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viernes, 20 de diciembre de 2013

Islam y Laicismo: en el Occidente del Sometimiento

Islam y Laicismo: en el Occidente del Sometimiento


15/06/2003 - Autor: Abdennur Prado - Fuente: Verde Islam 20



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Islam y Laicismo: en el Occidente del Sometimiento

El islam como problema

En algunos de los más recientes debates sociales acaecidos en España se ha visto involucrado el islam, ya sea como detonante o como excusa. Nos estamos refiriendo a casos como el velo, la inmigración o el derecho a recibir una enseñanza religiosa, pero también al nuevo posicionamiento a escala global que el mercado nos demanda. Dado que el problema parece ser siempre el islam —jamás el evangelismo, el judaísmo o el budismo— los llamados “moros nuevos de agnóstico o cristiano” nos sentimos doblemente afectados, tanto por nuestra condición de musulmanes como de occidentales, en muchos casos comprometidos ‘años ha’ en la lucha contra la dictadura y en los inicios del proceso democrático.

En el fondo de todos estos debates se halla el propio sentido del laicismo. Se están considerando los límites de la pluralidad, del derecho a la religión y al mantenimiento de identidades y costumbres. Aunque formalmente estos derechos son sostenidos por la Constitución de 1978, no todos parecen coincidir en el modo de aplicación de unos principios que, gracias a Al-lâh, nadie discute. Hemos llegado a tal punto de crispación que un simple pañuelo sobre la cabeza de una niña ofende las miradas, destapando actitudes xenófobas latentes, a las cuales no son ajenas nuestros gobernantes.

La sociedad es conducida a definirse frente al otro, y en ese sentido los musulmanes tenemos siempre precedencia. Para hablar del ‘moro’ a nadie se le demanda el más mínimo conocimiento: todo está permitido. Se tratan libremente cuestiones de derecho, confundiendo los planos más dispares, se extrapolan categorías y parámetros con el objeto de justificar políticas de inmigración innobles. Se habla del deber de integración del emigrante, como si nuestra sociedad no tolerara que las gentes mantengan sus costumbres, como si la diversidad fuera un peligro.

En más de un aeropuerto se hallan pequeños campos de reclusión, habitados por no-personas, por seres humanos que no han cometido ningún delito y cuya existencia jurídica es negada... pero ¿puede el estado decidir quien es objeto de derecho? ¿O más bien el hombre tiene derechos por el mismo hecho de ser hombre, con independencia del lugar en que ha nacido? Son las contradicciones de un sistema que está necesitando una profunda revisión, antes de que nos demos cuenta de que hemos sido abocados a un mundo basado en la exclusión y que utiliza la coartada de la democracia para perpetuarse.

Siendo el islam el centro de muchas de estas situaciones, es más que razonable que se consulte a los nuevos musulmanes sobre el modelo político que defendemos, que se nos invite a participar en el debate social como miembros y no como a extraños.

La mentalidad sacrificial

Debemos empezar por decir que el desconocimiento del islam que muestran nuestros conciudadanos raya con lo obsceno, y eso es así tanto a nivel de la universidad o la academia como de la ‘inteligencia’ del Estado. Son muchos los ejemplos, y aquí sólo trataremos algunos de los tópicos más persistentes.

Según una opinión bastante divulgada, el islam es una amenaza para una sociedad basada en la diversidad y en los derechos del hombre, y regida por valores democráticos. La confusión viene provocada por la costumbre humana de proyectar sus esquemas mentales en lo desconocido. Muchos de nuestros contemporáneos se refieren a una cosmovisión que ignoran mediante su equiparación a las formas religiosas que les son conocidas: el nacional-catolicismo en el cual fueron educados. Los prejuicios sobre el islam se dan a dos niveles: el del comportamiento individual y en el plano colectivo. Según esta visión, el musulmán permanece anclado en una era de irracionalidad y teocracia, lo cual lo hace refractario a todo intento de asimilación.

La necesidad de un enemigo forma parte de lo que René Girard ha calificado como “mentalidad sacrificial”. Según este pensador, el sacrificio es un mecanismo atávico, capaz de crear cultura y civilización. Al dirigir la violencia hacia un ‘otro’ sacrificable, el grupo consigue exorcizar el caos latente en cada uno de sus miembros. Es la consumación del sacrificio lo que constituye, impropiamente, el grupo. ¿Qué hombres están más unidos que los que practican un linchamiento? Es la turba, la masa despersonalizada, que ahora apunta hacia el islam como antes apuntase hacia la herejía o hacia el comunismo. Lo sacrificable coincide con lo desconocido de nosotros mismos.

Preferimos verlo extirpado que asumir los cambios internos que se desprenden de su conocimiento. Nada bueno puede venir de esa parte que percibimos portadora de valores desestabilizadores, que nos obligan a realizar el esfuerzo de ampliar nuestro horizonte mental, a superar los esquemas heredados, nuestro atavismo cotidiano. El extranjero (el bárbaro) encarna nuestra violencia inconfesable.

