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Zweig en el olvido

En la época de la Segunda Guerra mundial, ningún autor alemán, ni siquiera Thomas Mann, era más leído y estimado en treinta lenguas que Stefan Zweig (1881-1942). En todo hogar culto y hasta semiculto latinoamericano había ediciones finas o populares de sus biografías (Fouché, 1929; María Antonieta, 1932, María Estuardo, 1935, Magallanes, 1938), novelas y reportajes.

Este judío austríaco encabezaba cierto ideal de humanismo intelectual, pacifista, paneuropeo; y en sus ensayos, con algún temblor romántico, buscaba héroes culturales (a la manera de Carlyle o de Emerson, y del santoral cristiano) entre los grandes artistas, escritores y filósofos. Varias generaciones de lectores se acercaron a Montaigne, Erasmo, Blake, Balzac, Stendhal, Dickens, Tolstoi, Dostoyevski, Nietzsche, Freud en los libros de Zweig… (Lo imitó Torres Bodet en sus monografías sobre autores europeos.) Tal vez sea esa la mayor limitación de sus ensayos y biografías: aunque estudió las contradicciones y los aspectos oscuros de sus escritores, los vio con énfasis, incluso con grandilocuencia (y con reduccionismo), como seres épicos.

Se suele despreciar, a pesar (o a causa) de su influencia y de sus ventas, a semejante tipo de escritores como “bestsellers, comerciales, divulgadores o publicistas”. Pero Zweig trató de ennoblecer el ensayo de divulgación, o de ganarle amenidad y dramatismo al ensayo culto. Era un autor enterado, estudioso, entusiasta del arte, y a la vez un clamoroso reportero de la cultura leído por medio mundo.

A nadie se le ocultaba que privilegiaba el reportaje sobre el análisis estético o filosófico; ni la semblanza psicológica o simbólica sobre la historia concreta de sus temas y sujetos. Venía de Taine y de Sainte- Beuve, con el sesgo profético de los grandes polemistas: Nietzsche, Rolland, Barbusse.

Abordaba alegremente temas universales a fin de atraerlos a una situación contemporánea específica: la crisis de Europa entre las dos guerras mundiales. Sus mejores títulos resultan, así, un poco teatrales o novelísticos: su Erasmo (1934) reflexiona sobre la destrucción de Europa durante el fascismo, más que sobre un particular perfil renacentista; su Tolstoi (1928) olvida un tanto al genial joven furibundo que emprendió la novela-de-las-novelas, La guerra y la paz, y busca el mensaje ulterior del pacifista y del profeta patriarcal, y la esperanza de cierta filosofía liberadora en épocas de apocalipsis.

Se le estimaba como autor serio, aunque algunos escritores (por ejemplo, Thomas Mann) resintieran su fuego y su éxito periodísticos, su vasto público, y le reprocharan en privado la inspirada rapidez de su prosa, sus discusiones líricas, y su fácil construcción de metáforas y semblanzas épicas a partir de hombres y obras sumamente complejos y contradictorios.

En la segunda mitad del siglo disgustó a las academias: no era suficientemente positivista, cuantitativo ni profesoril en sus investigaciones; divagaba, poetizaba, combatía con el mundo. Y al mercado: no escribía como redactor mercader ni como profesor críptico, sino como sus propios modelos estudiados, como un escritor de ambiciones estéticas y culturales amplias.

Sus libros no dejaron de venderse, pero ya no en círculos prestigiosos, sino en colecciones populares, como mera divulgación o pasto para la manía biografista, semejante a la manía policiaca, de muchos “lectores durante vacaciones”.

No predico la vuelta a Stefan Zweig (ni a Emil Ludwig, ni a André Maurois, ni a Guy de Pourtalés, ni a Torres Bodet); admito, acaso con nostalgia de lecturas juveniles, que suelo recaer con gusto en algunas de sus obras. Hay en ellas una “experiencia literaria”, como diría Reyes: la voz de un hombre inmerso y entusiasta en la cultura, y una amenidad y un apasionamiento intelectuales que echo de menos en la academia y en los ensayos generales o periodísticos posteriores. Y muestran la impronta de dos docenas de grandes artistas y autores en una época precisa, el intervalo de las guerras mundiales. Ofrecen la experiencia viva de un lector apresurado, pero entusiasta.

Un lector ya algo extraño para nuestra mentalidad. Anterior o enemigo al monopolio del pensamiento tecno-científico en la cultura literaria. Zweig creía que el empuje humanista (la lectura directa, la literatura clásica como enciclopedia total, la metáfora, el lirismo, la discusión libre de los asuntos generales que afectaban a Europa en su tiempo) bastaba para entenderlo casi todo.

Cuando era necesario, como en el caso de Freud, emprendía (sin rubor por su falta de credenciales académicas) largos estudios de temas especializados. Se le reprocha, así, tanto la desmesura de una cultura general simplificada en claroscuros románticos o épicos, como cierta debilidad en conocimientos concretos, necesarios para sus asuntos: filología, política, medicina, economía, historia. Es mejor en la exposición amplia, generalizadora, que en los aspectos concretos de obras y procesos.

