"Las ratas se han rendido en Raqqa"
La historia, inédita y en exclusiva, de cómo el último líder del Daesh que quedó en la sitiada capital del califato negocia su rendición con las tropas aliadas. Acudió al encuentro drogado.
Fue el viernes 13, con un francotirador español como testigo en el frente de la caída de la ciudad. La liberación de Raqqa se anunció al mundo unos días después.
«Las ratas que quedaban se han rendido. Misión cumplida. Mañana será oficial.Venían todos puestísimos de algo. Estamos casi llorando», nos escribía apresuradamente Arges Artiaga el pasado día 13 desde el mismo lugar donde ese hecho histórico se estaba produciendo, en lo que entonces era una exclusiva mundial, uno de los milicianos españoles de las Unidades de Protección Kurdas (YPG) que desde junio combatían en la ciudad junto a otros regimientos árabes de las Fuerzas Democráticas de Siria (SDF, según sus siglas inglesas).
Quedaban aún unas pocas bolsas de yihadis irredentos, en torno a 200 asesinos, en su mayoría extranjeros, diseminados entre las ruinas y en los dos infaustos Reichstag de esta guerra -el hospital y el estadio deportivo-, que se negaron a entregar las armas y que un día después abandonaron la ciudad en motos, pick-ups y autobuses, parapetados tras cinturones explosivos, población civil y sus esclavas sexuales. Definitivamente, Raqqa había caído a costa de su destrucción total, aunque hubiera de esperarse algunos días para que las tropas de la coalición lo anunciaran oficialmente y a su zaga, el resto de la prensa mundial.
Ese último grupo numeroso de descastados del Estado Islámico, que resistía en la antigua capital del califato del oprobio -cerca de 100- y que sí depuso las armas, se presentó mezclado entre los civiles que retenían en torno a las siete de la tarde del viernes 13, hora local siria (una menos en España) ante un grupo de oficiales kurdos y los miembros de las tribus del Consejo Local de Raqqa (RCC) que habían negociado la rendición, bajo la invisible pero atenta mirada de los consejeros militares norteamericanos. Se les había acabado el fuelle. Los demonios enlutados ya no confiaban en Alá y temblaban como cobardes. Con este último paquete, se cifraban en cuatro centenares los yihadis que habían renunciado a pelear para salvar su vida en Raqqa, durante las semanas precedentes a la rendición de la capital del califato.
No es difícil evocar la desesperación que se adueñó de esos despiadados asesinos en vísperas de su rendición, ante la certeza de que estaban a punto de ser cazados como alimañas y fumigados con bombas y mortero. El cabecilla de los yihadis apareció completamente desencajado por las drogas a las cinco de la tarde (hora local siria) y permaneció durante un breve lapso de tiempo discutiendo en árabe con las tribus locales las condiciones de la entrega de las armas del resto de sus hombres. Los asesinos sólo tenían una moneda de cambio que ofrecer para obtener alguna ventaja adicional: la vida de los civiles que habían retenido. Pero su rendición fue incondicional.
Dos horas después del cara a cara con el líder de los doblegados asesinos, se entregó el resto de sus hombres, también en un estado deplorable, bajo los claros efectos de las drogas. El encuentro se celebró en un edificio utilizado por los militares de la coalición situado a unos tres kilómetros del estadio, uno de los lugares donde todavía entonces agonizaba un número indeterminado de yihadistas que se cifraba en un par de centenares, los mismos que salieron huyendo un día después, cobardemente parapetados tras mujeres y niños.
Era una armada de yonquis renegados. Moribundos en sus estertores. Junto a los cuerpos inertes de los yihadis abatidos por las fuerzas kurdo-árabes en la ciudad de Raqqa acostumbraba a hallarse a menudo un puñado de pastillas desparramadas sobre el suelo. Es bien conocido que, en sus mejores tiempos, solían partir hacia el combate encorajinados por una variedad de metanfetaminaconocida como captagón. Lo que se ignoraba es que, en sus capítulos postreros, aplacaban el terror que les provocaba la certeza de su muerte inminente mediante una amplia variedad de opiáceos, ora obtenidos mediante el contrabando, ora robados a los cadáveres de las fuerzas kurdo-árabes que los combatían y que, eventual aunque no tan generalizadamente, se servían también de drogas prescritas poco escrupulosamente por sus servicios médicos. En ambos bandos han sido utilizados los narcóticos.
A la postre, una fotografía robada y publicada en exclusiva en este reportaje, capta el momento en que el caudillo de los criminales islamistas -de identidad aún desconocida, pero de nacionalidad siria- se halla sentado en una silla de plástico, inclinado hacia delante en actitud defensiva y desorientada. Aparece embutido en una suerte de chilaba, desprovisto ya de su atuendo ninja de yihadista. El criminal mira en escorzo hacia ninguna parte con aspecto avergonzado, flanqueado por varios militares de las fuerzas kurdo-árabes. Según el gallego Arges Artiaga, miembro de una unidad de francotiradores occidentales, ése es justamente el instante en que el cabecilla de los 100 yihadis del Daesh -ya completamente sometidos- llega a entregar Raqqa a cambio de sus vidas.