Se nos ha contado una falsa historia, esa que Michel Foucault ha llamado “la historia de las cumbres”. Esta historia trata linealmente de la formación de los Estados, de la legitimización del poder a través de fechas de batallas, de dinastías que se solapan las unas a las otras, de cambios de fronteras, de creación de naciones, basadas en un concepto biológico de la territorialidad. Esta historia nada tiene que ver con la vivencia de los pueblos, basada no en la guerra sino en el intercambio, en la hospitalidad y en la consideración de que todas las criaturas comparten un origen y un destino.

La mitología sobre el laicismo como superación de una época de oscurantismo religioso se ha constituido en el argumento sacrificial por excelencia de la modernidad. Se trata de una mitología historicista creada por los estados del norte, y sustentada por un aparato militar e ideológico, y que es aplicada indiscriminadamente. Esa idea está estrechamente relacionada con la de la superioridad del hombre blanco, el darwinismo social, la idea de progreso, etc.

Al aplicarse como una mirada hacia las tradiciones, lo único que hace es proyectar la visión deformada de la religión realizada por una iglesia al servicio del poder, una visión profundamente nihilista y necesitada de un chivo expiatorio. Se trata del bárbaro, que permanece anclado en un mundo conceptual primitivo. Este es el hombre sacrificable, sea por su transformación, sea por su eliminación. Se trata del choque de civilizaciones.

Esta clase de opiniones son defendidas por gentes situadas en puestos relevantes de la cultura, y sus ideas son difundidas ampliamente por medios de comunicación que se suponen serios. Lo que subyace detrás de estas opiniones es el viejo complejo de superioridad de la sociedad occidental, obsesionado con una mitología de las edades del hombre: de haber logrado el paso de un estadio religioso hacia una era de racionalidad. Es difícil de creer, pero hay gente que siguen pensando de ese modo, sin tener en cuenta la destrucción operada en el planeta, la corrupción en todos los ordenes de la sociedad, la destrucción de la educación como transmisora de conocimiento, la sinrazón de los mecanismos sociales dominantes: la eficacia a toda costa, el consumismo, el sistema carcelario, la acumulación de riqueza en unas pocas manos, la pobreza de la mayoría, condenada a sufrir el hambre a causa de la supuesta racionalidad de un mundo cada vez más deshumanizado.

Moderados e integristas

Para salvar la distancia entre las proclamas institucionales de respeto a la diversidad, y la cada vez más racista política de nuestros gobernantes, se ha construido a nivel mediático una distinción entre musulmanes ‘moderados’ y ‘radicales’, donde la palabra radical es rápidamente sustituida por ‘fundamentalista’, ‘integrista’ u ‘ortodoxo’, sinónimos todos de retrógrado y de fanático. Mediante estas categorías, el estado reivindica su derecho a reprimir manifestaciones culturales que no le convienen, sin dejar de proclamar su respeto por la libertad religiosa. Pero, ¿se dividen los musulmanes en moderados e integristas? En esta y otras clasificaciones, hay que resaltar la incapacidad de comprensión que el islam genera en un mundo basado en las imágenes y los estereotipos.

Para la mayoría de los periodistas la religión no puede ser más que algo primitivo, frente al universo civilizado. Cuando nos llaman “musulmanes moderados” en realidad están pensando: “primitivos, pero poco”. Nosotros sonreímos ante estas clasificaciones. El sometimiento a Al-lâh no puede sino ser un acto radical mediante el cual el ser humano se compromete a abandonar toda idolatría, a iniciarse en un despojamiento de todo dogmatismo, de todas las proyecciones que el hombre realiza sobre el mundo para velar su pertenencia a lo incondicionado. No hay un islam moderado por que no hay ningún islam no moderado, por la misma regla de tres: si alguien es fanático es que ha hecho de su religión una barrera, un ídolo enfrentado con otras religiones, y por tanto no ha aceptado la diversidad como un mandato, no se ha sometido a un Creador que nos regala la diversidad como uno de Sus signos más maravillosos. Pero tampoco existe un islam no-integrista, si tomamos la palabra en su sentido preciso: que quiere preservar su integridad, una concepción de la vida como un todo indivisible. Dicho de otro modo: el islam es una apertura radical hacia la Unicidad de lo diverso, y esa radicalidad excluye el sectarismo.

