Democracia islámica en Irán: hacia un iÿtihâd colectivo
19/02/2004 - Autor: Seyyed az-Zahirí - Fuente: Webislam
“...el Islam, en el año de 1978, no fue el opio del pueblo,
porque fue el espíritu de un mundo sin espíritu”.
(Michel Foucault. Entrevista de Claire Briére y Pierre Blanchet.
Irán: la revolución en nombre de Dios. Ed. Tierra Nova, 1980.)
Crisis institucional en Irán
La Revolución Islámica de Irán, que despertase tantas expectativas en el tercer mundo, ha llegado a un callejón sin salida. A principios de enero del 2004, el Consejo de Guardianes vetó más de 3.500 candidaturas reformistas para las elecciones del 20 de febrero, en un acto que fue considerado como “un golpe de estado desde arriba” por algunos diputados.
A pesar de que la parcial rectificación y la aceptación de casi un tercio de las candidaturas rechazadas, varios miembros del Gobierno han presentado su dimisión, mientras el Frente Islámico de Participación —el partido mayoritario— ha renunciado a participar en las elecciones.
Hace apenas unos días, durante las celebraciones del 25 aniversario de la Revolución, el presidente Jatami acusó a los conservadores de alejar a la juventud del Islam, de provocar el rechazo del pueblo hacia la Revolución. No se trataba de crear una teocracia, sino de algo más urgente: la lucha contra la tiranía y la consecución de la justicia. Al poner la religión al servicio de sus intereses personales, los clérigos conservadores están haciendo un daño incalculable al Islam en todo el mundo.
En contra de lo que la gente cree, el actual régimen de los ayatol-lâhs no tiene ningún parecido con ninguna de las formas de gobierno practicadas entre los musulmanes durante los catorce siglos de historia del islam. En todos los tiempos, los tiranos han buscado medios de legitimarse, manipulando las creencias mayoritarias del pueblo. Es comprensible que esto esté sucediendo hoy con el islam, ofreciendo la imagen de una religión machista, teocrática y conservadora, en contra del sentir de la inmensa mayoría de los musulmanes.
En este clima, las elecciones se presentan como una mascarada. ¿Cómo justificar un régimen que declara ilegales a la mayoría de los candidatos, sobre la base de que no son “buenos musulmanes”? El pueblo, cansado de esta situación, reacciona con indiferencia: gane quien gane las próximas elecciones, el país seguirá en manos de un número reducido de ayatol-lâhs, que se escudan en atribuciones “presuntamente religiosas” para conservar su patrimonio (tal vez por ello se los califica de conservadores).
Desde el exilio, el presidente derrocado Abul-Hassan Bani Sadr habla del fraude de la situación actual: “los reformistas han engañado a la gente” y clama por una “revuelta pacífica” que logre derrocar al régimen de los terratenientes.
Hacia un iÿtihâd colectivo
La actual crisis institucional tiene sus orígenes en el sistema de gobierno legado por el Iman Jomeini. Para comprender la actual coyuntura, hay que despojarse de los tópicos y admitir que este legado constituye una obra de libre interpretación, un iÿtihâd único en su género. Negarle a Jomeini su cualidad de hombre de Estado es un contrasentido. Otra cosa es la valoración que hagamos al respecto. La aceptación ciega del mismo solo puede ir en contra del esfuerzo interpretativo realizado por el gran jurista.
Jomeini no fue un clérigo ignorante, sino un estudioso que conocía perfectamente las mecanismos de la política occidental, y que llevó el concepto de “razón de Estado” hasta sus últimas consecuencias. En su discurso político, se apoya en expresiones como “modernización” y “reformismo” para justificar sus opiniones.
Entre los casos de innovación más sobresalientes está el propio sistema de gobierno. El esfuerzo de las reformas promovidas por Jomeini se centra en la necesidad de un “gobierno islámico” (hokumat-i islami), tutelado por juristas musulmanes como única garantía de que los derechos que otorga el Islam para todos los ciudadanos fuesen respetados. Esta idea, que a muchos puede parecer obvia, es una innovación audaz dentro del shiísmo. Consideremos brevemente un punto crucial de la actual situación de la República Islámica de Irán.
