Abuelo, cuéntame un siglo. Añoranzas de chinampero
Don Chivo, cultivador de flores
En agosto de 1999 la Secretaría de Desarrollo Social convocó al concurso Abuelo, cuéntame un siglo, narrativa para la «juventud prolongada» (mayores de sesenta años). El 10 de diciembre pasado fueron entregados los premios en la explanada de actos de la Sedesol Coyoacán y, entre ellos, un xochimilca de San Luis Tlaxialtemalco obtuvo mención honorífrica entre más de 600 narraciones en el Distrito Federal.
Añoranzas de un chinampero es de la autoría de don Silvano Cabello Pérez, de 79 años de edad, una esposa, una hija, un hijo, cuatro nietos y dos bisnietos. El señor Cabello toca música religiosa en el órgano de la iglesia de Santa Cruz Acalpixcan; además de ser cultivador de flores… y poeta lírico (Rodolfo Cordero López)
Añoranzas de un chinampero
(Siglo veinte)
Por Silvano Cabello Pérez | Nosotros, Núm. 24 | Enero-febrero 2000
Primera de tres partes
Soy el Chivo, mi suelo natal es la zona chinampera del Distrito federal, que la Unesco ha declarado últimamente Patrimonio Cultural de la Humanidad.
Siempre he radicado en este hermoso lugar entre jirones de tierra rodeados por canales como cinturones plateados, cubiertos de hortalizas, cuyo verdor esmeralda se rompe con la policromía de tantas flores de riquísima fragancia que satura el ambiente campesino.
Está por terminar el siglo XX y a la vez empezar el tercer milenio.
¡Cuántos recuerdos, alegrías, sinsabores y ardientes deseos de un mundo mejor!
Año de 1999, se acerca el verano, es un día soleado de los últimos de esta primavera; las rutinarias labores en la chinampa me esperan, Fernando de 12 años y David de 11, dos muchachos que son mis bisnietos, se obstinan en hacerme compañía; por sus tareas escolares y además inquietos me muestro negativo, más a su insistencia con voz suplicante, los acepto.
Ya en el campo entramos en acción, me ayudan a mover convenientemente las plantas de rosas, claveles y petunias. El calor es sofocante, atareados reina completo silencio entre nosotros. Sólo se escucha como agradable concierto, el trinar de gorriones, primaveras, calandrias y demás aves que revolotean entre las ramas de esbeltos ahuejotes.
Pasado un rato, David de tez morena en tono decisivo interrumpe:
—Quiero comer una lechuga y la voy a cortar.
—Cuantas quieras –contesté al momento–, pero antes debes lavarla.
—Pasaré la canoa y aquí en el canal haré lo que tú me dices.
—Esa agua no es apropiada –le repliqué–, es agua tratada, proviene del drenaje de la ciudad que con cierto procedimiento científico la vuelven aprovechable en el campo, no así para el uso doméstico. Todo por el bien de la salud.
Con un breve suspiro agrego:
—Esos tiempos se acabaron.
En ese momento interviene Fernando.
—¿Por qué hablas así? ¿Esos tiempos se acabaron?
Es la nostalgia del recuerdo, contesté. En otros tiempos, por todos los canales que ustedes han visto y otros que se han perdido corrían silenciosamente aguas cristalinas emanadas de tantos manantiales como había en la zona lacustre de Xochimilco, Tepepan, La Noria, Nativitas, Santa Cruz Acalpixca, San Gregorio Atlapulco, Tulyehualco y aquí, en el bosque que ya conocen llamado Acuezcómatl, donde ahora está el Centro de Educación Ambiental. En ellos se encontraba abundancia y variedad de pescados, pequeños y grandes ajolotes, acociles, ranas y almejas; en los pantanos entre zacates había patos silvestres agachones. ¡Ah!, otra cosa que se me pasaba… El cacomite, muy estimado en cierta época.
Fernando interviene.
—¿Y todo eso se podía comer?
Claro que sí, en exquisitos platillos como michmulli, tlapictlis, pato en mole de olla, pipián de pato y otros platillos que cocinaban en casa, condimentados en cierta forma que ya me han despertado el apetito. ¿A ustedes no?
Sin perder tiempo, David repuso:
—Aunque ya siento hambre porque ni la lechuga he cortado, ¿qué puedo decir si nunca he saboreado esa comida?
—Sí, sí la hemos comido, pero con pescado del mar que da otro sabor. Fíjense que anteriormente en las bodas nunca faltaba ese platillo, porque los hombres de las familias invitadas dedicaban un día para la pesca como agradecimiento y despedida.
Fernando haciendo un gesto pregunta:
—¿Qué es cacomite? ¿Dónde se encuentra?
—Desafortunadamente aquí ya no, en otros lugares no lo sé. Fue una planta que crecía entre la vegetación acuática, se le llamaba cucharilla, parecida a la planta de ornato que conocemos como hoja elegante, salía de un bulbo como el de gladiolo, esto era lo comestible, asados entre brasas o cocidos en agua con tequesquite, de sabor insípido. Después de la guerra de 1910 hubo hambruna en el Distrito Federal, le llamaron tiempo del hambre. El cacomite solucionó en gran parte esa necesidad, pues en la ciudad capital fue de gran consumo entre familias de todas las clases sociales, le llamaron «papa de agua», que mezclaban con el nixtamal haciendo una sola masa para ricos itacates que en verdad saciaban el hambre, los habitantes de esta región encontraron la oportunidad de comercializar este producto natural que mucho les ayudó en su economía. Entre otras muchas cosas me contaron mi abuelita que vivió entre los años 1878 a 1955 y mi madre a quien ustedes ya recordarán, ella nació en 1898 y murió siendo ustedes pequeños en 1993.