La palabra integrista sólo es peyorativa cuando se habla de religión, pero no cuando se trata de medicina integral, o de un concepto integrado de la naturaleza, ni tampoco cuando se habla de una persona íntegra. Si ser integrista es tratar de recuperar el islam como un modo de vida orgánico, que abarque todos los aspectos de la vida, por supuesto que somos integristas. Sin embargo, para la prensa un integrista es alguien que quiere devolver el mundo a la Edad Media, época de la cual se tiene una imagen pre-fabricada. ¿De que Edad Media se trata, de ese momento en el cual París era un lodazal y Córdoba tenía un millón de habitantes y unas bibliotecas con miles de volúmenes que se perdieron para siempre? Cuando oímos el término ‘Edad Media’ como sinónimo de oscurantismo no podemos dejar de sorprendernos, ya que esa época representa el periodo de máximo esplendor cultural de España. En este y otros casos el colonialismo intelectual es evidente.

Modernidad y desarraigo

Para ejemplificar la división entre ‘moderados’ y ‘fundamentalistas’, la prensa suele referirse al wahhabismo, esas corrientes que vienen de la Península Arábiga, caracterizadas por un rigorismo extremo en la práctica, que es presentado como la ‘ortodoxia’ ante la cual los ‘moderados’ representan una corriente modernizadora. Pero este esquema es, una vez más, completamente falso.

La concepción de la ortodoxia como algo rígido e inmóvil frente a la modernidad como la superación del dogmatismo forma parte de la mitología occidental, pero en el islam sucede lo contrario. Lo ‘ortodoxo’ —según el modelo del Profeta (paz y bendiciones)— sería el reconocimiento de otras tradiciones, la ausencia de fanatismos o actitudes exageradas en la práctica del islam, la ausencia de instituciones jerárquicas, las decisiones colectivas en la shura (asamblea), la libertad de conciencia y el derecho de cada uno a desarrollarse dentro de los límites establecidos por Al-lâh. Podrían citarse hadices y Qurán reforzando todo ello, por no hablar del papel de la mujer, o evocar la imagen de Aisha dictando sentencias judiciales... Dice Abderrahmán Muhámmad Maanán, un maestro de Sevilla:

"las mujeres en la época de Muhammad (s.a.s.) gozaban de un protagonismo extraordinario, entraban y salían de sus casas, acudían sin cortapisas a las mezquitas a cualquier hora del día o de la noche, tenían reuniones femeninas en las que se decidían asuntos importantes, participaban en las asambleas, opinaban e imponían sus opiniones, recibían educación, incluso personalmente del Profeta con quien por otra parte tenían un trato propio entre iguales, trabajaban y comerciaban, combatieron en primera fila, morían por el islam, lo enseñaban, ordenaban el bien y prohibían el mal...".

En la comunidad profética de Medina, los judíos tenían sus propios tribunales y escuelas, pero aquí en España existe una enseñanza única y obligatoria, y se discute el derecho de las niñas a ir a la escuela con pañuelo. Frente a la política de la exclusión que practican los estados autoproclamados civilizados, el islam tradicional se presenta como algo omniabarcante: no trata de segregar al otro sino de incluirlo plenamente. Esta es la gran obra del Profeta (paz y bendiciones): dirigirse a tribus y naciones ancestralmente enfrentadas para unirlas en torno a la Palabra revelada, la única Palabra capaz de operar el milagro de la unión de los contrarios, pues ella misma brota del origen que todo lo reúne.

Para nosotros, éste es el ejemplo de una sociedad tradicionalmente islámica, y no esas monarquías creadas por el colonialismo. No es ésta una cuestión meramente política o económica, sino algo más profundo.

La palabra Ummah (la comunidad de los creyentes) proviene de la palabra madre, y podría traducirse como ‘matria’. Penetrar en la Ummah de Muhámmad es ubicarse en la tierra como madre, pasa por recuperar un modo integral de estar en el mundo. La recuperación consciente del vínculo de cada uno con la Misericordia Creadora (Rahma) es la única referencia posible para la construcción de una sociedad pacificada. Frente a la concepción patriarcal y jerárquica, que hace depender a unos (la mayoría) de la autoridad de otros (la minoría), el islam se manifestó en Arabia hace catorce siglos como el retorno al dîn primigenio que Al-lâh ha querido para el hombre, a la religión del hombre libre: el sometimiento consciente a una Realidad que no puede ser objeto de ningún monopolio religioso.

La pérdida de lo real como horizonte del sentido es aquello que llamamos desarraigo, y eso pasa por considerar que la revelación forma parte del pasado. Hemos entrado en el tiempo de lo cuantitativo, donde el hombre ya no puede recibir por si mismo el Mensaje, ni comunicarse con la Realidad directamente. “La política moderna es el desolador experimentum linguae, que desarticula y disuelve a lo ancho y largo del planeta tradiciones y creencias, ideologías y religiones, identidades y costumbres” (Giorgio Agamben, La comunidad que viene).

En la política mundial el movimiento wahhabí se constituye en el estereotipo del cual el sistema se alimenta. Se trata de lo que los ingleses llaman un gentlemans agreement, un pacto entre caballeros: a cambio de ver preservado el islam como “la religión de los árabes”, se encargan de desarticularlo como fuerza planetaria. También el reparto de los beneficios del petróleo forma parte de este pacto, así la protección norteamericana. En todo esto, claro, sale perdiendo el islam, por no hablar de Iraq, Chechenia o Palestina, cuyas riquezas son convertidas en moneda de cambio.

