El fin de la soberanía nacional y las naciones-Estado
Esteban Cabal
Rebelión
Parece que nadie ha reparado, hasta ahora, en una de las principales consecuencias de la globalización económica: la desaparición de las soberanías nacionales, el fin de la era de las naciones-Estado iniciada con la Independencia de los Estados Unidos en 1783 y la Revolución Francesa en 1789.
La ONU está integrada por 193 países. Sin embargo, más allá de las apariencias y los formalismos, ya no se trata de naciones-Estado sino de administraciones territoriales desprovistas de soberanía plena.
Lo que en realidad estamos contemplando en este momento histórico es el nacimiento de un nuevo modelo político, destinado a sustituir al viejo modelo de las naciones-Estado. Un modelo que se consolida a medida que la globalización despoja a los países de su soberanía y se configura un sistema de gobernanza mundial.
El “Nuevo Orden Mundial” que todos los últimos presidentes de Estados Unidos y de los países europeos anuncian efusiva y reiteradamente desde el atentado de 2001 contra las Torres Gemelas no es más que el nombre con el que la elite de las altas finanzas ha bautizado a su proyecto político cuya finalidad última es el establecimiento de un Gobierno Mundial, lo que implica la desaparición, después de dos siglos, de las naciones-Estado, los países soberanos.
En última instancia, la globalización es un proceso de transferencia de soberanía desde las naciones-Estado hacia corporaciones privadas o instituciones transnacionales o internacionales.
El concepto de “soberanía nacional” fue acuñado en la Revolución Francesa y tuvo su plasmación por primera vez en el artículo 3 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano : "toda soberanía reside esencialmente en la nación". La soberanía es el ejercicio de la autoridad. El diccionario de la Real Academia Española define la soberanía como la autoridad suprema del poder público.
Si bien Rousseau fue el creador del concepto de soberanía popular, fue Sieyès, uno de los teóricos de las constituciones de la Revolución Francesa y de la era napoleónica , quien se encargó de desarrollar la noción de soberanía nacional. Para Sieyès, la soberanía está radicada en la nación y no en el pueblo, ya que también se debe tener en cuenta el legado histórico y cultural, y los valores bajo los cuales se ha fundado dicha nación.
En el ámbito del derecho internacional, la soberanía se refiere al derecho de un Estado para ejercer sus poderes. La violación de la soberanía de un país puede dar lugar a un conflicto bélico.
En la actualidad las naciones-Estado tiene una capacidad cada vez más limitada para “ejercer su autoridad”, mientras que las grandes corporaciones privadas y las instituciones globales o multinacionales tienen cada vez mayor poder de decisión sobre las cuestiones fundamentales que afectan a la ciudadanía.
Las naciones-Estado -y sus órganos “soberanos”- han quedado reducidas a su mínima expresión, se han convertido en una caricatura de lo que antaño fueron. Ningún país tiene verdadera libertad para legislar, no ya solo por la obligatoriedad de respetar multitud de acuerdos y tratados internacionales o transnacionales sino por el chantaje permanente al que se ven sometidos por parte de los mercados y los lobbies privados. La interdependencia económica y tecnológica instituida a través de la globalización convierte a las naciones-Estado en rehenes de los poderes fácticos. Por otra parte, el creciente endeudamiento de los Estados acentúa su subordinación respecto a “los mercados” eufemismo utilizado para referirse a los banqueros internacionales.
La crisis sistémica -económica y financiera- que estalló en 2008 está acelerando aún más esa transferencia de soberanía, el “Gobierno Mundial” ha dejado de ser una quimera y ha empezado a tomar cuerpo a través de corporaciones privadas que ejercen auténticos oligopolios sobre sectores estratégicos de la economía gracias al imparable proceso privatizador inherente a la globalización.
Las naciones- Estado ya no controlan la gestión de los recursos naturales, las materias primas, la energía. Por ejemplo, la soberanía alimentaria les ha sido arrebatada a través de multinacionales como Monsanto que controlan la producción agropecuaria, la distribución de los productos y el mercado de las semillas. Un grupo de 10 megacorporaciones semisecretas, que ni siquiera cotizan en bolsa, controlan casi por completo el mercado mundial de materias primas.
Otro ejemplo paradigmático lo tenemos en la producción energética, cada vez más alejada del control público. El abastecimiento energético es vital y está en manos de muy pocas megacorporaciones privadas, lo que convierte a los Estados en dependientes de los poderes privados, limitando su soberanía.
Por otra parte, las multinacionales químico-farmacéuticas poseen la patente de los principales medicamentos y ejercen un monopolio efectivo sobre la salud, lo que invalida la capacidad de los Estados para gestionar el ámbito sanitario, máxime cuando la enseñanza y la investigación dependen por completo de las aportaciones de estas empresas privadas.