El proceso de modernización realizado por el Ayatol-lâh Jomeini implicó la creación de figuras jurídicas que no existían en la tradición islámica. Como gran muÿtahîd, adaptó los principios del islam a un espacio-tiempo concretos (contextualización), dando paso al actual sistema parlamentario iraní (el majlis).
En lo que ahora nos atañe, este esfuerzo interpretativo tuvo un doble resultado: 1º) adaptó el islam a la estructura de un Estado moderno, y 2º) dio la primacía al clero. A nivel político, esto se concreta en un sistema híbrido, que combina las ideas tradicionales de shura (consulta mutua, forma islámica de la democracia) e iÿtihâd (esfuerzo interpretativo en materia de jurisprudencia).
El movimiento liderado por Jomeini debe ser considerado como parte del “modernismo musulmán”. La recuperación de la shura y del iÿtihâd son dos de las reivindicaciones de todos los movimientos de renovación surgidos en el islam desde el siglo XIX.
El problema es el modo en que esta recuperación se ha realizado. Los mullahs, como garantes de la correcta aplicación de la sharia, se sitúan por encima de las decisiones colectivas: es el “fiqh e-velat” (tutela de los juristas).
Esta última figura merece un comentario. La palabra farsi “velat” es equivalente a la palabra árabe wilaya (cercanía a la divinidad). Al crear esta figura, Jomeini estaba realizando un salto de la tradición y la modernidad. Existe un conocido hadiz que afirma: “los íntimos de Al-lâh (walis) son los herederos de los profetas”. En la tradición chiíta, esto ha sido interpretado en el sentido de que tras el “ciclo de la Profecía”, se dio paso al “ciclo de la wilaya”: la transmisión del sentido interior de la profecía a través de los hombres de conocimiento.
Al crear la figura del “fiqh e-velat”, Jomeini supedita el ciclo de la wilaya (lo espiritual) a la tutela de los alfaquíes (lo jurídico), quedando estos como únicos garantes de la transmisión auténtica de los Mensajes proféticos. De ahí la consigna: “seguir la línea del Imam”, y su idea de que todo musulmán debe hacer taqlid (imitación) de un “guía autorizado”. Siendo así, ¿quién puede discutir con los juristas, herederos de la profecía?
La prensa occidental suele asociar el régimen de los clérigos a la “ortodoxia” o el “conservadurismo” y, sin embargo, la “tutela de los juristas” es una figura extraña en el ámbito del islam, tanto sunní como chiíta. Tradicionalmente, los mullahs o ulemas han tenido un carácter consultivo para los creyentes (incluidos los propios gobernantes).
Al analizar la estructura de gobierno de la República Islámica de Irán, nos damos cuenta de que Jomeini (y sus más estrechos colaboradores) quedaron atrapados en una dicotomía, los conceptos tradicionales del consenso (iÿma) y la consulta mutua (shura) se vieron limitados por el hecho de que el propio Jomeini pertenecía a una tradición de mullahs, de clérigos encargados de preservar el saber religioso.
En este sentido, es necesario seguir avanzando hacia la integración del iÿtihâd y la shura. No se puede hablar de democracia cuando todo lo que regula el comportamiento de la población (la interpretación de las leyes del islam) es monopolizado por un núcleo reducido de siete u ocho personas. La superación de la “tutela de los juristas” es el único camino político posible para preservar los logros de la Revolución, y constituir una auténtica referencia para el conjunto de la ummah.
La disputa en torno a la soberanía
Hoy en día, su concepto del “gobierno islámico” (hokumat-i islami), es visto por muchos como una contradicción con las enseñanzas tradicionales del islam. Es una total innovación (genial, para muchos) de Jomeini, quien habría optado por un modelo teocrático como el único modo de supervivencia del islam en la modernidad.
La lucha contra el colonialismo en todas sus formas, y la recuperación de la soberanía por parte del pueblo es uno de los ejes de los discursos de Jomeini. De ahí “el gran Shaytán” y “la gran arrogancia”. Esta preocupación está justificada: cuando él se formó como clérigo, los colonizadores estaban expoliando todo el Oriente Próximo, y todavía lo hacían en el momento de su muerte. Cualquier observador imparcial de la situación de Oriente constata como la ingerencia extranjera provoca guerras y disturbios, manipula y trabaja para desarticular el islam como modo de vida integral.
Frente a esto, se impuso la necesidad de crear un Estado islámico sólido, en el cual la ingerencia extranjera fuera inviable. Ahí están los ejemplos de otras pseudo-democracias manipuladas a través de militares controlados desde fuera, que comercian con los bienes públicos de espaldas a la gente.
Sin embargo, la idea de un “Estado Islámico” fuerte ha conducido a la creación de una “burocracia islámica” como la que caracteriza al régimen de los ayatollâhs: complejidad de las leyes, código de familia sexista, represión sexual y creación de una “policía de la moral”, etc.
La situación política es un desastre. Cualquier proyecto de ley que promueva el Majlis tiene que ser aprobada por el Consejo de Guardianes, con lo cual cualquier reforma es inviable. Actualmente, las decisiones de los parlamentarios elegidos democráticamente permanecen bajo la supervisión de aquellos cuyos intereses económicos son contrarios a las reformas. En los últimos años, el Majlis ha aprobado toda una serie de reformas agrarias, que han sido una y otra vez vetadas por el consejo de Guardianes de la revolución. Esto crea un a gran desazón entre la población, que ve claramente como estos clérigos utilizan sus cargos para preservar su patrimonio. Ya nadie se engaña al respecto en Irán.
Este régimen no puede satisfacer las demandas de la juventud ni representa el modo de vida de los musulmanes tradicionales. ¿Dónde está ese anarquismo espiritual que caracteriza al islam genuino? ¿Dónde ha quedado la relación directa entre el Creador y la criatura? ¿Qué ha sido de la tan fecunda libertad de interpretación de la tradición shiíta? El régimen de los ayatol-lâhs está socavando el islam a base de burocratizarlo, de ahí las protestas del presidente Jatami en el veinticinco aniversario de la Revolución Islámica de Irán, en el sentido de que los “conservadores” estaban provocando el alejamiento de la juventud del Islam, decepcionados por lo que se les presenta como una religión de Estado. Desde ese momento, el Islam ya no tiene que ver con sus anhelos más profundos, sino con el Estado.
Frente a esta usurpación del Islam por parte del Estado, se han manifestado tanto los estudiantes como numerosos pensadores, ulemas y alfaquíes. Uno de los más respetados muÿtahîd en todo el mundo, el Sheik Mohamed Shabistari, habla en estos términos de la situación iraní:
“En el Islam no existe ninguna forma vinculante de instituciones estáticas. Aunque es legítimo que un gobierno quiera inspirarse en los valores del Islam —sobre todo en un país como Irán, profundamente creyente y tradicionalista—, hablar de un Estado islámico es un sinsentido a la vista de los textos sagrados. La institución de la velayat e-faquih pertenece al dominio de lo político y no a la religión. Nuestra Constitución, a la cual me adhiero por deber cívico, yuxtapone los derechos divinos y los derechos religiosos. Esta mezcla esta en el origen de numerosos problemas. Un día, tendremos que afrontar estas contradicciones y adaptarnos a las exigencias de la modernidad”.
Al hablar de la yuxtaposición entre “los derechos divinos y los derechos religiosos”, Shabistari pone el acento en el hecho indiscutible de que cada creyente solo tiene que rendir cuentas ante Al-lâh, y no ante ninguna organización estática, y aún menos al Estado. Por mucho que este se llame a si mismo “islámico” (tanto como católico o laico), no cambia las cosas para nada: el estado no tiene ningún derecho sobre las conciencias de los ciudadanos.
Siendo así, no es lícito que ningún gobierno imponga una interpretación determinada de los textos sagrados, con la cual pueden no estar de acuerdo muchos ciudadanos. Esto vulnera la tradicional libertad interpretativa que ha caracterizado al mundo islámico a lo largo de los siglos. Esto quiere decir: la interpretación y el conocimiento del Islam es la tarea personal de cada musulmán y musulmana, una de las obligaciones prescritas por Al-lâh.
No es lícito, por ejemplo, que un gobierno quiera imponer en ningún terreno sus interpretaciones, sino que estas deben ser consensuadas y aceptadas por el conjunto de la población. Esto afecta no solo a leyes particulares como el derecho de familia, sino la propia forma de gobierno. El pueblo tiene derecho a escoger a sus ulemas, a los hombres que deben poner sus conocimientos al servicio de los intereses colectivos.
Por ejemplo. Los ayatol-lâs tiene derecho a interpretar las aleyas coránicas sobre el velo en el sentido que quieran, incluso a argumentar que la obligación de una musulmana es llevar el chador o rusari (esa tela negra que cubre a la mujer por completo), propio de la época qajar (a partir del siglo XIX). Sin embargo, esta es una interpretación personal de algo que en realidad afecta a las mujeres, y no puede ser impuesta. En el momento en que se hacen leyes haciendo obligatorio el chador, éste deja de ser una prescripción religiosa (pierde sus implicaciones espirituales) y se convierte en una imposición del Estado, vinculada a intereses económicos de los que la promueven. En estas circunstancias, es lógico que las mujeres iraníes se revelen contra el velo. Esta rebelión no es contra el Islam, sino contra la tiranía del Estado.
Clérigos contra la teocracia
Uno de los puntos clave del calendario reformista es la reconsideración de la figura jurídica del Guía Supremo de la Revolución. Un guía que reclama para si un carácter “espiritual” no puede ser impuesto, sino escogido libremente por aquellos que lo necesitan.
En este sentido van las controvertidas declaraciones del Ayatol-lâh Hussein Alí Montazeri proponiendo que el Guía Supremo sea elegido por sufragio universal, o de Abdul-lâh Nuri diciendo que el Guía Supremo “es un iraní más que no puede estar por encima de la ley”. No se trata de personajes secundarios, sino de personajes influyentes, que han formado parte destacada en el proceso revolucionario.
Alí Montazeri entró en desgracia en 1989, cuando criticó duramente las ejecuciones de presos políticos. Sin embargo, su mayor crimen fue el descalificar al sucesor de Jomeini, el Ayatol-lâh Ali Jamenei, a quien considera poco cualificado como “Guía Supremo de la Revolución”. No hay más que leer los discursos y jutbas de Jamenei para darse cuenta de que se trata de un hombre mediocre, sin espíritu alguno. Con esto, se desprestigia un cargo que se supone representa al Imán Oculto.
Otro caso notable es el de M. Mohsen Kavidar, joven mullah de cuarenta años, quien desde su posición de experto en filosofía islámica, ha rechazado como una bida’ (innovación nociva) la naturaleza del fiqh e-velat, acusando a los conservadores de reproducir los métodos y las prácticas totalitarias de la monarquía anterior.
Hay que citar a Shirín Ebadi, premio Nobel de la Paz, cuyos esfuerzos se han centrado en el estatuto legal de las mujeres y los niños, abogando por el retorno a las fuentes tradicionales islámicas como garantía de justicia. Estos son solo algunos casos tomados entre muchos. De los menos conocidos las cárceles están abarrotadas, cuando no los cementerios.
Este es el núcleo de las disputas entre reformistas y conservadores, una lucha por el control político y económico del país. El problema es, claro está, económico. Los críticos de esta concepción del gobierno acusan a los mullahs de utilizar el islam para defender sus privilegios de clase, así como su condición de grandes terratenientes.
En un artículo aparecido en El País, Gemma Martín Muñoz decía: “La política seguida por Mohamed Jatamí se ha basado en un ritmo firme pero prudente, consciente de que sus reformas entran en colisión con los intereses de la vieja guardia revolucionaria, la cual controla el 80% de la economía del país gracias a un sistema económico proteccionista y estatalista que goza de grandes monopolios”.
Lo que vio Foucault en 1978
Hace veinticinco años, en la plenitud del movimiento revolucionario contra el régimen autoritario del Shah, el filósofo francés Michel Foucault visitó Irán con el objeto de escribir una serie de artículos sobre el terreno, para el periódico italiano Corriere della sera. Para sorpresa de todos, se mostró deslumbrado por la fuerza del Islam, y llegó a calificar el estallido de la Revolución iraní como “el espíritu de un mundo sin el espíritu.”
Para Foucault, la fuerza que llevó a personas desarmadas a enfrentase contra un estado corrupto y pro-occidental era una forma de “espiritualidad política” con raíces en el Islam shiíta. La promesa de la revolución —tanto para Foucault como para muchos activistas políticos iraníes, así como para las generaciones más jóvenes del mundo musulmán—, era esa participación política genuina que reemplazaría la indiferencia y característica de apatía de muchas sociedades modernas.
Todo este movimiento estaba por convicciones éticas voluntariamente aceptadas, frente a los códigos omnipresentes de sistemas disciplinarios de vigilancia y de castigo, característicos de la sociedad occidental. Aunque Foucault se desilusionó rápidamente por los sucesos de febrero del 1979, continuó defendiendo el “potencial no realizado de la revolución” ante sus críticos, que lo acusaron de apoyar una teocracia represiva.
En la conclusión del primer artículo publicado en el diario Corriere della sera el 1º de Octubre de 1978 Foucault rechaza toda solidaridad con el Shah:
“...os ruego que no habléis en Europa de las circunstancias y desgracias de un soberano muy moderno para un país muy viejo. Lo que es viejo aquí en Irán es el Shah: cincuenta, cien años de retraso. Él tiene la edad de los soberanos predadores, él porta el sueño viejo de abrir su país por la laicización y por la industrialización. El arcaísmo, hoy, es su proyecto de modernización, sus armas de déspota, su sistema de corrupción”.
En diversos artículos, Foucault valora altamente el deseo mayoritario de un “gobierno islámico” manifestado en las ciudades, Teherán y Qom, en las que realizó entrevistas a civiles. El Islam chiíta, dice el filósofo, presenta un cierto número de rasgos susceptibles de dar a la voluntad de “gobierno islámico” una coloración particular.
En cuanto a la organización destaca la ausencia de jerarquía en el clero, independencia de unos religiosos en relación a otros, importancia de la autoridad puramente espiritual, que no obtiene sus prerrogativas de ninguna institución, sino de su mayor o menor conocimiento.
Un “gobierno islámico”, sostiene Foucault, no es entendido en Irán como un régimen político en el que el clérigo desempeñaría un papel de dirección. La expresión designa dos órdenes de cosas: “una utopía”, declaran algunos, o “un ideal”, según la mayoría. En cualquier caso se hace referencia a una cosa muy antigua al mismo tiempo que muy alejada en el futuro: volver a lo que fue el Islam en tiempos del Profeta (saws). Según lo presenta Foucault, las directrices generales del Islam chiíta son las siguientes:
“El Islam valora el trabajo; nadie puede estar privado de los frutos de su trabajo; lo que debe pertenecer a todos (el agua, lo que está debajo del sol) no deberá ser apropiado por nadie. Para las libertades, ellas serán respetadas en la medida en que su uso no perjudique al prójimo; las minorías serán protegidas y libres de vivir a su manera a condición de no perjudicar a la mayoría; entre el hombre y la mujer, no habrá desigualdad de derechos, sino diferencia, puesto que hay diferencia de naturaleza. Para la política, que las decisiones sean tomadas por la mayoría, que los dirigentes sean responsables ante el pueblo y que cada uno, como está previsto en el Corán, pueda levantarse y pedir cuentas al que gobierna”.
Los estudiosos de su filosofía se han mostrado desconcertados por la euforia de Foucault ante las perspectivas de un gobierno islámico. Este es uno de los más hermosos capítulos del encuentro entre el islam y el pensamiento posmoderno.
Foucault, como crítico de la cultura occidental, de la sociedad de control (control que se muestra en todos los niveles: de la natalidad, del cuerpo, del tiempo, de la historia) y el sistema carcelario, no pudo sino sentir que los principios del Islam habrían de traer una nueva dinámica a las sociedades posmodernas. De ahí sus sorprendente modo de calificar la revolución iraní como “la primera revolución post-moderna de la historia”.
Una revuelta contra el “sistema planetario”, contra la “hegemonía global”, contra homogeneización y desarraigo de los pueblos por la apisonadora del mercado. Una revolución “inspirada por una religión de combate y sacrificio”. La Revolución iraní prefigure “la transfiguración del mundo”.
Lo que vio Foucault en Irán, en 1978, es esa misma fuerza que el islam representa, y que hoy se encuentra en plena efervescencia a lo largo y ancho del planeta. La Revolución Islámica, lejos de haber sido derrotada, sigue su curso, con el permiso de Al-lâh.
Artículo del autor sobre el iÿtihâd:
Verde Islam -- Iytihad. El esfuerzo de renovación constante de
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