Wahhabismo y Occidente

El wahhabismo no es una interpretación ortodoxa del islam sino un movimiento reformista, nacido en la Arabia del siglo XVII d.C. Más adelante, la palabra reformista ha tomado el sentido de abandono de una concepción orgánica de la comunidad en función de estructuras de poder nacidas con la industrialización.

Un Estado como el de Arabia Saudí representa el abandono de la tradición por intereses económicos, y fue escogido por los británicos porque se ajustaba a los planes de explotación de los recursos naturales que habían diseñado para Oriente Medio. Su aspecto exterior les da una apariencia islámica, mientras que su carácter modernista les facilita la labor de gobernar vulnerando completamente la Sharîa. Mediante la llamada “apertura de la puerta del Iytihâd” (esfuerzo interpretativo en jurisprudencia), los ulemas al servicio del Estado se permiten lanzar fatwas para justificar todo aquello que al gobierno le interesa: la presencia de bases americanas en Arabia, o la licitud del asesinato político, de la usura y el tráfico de drogas. En el plano de la política internacional, el wahhabismo trata de hacer pasar el islam como una pieza de la economía de mercado, colaborando en todo con el Fondo Monetario Internacional.

Arabia Saudí: un país que comercia en armamento y practica la usura pero se llama a sí mismo islámico porque corta la mano al niño que roba una manzana, donde los gobernantes viven rodeados de un lujo extravagante mientras la deuda externa alcanza cifras astronómicas... Pero el Profeta Muhámmad (saws.) dijo: “Aquel que trasiega con lo que tiene, a ése es a quien Al-lâh provee; y aquel que acapara bienes y los acumula, a ése es a quien Al-lâh maldice y aparta de su lado”. Y han tenido la desfachatez de ponerle el nombre de una familia a la tierra del Profeta, que la paz sea con él.

Lo que han hecho en las ciudades de Meka y Medina no deja lugar a dudas. Donde hace unos años estaban las tumbas de los compañeros del Profeta (s.a.s.) ahora se agolpan concesionarios de la Mercedes o la Crysler. En lugares asociados a la misión profética de Muhámmad (s.a.s.) ahora hay hoteles de cinco estrellas regentados por compañías extranjeras. La destrucción del patrimonio, de la memoria colectiva de los musulmanes, forma parte de la política de los Bani Saud desde sus comienzos. Es el mismo desarraigo que se está produciendo a gran escala, operado desde dentro del islam, desde su mismo centro geográfico. Pero ese centro no puede tocar el corazón de los creyentes, donde el islam permanece a salvo de esta clase de maquinaciones, sólo puede darse al nivel más bajo de las imágenes y los estereotipos.

Esta es la entrada del islam en la sociedad del espectáculo: “el wahhabismo representa la occidentalización del islam, el abandono de la tradición para hallar su semejanza con esa cultura de la representación y de la imagen”.

Cultura de la imagen: la aceptación de las imágenes de las diferentes tradiciones, pero no sus contenidos. Estamos en un mundo donde la idea de tradición quiere ser reducida a la de folclore. El sistema se las da de tolerante por permitir que esas imágenes convivan separadas de sus contenidos. Esto es lo que ofrece el wahhabismo: no el islam como un todo sino solo su apariencia, no la verdad sino una imagen estereotipada, dentro de una galería de sombras sin sentido.

Estamos en lo que llamamos cultura de la representación: todo forma parte de un espectáculo a menudo grotesco, que tiende a cortar los lazos de los hombres entre sí. En esta cultura están empeñados los “representantes de dios en la tierra” de todas las religiones, como los publicitarios, los economistas del Nuevo Orden Mundial, o los fabricantes de noticias. En el terreno de la democracia nos encontramos con lo mismo: no a la participación directa del pueblo en las decisiones colectivas, sino elección (supuestamente libre) de representantes. Para nosotros, justamente, la representación es el problema.

Arabia Saudí, como cuna del islam, juega el papel perfecto para la política de los poderes de occidente, una política que no puede sino acabar con el sacrificio de la imagen que ellos mismos han creado. La cuna es el lugar de origen, y la catarsis anti-islámica sólo puede apuntar al lugar del nacimiento del islam, tratar de borrar la historia de un modelo de civilización que lo pone todo al descubierto.

Concepciones teocráticas

Dentro del amplio catálogo de mentiras o medias verdades a que nos han habituado, suele decirse que el islam no ha pasado por el renacimiento y la reforma, trasplantando categorías inventadas de la historia de Europa —ya dudosas de por sí— a un ámbito distinto. Pero sucede que la universalidad y la apertura hacia todas las culturas y la interpretación de los textos sagrados forman parte del islam desde su origen, y no sólo como un derecho, sino como una obligación para todo hombre sometido a la Realidad —y eso es lo que significa la palabra árabe ‘muslim’. También suelen oponer la “teocracia islámica” al laicismo, pero dicha oposición es una invención interesada.

