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miércoles, 24 de agosto de 2016

Tres Religiones, un Mismo Dios… Un Solo Corazón

24/08/2016 - Autor: La Taberna del Derviche - Fuente: La Taberna del Derviche
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Jerusalén
Por mis hermanos y hermanas voy a decir, la paz sea contigo. Por la Casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien.
He respondido al eco de la llamada de Jerusalén, como tantas almas hicieron a través de los siglos, para rezar aquí y volver dando testimonio de que, además de ser la Ciudad Sagrada, Jerusalén es un estado del ser.
Aquí puedes sentir a Dios en las entrañas oyendo cada una de tus oraciones. Puedes llorar de amor en el Muro, postrarte ante esa Presencia que ha colmado tu espíritu en la Cúpula de la Roca, o seguir las huellas de Jesús por la Vía Dolorosa hasta llegar al Santo Sepulcro. Una tumba vacía porque él ha resucitado.
Jerusalén es tres veces santa y otras tantas más por cada uno de los peregrinos que hasta aquí llegan, beben de ella, y vuelven reconfortados. Jerusalén, sin duda, es la Casa del Señor. Un Dios que, sin embargo, es tan grande que no cabe en todas sus iglesias, mezquitas y sinagogas. Por eso tiene que repartirse entre nosotros.
Ahora, que es momento de partir, me siento entristecido, no porque no haya sentido a Dios derramándose en mi corazón, sino porque he visto la ignorancia en la que están inmersos mis hermanos y hermanas. Bien dijo Anthony de Mello que Jerusalén era la ciudad donde todos dicen amar a Dios mientras se odian a muerte los unos a los otros… Y desafortunadamente también es eso lo que me he encontrado aquí.
Rezando en la Tumba del Jardín, buceando en los misterios que mi mente esconde, e imaginando a Jesús caminando como un hortelano por este lugar siglos atrás, escuché a un capellán que le decía a su congregación: - Estoy alojado en un hotel musulmán. ¡Seguro que eso es pecado! – Y me sentí muy triste, tanto por aquel hombre como por la gente que le seguía, porque no habían comprendido el mensaje de amor del Galileo ni aun leyendo claramente en el evangelio la parábola del Buen Samaritano. Entonces, pensé, ¿de qué les servía venir a Tierra Santa, rezar en los lugares donde Jesús estuvo, si no se esforzaban por hacer lo que él hizo? Pero es que la cruz de Jesús pesa mucho.
Intentando olvidar lo sucedido, algunas horas más tarde me dirigí a la Explanada de las Mezquitas y vi que un sinnúmero de policías palestinos negaban el acceso al recinto a los no musulmanes, e igualmente pensé que aquellos hombres no habían leído el versículo del Sagrado Corán que dice: “Es cierto que aquellos que han creído, los judíos, sabeos y cristianos que creen en Allah y en el Ultimo Día, y obran con rectitud, no tendrán nada que temer ni se entristecerán.” Sura 5; 69.
Y volví a entristecerme porque lo que nos separaba era menor que el grosor de un hilo de seda, y sin embargo, algunos hacen de ese hilo una enorme muralla que nadie puede salvar.
Por último, caminando por las inmediaciones del barrio judío, un chico ortodoxo me llamó la atención para preguntarme de dónde venía y si tenía antepasados hebreos. Yo le contesté que sí y comenzamos una conversación donde al final me aseguró que la mejor religión era la suya, y que los no judíos no deberían ni acercarse al Muro. Y mi alma acabó de entristecerse porque aquel muchacho no había comprendido las palabras de Rabí Hillel, que decía que la Torah podía resumirse en dos cosas: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, y que todo lo demás eran notas a pie de página.
Entonces una idea me vino a la cabeza. Tenía que hacer algo para romper esta tendencia fratricida… ¡y lo hice! A la mañana siguiente, muy temprano, templé mi espíritu con el hálito del Señor para que me diera fuerzas y me decidí a seguir la Vía Dolorosa, como un cristiano más, rezando un Padrenuestro en cada una de sus estaciones hasta llegar al Santo Sepulcro, e incluso más allá, a la Tumba del Jardín. Después, a medio día, subí a la Explanada de las Mezquitas y recé en la Cúpula de la Roca y en la Mezquita Al Aqsa, como musulmán. Y por último, al anochecer, me presenté ante Dios en el Muro Occidental, como judío, rezando el Shemá Israel, para entregarle también lo que había hecho ese día. Y, en aquel momento, bajo la luna llena del mes de agosto, una fuerza sobrenatural inundó mi corazón y sentí en mis entrañas que Dios me había sonreído y había aceptado mi ofrenda.
Una cruz para los judíos, una alfombra para los cristianos y un talit para los musulmanes es quizás la fórmula de la paz en Israel que nadie quiere seguir.
Y puede que lo que hice me cueste la vida si alguno de los fanáticos que no dudan en acabar con aquello que no comprenden, me esperen algún día para ajusticiarme. Pero puede que también haya abierto un camino que nadie, en todos los años que Jerusalén lleva en pie, ha hecho jamás. Abrir un camino de amor, de paz y de tolerancia. Tres religiones, un mismo Dios, un sol

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