiones, o de civilizaciones. Es un choque entre dos polos opuestos, entre
dos eras, entre una mentalidad que pertenece a la Edad Media y otra que
pertenece al siglo XXI. Es un choque entre la civilización y el retroceso,
entre la barbarie y la racionalidad. Es un choque entre la libertad y la opresión,
entre la democracia y la dictadura. Entre los derechos humanos y la
violación de estos derechos, entre aquellos que tratan a las mujeres como
a bestias y aquellos que las tratan como a seres humanos. (…) Los musulmanes
fueron quienes empezaron el choque de civilizaciones. El Profeta del
Islam dijo: ‘Se me ha ordenado combatir contra las gentes hasta que crean
en Alá y Su Mensajero’. Cuando los musulmanes dividieron a la gente entre
musulmanes y no musulmanes y llamaron a luchar contra los demás hasta
que éstos creyesen en lo que creían ellos, ellos empezaron este choque.
Para detener este choque deben reexaminar su bibliografía islámica, que
está repleta de alusiones al takfir y a combatir a los infieles”.
Wafá Sultán aúna sinceridad, lucidez y valor de modo muy inusual
entre árabes y se pronuncia por la aconfesionalidad, respeto para todas
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las creencias, defensa de los derechos individuales, sentido de reciprocidad
con los demás seres humanos y fuerte carga autocrítica, abandonando
el victimismo y preguntándose por sus deberes –y los de su cultura y sociedad
de origen– para con el resto de las gentes. Con árabes y musulmanes
así es fácil entenderse y con ellos huelgan las actitudes defensivas.
El problema, no baladí, es que ella, como Tibi, hubieron de expatriarse
para continuar con vida, con lo cual su mensaje y capacidad de influencia
menguan de modo dramático.
Y no otro es el caso de los escritores, musulmanes de origen pero no
árabes, firmantes de un manifiesto, a raíz del incidente de las caricaturas de
Mahoma, en protesta contra el entreguismo y cobardía de los Gobiernos
europeos: “Rechazamos el relativismo cultural, que consiste en aceptar que
los hombres y mujeres de cultura musulmana deben ser privados del derecho
a la igualdad, la libertad y los valores seculares en el nombre del respeto
por culturas y tradiciones. Rechazamos renunciar a nuestro espíritu
crítico por miedo a ser acusados de ‘islamofobia’, un concepto desafortunado
que confunde la crítica del Islam como religión con la estigmatización
de sus creyentes”. Y firman Ayaan Hirsi Ali, somalí exiliada en EE.UU.;
Chahlia Chafiq, escritora iraní exiliada en Francia; Irshad Manji, periodista
refugiada en Canadá; Mehdí Mozaffari, profesor iraní exiliado en Dinamarca;
Taslima Nasreen, de Bangladesh, perseguida por apostasía; Salmán
Rushdie; Ibn Warraq, autor de Por qué no soy musulmán.
Un ejemplo intermedio, más moderado (sin comillas ni apostilla ninguna)
es el de la tunecina Kalthoum Meziou que en El Islam plural hace un
análisis y crítica demoledora del derecho de familia islámico, resaltando
sus arcaicos aspectos patriarcales, su carácter fosilizado y la desigualdad
innegable que en detrimento de la mujer sacraliza. Con gran clarividencia
describe la situación: “A finales del siglo IV de la Hégira, y a fin de proteger
su fe, los ulemas decidieron ‘cerrar las puertas del iytihad ’, con lo que
finaliza el esfuerzo creador. Ya no podrán dictar el derecho, crear la norma
jurídica u ofrecer su propia interpretación del Corán y de la Sunna, sólo
podrán aplicar, explicar o a lo sumo interpretar la doctrina tal como está
establecida en cada rito. El conjunto de la obra, a pesar de todo esencialmente
doctrinal y humana, se sacraliza y se convierte en algo intangible.
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Esos conceptos se elevan entonces al rango de normas islámicas eternas,
consideradas a partir de ese momento como un verdadero código del derecho
musulmán, como un artículo de fe. Se instala entonces una desviación
sobre un malentendido histórico: el derecho es intangible porque se
percibe como algo religioso (…) Cuando al orden social patriarcal que
afirma la supremacía masculina se le opone una ideología moderna de
igualdad, el debate desemboca invariablemente en la lectura interpretativa
del texto sagrado y de la Shari’a como fuente fundamental del derecho.
