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El nacionalismo español formula a principios del XX corrientes más conservadoras en las líneas de Donoso Cortés o Maeztu y otras más dinámicas representadas por Azaña y Ortega y Gasset. Ambas estas concebían una nación española orgánica y castellana.

La corriente azañista, jacobina, creía en una nación de ciudadanos homogéneos formados por la educación estatal y la de Ortega, prusiana, creía que la nación la construía un estado capaz de imponerse a una población que asentiría y reconocería ese poder.

Finalmente la nación española se realizó sobre la derrota de la corriente azañista pero no fue exactamente la de Ortega, que pretendía su discípulo José Antonio Primo de Rivera, sino la de los militares africanistas que instituyeron un largo estado de excepción.

A la muerte de Franco se trató de institucionalizar un proyecto de nación, contra el relato establecido de lo que ocurrió, tan falso y tópico, no se trató de un pacto izquierda derecha ni franquistas antifranquistas.

El antifranquismo, o sea, la izquierda antes de aparecer el PSOE surgido del dinero de las maletas Flick, era muy débil y en la práctica sólo pudo aspirar a ser legalizado.

Lo que se pactó fue una Constitución que dibujaba un modelo de nación compleja basada en un pacto de reconocimiento de Euskadi y Cataluña como nacionalidades dentro de la nación española.

En ese capítulo el reconocimiento se extendió a Galicia en virtud del galleguismo político y su estatuto de autonomía republicano.

El límite a ese reconocimiento lo puso el verdadero tutor del proceso, el ejército, cuya Junta de Jefes de Estado Mayor redactó de puño y letra el artículo de la Constitución vigente que recoge la indisoluble unidad de España. Cuando hablan de “los padres de la Constitución” nos mienten, no eran padres sino hijos; los padres eran los que vigilaban y amenazaban castigos.

Posteriormente esos pactos fueron conscientemente pervertidos con el “café para todos”, la posterior LOAPA y una continuada política recentralizadora que llegó al paroxismo en estos últimos años.

La campaña de Rajoy contra el Estatut y su política posterior fue la que condujo de modo sistemático a la reacción catalana y a una situación desesperada para no perecer como país. Y, al no tener límites democráticos, le permite intervenir el autogobierno catalán, que volvió del exilio para ser secuestrado décadas después.

Es democráticamente monstruoso y una humillación que Rajoy y Soraya, que recogieron firmas por toda España contra los catalanes y recurrieron el Estatut, quienes iniciaron el conflicto, pretendan gobernar la Generalitat contra los catalanes.

Pero la voluntad impositiva del estado centralista y su carácter autoritario lo expresan con claridad tanto el discurso y el tono del rey como el de Soraya y Rajoy, son las voces de un pasado español que no se va.

Y todas vueltas y justificaciones para la acción del estado de Rajoy ocultan lo que se pretende, destruir el movimiento cívico y el soberanismo político.

Pretenden vaciar y liquidar políticamente a Catalunya para dejarla transformada en unas provincias vencidas, otra autonomía sometida a Madrid. Luego, eso sí, habrá concesiones, tanto nominales como económicas, a los vencidos.

El discurso y el tono del rey igual que el de Soraya y Rajoy son las voces de un pasado español que no se va
Es admitido que la etapa nacida de aquellos pactos está acabada, en los próximos meses se volverá a discutir una revisión constitucional y nos envolverá a todos pero será una gran mentira.

Se hablará de federalismo y plurinacionalidad pero esa nueva nación española ya se ha realizado y se llama Madrid.

El plan de Ortega, una Castilla prusiana imposible, se realizó a través de una corte nacionalista y un estado autoritario.

Y quien lo realizó curiosamente no fue el audaz caudillo Aznar de la FAES, que lo argumentó y lo diseñó, sino el taimado y aparentemente dubitativo Rajoy.

La crisis financiera y el descalabro del modelo económico español de hace unos años creó la circunstancia histórica para que se acelerase un proceso en marcha.

No se puede hablar de lo que llaman “el problema catalán”, que en realidad es el problema de España, sin centrarse en el papel de Madrid.

Madrid es lo evidente pero secreto, lo intocable, lo que no se puede mentar. Madrid es el tabú, por eso se envuelve en una falsa invisibilidad. Quien constate eso será castigado, como la niña que desveló el embuste del traje nuevo del emperador.

La desleal y salvaje operación de estado para vaciar Catalunya de poder financiero y engordar la corte madrileña aprovechó el conflicto político para continuar el proceso de concentración del Íbex madrileño.

La desaparición de las cajas de ahorro, la decapitación del banco vasco, la continuada construcción de una red viaria de carreteras y trenes concentrada en el centro de la meseta, la traición a los intereses de la población del Mediterráneo obstaculizando su corredor, el olvido de las comunicaciones de Galicia y el Noroeste…

Todo es un diseño ejecutado paso a paso al servicio de la burguesía extractiva madrileña y las élites del estado.

Los patriotas de la rojo y gualda que agreden a otros conciudadanos defienden una identidad monárquica contraria a sus propios intereses, creen defenderse a si mismos pero realmente defienden los intereses de Florentino Pérez y demás.

Como ese plan encontró resistencias en Catalunya, en estas jornadas se desveló el carácter autoritario de un estado formado por una monarquía antidemocrática, un partido probadamente corrupto y posfranquista, un PSOE liquidado moral y políticamente y unos medios de comunicación propiedad del Íbex que son armas de destrucción democrática.

Realmente Catalunya no puede existir como país, no es viable ni siquiera económicamente bajo un estado donde rige la deslealtad al servicio de una corte parasitaria.

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