Fernando contesta al momento.
—¡Ah, sí! Algo la recuerdo, pero cuenta, ¿cómo llegaban a la capital para vender el famoso cacomite?
David insiste:
—Sí, cuenta. Porque se supone que no había autobuses.
—Bueno, les narraré cómo a mí me lo contaron y fórmense en la mente una idea de cómo les gustaría haber llegado a la ciudad capital con sus cacomitles, como si ustedes ya hubiesen existido a principios de este siglo; caminando a pie, en caballo, en burro o por los canales, en trajinera, canoa de porte, mediana, chalupón, chalupa o fisguerita, nombres dados a estos transportes de acuerdo con sus medidas y movidas por remeros o personalmente, ayudados por largos remos, reatas para jalar o cortas palas de madera. Además me contaron que hubo una trajinera movida a base de vapor, venía de Chalco dejando y levantando pasajeros. Su recorrido fue por el Canal Nacional y la ahora Calzada de la Viga, hasta llegar a La Garita (Jamaica), continuando hasta la Alhóndiga (calles de Roldán), mercado general. Todo este recorrido se hacía en seis horas o más. Este era el camino por agua, repito, así me lo contaron. A ustedes los llevan sus papás a la ciudad para conocerla, ¿no es verdad? También mi abuelita o mi padre lo hacían conmigo, de esto algo recuerdo. Donde ahora está el palacio de la Suprema Corte a un costado del Palacio Nacional, existió un mercado conocido como El Volador. En 1933 allí me compraron unos zapatos que costaron tres pesos; había una droguería muy famosa llamada La Cosmopolita. En 1929 cuando cursaba el cuarto año de primaria me llevaron a comprar mis útiles en una papelería llamada La Acequia, si mal no recuerdo estaba en la primera calle de Corregidora. Para entonces ya había transporte de tranvía y autobuses. En octubre de 1929 me llevaron en tranvía a un concurso escolar en Iztapalapa y observé lo siguiente:
En la Calzada de la Viga por la calle de Topacio estaban las estatuas de los Indios Verdes, mismos que ahora se encuentran en la carretera hacia Pachuca, Hidalgo; por ese mismo lugar sobre la calle estaba una biblioteca construida de madera pintada de verde y el mercado de Jamaica, o La Garita, a donde ya nada más llegaba el Canal Nacional, entre Avenida del Taller y la Calzada de Chabacano. Allí había un embarcadero todo construido de mampostería, era el mercado para hortalizas producidas en toda la región: Mixquic, Tláhuac, Xochimilco, Iztapalapa e Iztacalco, cuyo transporte se hacía en canoas de todos tamaños. Mis tíos fueron remeros, en ese oficio les llamaban «los mansos» (en este momento los muchachos se miran y sonríen).
Sí, repuse, así les conocían en todas partes. Entre ellos yo oía sus relatos anecdotarios, del famoso paseo de Santa Anita los Viernes de Dolores, que algún día les contaré. Esta feria ahora se realiza en Xochimilco con el nombre de «La Flor más Bella del Ejido». En 1937 el embarcadero de Jamaica había desaparecido ya, el canal terminaba en la esquina de las calles de Chabacano y Calzada de la Viga, y únicamente los chinamperos y productores de Iztacalco y algunos de Iztapalapa transportaban sus hortalizas en canoa a este lugar. Todos los demás llegábamos (para entonces ya me sentía productor) en camiones, también los del estado de México, Puebla, Guanajuato y Michoacán con sus productos agrícolas. Era similar el transporte para llegar a Xochimilco, población siempre de gran importancia. El camino principal para llegar se llamaba Camino Real, cubierto a los lados de exuberante vegetación en las partes despobladas. Se veía más transitada los sábados de todo el año, la víspera del día de los difuntos el 31 de octubre. Eran los días de tianguis y además las fiestas sobresalientes de la región. Entre los transeúntes destacaban damas y caballeros montados en briosos caballos, ellas ataviadas elegantemente, amplios sombreros de palma y listones de colores.
David, el inquieto muchacho, interrumpe la plática diciendo:
—Déjanos entrar a la canoa y recorrer un poco el canal.
—Con mucho cuidado –le contesté–, no tarden para volver a casa.
Es muy común entre los chinamperos permitir a los menores hacer uso de las canoas, siempre con estricta vigilancia, pues así desde pequeños adquieren habilidad y conocen los peligros.
En ese preciso momento un colibrí, suspendido en el aire, agitando sin descanso sus verdosas alas, pasaba de flor en flor, e introduciendo su alargado pico para libar su delicioso néctar, es descubierto por Fernando, quien con un grito de alegría nos lo anuncia:
—¡Miren un colibrí!
—Es un chupamirto –repuso David.
—¡No!, es un colibrí –insistió Fernando.
Debo aclarar que ellos son primos, pero también tienen sus altercados infantiles. —No se alteren muchachos, les diré, en verdad es lo mismo, a ese precioso pajarito le llaman colibrí, chupamirto, chuparrosa, pájaro mosca y, entre nosotros, antiguamente le llamábamos «turrurruntzi». Ellos se miran y sonríen con un gesto jocoso. Sí, de este nombre yo hago una definición. Es una palabra de varios vocablos. En Colombia con la palabra «turrutín» quieren decir chiquitín, pequeñuelo como este pajarito. En Argentina lo conocen como «rundun» o pájaro mosca, y «tzicoa», es un vocablo náhuatl que significa detenerse en alguna parte o agarrarse de algo, en consecuencia para mí, es un pequeño pajarito que se detiene en el aire, así como lo vemos. ♦
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