Los enfrentamientos cristalizan en torno a la pluralidad de lecturas del
Corán, sin que se eleve ninguna voz para invalidar la vocación del texto
para gobernar lo temporal. Es cierto que hay que realizar reformas, pero
deben hacerse en el seno del marco fijado por la ley religiosa”. Así pues,
continúan vigentes principios inadmisibles en el obligado plano de igualdad
entre seres humanos: prohibición de matrimonio entre una mujer musulmana
y un no musulmán; derecho del hombre a casarse con más de
una mujer (excepto en Túnez); obligación sólo para la mujer de tener en
cuenta que su futuro marido sea su igual en condición socioeconómica;
deber de la esposa de obedecer y respetar a su cónyuge como jefe de la familia,
lo cual implica plenos poderes para prohibirle salir, viajar, estudiar,
trabajar, etc.
Esfuerzos como el de K. Meziou se ven complementados por los de
ciertos reformistas cuyas intenciones, más angelicales que buenas, tienen
poco o nada que ver con la realidad social de los países y gentes a quienes
van dirigidas. Uno de ellos, el argelino Malek Chebel (ver MEMRI, Investigación
y Análisis, nº 273) apunta 27 propuestas para reformar el Islam. La
infame traducción a nuestra lengua del texto de MEMRI dificulta no poco
su inteligibilidad en numerosos puntos y en otros induce directamente al
error (por ejemplo al llamar “Iluminados Europeos del 18” a los Ilustrados
del XVIII), pero a pesar de esta impresentable lacra podemos colegir la dirección
del autor: una reinterpretación del Corán y superioridad de la razón
por encima de la fe, si bien se contradice al descartar el ateísmo porque
“nada muy importante es logrado fuera del esquema de trabajo de la religión”
(sic). Su obra Manifeste pour un Islam des lumières (título traducido al
español como Manifiesto para un Islam Iluminado), sugiere el uso de los términos
munawwir (que ilumina) y munawwar (iluminado), tan utilizados
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por los integristas y por toda la tradición musulmana, con lo cual el autor
está marcando claramente su designio de mantenerse bien anclado en el
campo islámico pese a divagaciones mejor o peor digeridas en torno al
ecologismo, la bioética, la promoción del sentido lúdico, los medios de comunicación,
etc., o el exhorto a combatir conceptos y procedimientos salvajes
–por suerte superados entre nosotros luengos años ha– que nos
pueden parecer casi exóticos y que, sin embargo, en los países islámicos
aún son el pan nuestro de cada día, por lo que las propuestas de Chebel podrían
tenerse por novedosas (fetuas de condenas a muerte, yihad, castigos
corporales, ablación, esclavitud, crímenes de honor, etc.).
Entre las observaciones de Chebel se cuentan algunas de importancia,
tratándose de un musulmán, como: superioridad del individuo sobre la
umma y de los seres humanos sobre la religión, defensa de los cambios culturales
y de la libertad de pensamiento, exhorto a Europa para que no sea
tan indulgente con los islamistas y a fin de que los medios de comunicación
no les presten tanta cobertura, etc. Junto a estas ideas aparecen otras
(combatir la corrupción o que los tribunales sean independientes), pero el
mayor problema reside en que cae en los mismos enfoques obtusos de
cualquier integrista, quizá inconscientemente –porque su formación ahí le
lleva– o por saber demasiado bien que abordar esos temas le sitúa enfrente
de la opinión de la inmensa mayoría de musulmanes, por ejemplo en el
caso de las caricaturas danesas, que para él son “una provocación”, con lo
cual se comprueba que Chebel no se ha soltado mucho el pelo.
Mas éste es un caso puntual y anecdótico, lo verdaderamente grave, a
nuestro juicio, es que incurre en idéntico espejismo que los integristas más
extremos y barbados: hay que intentar la búsqueda de la regeneración en
el Islam primitivo. Así nos encontramos de nuevo ante el mito del Islam
perfecto luego degenerado por la acción política y por la maldad de los
europeos y de algunos musulmanes que no supieron, o no quisieron, aplicar
las enseñanzas de modernidad, libertad y tolerancia que el Islam aportaba.