También podemos hablar del agua potable, que por imposición del Banco Mundial, el FMI y el G-8 está siendo sometida a un acelerado proceso de privatización en todo el mundo. Si las naciones-Estado ni siquiera pueden gestionar sus acuíferos, ¿qué queda de su soberanía?
Instituciones como la OTAN o el Consejo de Seguridad de la ONU, con sus cada vez más pertrechados y activos Cascos Azules, limitan la soberanía de las naciones en materia de seguridad. Ya no son necesarios los ejércitos nacionales. Los conflictos internacionales e incluso los propios de cada nación (como vimos en el caso del derrocamiento del gobierno libio de Gadafi), son cada vez más competencia de estas instituciones militares que tienden a configurar un Ejército Mundial único. De hecho existe un proceso silencioso y silenciado de desmantelamiento de las estructuras militares nacionales, cada vez más subordinadas a organismos globales.
Pero quizás donde se hace más patente la merma de la soberanía nacional es en política monetaria. Muchos gobiernos han cedido la capacidad legal de emisión de moneda a corporaciones privadas o semiprivadas. El público en general desconoce esta realidad, pero lo cierto es que la Reserva Federal de los Estados Unidos es un consorcio privado, integrado desde su fundación por 13 bancos privados de Europa y América. Otros muchos Bancos Centrales, como el de Inglaterra, son igualmente privados. También es poco conocido el papel que juega el Banco Internacional de Pagos (el BIS o Banco de Basilea, con sede en Suiza), que es el Banco Central de los Bancos Centrales, y del que dependen en buena medida las políticas monetarias de la mayoría de los países. El BIS es una poderosa herramienta globalizadora en manos de corporaciones privadas y trabaja en detrimento de las soberanías nacionales.
Tampoco podemos olvidar que 27 países europeos han cedido su soberanía monetaria al Banco Central Europeo con sede en Frankfurt, Alemania. Y todos los economistas coinciden en señalar que sin soberanía monetaria no puede existir independencia económica ni soberanía política. De ahí que la crisis del euro solo pueda tener como desenlace lo que se conoce como “gobernanza económica europea”, que consiste en la cesión de la soberanía fiscal y económica de los países europeos a una entidad no democrática cuyo funcionamiento no es transparente ni está expuesto al escrutinio público: la Comisión Europea.
En un mundo sometido a la dictadura de los mercados, donde el verdadero poder efectivo no reside en el pueblo, ni siquiera en las naciones, sino en corporaciones privadas globales, ¿qué soberanía, qué autoridad, le queda a los Estados? Los políticos ya no gobiernan, solo administran, son meros gestores al servicio de las grandes corporaciones que, por otra parte, son quienes financian sus campañas electorales. Las “democracias” han dejado de serlo. Mientras los Estados adelgazan, las corporaciones engordan. La facturación de algunas corporaciones es infinitamente superior a los presupuestos anuales de muchos gobiernos medianos y grandes, incluso supera el Producto Interior Bruto de muchos países. Por volumen de negocios (ingresos versus IPC), Nestlé es más grande que Nigeria, Unilever es más grande que Pakistán, Volkswagen es más grande que Nueva Zelanda, BP es más grande que Venezuela, IBM es más grande que Egipto, General Electric es más grande que Filipinas, Ford es más grande que Portugal, Exxon es más grande que Grecia, Shell es más grande que Arabia Saudí, General Motors es más grande que Dinamarca.
Vacías de contenido, de competencias efectivas, las naciones-Estado son cáscaras huecas, cadáveres, un emergente poder privado global ha decretado su caducidad y tenderán progresivamente a desaparecer. Por tanto, después de 200 años de vigencia de un modelo político mundial basado en los Estados-nación, nos encontramos por primera vez ante la aparición de un nuevo modelo que amenaza a la humanidad con desmantelar el Estado del Bienestar (consolidado a través de un siglo de luchas y conquistas sociales), y con la instauración de un Gobierno Mundial privado de corte plutocrático.
La caída del muro de Berlín en 1989 puso fin a la guerra fría y a un mundo geopolíticamente bipolar. Muchos creyeron adivinar el advenimiento de un mundo unipolar dominado por occidente con Estados Unidos a la cabeza. Sin embargo la globalización ha tenido también otra consecuencia colateral: la irrupción de los llamados “países emergentes” en la escena internacional. Con el BRIC (Brasil, Rusia, India y China) el mundo es geopolíticamente multipolar.