El museo de cera

Sigmund Freud se alarmó hacia 1929 cuando supo que iba a ser stefanzweigizado. Trató de disuadir a su amigo-biógrafo, de pedirle que no lo incluyera, por favor, en su vasta galería o “Museo de Cera de Hombres Inmortales”. Zweig no se arredró. Aunque su buceo humanista en las profundidades del sicoanálisis resultó mucho mejor de lo que esperaba el barbudo doctor de Viena (quien de cualquier manera le reprochó que subestimara su método de asociación de ideas), las alarmas de Freud se vieron ampliamente justificadas.

En La curación mediante el espíritu (Die Heilung durch den Geist, 1932) nuestro irrefrenable polígrafo se lanzó a una de sus intuiciones o ideas generales humanistas capaces de sacudir al hombre más ecléctico. Pensó que durante milenios la medicina había sido religiosa, sagrada, como se veía en las tribus de todo el mundo, y hasta en las civilizaciones avanzadas de la mayor parte de la historia, anteriores al positivismo. Una medicina chamánica.

Reconoció luego los avances científicos del siglo XIX: concretos, de ciencia experimental. Pero mucho de la salud humana escapaba a la medicina positivista: las pulsiones, las histerias, los misterios del ánimo y la conducta, y sobre todo los casos incurables o inexplicables.

Aquí entra Freud al museo de cera de los nuevos brujos que sanan mediante recursos “espirituales”. El Nuevo Brujo en la era industrial. ¡Pero acompañado de dos supercharlatanes (que Zweig sostendrá, con más metáforas que razonamientos, que no lo eran tanto) como casi risible cortejo: los fundadores del magnetismo-sugestión-hipnotismo, François-Antoine Mesmer, y de la fundamentalista Christian Science norteamericana, Mary Baker Eddy, esa especie de Niño Fidencio de Boston (sin la parafernalia de imágenes y milagros católicos, pero con toda la pedantería de un audaz vendedor de Biblias, y con un éxito económico formidable)!

La curación mediante el espíritu fue un éxito mundial y divulgó el pensamiento de Freud entre una muchedumbre que compró el libro más por el prestigio del hipnotismo y de la Christian Science que por el vago, caricaturizado o desconocido sicoanálisis. Escandalizó a quienes tomaban en serio el freudismo, que se veía así comparado con excentricidades y fundamentalismos ideológicos anticientíficos, ¡pero no al propio Freud!, el cual se apresuró a felicitar al autor… por sus semblanzas de Mesmer y de Mary Baker Eddy. Al menos en esta ocasión tuvo sentido del humor el barbudo doctor de Viena.

“Nos hemos limitado”, dice Zweig, “a escoger tres personalidades que, cada cual por un camino diferente e incluso opuesto, han practicado sobre cientos de miles de personas el principio de la curación mediante el espíritu: Mesmer por la sugestión y el fortalecimiento de la voluntad de sanar; Mary Baker Eddy por el éxtasis de la fe; Freud por el conocimiento del yo y la eliminación de conflictos síquicos inconscientes”.

Siempre devoto de sus grandes ídolos liberadores, por una vez Stefan Zweig, no sin travesura, invierte el papel, y parece sacarse de la manga Grandes Personajes del Espíritu de donde el lector culto no esperaría sino supersticiones (neosupersticiones) y prodigios de prestidigitación circense, y erigirlos en precursores y compañeros de su pensador más admirado.

Mesmerizar

El Siglo de las Luces fue, contra lo que se supone, una edad de oro de las sombras: florecieron la masonería y gran variedad de esoterias (ya no brujos demoniacos, sino laicos inspirados por doctrinas espiritualistas paganas, frecuentemente desenterradas de la más remota y dudosa Antigüedad —Hermes Trimegisto—, y readaptadas a estructuras racionalistas). Lo vemos en La flauta mágica, de Mozart.

Mesmer intuyó una de esas esoterias: el magnetismo. Un fluido indefinible e impalpable, una fuerza, comunicaba al cuerpo humano con las personas, los animales, los objetos, los astros. Había que manipular tal fluido para provocar cambios en las personas enfermas; y logró grandes éxitos curativos con pacientes nerviosos, a quienes sugestionaba de modo que, mediante crisis o letargos, liberaban o redistribuían su “fluido magnético”.

Para ello usaba, en un principio, imanes y objetos imantados: agua magnetizada, violines imantados que tocaban música magnética, plantas y árboles imantados, personas cogidas de las manos como cadena de imanes vivos; baterías con imantados objetos de madera, metal, agua, vidrio…

Luego advirtió que la cura no estaba en el simple imán, como había supuesto Paracelso, sino en lo presuntamente imantado: aun sin imanes, el paciente obedecía a la atracción anímica que le sugería el sanador, él mismo. Un taumaturgo, un sugestionador.

Había fuerza cósmica en el cosmos abreviado del hombre; y ciertas personas dotadas de poderes tremendos, capaces incluso de sanar físicamente a sus semejantes. En plenos años de Voltaire un médico alemán manipulaba, como un brujo, los nervios y las almas.

Los médicos ilustrados de Europa (como invitado, Benjamín Franklin) no se dejaron asombrar por los numerosos testimonios de las curaciones inexplicables de Mesmer: siempre se había visto algo así con curas, curanderos o brujos, pero lo acusaron de charlatanería. Años “ilustrados” de aventureros inverosímiles (pretendidamente espirituales o mágicos) como Cagliostro o el conde Saint- Germain.

Durante un siglo el mesmerismo se vio denunciado como una forma moderna, pedante, de las viejas brujerías o supersticiones. A finales del siglo XIX, durante un nuevo auge del ocultismo —con abundancia de mesas que caminaban al conjuro de los esotéricos y de muertos que hablaban a través de un médium o de la ouija, o que imprimían sus auras en daguerrotipos— se le reivindicó parcialmente: efectivamente existían fenómenos sicológicos parecidos a los que predicaba Mesmer, aunque no necesariamente los mismos, a los que se acogió científicamente con nombres suntuosos, académicos, como sugestión e hipnosis.

Zweig ve en esta reivindicación de Mesmer una venganza del buen brujo contra los maquinizados, racionalistas, burócratas de la medicina. Una especie de medicina poética: conjuros, comentes inefables, almas atareadas en su dominio físico de los cuerpos, un sanador-taumaturgo. Este desprecio de la medicina institucional sonó pronto un poco ridículo, durante los maravillosos años cincuenta de la penicilina y los anticonceptivos; pero ahora que fallan los antibióticos y regresan todas las bacterias extintas, y que virus y retrovirus se inventan y transforman a cada rato… Toda nuestra moderna, democrática, católica y cibernética clase media corre en masa a treparse a las pirámides de Teotihuacán a la llegada de la primavera. Las supersticiones que la ciencia “aniquiló” gozan de cabal salud.

No se requiere asumirse como freudiano para escandalizarse del paralelo entre Freud, un genio científico, auténtico, por más que el tiempo revise y corrija sus teorías, y Mesmer, si no un total charlatán al menos un extravagante de marca, aunque algunos de sus rasgos se vean reflejados en la sicoterapia actual. Pero Freud no se molestó porque Zweig traza el retrato de Mesmer como el de un poeta-médico maldito que intuyó antes de tiempo grandes secretos clínicos y padeció persecución por ello. Lo que llamamos (y se llamó desde tiempos griegos) sugestión, catarsis, letargo, anagnórisis o reconocimiento, hipnosis, y la influencia nerviosa de un sanador poderoso sobre un paciente sugestionable; pero que a Mesmer antes que a nadie se le ocurrió sistematizar en un tratamiento clínico.

Zweig disculpa incluso la fantochería y la parafernalia mágicas que usaba Mesmer: un brujo majestuoso con rituales elaborados, consciente de que nada había en la majestad ni en el rito en sí mismos, pero cuya teatralidad (gesticulación, vestuario, utilería desaforados) resultaba útil para impresionar a un paciente que no habría aceptado a un sanador llano en mangas ele camisa.

Acaso también disfrutó Freud de cierta venganza personal contra la academia cuando Zweig narra cómo, expulsado ele los ámbitos científicos, el mesmerismo desarrolló en circos y entre charlatanes técnicas que finalmente serían reconocidas como científicas: la hipnosis, la “exudación” del nerviosismo mediante una crisis provocada y manipulada; el efecto “placebo” de un tratamiento inofensivo, o casi, en sí mismo, pero a veces comprobablemente curativo cuando el paciente cree en el médico y su doctrina. En un principio, también Freud había sido proclamado charlatán, brujo y esotérico por las más altas autoridades científicas de Europa.

Curiosamente, la historia del sicoanálisis abunda, incluso el día de hoy, en dependencias mágicas o diabólicas entre médico y paciente que recuerdan las de la tribu de Mesmer, que entusiasmaron o aterraron al mundo entero a partir de 1775. Sigue habiendo personas aparentemente razonables o cultas totalmente “mesmerizadas” por siquiatras con ocho posgrados en altas universidades, como lo hemos visto en todas las películas de Woody Alien.

En cambio, el paralelo de Freud con Mary Baker Eddy asombra menos a un lector latinoamericano: la milagrería protestante palidece como puesta en escena frente a la católica. Nuestro Niño Fidencio practicó trucos más vistosos. Pero Mary Baker Eddy retomó el episodio evangélico del “¡Cree, y sanarás!” con ciertas truculencias modernistas, contemporáneas de la electricidad y de la Coca-Cola. El Cristo de los Evangelios no desdeñó historizarse, y comportarse como un artesano de Galilea del siglo I; el de Mary Baker Eddy haría otro tanto, y se comportaría como un publicista y hombre de negocios de Boston durante el boom de los ferrocarriles, desenmascararía a los médicos y fariseos universitarios y se inventaría unos folletos sobre cómo sanar sin hacer nada, con sólo creer que Dios y su creación son sanos, y toda enfermedad un error mental de los hombres torpes y de poca fe.