Pero la realidad es que el implacable control de la sociedad por el
Islam impide el surgimiento, incluso en formas testimoniales, de grupos
organizados que osen poner en discusión las creencias y la sumisión generales.
La tendencia humana, tan corriente en todas las latitudes, a la acep-
CUADERNOS de pensamiento político
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tación de lo existente, aunque no más se corporeice en la inhibición, en las
comunidades islámicas se acentúa debido al carácter fundamental de la
misma fe y, por tanto, cualquier intento de innovación (bid‘a) sufre la condena
no sólo de la oligarquía religiosa que impone las pautas y dictamina
cuáles son los límites entre lícito (halal ) e ilícito (haram), sino entre la masa
de la población en proporciones abrumadoras. Los escandalosos ejemplos
de Nasr Abu Zayd y Nawal as-Sa‘dawi, en Egipto, por sostener obviedades
en el plano filosófico y hasta histórico (v.g., que el Islam ha conservado
pervivencias preislámicas en liturgia y creencias), se saldaron con el
exilio del uno y la artificiosa protección de la otra por el Gobierno egipcio.
Propuestas como las de Malek Chebel están condenadas al fracaso de antemano,
por elaborarse y difundirse en Europa y por seguir moviéndose en
el terreno de aceptación de la tradición musulmana a pies juntillas, es decir,
con las reglas de juego impuestas por la ideología que pretenden combatir.
Incluso es dudoso su éxito entre las comunidades trasplantadas a nuestro
continente, dada la radicalización islamista cada vez más perceptible
entre ellas.
Entrar en juicios de intenciones y condenar las grandilocuentes palabras
de alguien, entendiendo, justamente, lo contrario de cuanto dice, puede
ser tildado, a su vez, de mal intencionado, pero cuando se sigue su trayectoria
y se le ve defendiendo, so color de diversidad cultural, el desprecio
simple y llanamente de la igualdad y libertad de todos los seres humanos,
tal como las consagran las constituciones occidentales, no parece que estemos
pecando de suspicaces o malintencionados, máxime si los supuestos
moderados eluden, de manera sistemática, la condena, hasta verbal, de
crímenes masivos como los del 11–S, 11–M o el reciente asalto a Bombay.
Ni siquiera se molestan en acudir a la taqiya (ocultación), admitida legal y
moralmente en el Islam, de los verdaderos sentimientos religiosos, en situación
de necesidad o inferioridad frente a la comunidad dominante no
musulmana. La razón de esta desvergüenza es clara: necesitan mantener a
su parroquia de integristas contenta para no perder su apoyo. Tal vez el lector
ya haya comprendido que nos referimos a personajes como Tariq Ramadán,
nieto del fundador de los Hermanos Musulmanes, Hasan al-Banna,
quien hace años sostenía el derecho de los musulmanes a mantenerse al
margen de la sociedad –confundiendo signos externos con creencia íntima,
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en la línea islámica habitual– mientras, al tiempo, exigía que se les tuviera
por europeos perfectamente integrados, es decir, la cuadratura del círculo,
o, dicho de otro modo, recibir sin dar nada a cambio. Reduciendo la confrontación
a lo que denomina particularidades culturales (vestido, música,
“gestión del espacio cuando se trata de hombres y mujeres”: ¡qué modo de
esquivar el concepto de desigualdad entre sexos!), elude los verdaderos
problemas de fondo: derecho a la apostasía, libertad de la mujer para decidir
sobre su propia vida, igualdad ante la ley, o respeto a todas las creencias
religiosas en los países de hegemonía musulmana. Limita la cuestión
a la mera caricatura folklórica, porque, en efecto, en sí mismo, es irrelevante
que una mujer se cubra o no la cabeza, pero no lo es que no se la
pueda reconocer por taparse la cara, o que, mediante la simple pañoleta,
esté marcando un abismo insalvable con la sociedad que la rodea, en especial
la masculina.
De manera incomprensible, este individuo –que, invitado a Madrid, se
negó a condenar los asesinatos del 11-M– es tenido por prestigioso y moderado,
cuando viene a representar el integrismo más brutal y descarnado,
envolviéndolo en palabrería reiterativa y hueca y lanzando perogrulladas
que, por su simpleza, sonrojan a cualquier ser pensante: “La confirmación
abierta y positiva de la identidad musulmana es una realidad concreta,
como hemos descubierto, como lo es la integración del ciudadano, de
facto. Lejos de ser una mentalidad de gueto, la mayoría de musulmanes
optan por una presencia serena y abierta y algunos llegarán hasta a proponer
una ‘cultura musulmana europea’. Vemos los consiguientes redobles
de una ‘integración íntima en la sociedad europea, que debería ser objetiva
y la finalidad de cualquier sociedad plural, que respete el concepto de identidad
y diferencia’”. La única explicación que hallamos para el éxito de este
personaje es la necesidad de amplios sectores intelectuales y hasta gubernamentales
europeos de que aparezca alguien a contarles lo que quieren
oír, para poder evitar todavía por un tiempo el enfrentamiento con la realidad,
incomodísima.
En un artículo reciente (Le Monde, 4–11–08) Ramadán preparaba su entrevista
con el Papa de dos días más tarde: “Nuestro diálogo constructivo
sobre los valores y las finalidades comunes es más importante e imperativo
CUADERNOS de pensamiento político
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que nuestras rivalidades sobre el número de fieles, el proselitismo y la rivalidad
baldía en torno a la posesión de la Verdad. Los espíritus dogmáticos
trabajan en ambas religiones contra sus propios intereses. Cualquiera que
afirme que él es el único poseedor de la verdad y que ‘los otros son la mentira’
está ya equivocándose. Nuestro diálogo debe luchar contra las tentaciones
dogmáticas apoyándose en un diálogo profundo, crítico y siempre
respetuoso (…). Hay que empezar un diálogo sobre las civilizaciones. El
miedo al presente a veces nos hace contemplar el pasado con un prisma deformado:
sorprendentemente, el Papa aseveró que las raíces de Europa eran
griegas y cristianas, como para conjurar la amenaza actual de la presencia
musulmana en Europa. Su interpretación es reduccionista”. Aparte de las
inevitables llamadas al “respeto” y al “diálogo” (con la no menos ineludible
condena del dogmatismo), Ramadán muestra su auténtica predisposición al
calificar de sorprendente la afirmación de que las raíces europeas son griegas
y cristianas. Pero claro que esos fundamentos religiosos y culturales
–con las sociedades resultantes– son los nuestros. Y si añadimos otros habremos
de hablar de elementos latinos y germánicos y, en el Este europeo,
eslavos; y muy poco –en algún país del Sur, como España– de vagas reminiscencias
árabo-musulmanas en proporciones menos que reducidas en alguna
región: la Alhambra y la Mezquita de Córdoba despistan y vuelven
estrábicos a quienes se quedan en la superficie de las cosas.
En lo referente a España –y perdónese la cita propia– remitimos a nuestras
obras Al-Andalus contra España y La quimera de al-Andalus, cuyos argumentos
y documentación no reiteraremos aquí. Y la relativa importancia
de la transmisión árabe de conocimientos científicos y filosóficos griegos,
queda muy atenuada al estudiar a fondo el papel desempeñado –como no
podía ser de otro modo– por las Cruzadas y los bizantinos y por cuantos
monjes, comerciantes o viajeros varios mantuvieron contactos con ellos (ver
Sylvain Gouguenheim, Aristote au Mont Saint-Michel). Pero Ramadán –digámoslo
educadamente– con el desparpajo característico de sus orígenes
culturales, sugiere la negación de la evidencia –quiénes y cómo somos–, de
la misma manera que asegura la existencia de “múltiples” asociaciones islámicas
que, en Europa, trabajan por la integración en la sociedad europea,
aunque él comienza por reclamar el derecho a las peculiaridades: ficciones
y más ficciones de continuo desenmascaradas por los hechos.
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Para terminar con Ramadán solo señalaremos una finta dialéctica nada
baladí en el susodicho artículo dirigido al Papa: “Habrá que hablar también
de la libertad de conciencia, de los lugares de oración y del argumento de la reciprocidad
[sic]”. La mala fe es patente, porque suscita algo muy concreto en
lo que los musulmanes sólo tienen que ganar y es uno de sus leitmotiv centrales
(los lugares de oración, vale decir la Catedral de Córdoba, antigua mezquita,
por ejemplo), mientras reduce la gravísima cuestión de la reciprocidad a un
mero “argumento”, cháchara para entretenerse y nunca tomar en serio.
Estos intelectuales musulmanes, muy relacionados con Europa, se mueven
en un victimismo permanente y decepcionante, porque saben que de él extraen
excelentes ventajas, personales o colectivas. Mohamed Talbi culpa al
ambiente liberal occidental de beneficiar al integrismo y no al Islam moderno
y liberal (se sobreentiende que se refiere a sí mismo), aunque nadie responda
a la pregunta: ¿dónde está ese Islam liberal y moderno?; Fátima Mernissi (galardonada
con el Premio Príncipe de Asturias) se despacha con gusto reduciendo
Occidente a militarismo, imperialismo y terror colonial y rematando
la condena con la frase “el individualismo, sello de la cultura occidental, es la
fuente de toda aflicción”; Mohamed Arkoun, sin el más mínimo atisbo de autocrítica,
denuncia “el inconmensurable desconocimiento que tanto en Europa
como en Norteamérica impera sobre las causas de los conflictos del
Tercer Mundo”. El mismo Arkoun –como más arriba veíamos con Ramadán–
selecciona cuidadosamente la terminología al uso en la jerga política
actual y las expresiones empleadas, según quiénes sean los aludidos, así habla
de “ocupación romana” para referirse a los territorios norteafricanos del Imperio;
o menciona la “brutal ruptura puesta en práctica por los Reyes Católicos
en 1492 tras la caída de Granada”, frente al papel [sic] desempeñado por
los otomanos entre 1453 y 1924”. El tratamiento lingüístico, nada inocente,
no puede ser más desigual al mencionar los abusos de unos y otros.
En tanto Sami Naïr, argelino que vive en Francia, asegura con gran
aplomo que el 98% de los inmigrantes musulmanes en Europa están perfectamente
integrados (ABC, 30–04–07), la retórica del chovinismo nacionalista
árabe más crudo se exhibe sin tapujos en los escritos de Hala
Mustafa, con su reiterativa enumeración de agravios, denuestos, amenazas
y… pura ignorancia, sin adjetivos: “[Europa] no ha cambiado desde las
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Cruzadas [¡!], desde Andalucía [sic] y desde las guerras otomanas. Por eso,
y a pesar de sus setenta años de laicismo y de sus fervientes esfuerzos por
establecer vínculos económicos y políticos con Occidente, Turquía continúa
fuera de la Unión Europea”, escribía la autora en un alarde de superficialidad
enciclopédica que le permite reducir la militancia islámica, con
todas sus consecuencias defensivas, a forma de protesta social, o asimilar
“Andalucía” (en realidad, se refiere a la pérdida de al-Andalus, lloriqueo
monocorde y obligado en todo intelectual árabe) al conflicto de Palestina.
La enorme conflictividad, interna y externa, de los países islámicos –reflejada
por Huntington con datos y números incontestables y que nadie le
ha perdonado– pasa desapercibida para casi todos estos intelectuales y la
achacan, de modo sistemático, a causas exógenas: los culpables siempre son
los demás, de suerte que si, en los 90, de veinte conflictos etnopolíticos en
quince estaban involucrados musulmanes con gentes de otras culturas, el escapismo
(o lo que más arriba denominábamos piadosamente “aplomo” o
“desparpajo”) exige que Israel, o unos lejanos Reyes Católicos, deban responder
de un derecho familiar medieval o unos castigos corporales que se
remontan a las ciudades-Estado sumerias. Porque las preocupaciones de los
islamistas moderados son otras: restablecer en toda su vigencia la Shari’a, un
mayor uso del lenguaje y simbolismo religioso, copo de la educación, imposición
en los grados coercitivos que sean necesarios de conductas “islámicas”
(alcohol, velo, etc.), mayor control de los Gobiernos laicos (de
laicidad muy discutible, en realidad), solidaridad entre Estados islámicos,
rechazo de los Estados nacionales y de su inspirador –dicen– Occidente,
retorno a los dorados tiempos del primer Islam, y, desde luego, variedad en
las vías para alcanzar un mismo fin. Y en ello están.
