Perspectiva
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La experiencia democrática de México es muy pequeña. La primera elección, en 1828, terminó en un motín, la usurpación de Vicente Guerrero y, poco más de un año después, su asesinato. A eso siguieron tres décadas en las que ningún presidente pudo terminar su mandato, hasta que, en sustitución de Comonfort, que había renunciado, llega Juárez, que extendió su periodo, y después se reeligió en un par de ocasiones. Tal vez alguna de ellas pueda calificarse de democrática, pero no estoy convencido. Con Díaz, menos aún, y por todo el siglo XX no encuentro alguna elección aceptable.
De forma que llevamos cuatro presidentes elegidos democráticamente, todos en este siglo. Dos de ellos, excelentes candidatos y malos presidentes; los otros dos, hombres de partido, y menos malos en el puesto que sus colegas. Tanto Fox como López Obrador fueron grandes candidatos, e impulsaron las expectativas a todo lo alto. No pudieron cumplirlas, y muy rápidamente dejaron de tener control de su gobierno. Calderón y Peña Nieto, líderes de partido, no emocionaban a nadie, pero administraron razonablemente bien su presidencia. Imagino que en el ánimo actual de polarización habrá quien piense lo contrario, y con enjundia, pero ahí está la evidencia, cosa de comparar.
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El presidente actual hace mucho que superó el famoso “principio de Peter” o nivel de incompetencia. Aunque fue un gran candidato, no tiene otras capacidades. Tal vez ahora pueda evaluarse mejor su gobierno en la Ciudad de México, que nunca existió sino como un escalón en la campaña presidencial permanente. Sus dos grandes aportaciones, la pensión para viejitos y el segundo piso del Periférico, no fueron otra cosa. No hubo planeación, no se crearon reservas para el gasto social, no mejoró en nada la competitividad del entonces DF. Nada, salvo dos medidas populares, vendibles, pero sobre todo cosechables rumbo a la elección de 2006, que tanto le dolió perder.
La democracia moderna, es decir, la que ha existido los últimos dos siglos, tiene ciertas características especiales. Está limitada por derechos fundamentales de las personas (conjunto que ha crecido con el tiempo, afortunadamente), pero también por mecanismos de vigilancia, que buscan impedir que la gran preocupación de los griegos se haga realidad: que la democracia se convierta en demagogia, y a ésta la siga la tiranía. Para eso sirven los partidos políticos, y en eso colaboran los medios de comunicación. Se trata de ir eliminando a los personajes más extremos, de forma que los gobiernos se mantengan lo más al centro posible.
Estos mecanismos de vigilancia, a nivel global, se vinieron abajo en la última década. La gran disrupción provocada por la red minó el papel de los medios tradicionales. Al sumarse con la sorpresa de la Gran Recesión, debilitó las estructuras partidarias, permitiendo el crecimiento de las opciones extremas. Por eso Bernie Sanders, Elizabeth Warren, el Tea Party y finalmente Donald Trump; por eso Pablo Iglesias en España, o Beppe Grillo en Italia. Por eso pudo renacer López Obrador, destruir a su partido y conformar el mazacote con el que “gobierna”.
Ninguno de los populistas puede gobernar una nación del siglo XXI, de manera que lo que hacen es continuar su campaña desde una posición de poder. Campaña que no tendría sentido, pero que lo adquiere cuando uno considera de verdad esa preocupación griega: a la demagogia sigue la tiranía. Ya Trump amenaza con no aceptar los resultados de la elección, por ejemplo. Ya Podemos busca aprovechar la senilidad de Juan Carlos I para derrumbar España.
Muchas personas sufren pensando cómo es que tuvimos la mala suerte de que fueran estos gobiernos los que enfrentaran la pandemia. Están equivocados: la pandemia es resultado de esos gobiernos. Fue gracias a ellos que un brote que pudo haberse controlado, como el SARS de 2003, se convirtió en la peor crisis de salud en un siglo. De verdad son un peligro.
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