En el islam no hay lugar para la teocracia, en el sentido en que los europeos entendemos este término: como el gobierno de una casta de sacerdotes, representantes de dios en la tierra. Solemos hablar de la separación entre iglesia y estado como un logro de la modernidad, pero dicha separación no tiene cabida en el islam desde el momento en que los musulmanes no admitimos iglesia. La idea de unos representantes de Al-lâh en la tierra es idolátrica, algo vedado para los musulmanes.

La diferencia entre las concepciones occidental y musulmana del gobierno han causado muchos quebraderos de cabeza a los estudiosos. En los años cincuenta, Luis Gardet definía el modo de organizarse de la sociedad islámica como “una teocracia laica e igualitaria”. Por su parte, el profesor egipcio Hasan Hanafi ha escrito: “el islam es en su esencia una religión laica...”. El paquistaní Mawdudi hablaba de una “teo-democracia”, en la cual la soberanía de Al-lâh es ejercida conjuntamente por gobernantes y gobernados. Expresiones como estas ponen en evidencia que las palabras ‘teocracia’ y ‘laicismo’ pertenecen a un orden de cosas no aplicable al islam sin violentar su sentido.

Es evidente que los musulmanes creemos (sabemos) que Al-lâh es el único gobernante, pero eso es algo que sucede no a un nivel humano, sino como una característica de la Creación en su conjunto. Es decir: por supuesto que Al-lâh gobierna, pero lo hace en todas partes, tanto en la Norteamérica actual como en el desierto, donde no habita el hombre. Que Al-lâh gobierna quiere decir que la existencia está regida por unas leyes trascendentes, que todos los procesos tiene su origen en lo Uno. Él es al-Malik, el Único Soberano al cual el hombre consciente se somete. Frente al poder de Al-lâh el hombre inventa unas estructuras de poder, se da a si mismo la ficción de una soberanía.

La frase “la soberanía sólo pertenece a Al-lâh”, no tiene el mismo significado político en los países musulmanes hoy y en la Europa de hace cuatro siglos. En este último caso servía para legitimar la usurpación del poder temporal por parte de la iglesia, que pretendía ser la única fuente de legitimidad por tener el monopolio de lo sagrado. En el caso de los musulmanes, por el contrario, se trata de quitarle el poder a una oligarquía —civil o militar— y dar a ese poder carácter público, gracias a la religión con la que se identifica la mayoría de los ciudadanos. Tal reivindicación de la “soberanía divina” expresa una profunda aspiración a la participación política de la mayoría. (del artículo de Lahouri Addi ¿Tiene cabida el islam en la democracia?, en Webislam nº 125).

Es habitual oír que los musulmanes tenemos una visión teocéntrica del mundo, con lo cual estaríamos defendiendo una sociedad jerarquizada. Y sin embargo eso es justo lo contrario a lo que la cosmovisión islámica proclama: el carácter insondable de Al-lâh se da como no localización, descentralización, apertura hacia lo ilimitado. Al-lâh es irrepresentable: no puede ser sustituido por imágenes ni por seres humanos, ya que esto significaría una limitación contraria a Su Realidad Omniabarcante. Esto no es algo marginal, sino algo medular y profundamente arraigado en la conciencia de los musulmanes. Se trata del rechazo del Shirk, la idolatría, el endiosamiento de los simulacros.

Cuando el musulmán reivindica que “todo el poder viene de Al-lâh”, lo que está diciendo es casi lo contrario a lo que esta frase significaba en el Antiguo Régimen, en el cual se refería a una soberanía divina ejercida por un poder centralizado en la figura del monarca. Cuando el musulmán se refiere a la soberanía de Al-lâh, está denunciando la usurpación del poder por parte de una oligarquía, y esto es válido tanto ahora como en el pasado, tanto en Argelia como en España como en Argentina.

Una comunidad ilimitada

En el centro de la cosmovisión islámica se halla la idea del Tawhid: la Unicidad de todo lo existente. El Tawhid implica una concepción orgánica del hombre en una Creación que ninguna criatura puede abarcar con la mirada. Todas las prácticas del islam tienen por objeto integrar armónicamente al hombre dentro de un mundo que él no puede controlar. Ningún aspecto puede quedar fuera de la práctica, pues la toma de conciencia del Tawhid hace que todos nuestros actos sean actos de ‘ibada, modos de adoración, medios de vincularnos a ese todo del que somos parte.

El islam rige por completo la vida del individuo, tanto en su introspección como en su expansión hacia lo exterior, tanto en su soledad esencial como en lo colectivo. Es lógico: el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad y dependencia tiene que marcar profundamente nuestros actos, llevarnos a abandonar todas aquellas actitudes dogmáticas o sectarias, a reconocer el carácter fragmentario de nuestra perspectiva.

La ‘ibada en su conjunto es el modo a través del cual lo múltiple es reintegrado a la Unidad. Pero esa Unidad no es localizable en lugar alguno, carece de imagen. Toda intención de representarla, sea interna (a través de la fijación de una doctrina) o externa (a través de asociar algo al Creador, de darle identidad o de otorgarle unos ‘representantes’ en la tierra) es un acto de Shirk. Lo cual significa: Al-lâh permanece siempre más allá de todas las determinaciones, inalcanzable. Pero, al mismo tiempo, es Él quien nos hace y deshace a cada instante.

El islam se opone a un modelo social que tiende a la acumulación, a lo cuantitativo, y a la creación de centros de poder frente a una periferia empobrecida que da vueltas a ella buscando una limosna. El poder absoluto de Al-lâh se manifiesta en todos los lugares de la Creación, sin dar lugar a una fijación definitiva. Todo centro se identifica con la periferia: es periferia de otro centro. El centro de los centros permanece más allá de toda determinación, pero está presente en cada uno.

Al-lâh ha dicho:

“No me abarcan ni los cielos ni la tierra, pero me contiene el corazón de quien se abre a Mí”.

(Hadiz qudsí)

La re-integración que el musulmán realiza de sus capacidades dispersas en la Unidad tiene mucho de vertiginoso: se nos exige abandonar todo asidero, toda guía externa. El creyente tiene la certeza de que en la ausencia de dogmas y doctrinas es donde Al-lâh le otorgará Su guía. Eso es el Qur’án: la Guía que Él nos ha entregado, que nos entrega a cada instante. Los musulmanes, al dar testimonio de la Unicidad de todo lo creado, pasan a formar parte de la Ummah. Esta palabra designa a la tierra como el lugar de la teofanía. La matria es distinta del Estado, no puede coincidir con una estructura de poder basada en el nacimiento o en la ciudadanía, sino en el reconocimiento del Tawhid. Nadie dice quien es y quien no es miembro de la Ummah. Nadie puede otorgarse ese derecho.

Por el contrario, el concepto de ciudadanía está asociado a eso que Michel Foucault llamaba ‘biopolítica’: una política que se impone al ‘cuerpo social’, a través de dispositivos que regulan su natalidad, su fecundidad, su mortalidad… En el artículo 8.1 del Tratado de Maastricht se establece que “será ciudadano de la Unión toda persona que ostente la nacionalidad...”. Quien no tiene nacionalidad no es ciudadano, es decir: no es sujeto de derecho. Este es el límite interno de los derechos del hombre. Pues en realidad no importa tanto cuales o cuantos son los derechos, sino quién los otorga. ¿Quién tiene derecho a decidir quién es objeto de derecho? Para los musulmanes, derechos y deberes emanan de lo Uno, son anteriores a cualquier doctrina, por muy noble que esta sea.

Habría que estudiar el proceso a través del cual los Estados (incluyendo los autoproclamados ‘islámicos’) se han ido apropiando cada vez más férreamente de la idea de ciudadano. La ciudadanía occidental es una regla de exclusión: una regla a la cual se enfrentan cada día muchos inmigrantes. Frente a esto, la pertenencia a la Ummah no es algo que ningún poder terrenal otorga, sino un hallazgo personal de cada uno.

De esto se desprende todo un concepto de la soberanía, que va de lo interior (el corazón, centro del mundo interior a cada uno) hacia lo colectivo. El hombre soberano (califa) es aquel capaz de adaptarse a la Creación continua que Al-lâh opera sobre el mundo, y es capaz de reconocer al Creador en todo lo que le rodea. Una célebre sentencia de Sahl al-Tustarî (siglo 3º de la Hégira) nos revela la profundidad que una teoría islámica de la soberanía puede alcanzar:
“La soberanía divina tiene un secreto y ese secreto es tú, ese tú que es el ser de quien se habla; si ese tú llegara a desaparecer, la soberanía sería igualmente abolida.”
Inna lil-rubûbîya sirran wa huwa anta law zahara la batalat al-rubûbîya.


Califato y democracia participativa

La concepción islámica de la soberanía puede equipararse a la idea de una democracia participativa, basada no en las estructuras del Estado sino en la consulta directa. Esto está basado en el principio de que cada creyente tiene la capacidad de recibir la revelación y de aplicarla en su vida según Al-lâh le de a entender. Cada uno de los seres humanos es califa de Al-lâh sobre la tierra, debe asumir la tarea de cuidar el mundo, en la medida de sus posibilidades. La conciencia de esa misión es lo que nos predispone hacia el encuentro.

Dado que el Qurán no es un libro de leyes, es necesario que los musulmanes se pongan de acuerdo entre sí a la hora de extraer unas normas jurídicas que sean aceptables para el conjunto de la sociedad. Es necesaria la Shura, la consulta mutua, como el lugar natural desde el cual se auto-gobierna una sociedad islámica. Los musulmanes saben que no hay soberanía fuera de la Misericordia Creadora, y que ésta no puede ser objeto de control o monopolio alguno. El Qurán no puede ser más claro:

“...los creyentes tienen por norma consultarse entre sí…”

(sura 42, ash-Shura, aleya 38)

Esto era claro en tiempos del Profeta Muhámmad, que la paz sea con él. Al-lâh se dirige al Profeta en los siguientes términos:

“Y consulta con ellos en todos los asuntos de interés público; luego, cuando hayas tomado una decisión, pon tu confianza en Al-lâh: pues, ciertamente, Al-lâh ama a quienes ponen su confianza en Él.”

(Qurán, sura 3, al-Imram, aleya 159)

Comenta Muhámmad Asad, en El Mensaje del Qurán:

"Este precepto, que implica el gobierno mediante consenso y consulta, debe considerarse como una de las cláusulas fundamentales de la legislación coránica relativa al régimen de gobierno. El pronombre ‘ellos’ se refiere a los creyentes, es decir, a toda la comunidad, mientras que la expresión al-amr que aparece en este contexto —así como la frase amruhum shura bainahum en 42:38, revelada mucho antes—- denota todos los asuntos de interés público, incluida la administración del estado. Todas las autoridades coinciden en que esta ordenanza, si bien va dirigida en primer lugar al Profeta, es vinculante para todos los musulmanes y en todos los tiempos. Algunos sabios musulmanes deducen del texto de esta ordenanza que el jefe de la comunidad, si bien está obligado a someter los asuntos al consejo, es libre de aceptar o rechazar sus recomendaciones; sin embargo, resulta evidente que esta es una conclusión arbitraria, si se recuerda que el Profeta se consideraba obligado a acatar las decisiones de su consejo.”

Las primeras generaciones de musulmanes establecieron una serie de criterios que hacían posible una sociedad basada en la Palabra de Al-lâh: ray (opinión), iÿtihâd (esfuerzo intelectual), iÿma (consenso), qiyas (analogía), talil (motivación), istishab (contextualización), istihsan (búsqueda de lo mejor).

Son los llamados usul al-fiqh: los métodos para hacer jurisprudencia, instrumentos que hacen posible el encuentro de los hombres libres entre sí.
El intercambio de opiniones se orienta hacia la búsqueda de una solución consensuada, y no a la preeminencia de unos sobre otros. En materia de gobierno el fiqh tradicional es puro pragmatismo: lo que se pretende es dar respuestas a las situaciones dadas mediante una reflexión de conjunto, a partir de las fuentes que han aceptado previamente todos los musulmanes: el Qurán y la Sunna.

La mejor actitud hacia la jurisprudencia islámica no consiste en seguir la opinión de este o de aquel jurista, sino por entender las opiniones de todos de ellos, contextualizar el problema, pedir ayuda a Al-lâh y actuar en consecuencia, según el ejemplo del Profeta, paz y bendiciones, sin dejarse dominar por el partidismo o el capricho.

En el occidente del sometimiento

Los musulmanes españoles nos situamos en una situación de hecho, y es en ella en la cual tratamos de hacer posible la práctica del islam. No soñamos con la restauración del califato según unos modelos del pasado, sino en las nuevas creaciones del futuro. No nos remitimos a ninguna edad de oro sino que tratamos de vivenciar el islam aquí y ahora. La Revelación está descendiendo a nuestros corazones. No hay pasado, presente o futuro para la eternidad de la Palabra. Todo el Tiempo es Suyo, porque —según el hadîz qudsi— Al-lâh es el Tiempo.

Si hemos definido la Shura como ‘democracia directa’ es para contextualizar nuestro trabajo, y mostrar a la sociedad donde vivimos que el islam no pretende arrasar con todo, sino constituirse en alternativa a la deshumanización global. Proponemos desde el islam la superación de la democracia dominada por tecnócratas hacia formas más abiertas de participación del pueblo. Se trata de una de las ideas-fuerza capaces de hacer salir a los musulmanes de la posición de sospechosos y situarnos como perspectiva de futuro.

Los que no nacimos ayer sabemos que democracia y neoliberalismo son incompatibles. Debemos denunciar eso que Roger Garaudy ha denominado el “monoteísmo de mercado”: la religión dominante en nuestros días, cuya consigna es la del máximo rendimiento, y a todas esas nuevas castas (verdaderos mediadores entre su dios y el hombre) que tratan de justificar los nuevos modos de colonialismo y someten al planeta a la rapiña, desarraigando pueblos y aniquilando identidades en nombre de ese dios cruel que es el mercado. Defendemos el control de la usura y el cese de la carrera armamentística (una cosa conduce a la otra) como algo imprescindible. Esto es mucho más importante que ningún pañuelo.

Se trata de redefinir la democracia como contraria a todo pensamiento que necesita imponerse como doctrina única, a todo grupo de presión jerárquico. Pues, en definitiva, ¿qué es el laicismo sino una reacción a la idea de iglesia que se ve definida por aquello que rechaza? Nosotros negamos la imposición de una jerarquía que separa al hombre de si mismo, negamos otra mediación que la de la Palabra revelada, que no es sino lo más inmediato al hombre. Al-lâh está más cerca de nosotros que nuestra vena yugular, y desde allí le habla a cada uno. Por ello nuestra oposición se dirige también hacia aquellos musulmanes que han abandonado la tradición por posicionamientos ideológicos, similares a los occidentales: integrismo, clericalismo, reformismo, modernidad, doctrina... Todos tratan de separar al hombre de su Señor secreto, de esa verdad que no puede codificarse, que sólo a él le atañe. Pero el sistema necesita mediar, definir, representar, hacerse necesario. Todo esto explica la persecución del islam (la inmediatez) a escala planetaria.

Una sociedad abierta sería aquella capaz de integrar en su seno una pluralidad de vías, de aceptar que no existe un poder que tenga derecho a dictar el modo de comportamiento de los ciudadanos, sino a establecer un marco general en el cual convivan todas las vivencias que no pretendan imponerse como modelo autoritario. Ese modelo es, para los musulmanes, el islam, y fácilmente puede compatibilizarse con las más valiosas adquisiciones de nuestras democracias formales, en contra de lo que constantemente se señala.

La idea del islam es la de una comunidad de hombres conscientemente sometidos a la Realidad Única, donde la explotación y la usura están vedadas, en favor de las formas tradicionales de comercio e intercambio, según unos modelos válidos en el presente. La acumulación de riquezas y la degradación del medio ambiente son haram porque destruyen el orden perfecto de la Creación, porque pretenden estancar la Rahma de Al-lâh, ponerle diques a una Misericordia que no cesa de fluir desde la Fuente. Según una tradición del Profeta Muhámmad (paz y bendiciones), una comunidad en la cual un solo hombre pasa hambre no puede ser llamada propiamente ‘islámica’, porque en verdad todos somos uno.

El encuentro de cada criatura con el Creador nos conduce al umbral de otro diálogo: el que entablan los hombres libres entre sí. Un contrato social basado en estas premisas tiende a mostrar que el hombre, cuando se ha liberado de toda idolatría, es capaz de convertirse en el califa de la Creación, de ejercer esa responsabilidad que emana del sometimiento, de la aceptación consciente de la Unicidad de todo lo creado. Responsabilidad que me arranca de mi mismo, de mi solipsismo, de mis limites de criatura, para insertarme en un entramado de relaciones donde el otro no es un ser ajeno, sino otro modo de yo, el hombre. La comunidad de los creyentes, insha Al-lâh. Ante esta perspectiva es lógico que el Estado se defienda.

Los musulmanes recordamos la comunidad fundada por el Profeta Muhámmad (la paz sea con él) en Medina. Existen tradiciones que nos muestran cómo varias legislaciones co-existían sin ningún problema, cómo los judíos tenían el derecho a regirse por la Torá, y no les era impuesta la Sharîa. Existe además el documento impagable de la llamada “constitución de Medina”, en el cual se reconoce el derecho a la diversidad de una manera explícita. Desde el momento en que el Qurán prohíbe la imposición del islam y afirma la validez de todas las revelaciones anteriores, para los primeros musulmanes no existía tolerancia sino pleno reconocimiento de la diversidad, pluralidad de vías totalmente emanadas del mismo principio Creador. Gentes como Buda, Zoroastro o Lao Tsé, etc., son musulmanes: hombres que se someten a la Realidad. A lo que nos oponemos, por sectarias, es a las ideologías creadas por los hombres con el fin de enfrentarnos los unos a los otros en una guerra siempre fratricida.

No somos únicamente los musulmanes, sino millones de hombres de todos los países (la mayoría silenciosa), quienes tenemos nostalgia de una sociedad abierta, en la cual las diferencias no sean únicamente toleradas con desprecio, sino que sea posible el reconocimiento de la diversidad como algo necesario. Tenemos nostalgia de esa pluralidad que la democracia nos había prometido, de la igualdad de derechos y el abandono del dominio de las castas, sean económicas, sean sacerdotales.

“El hombre tiene nostalgia de una medida perdida”, dice el poeta, y nosotros afirmamos la posibilidad de construir un espacio común (una comunidad) no mediatizado por ningún interés ni ideología, no monopolizado por ninguno de esos monoteísmos que asolan el planeta... No podemos permitir que nuestra vida se vea dominada por la nueva teocracia (con sus academias y sus dogmas), que pretende imponer un pensamiento único a todas las gentes del planeta.

Pero sólo Al-lâh sabe.

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