Obviamente, un mundo multipolar es una amenaza para el proyecto de la elite globalista: el Nuevo Orden Mundial es, por definición, unipolar. Esta es la razón por la que estamos ante una especie de segunda guerra fría y existe una creciente tensión entre las fuerzas globalistas plutocráticas y los países emergentes, en cuyo campo no solo militan los países del BRIC, sino también muchos otros como Venezuela, Irán Sudáfrica, Myanmar (Birmania),Vietnam, etc., que por sus recursos confieren un extraordinario poder al polo opuesto al cártel plutocrático de los banqueros internacionales.
En medio de este escenario geopolítico, ¿debemos oponernos al Nuevo Orden Mundial, a un Gobierno Mundial que implica la desaparición definitiva de las naciones-Estado? La globalización económica ha sido, está siendo, catastrófica para la mayoría de las economías nacionales y para la biodiversidad, y nos conduce irremediablemente al colapso social, económico y ecológico generalizado. Sin embargo, es cierto que los problemas sociales y ambientales no tienen fronteras, por lo que necesitamos instituciones políticas globales, incluso un cuerpo legislativo global. Por tanto, debemos ser “nacionalistas” en lo económico, otorgando el máximo poder en éste ámbito a las instituciones locales y regionales, pero favoreciendo una cierta globalización política en materia de derechos, de justicia social y ambiental.
Cierto es que las naciones-Estado es un modelo artificial, agotado e inapropiado para el mundo del siglo XXI. Lo que en ningún caso podemos favorecer es la plutocracia, el advenimiento de un gobierno mundial privado de las elites globalistas que quieren acabar con el Estado del Bienestar y retrotraernos al feudalismo, reinstaurando la esclavitud, aunque sea una esclavitud consentida gracias a sus sofisticadas técnicas de distracción y control social. En ese sentido, el polo que configuran los BRIC y sus aliados potenciales supone un antídoto para frenar el peligrosísimo avance del proyecto político plutocrático de las oligarquías euro-americanas.
Hoy por hoy el BRIC no constituye un proyecto global alternativo, no existe el riesgo de que transitemos de forma abrupta desde la hegemonía de los Estados Unidos y sus aliados hacia la hegemonía de una nueva superpotencia como China. Desde luego, no podemos compartir el modelo político de China, ni de Rusia, ni de ninguno de los países emergentes, tanto por sus déficits democráticos como por su insuficiente sensibilidad social y ecológica; no podemos alinearnos sin más a favor de los BRIC, pero debemos ser conscientes de que su fuerza aleja el fantasma de la pesadilla orweliana que representa el cártel de los banqueros internacionales y las megacorporaciones.
A estas alturas de la crisis mundial, económica, energética y ecológica, es obvio que necesitamos un nuevo modelo de desarrollo, un sistema productivo más sostenible, lo que ineludiblemente pasa por el decrecimiento. Esto implica acabar con la economía de casino, la desregulación y la especulación sin límites que nos ha llevado al divorcio entre la riqueza real y la masa monetaria en su sentido más amplio. Hay que poner fin al actual sistema bancario y monetario, a la supremacía del dólar como moneda internacional, acabar con el mercado de los derivados financieros, con la delirante megaestafa de los CDS cuyo volumen de negocios es superior a toda la riqueza mundial, eliminar los paraísos fiscales que custodian 10 billones de euros de dinero negro, los privilegios de las grandes fortunas, y tal vez suprimir los Bancos Centrales, racionalizar la producción y el consumo, frenar el deterioro ecológico y buscar solución al inminente fin del petróleo barato (el pico petrolero), cambiando el modelo económico y energético petrodependiente por un modelo basado en la equidad social, la responsabilidad ambiental, la descentralización económica y energética, implementando necesariamente la eficiencia y las energías renovables.
Esto que parece tan evidente constituye el mayor desafío de la humanidad en este siglo XXI. Pero tampoco debemos olvidar que el sistema capitalista actual, tal como nos revela el poco conocido Informe Iron Mountain, es un sistema basado en el miedo y la guerra permanente, y que sustituirlo por un sistema más justo, basado en la solidaridad, los derechos humanos y la paz, es un reto impostergable que sólo puede ser afrontado con éxito desde un cambio radical de conciencia, erradicando la usura y la corrupción, impregnando de nuevos valores a las instituciones políticas y económicas, lo que requiere enormes dosis de sentido común y perspicacia.
El capitalismo puede y debe ser sustituido porque es incompatible con la paz y los derechos humanos. Pero la alternativa a la “soberanía nacional” de Sieyés sigue siendo la “soberanía popular” de Rousseau, la democracia directa, transparente, participativa, y de ningún modo nos podemos encomendar al gobierno plutocrático de las elites. A la sociedad de consumo sólo puede sucederle la sociedad del conocimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario