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sábado, 6 de agosto de 2016

Multiculturalidad y paz

Multiculturalidad y paz, ¿pueden ir de la mano?
Corría el año 2011 cuando Angela Merkel, David Cameron y Nicolas Sarkozy sorprendieron al mundo entero al mentar lo que ellos denominaron el “fracaso del multiculturalismo” para lograr que comunidades mínimamente cohesionadas compartieran un núcleo de valores fundamentales. A este respecto, Cameron declaró: “hemos fallado a la hora de proporcionar una visión de sociedad a la cual sientan que quieren pertenecer”, haciendo referencia a aquellas minorías religiosas y comunidades de migrantes que en vez de sentirse parte de la solución comenzaron a sentirse parte del problema. Lo más chocante era que durante las décadas anteriores Europa se había perfilado como un territorio tolerante e inclusivo, en el que masas de emigrantes del este y del sur soñaban con instalarse para así vivir – por fin – decentemente y en tranquilidad.
Y mientras que en Europa el racismo se ha venido perfilando como un problema cada vez más patente (de acuerdo con una encuesta de 2009 de la Agencia Europea de los Derechos Fundamentales, se ha convertido en un fenómeno prevalente), en países como Canadá y Australia comunidades de orígenes muy diverso prosperan en aparente paz y armonía. ¿En qué consiste pues el “multiculturalismo” y por qué parece triunfar en algunos lugares y representar una fuente de problemas en otros?

¿Qué es el multiculturalidad?

De acuerdo con la obra de Carlos Jiménez y Graciela Malgesini “Guía de conceptos sobre migraciones racismo e interculturalidad”, el multiculturalismo es aquella ideología o modelo de organización social que afirma la posibilidad de convivir armoniosamente en sociedad entre aquellos grupos o comunidades étnicas que sean cultural, religiosa o lingüísticamente diferentes”. El multiculturalismo, por tanto, considera que la diversidad sociocultural puede representar un valor añadido ventajoso para la sociedad en cuestión, y parte de la base de que ningún grupo tiene por qué renunciar a su cultura, dentro de los límites fijados por el propio estado, como puede ser en particular el mantenimiento de la paz. Este modelo, de límites extremadamente difusos, contrasta en principio con el modelo típicamente francés de asimilación de la cultura dominante y abandono de la original, al igual que con el modelo demelting pot asociado con los Estados Unidos, donde el fin es crear una cultura integradora en virtud de los aportes de las culturas preexistentes.
El concepto de multiculturalismo se ha impuesto como modelo predominante en varios países de Europa, pero también en otros heterogéneos países occidentales como Canadá, Australia y Estados Unidos. Mientras que en estos tres últimos países el modelo parece cosechar todavía resultados satisfactorios (con mayores salvedades en el caso de Estados Unidos), en Europa, y sobre todo como consecuencia de la devastadora Gran Recesión que comenzó en 2008, las señales son cada vez más preocupantes: guetos que proliferan, conflictos cada vez más recurrentes y una sensación de tensión permanente. Dos episodios han hecho saltar la señal de alarma este último año: el asesinato en Francia del jovencísimo activista de izquierdas Clément Meric, y los varios homicidios de inmigrantes o vagabundos a manos del grupo neofascista “Aurora Dorada” en Grecia.

Un contexto complicado..

multiculNo era sin embargo necesario tal derramamiento de sangre – bastaba analizar los resultados de partidos políticos abiertamente xenófobos – para darse cuenta de que algo andaba mal en un continente que llevaba décadas prometiendo estabilidad, prosperidad, derechos fundamentales e inclusividad. Ello hasta que la proporción de inmigrantes, de minorías empezó a ser incómoda para poblaciones y gobiernos. Incluso en países en los que no puede hablarse ya de inmigrantes, sino de ciudadanos – franceses y alemanes – denominados inmigrantes de segunda o tercera generación, éstos últimos siguen viéndose discriminados y comúnmente apartados de la sociedad, una sociedad a la que por ley pertenecen desde su nacimiento. La diversidad cultural se acepta cuando actúa en beneficio -o al menos no en detrimento- de una particularidad específica. Es decir, nos parece completamente legítima la presencia de extranjeros, la existencia de comidas, ropa o música distintas, pero nos asusta el “otro” cuando se aleja demasiado de nuestro modelo mental. Nos convertimos así en actores de una forma de racismo negada que afirma tolerar la identidad del “otro”, concibiendo a este “otro” como una comunidad cerrada hacia la cual mantenemos una distancia que se hace posible gracias a nuestra posición universal privilegiada.
Suiza parece ser el único país de Europa en el que la estabilidad en un marco multicultural parece garantizada, pero ello parece deberse sobre todo al hecho de que la confederación tomó décadas en vez de siglos en adquirir su forma actual, mientras que los flujos de inmigración a la base de esta crisis del multiculturalismo tienen su origen en la época de la descolonización y se han ido desarrollando con la globalización. Es precisamente la globalización la que, en opinión de muchos, ha exacerbado el desprecio mutuo entre comunidades parte de una misma sociedad, buscando precisamente el efecto contrario: la homogeneización. Homogeneización que sin embargo muchos ven como amenazadora occidentalización.
Slavoj Zizek en su artículo “Multiculturalismo o la lógica cultural del capitalismo multinacional” advierte del peligro de comprender el multiculturalismo como la coexistencia híbrida y mutuamente intraducible de diversos modos de vida culturales, ya que podría interpretarse como un síntoma de la emergencia de su opuesto: la forma homogeneizada o presencia masiva del capitalismo como sistema mundial universal.
El ejemplo más simbólico es el de muchos musulmanes que interpretan el proceso histórico de secularización íntimamente ligado al continente europeo (el “desencanto del mundo” al que se refería Max Weber) literalmente como una traición de su propio Dios y de sus propias tradiciones. En este sentido, el Primer Ministro turco Recep Tayip Erdogan instó a los turcos en Alemania hace ya unos años a no aceptar alianzas ilusorias y a evitar ser absorbidos por la sociedad de acogida en el nombre de su identidad original.

Choque de civilizaciones

Al igual que ocurre la mayoría de las veces que hoy en día se analiza la interacción entre comunidades, renace el eterno debate en torno al “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington. ¿Es éste realmente inevitable, incluso en el seno de una misma sociedad, de un mismo país, o existen ciertas situaciones en las cuales puede lograrse una convivencia pacífica y con visos de estabilidad? Resultaría para ello necesario estudiar algún supuesto en el cual el multiculturalismo haya triunfado en el pasado, como es el caso de un Imperio Otomano en el que convivieron pacíficamente durante décadas e incluso siglos musulmanes, cristianos y judíos de toda descendencia. De acuerdo con la opinión de muchos expertos, fue una tendencia como el nacionalismo, adoptado con entusiasmo por los turcos, la que asestó el golpe de gracia a tal coexistencia. Así, mientras que el multiculturalismo está directamente relacionado con cuestiones de identidad y con la necesidad de que la identidad sea algo secundario ante los derechos y a la igualdad, el nacionalismo, para triunfar, se ve muchas veces obligado a fundarse sobre tendencias homogeneizadoras y a intentar poner de relieve características comunes que definan una identidad perfectamente delimitada.
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Y aquí radica precisamente una de las principales razones por las cuáles el multiculturalismo funciona en naciones de reciente creación – allí donde no existe una identidad perfectamente definida o, más aún, ésta podría definirse como una “identidad abierta” – como Canadá, Bélgica y Suiza, y estados de mucho mayor arraigo a lo largo de los siglos, como España, Reino Unido y Francia – donde la diferencia entre el “nacional” y el “recién llegado” está mucho más marcada. Estos últimos territorios nacieron como estados-nación delimitados por criterios culturales específicos que definen incluso hoy en día los límites de la inclusión en la comunidad. Por lo tanto,impera la expectativa de que los inmigrantes se ajusten a – sin por así modificarla de forma significativa – la (enormemente estática) “cultura nacional” de sus nuevos hogares. Sin embargo, la cultura es algo fluido y, como ha demostrado la Historia en numerosas ocasiones, tratar de definir una cultura hermética e inamovible suele acabar siendo un proyecto de engaño y negación. En este sentido – y como muchos intelectuales europeos han señalado – la propia “identidad europea” parece a veces una construcción arbitraria. Exigir a los inmigrantes que se integren respetando características culturales específicas no es sino un obstáculo adicional a su integración efectiva.
El prejuicio nace cuando empezamos a juzgar otras culturas por nuestro propio conjunto de normas para definir el mundo que nos rodea. La falta de conocimiento o falta de voluntad para aprender puede dar lugar a un conflicto / malentendido involuntario. La única forma de romper este ciclo es por lo tantoser conscientes de las diferencias culturales y tratar de entender sus orígenes, y para ello destaca como instrumento fundamental la educación. El colapso del multiculturalismo en Europa proyecta una larga sombra sobre la universalidad de los valores liberales fundamental para las democracias, representa uno de los mayores peligros a los que se enfrentan los países europeos.

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