Como se intuye en la foto, no se aprecia ya en él ni una traza de aquella arrogancia temeraria que infundía un miedo cerval entre sus enemigos. Se sabe, en todo caso, que los 200 irredentos que se negaron a entregarse abandonaron la antaño capital del califato al día siguiente con destino hacia Deir ez Zor, uno de los pocos lugares de Siria donde todavía resistía un grupo significativo del Daesh. Tras la salida de la ciudad de ese pequeño grupo de renegados -en su mayoría extranjeros- contrarios a la rendición y excluidos de las negociaciones, que aún deambulaban como espectros entre las ruinas durante el día del acuerdo, Raqqa había sido ya desratizada.
La salida en vehículos de los terroristas, organizada el pasado día 14, ha sido registrada en un vídeo divulgado por las redes. Según aseguraba en un comunicado la Combined Joint Task Force que coordina Estados Unidos, el convoy excluía a los terroristas extranjeros y, entre ellos, al supuesto autor intelectual del atentado de París.
-De modo que los norteamericanos se cercioraron de que no abandonaba Raqqa ningún asesino especialmente señalado- preguntamos al testigo Arges Artiaga.
-Ah, ¿sí?, ¿eso dicen?, ¿y cómo? Iban todos amarrados a cinturones de explosivos, armados hasta los dientes y rodeados de sus esclavas y de civiles. Por cierto, ¿quién les proporcionó los vehículos? -nos responde el gallego-. Se fueron, compañero, como quien atraca un banco.
-Y tras la fuga en espantada de esos 200 yihadis en compañía de civiles, quedaba todavía por acabar con las células durmientes.
-Raqqa cayó de facto el día 13. Un día después de la huida de las 200 ratas, sólo quedaban ya civiles escondidos entre las ruinas.
Los morteros callaron
Ya lo había hecho Hezbollah. No era la primera vez que se negociaba con los asesinos o que se les toleraba que salieran para proteger la vidas de civiles, en este caso hacia Deir ez Zor. Y al igual que sucedió en la ocasión precedente, los americanos que han dirigido la ofensiva se desentendían de un acuerdo semejante y responsabilizaban de la decisión a sus aliados y al consejo local que había negociado con los terroristas, aduciendo en tono de justificación, que la decisión había sido adoptada para ahorrar pérdidas humanas.
Durante el tiempo que duraron sus negociaciones, las bombas y los morteros dejaron de atronar en Raqqa. En realidad, una de las máximas prioridades de los estadounidenses que han dirigido la ofensiva y hecho posible esta victoria sobre el Daesh ha sido desde el primer momento encubrir su protagonismo en el conflicto y evitar a toda costa su presencia visual en las postales bélicas, camuflando a las decenas de sus «consejeros militares» tras ropas de civiles, tras los cristales ahumados de grandes vehículos sin apariencia militar y tras las más de 69 banderas de países que, como España, han participado de un modo u otro en esta guerra. La consigna era también no bombardear mezquitas, lo que brindó durante meses un magnífico refugio a los yihadis, que golpeaban desde edificios próximos y se guarecían en ellas tras escapar por los túneles subterráneos. Hubieran sido fulminados en tan sólo unos días de no ser por el empeño que pusieron los aliados en impedir que se repitiera una carnicería de civiles semejante a la de Mosul.
Un día antes de la entrega del cabecilla del Daesh y de sus hombres se había congregado de nuevo a los periodistas para que fueran testigos de la liberación de una familia numerosa a la que el Daesh había secuestrado. Desnutridos y sedientos, los liberados aseguraron que los terroristas habían dejado de disparar a quienes huían debido a su alto valor estratégico. De hecho, la familia en cuestión había tratado de escapar en varias ocasiones, pero fue atrapada y confinada nuevamente, hasta que un enfrentamiento entre un puñado de yihadis y las fuerzas de la coalición permitió su liberación definitiva.
En el transcurso de todo este conflicto, los reporteros han sido introducidos y sacados a su antojo desde el frente por los responsables militares de la oficina de prensa de Ain Aissa. Sólo los funcionarios de prensa kurdos a sueldo de la Federación del Norte de Siria han sido autorizados de manera permanente a presenciar las actividades de este conflicto donde, al decir de los aliados, se han respetado escrupulosamente las leyes internacionales. A menudo, los nativos ponían las fotos más osadas, la sumisión a las fuerzas aliadas y los muertos, y los reporteros de occidente, las crónicas low cost de guerra obtenidas mediante extenuantes tours de bajo riesgo, entre el erial de ruinas que se extendía entre la segunda y tercera linea del frente.
«Los americanos quieren sacar los cadáveres civiles de la foto final de la victoria», nos comentaba por lo bajo uno de los traductores kurdos. Los cadáveres de niños y de ancianos podrían haber ensombrecido una ya de por sí pírrica victoria que ha convertido Raqqa en un páramo de aspecto post apocalíptico. La liberación ha dejado tras de sí los cuerpos inertes de centenares de soldados kurdos y árabes y en torno a 1.800 civiles, según las cicateras fuentes oficiales. Bastantes más emergerán de los escombros a medida que se abran paso los bulldozer.
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