Algunos de estos pensadores –como el tunecino ‘Azzam Tamimi– felizmente
paseados y remunerados en Europa por simposios, congresos y demás
zarabandas, nos regalan con páginas exuberantes que, al menos, tienen la
virtud de provocar la carcajada, algo muy de agradecer tratándose de textos
sociopolíticos: para Tamimi, el sistema democrático occidental tiene su origen
en el consejo de notables (shurà) que sucedió a Mahoma y eligió a los
primeros califas, en tanto Rashid Gannushi estima que “los europeos se han
beneficiado de la civilización islámica para crear ideas profundamente ilu-
EL ISLAM MODERADO: ¿UNA LITERATURA DE FICCIÓN? / SERAFÍN FANJUL
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minadas de los valores sociales cuyo fruto era la emergencia de la democracia
liberal”. Pero el terrorífico integrista sudanés Hasan at-Turabi aún mejora
la idea situando el arranque de la democracia moderna en el contrato de juramento
y homenaje de besamano, en la ceremonia denominada bay‘a. Hay
donde elegir, aunque luego se ofendan porque no los tomamos en serio.
Sin embargo, siempre hay quien supere a todos los anteriores y nos deje
bien claras las dificultades de entendimiento que padecemos –y padeceremos
en el futuro– con quienes carecen de una mínima intención de
acuerdo y aproximación. Rudolf el-Kareh (“Savants orientaliestes et crétins
idéologiques”, en Révue d’Études palestiniennes, nº 89, otoño 2003), en unas
páginas cuyo título ya ilustra bien sobre el alcance del contenido, dirige un
ataque enloquecido contra Huntington y, sobre todo, contra Bernard
Lewis, arabista ante cuya obra hay que descubrirse, pero que presenta la
tacha imperdonable de ser asesor de la Administración americana. La avalancha
de exabruptos es tan desmesurada que resultaría irrelevante, de no
representar bien a los “Estudios palestinos” y a una infinidad de orates que
pululan por Internet y con los cuales, habitualmente, no perdemos un minuto
de nuestro tiempo. Para El-Kareh, la obra de Lewis se reduce a odio,
ignorancia, fantasía, injurias, estupidez, inepcia, obscenidad, panfleto, libelo,
sinvergonzonería, propias de un “idiota” y un “memo”. La acumulación
de insultos, sustantivos, adjetivos y adverbios descalificadores es de tal
magnitud que aquí no podemos reproducirla, y la idea central conduce –de
manera expresa– a la conclusión de que el británico actúa por “un racismo
extremo”. No recuerdo nada semejante en ninguna de las siete obras de
Lewis que he leído y que sólo me han suscitado admiración y agradecimiento
por cuanto en ellas he aprendido, en un tono educado y medido,
con excelente documentación y procedimientos argumentativos respetuosos
con todo el mundo. Por ejemplo: al formular una crítica a una determinada
sociedad musulmana, recuerda de inmediato, valora y compara
lo que acaecía en el mismo momento entre los cristianos de Europa o los
hinduistas de la India, que tampoco era glorioso. Se mueve en búsqueda
continua de equilibrio y contrabalance, tratando de disculpar y comprender
en su contexto los fenómenos sociales, en nuestra opinión con exceso.
Pero con los improperios de El-Kareh se nos hace presente de nuevo el
convencimiento de que esto es lo que hay como línea dominante y deci-
CUADERNOS de pensamiento político
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soria entre los musulmanes, no los ponderados razonamientos de Bassam
Tibi; y comprendemos, por enésima vez, que el arabismo con razón puede
considerarse un sacerdocio. Un sacerdocio en el que el perdón es mucho
más necesario que el ministerio mismo.
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